Buena letra

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Vivir es ver visiones
Armando Figueroa

José Soler Puig

El pan dormido

Editorial Montesinos, Barcelona, 2007

378 pp. ISBN: 978-84-96831-08-7

A estas alturas no es arriesgado afirmar que El pan dormido es la novela más lograda de José Soler Puig. Conocidos críticos cubanos, como José Antonio Portuondo, Ricardo Repilado, Antonio Benítez Rojo y Román de la Campa, entre otros, han señalado que el proceso de experimentación y búsqueda de nuevas formas narrativas que el autor inicia en Bertillón 166, con la que obtuvo en 1960 el primer Premio Casa de las Américas, y continúa en sus novelas En el año de enero (1963) y El derrumbe (1964), culmina en El pan dormido (1975). De hecho, los logros de ésta y otras obras de Soler Puig han llevado a Mario Benedetti a afirmar que el autor cubano es “uno de los grandes de la novela latinoamericana”, y que la obra aquí reseñada es comparable a las mejores de Alejo Carpentier.

Resulta, sin embargo, curioso que, a pesar de estos avales, Soler Puig sea prácticamente un escritor desconocido fuera de Cuba, y que El pan dormido sea la primera novela suya que se edita en España. Quizá el autor santiaguero, como tantos otros, tuvo la mala fortuna de verse opacado por el llamado boom de la narrativa hispanoamericana, un fenómeno editorial relanzado, sobre todo, desde España, al que prácticamente no tuvo acceso la mayor parte de los escritores cubanos que desarrollaron su obra dentro de la Isla manteniendo diversos grados de afinidad ideológica con el régimen comunista. No obstante, la obra de Soler Puig podría haberse encuadrado muy bien en lo que a finales de los años 60 Carlos Fuentes llamó la “nueva novela hispanoamericana”, precisamente, por lo que la crítica siempre ha destacado: la búsqueda de un nuevo lenguaje narrativo. (Pero, por otra parte, también resulta singular la tolerancia que las autoridades cubanas mostraron hacia las novelas relativamente “experimentales” de Soler Puig, precisamente, en una época en que muchas voces del régimen abogaban con fuerza por una literatura revolucionaria y programática, y resaltaban el carácter edificante del realismo socialista). En cualquier caso, esta cuidada edición de Montesinos, sin duda, contribuirá a divulgar la obra de un autor que realmente merece una mayor atención.

El pan dormido narra la lenta decadencia de la familia Perdomo, que regenta la panadería La Llave durante la época de la dictadura de Gerardo Machado. Desde el principio de la novela, se da a entender que el proyecto comercial de La Llave está abocado al fracaso, a pesar del tesón, la eficacia y los conocimientos del oficio que tienen sus propietarios y empleados, tal como nos explica el narrador en sus pormenorizadas descripciones del proceso de manufactura del pan. Lo cierto es que muy pronto el lector queda avisado de que los Perdomo son víctimas de una especie de maldición bíblica, condenados a sufrir “las mil plagas”. Y su ruina total llegará al final de la narración, coincidiendo con el violento derrocamiento de Machado, tras una huelga general que los dueños de La Llave decidieron no apoyar. La trama, por tanto, es sencilla y, salvo una larga digresión, especie de parodia del Génesis, mientras los Perdomo están en cama enfermos, el orden cronológico de la historia es lineal.

Como prácticamente toda la acción de la novela se desarrolla en el comercio —sólo en contadas ocasiones el lector puede contemplar otros escenarios de Santiago de Cuba, ciudad en la que transcurre la historia—, La Llave se convierte en una especie de mundo autónomo, donde sus personajes intentan mantenerse aislados de lo que está sucediendo en las calles, que no es otra cosa que una revolución en ciernes. Es en La Llave, por tanto, donde conoceremos a los personajes principales de la novela —Felipe, Arturo, Pedro Chiquito, los varones, Macías—, y, sobre todo, a su peculiar narrador, que pese a tratarse de otro personaje involucrado en la acción, nunca llega a decir “yo”, ni queda identificado abiertamente. De él sabemos que es uno de “los varones”, hijos de Remedios y Arturo Perdomo, y que su hermano se llama Angelito, pero se mantiene inexplicablemente como un espectador casi invisible a lo largo de toda la historia.

El narrador de El pan dormido, por tanto, es una propuesta sumamente peculiar, y no es de extrañar que sea, precisamente, el aspecto que más han destacado los críticos de esta novela. Se trata de un narrador que es testigo directo de los acontecimientos, que incluso participa en los diálogos, pero que, por otra parte, permanece en un segundo plano, desde el que hace constantes incursiones en el campo de la omnisciencia, propio de la narración en tercera persona. A pesar de que narra preferiblemente en el presente y que, por tanto, está limitado al aquí y ahora de su enunciación, intenta constantemente estar donde no puede estar, tanto en espacio como en tiempo, y, sobre todo, ver lo que, por convenciones narrativas, no debería poder ver. En el primer párrafo del texto se plantea la curiosa perspectiva que propone el narrador: “En el taburete de Felipe, no está sentado Felipe, pero es como si se le viera en su taburete y hasta se le oye hablar. —Mire, compadre, váyase al carajo”. Efectivamente, Felipe Perdomo no está presente en el espacio de la panadería vacía, pero el narrador visualiza su presencia en un espacio imaginado y reproduce una respuesta propia de su personaje al verse sorprendido y observado. De hecho, Felipe Perdomo responde de esa manera, en un registro popular que caracteriza toda la obra del autor, porque quien habla de él no es un narrador omnisciente, sino nada menos que su propio sobrino, para quien, en realidad, no tiene ningún tipo de contemplaciones.

Más adelante, en uno de los extensos pasajes que describen la elaboración del pan en La Llave, el narrador vuelve a hacer referencia a su visión privilegiada: “Y este día de ahora, primero se ven los hornos llenos de pan, que son las once y media, y luego se ve la candela de los tres, aunque están cerradas las compuertas”. Pero, quizá el momento en el que manifiesta de la manera más explícita su peculiar experiencia ante los hechos que narra y los lugares que describe es el siguiente pasaje: “Todo se ve clarito por una claridad que no se sabe de dónde viene”. Efectivamente, este narrador involucrado en los hechos no puede saber de dónde proviene esa claridad que le permite irrumpir en los espacios privados de la casa en alto y presenciar la vida íntima de sus padres, e incluso entrar en la casucha de una prostituta para asistir a la iniciación sexual de su hermano Angelito, ámbitos que quedan fuera de su campo de visión, pero que una y otra vez imagina, como si se trataran de “visiones”. De una manera magistral, a nuestro entender, y sin apelar a un discurso reflexivo, filosófico, ni a registros cultos, Soler Puig muestra, desde el habla popular cubana, la enorme capacidad de la ficción para sugerir la existencia de mundos ocultos tras los tabiques de la realidad inmediata. En este caso, lo hace con el desdoblamiento de un narrador que, pese a tener una focalización concreta en el casi invisible personaje del hermano de Angelito, cumple también funciones propias de la narración en tercera persona.

Soler Puig, al igual que el autor uruguayo Felisberto Hernández, parece haberse propuesto escribir sobre “lo otro”, sobre “lo que hay más allá de las cosas”, como le dice Felipe al haitiano en uno de sus numerosos intercambios. Esta idea de intentar aprehender a través de la ficción experiencias planteadas desde un principio como inasibles no es en absoluto novedosa, es un proyecto que se remonta a la época del romanticismo, pero su aplicación en la obra de Soler Puig sí nos parece original. En esta novela, eso que existe más allá de la realidad aparente se desarrolla como en un estado de latencia —su título, El pan dormido, adquiere un especial significado desde esta perspectiva— y es nada menos que ese devenir histórico oculto, cuya presencia se va haciendo cada vez más tenaz conforme se desarrolla la historia. Esto explica el predominio del presente narrativo que hemos señalado, que de por sí supone la ausencia de cualquier perspectiva ulterior a los hechos. Desde el aquí y ahora desde el cual narra el hermano de Angelito sólo podemos presentir lo que se está gestando tras bastidores. En un momento muy avanzado de la acción, el narrador llega a la siguiente conclusión: “Las cosas son más de verdad cuando no han pasado todavía, que en cuanto pasan ya se ven como mentiras...”. Al final de la novela las cosas sí pasan, y con gran dramatismo; las fuerzas latentes se manifiestan, estallan en forma de la huelga general y arrasan el mundo aparentemente autónomo de La Llave hasta dejarlo totalmente expuesto a la mirada de los curiosos que se presentan para ver las ruinas de la panadería.

Años atrás, y con motivo de la muerte de Soler Puig, Madeline Cámara recordaba en estas páginas su primer encuentro con el escritor santiaguero, al que pintaba en su memoria “balanceándose en un sillón, como para evadir las continuas visiones que lo acosaban”. Supongo que las visiones a las que se refería Cámara son las imágenes y los recuerdos que el tiempo acumula y que, en ocasiones, como decía Vallejo, se empozan y amagan con detener la vida en una insoportable fijeza. “Vivir es ver visiones”, concluye el narrador hacia el final de su historia, y precisamente de visiones está hecha El pan dormido, pero no de visiones acosadoras, de esas que nos hacen desviar la mirada, sino domeñadas, convertidas en palabras y encadenadas con gracia y maestría en una historia extraña, inquietante. Estoy seguro de que el lector asistirá con gran interés al espectáculo humano, narrativo e histórico de la vida de los Perdomo en La Llave, y que podrá pasar por alto el comienzo moroso de la novela, al entrar en los vertiginosos acontecimientos que le conducirán a un final que, no por anunciado, deja de ser sorprendente.

El segundo viaje de Penélope
Carlos Espinosa Domínguez

Juana Rosa Pita

Viajes de Penélope

Campanotto Editore, Pasiani di Prato, 2007

ISBN: 978-88-456-0881-0

Veintisiete años después de que viera la luz, Viajes de Penélope, uno de los mejores y más celebrados de la veintena de libros escritos por Juana Rosa Pita (La Habana, 1939), ha aparecido en Italia en una edición bilingüe. La traducción se debe al también poeta Alessio Brandolini y lleva un prólogo de la hispanista Martha L. Canfield.

A aquellos que estén familiarizados con el mito griego del cual Penélope forma parte, el título del libro les parecerá, de entrada, paradójico. En realidad, quien viaja y protagoniza numerosas aventuras en tierras y mares lejanos es Ulises. Penélope, en cambio, permanece durante todos esos años (veinte, de acuerdo a los poemas homéricos) en Ítaca, aguardando la vuelta de su esposo. Por parte de Juana Rosa Pita, hay, es evidente, el propósito de darle una formulación y una lectura nueva a ese personaje.

A partir de esa figura que ha llegado hasta nosotros a través de Homero, Pita ha escrito los 55 textos recogidos en Viajes de Penélope, que vienen a conformar, en realidad, un largo poema. Penélope es ahora quien pasa a realizar algunos de los hechos y hazañas que hicieron famoso a su esposo Ulises: “Domesticas el mar/ (cachorro de tormenta)/ y cuánto cíclope/ no habrás ya desojado/ sin divorciar las plantas de la playa/ que circunda los siglos”. En esos versos se alude, entre otros episodios, al que ocurrió en la cueva del cíclope Polifemo, pero se apunta algo muy significativo: Penélope lo protagonizó sin desplazarse de Ítaca, sin ni siquiera haber salido de su palacio. La suya es, se dice en otro poema, una aventura inmóvil. A esto, el sujeto poético agrega, al dirigirse a ella: “Agota los prodigios del gran viaje/ y quédate a los viajes relevantes”. Y “Los viajes revelantes” es precisamente el título del segundo bloque, el que viene a constituir su cuerpo principal.

“Divina entre los dioses de tu era/ porque estando a tus pies/ los hombres todos/ padeces soledad de un solo hombre”. En esos versos se alude a la proverbial fidelidad de Penélope, para justificar por qué es merecedora de esta reivindicación poética. A lo cual se añade este otro argumento: “Entre todas las mujeres/ la divina/ porque has domesticado al tiempo/ y lo tienes cantando/ enjaulado en la noche”. Este último aspecto lo resaltó Reinaldo Arenas en el prólogo que redactó para la primera edición, y que se reproduce en italiano en la de Campanotto. En esas páginas, Arenas señala que la verdadera odisea es la espera de Penélope: “Es posible que Ulises haya sido juguete de los dioses, pero Penélope es juguete del dios más terrible, el tiempo. A ese tiempo, Penélope, detenida en la espera, lo enfrenta con un arma no por antigua menos eficaz y única: el amor, razón de todo el libro”.

Acierta Arenas al resaltar esto último. Viajes de Penélope debe leerse, ante todo, como un hermoso canto de amor. Para Penélope, nada es comparable a la felicidad suprema que para ella significaría el regreso de Ulises: “Daría lo que digo/ y todo lo besado/ por un gris de tu voz amaneciéndome// Cambio este absurdo oro/ y la isla con todo lo tejido/ por tu sueño en mi almohada”. Si, además, puede aguardarlo durante tantos años es, no tanto porque tiene la certeza de que algún día ha de volver, sino porque jamás ha aceptado rendirse a la evidencia de que él no está en Ítaca: “Te espero porque estás:/ nunca te has ido a los asuntos vanos/ (las paredes te conocen la voz/ en las estancias más calladas)/ y todas las pisadas se someten/ al ritmo de tus pasos/ y hasta la soledad toma tu rostro/ al borde de mi almohada”. Eso permite al sujeto poético emplear con pleno sentido este oxímoron: “Ulises no está y ya ha llegado”.

Pero aunque el amor es, como afirmara Arenas, razón de todo el libro, no es el único tema. Hay otros que se transparentan a través de esos textos: la soledad, la condición de la mujer, la libertad, la espera. Quiero detenerme concretamente en otros dos. Uno es el propio acto de escribir poesía, tratado por Juana Rosa Pita en otras ocasiones (en 1987 dedicó todo un libro a reflexionar sobre ello, a partir de la imagen de la poesía como una plaza sitiada “por las turbas del odio a la belleza”). En uno de los primeros textos de Viajes de Penélope, el sujeto poético se dirige a ésta y la llama “tejedora máxima”. Alude, asimismo, a un “hilo a prueba de nortes/ y de ausencias”, que, sin embargo, Penélope no utiliza para elaborar la tela que teje y desteje cada noche, sino para urdirle a Ulises “en su anuente memoria/ el milagro callado de una isla” (en la página anterior, se dijo que la tela fue “forjada sueño a sueño”).

A lo largo del libro, hallamos términos y expresiones que remiten a la literatura: sílabas, palabras, versos, destejer la historia. Todo eso se hace mucho más evidente en el texto 45, donde es Penélope quien expresa: “Me encamino a la estancia del poema”. En la penúltima pieza, eso se confirma cuando el propio lector queda incorporado al discurso: “Del uno al infinito/ me bastaría Ulises/ (dondequiera que le dé empleo a sus hombros)/ para enlazar cada hilo del poema:/ cualquiera de los que han de morir/ me bastaría para no desatarlo/ o tú mismo/ que en un rincón del tiempo estás leyéndome”.

El otro punto acerca del cual quiero llamar la atención es la apropiación del mito de Penélope que hace Pita. El poemario se abre de manera significativa con una cita de José Lezama Lima: “Nuestra isla comienza su historia dentro de la poesía”, y se cierra con otro exergo perteneciente a la propia autora: “Este que fuera cuento es vida en mí/ y de una cierta isla hará la historia”. Esto último, en donde se insiste en la condición insular del espacio geográfico donde se sitúa el poema, nos remite, inevitablemente, a otra isla, aquella donde nació Pita. Referencias a ello hay en el poema 5, cuyos versos cité antes, y vuelve a aparecer en el siguiente texto: “Qué palabra sabrá de la nostalgia/ del mar:/ nuestra isla le duele como un sueño/ enquistado en la sombra”. Y, en fin, son varias las ocasiones en las cuales se alude a ese aspecto.

Se sugiere, por otro lado, que la ausencia de Ulises es ya muy prolongada, y casi al final del poemario se la define como un exilio: “Podrá extraviarse Ulises/ todo lo lejos/ de la que urde los viajes/ tejiéndole la historia a contrasueño// pero Ítaca le guarda/ acento viejo y piel/ sobre las playas jóvenes/ que lo vieron crecer hacia el destierro”. Ese eficaz recurso poético de asignarle coordenadas temporales y geográficas a la Ítaca de Homero nos habla, como ha señalado Jesús J. Barquet, de la capacidad que tiene Juana Rosa Pita de “transformar estéticamente su circunstancia histórica personal —inclúyase aquí la de toda su comunidad— y expresarla, gracias al mito, a través de un código universal fácilmente identificable”.

Los poemas y versos que he ido citando a lo largo de estas notas dan una idea del buen nivel literario que alcanza Pita en su libro. La suya es una escritura intimista, serena, atenta al cuidado formal, y que, pese a su intenso lirismo, consigue incorporar una suave nota de sensualidad. Si se suma a ello su brevedad, quienes se adentren en sus páginas convendrán con quien firma estas líneas en que Viajes de Penélope constituye una de esas obras que, además de aguzar la inteligencia, se lee con verdadero placer.

Regreso al Caribe

Rafael Rojas

Arcadio Díaz Quiñones

Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición

Universidad de Quilmas

Buenos Aires, 2006, 526 pp.

ISBN: 987558102-X

En los dos últimos siglos, una larga e ilustre tradición intelectual cubana, puertorriqueña y dominicana ha entendido esas islas como naciones no caribeñas. Más específicamente, como naciones hispanas, que hacen frontera con Estados Unidos, y que para ser modernas deben “superar” las “taras” constitutivas de sus culturas. En Cuba, por ejemplo, durante todo el siglo XIX, publicistas como Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco, Gaspar Betancourt Cisneros ( El Lugareño), Francisco de Frías y Jacott (conde de Pozos Dulces), Rafael Montoro y Enrique José Varona hicieron de la “identidad” cubana un dispositivo simbólico de inscripción racial y civilizatoria en Occidente, que reproducía las topologías “bárbaras” del mundo antillano.

Aunque el origen de aquel extrañamiento, en textos como el Discurso sobre la agricultura (1792) de Arango o el Paralelo entre la isla de Cuba y algunas colonias inglesas (1837) de Saco, fuese la voluntad de crear una economía de plantación azucarera, copiada de las “sugar islands” antillanas, el deseo de azúcar siempre estuvo ligado con el rechazo al negro. Si alguna vez quisieron ser Jamaica, nunca aquellas elites imaginaron algo peor que ser Haití y ya para 1830 aspiraban a ser, en todo caso, Canadá o Nueva Zelanda. Limitada la trata esclavista a mediados del siglo XIX y abolida la esclavitud en 1886, aquel discurso, lejos de desaparecer, se rearticuló en la obra de algunos de los grandes intelectuales de la República: Ramiro Guerra, Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Alberto Lamar Schweyer.

Todos estos letrados reaccionaron, a la vez, contra el latifundio azucarero, la dependencia del mercado norteamericano y la inmigración de braceros antillanos. Aun en la teoría de la transculturación de Fernando Ortiz, que tanto exaltaba la cultura afrocubana, el inmigrante negro del Caribe era considerado como un sujeto que “desequilibraba los componentes raciales de Cuba” y “retrasaba la fusión nacional” de la Isla. Apenas en la obra de historiadores como José Luciano Franco o Manuel Moreno Fraginals, bien avanzado el siglo XX, la cultura cubana comienza a ser entendida como un fenómeno caribeño. Habrá que esperar a la publicación de La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1990) de Antonio Benítez Rojo para que la tradición intelectual cubana cuente con un ejercicio interpretativo que localice a Cuba en las Antillas.

En su último libro, Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición (2007), Arcadio Díaz Quiñones ha emprendido otro viaje de regreso al Caribe. Al igual que Benítez Rojo, Díaz Quiñones bordea una condición regional, pero, a diferencia del cubano, quien aprovechó el momento heurístico de la posmodernidad para su exploración, el autor de El arte de bregar (2000) parte de tradiciones y referencias que muy poco tienen que ver ya con la metaforización del naufragio o la “ritualización del caos”, de que habla Carlos Monsiváis. El libro de Díaz Quiñones es un ejercicio de historia intelectual, informado por ideas de los estudios poscoloniales y la nueva historiografía de la cultura, aunque permeable a textos tan disímiles como Los vates de Tomás Blanco, La filosofía penal de los espiritistas de Fernando Ortiz y En la orilla. Mi España de Pedro Henríquez Ureña.

Con esa erudición hospitalaria, que lo ha vuelto imprescindible en los estudios caribeños y latinoamericanos, Díaz Quiñones estudia el surgimiento del hispanismo peninsular, especialmente, en la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo, como una estela simbólica de la guerra de 1898, la errancia fundacional de Pedro Henríquez Ureña, la memorialización de la Guerra Civil de Estados Unidos en las crónicas newyorkinas de José Martí, la deuda que contrajo la teoría de la transculturación de Fernando Ortiz con el espiritismo, la representación del otro cercano, el “enemigo íntimo” —el inmigrante antillano— en el nacionalismo caribeño de Ramiro Guerra y Antonio S. Pedreira y la poética de la historia nacional puertorriqueña articulada por Tomás Blanco en los años 30.

¿Qué hilvana estos ejercicios de escritura a medio camino entre la biografía intelectual, el ensayo interpretativo y la monografía histórica? En la rica Introducción de su libro, Díaz Quiñones ofrece una pista: los seis textos se enfrentan, por diversas vías, al problema de los beginnings, los comienzos de cualquier teoría, narrativa o poética. O, lo que es lo mismo, al dilema de articular simultáneamente un discurso crítico sobre alguna identidad y la invención de un linaje que lo legitime genealógicamente. “Empezar, como dice el aforismo inicial de Díaz Quiñones, nunca es partir de cero”. Ni siquiera las grandes revoluciones —y ahí están la mexicana y la cubana para comprobarlo—, con todo el derroche de rupturas que despliegan, con toda la discursividad adánica que involucran en la constitución de una nueva ciudadanía, pueden prescindir de un relato sobre los orígenes ni de la reclamación de alguna herencia perdida en el antiguo régimen.

El tema de la tradición cuenta, a su vez, con un abultado acervo en la historia de la cultura occidental y en la filosofía y la literatura modernas. En los años 60 y 70 ese fue uno de los focos de atención de la epistemología francesa (Bachelard, Canguilhem, Foucault), interesada entonces en el desmontaje arqueológico de las formaciones discursivas. En los estudios literarios e históricos, por otra parte, no hay manera de deshacerse del trazado de genealogías intelectuales ni de la exploración de campos referenciales. A cada paso nos tropezamos con una cita de Marx, de Eliot, de Borges, de Certeau o de Bloom que siempre alude a lo mismo, a esa invocación de espectros que implica el acto de narrar, de versificar o rememorar el pasado. Aun cuando no se les vea o, precisamente, cuando se ocultan, como ha dicho Ricardo Piglia, las tradiciones están ahí, dotando de sentido y presencia al trabajo intelectual.

Esta manera de asumir la tradición, de vuelta ya de los rigores teleológicos del nacionalismo, pero distante, a su vez, de las estrategias deconstruccionistas, reemplaza la noción de identidad, no por la de diferencia, sino por la de lugar. La cultura que le interesa a Díaz Quiñones, a partir de una lectura flexible de los estudios poscoloniales (Cohn, Said, Prakash, Bhabha, Chatterjee, Chakrabarty…) está localizada, es decir, sucede en un lugar de la sociedad y del mundo: el Caribe. Lo caribeño o lo latinoamericano no es, aquí, el gentilicio identificatorio de alguna comunidad, sino una práctica y un discurso territorializados, significantes de una dialéctica de la representación que involucra diversos sujetos sociales, actores simbólicos y fronteras culturales de mayor o menor visibilidad.

Los ensayos de Díaz Quiñones describen, pues, un Caribe radicalmente fronterizo y heterogéneo, donde, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, la soberanía no se practica bajo el paradigma del Estado nacional. La idea de una zona de contacto, donde las islas experimentan una suerte de federalismo informal, más que una certeza desarrollada en el libro, se trata de una intuición, de un temperamento que recorre, sobre todo, la formidable Introducción y los estudios sobre Martí, Guerra, Pedreira, Henríquez Ureña y Blanco. Un temperamento de vuelta ya de todo nacionalismo, pero distante aún de cualquier celebración de lo fragmentario. En ese ejercicio de la crítica como tensión intelectual, residen las virtudes distintivas de la gran obra de Arcadio Díaz Quiñones.

Testigo de la ínsula

Eugenio Marrón

Alejandro Fonseca

Ínsula del cosmos

Ego Group Inc., Miami, 2006

Poeta de sostenido aliento para instalarse en los rituales de la memoria, poeta que fija con melancolía el ánimo de su escritura y la viveza que la sustenta, poeta de espontánea austeridad para dilatarse en los límites de la corazonada, Alejandro Fonseca (Holguín, Cuba, 1954) ha ido construyendo, desde el primer libro suyo, Bajo un cielo tan amplio (Premio de la Ciudad, Ediciones Holguín, Cuba, 1986) hasta su más reciente título, Ínsula del cosmos, una obra que tiene su “definición mejor” —para decirlo a la manera del segundo verso del célebre poema lezamiano— en el uso de los sentidos a la hora de precisar las “anotaciones para un archivo” —no en balde así se titula una suma que recoge buena parte de su quehacer.

Ver el paisaje y los seres de su nombradía —paisaje del tiempo ido y seres que lo conforman—, oír las voces que lo retienen —voces del gozo y el dolor en los trabajos y los días—, oler cada fragmento de la piel donde se guarda —piel de la remembranza y sus rasgos más minuciosos—, gustar las palabras que a la hora del poema hacen posible las solicitudes de tales sensaciones —palabras que permiten ver, oír y oler en viaje a los términos más ocultos de la recordación—, tocar la sustancia íntima de aquellas palabras... Es así como Alejandro Fonseca ha alcanzado los dominios del oficio poético, con pertinaz voluntariedad sin concesiones. Ahora, vuelve a dar constancia, con Ínsula del cosmos, libro que prolonga sus querencias.

Tres partes muy bien precisadas conforman el volumen: “La sombra, los disfraces”; “La certeza, los designios”, y “Un bosque, un pueblo extraviado”. Tres partes que permiten cartografiar la ínsula y los accidentes que configuran la “territorialidad cósmica” que el título advierte, consideración aquella para una ubicuidad verbal que, como el Big Bang —o, tal vez mejor, el Gran Pum, como anotaba alguna vez Octavio Paz—, adquiere en la expansión su atributo legítimo, a la vez que se adentra en la condición de la “insularidad probable”. Es allí donde Alejandro Fonseca logra entrelazar lo raigal de las solicitudes que los exergos de Ángel Escobar —“aquello que me mira desde el origen”— y Rafael Urbino —“sobre la tierra, mi pasajera sombra”— advierten a las puertas.

Origen y sombra son, precisamente, alfa y omega en las líneas para ubicar las coordenadas que sigue el poeta: el origen late en la evocación que oscila entre “penumbras detenidas” y “horizonte vertical”, en tanto que están la sombra y su persistencia entre “la luz insular” y “la memoria derruida”. En el origen, en el recordatorio que a su guarda proponen los poemas de la Ínsula en el cosmos, las “penumbras detenidas” facilitan el talante de las confesiones, para que los gestos alcen su “horizonte vertical”; por su parte, la sombra dispone los sueños que ilumina la “luz insular” y los soliloquios que desata la “memoria derruida”. Así, la poesía de Alejandro Fonseca confirma no únicamente el asentamiento de su voz, sino, también, un proceso de aprendizaje seguido con rigor.

Poeta en cuya ascendencia se reúnen desde su comienzo, muy especialmente, los linajes de Rubén Darío, César Vallejo y Eliseo Diego. Del primero, el aroma profundo de una suerte de “tristeza errante” que asiste a los poemas “menos modernistas” del nicaragüense; del segundo, más la angustia y el desamparo de los Poemas humanos que los riesgos y los saltos de Trilce, y del tercero, el sosiego atemperado y la minuciosidad afectiva para “nombrar las cosas”: son las figuras que rigen “cuánta palabra, cuánta pobreza, /cuánta máscara deshaciéndose como una cansada profecía” —para decirlo con los versos de Jorge Luis Arcos en el pórtico del libro—, afirmadas en el derrotero de esta ínsula.

“Rituales de la memoria”, he advertido al comienzo, como fundamento para un ejercicio continuo y doliente, santo y seña del espacio donde el poeta levanta la estación de su fatum verbal: ritos que prodigan con creces la poesía suya, perseverancia de condición que aúna la eticidad de la palabra como tabla de salvación y la naturalidad de la vocación como ejercicio de espíritu. “Rituales de la memoria” para que una Ínsula del cosmos sea posible “más allá de las predicciones astrales”, certeza de un tiempo que, lejos de agotarse, desovilla sin descanso, en un ir y venir, su hilo de Ariadna. “Rituales de la memoria” con los que Alejandro Fonseca, testigo de la ínsula, ha hecho posible mirar a lo alto para ver “el brillo incesante cruzando la noche”.

Escritura, Levedad: Historia

Pablo de Cuba Soria

Enrique del Risco y Francisco García

Leve historia de Cuba

Pureplay Press, Los Ángeles, 2007, 288 pp.

ISBN: 0-9765096-0-1

Un comerciante de la causticidad lúdica, Ambrose Bierce, nos dejó, quizás, la más deliciosa definición de esa inútil sensación que es el transcurrir de advenimientos y advenedizos (parafraseo al Viernes de Tournier) que llamamos Historia. Escribe Bierce en su Diccionario del Diablo: “Historia: Un relato, mayormente falso, de sucesos mayormente sin importancia que se hace sobre gobernantes mayormente truhanes y soldados mayormente idiotas. De la historia romana, según muestra el gran Niehbur, el 90 por ciento es mentira. Creencia, según sabemos, y por la que aceptamos a Niehbur como guía por todos sus disparates y lo mucho que miente. Salder Bupp”.

Leve historia de Cuba es un conjunto de “relatos históricos” que se arriesgan por los atajos de la idea anterior de Bierce. La historia, nos señalan entre líneas los autores, no se compone de identidades inalterables, sí de anonimatos. De ahí que los grandes protagonistas del devenir de la Isla sean bajados de sus pedestales y perpetuidades de mármol o bronce para quedarse a la zaga de cualquier desconocido, llámese éste Yuyo el Ciego o simplemente Pupi.

El choteo que teorizara Mañach (ya esbozado anteriormente por Fernando Ortiz) alcanza en esta colección de relatos su dimensión axiomática, positiva, aquella que nos salva del continuo derrumbe de arquitecturas y valores. Se me ocurre que el destiladero de chismorroteo burlesco del que hablara Carlyle resulta otro de los imaginarios que sostiene Leve historia de Cuba. Qué bien me identifico con ese Martí que hace de la hoja perdida de su Diario de Campaña un pitillo (nada de negritos de la Borrero), que desea irse de aquella guerra y que recibe la risa socarrona de otros mambises cuando se enteran de sus grados de mayor general. Me identifico también con ese Fito Pimpollo que firma un cohete soviético cuando la Crisis de Octubre, y, por supuesto, con ese Casal “avasallado por la fiebre y la fijeza de una pesadilla exótica”.

No se debe olvidar que Del Risco y García (tampoco olvidar que son dos, a diferencia de “aquellos” Ortega y Gasset cuya visita a Cuba fuera anunciada en un periódico habanero) historian la Isla desde la ficción narrativa. Pero, ¿acaso no ha quedado claro que la historia es eso: escritura, variaciones léxicas de un acontecimiento dado? Todo lo que sea escritura termina ficcionándose; la historia deviene invención. Ya no es una cuestión entre vencedores y vencidos, sí entre ficción y realidad, donde la primera, irremediablemente, termina engullendo a aquella que llaman objetiva. El espíritu de época decimonónico cubano lo experimentamos en Mi tío el empleado, de Meza, con más intensidad que en cualquier tratado histórico sobre aquellos años. El libro que reseño es también ejemplo de esa amenidad escrita que nos revela el pasado.

“El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”, escribió el dandi Wilde. Cuba es parte de Occidente desde 1492; unos bandidos trajeron el castellano y el relajo. Luego, nuestro primer monumento literario fue Espejo de paciencia, exóticamente caricaturesco, anquilosado hasta el tuétano, de lectura tan tediosa que ya el título te exige tolerancia a gritos. Todo lo que para Cintio Vitier iba representando lo cubano en la poesía. Ilación cabrona que tuvo que terminar teleológicamente en la cagazón castrista. Los autores de Leve historia de Cuba han reescrito nuestra genealogía desde una base de falsas verdades y utopías sin esperanza, han desplazado (más bien anulado) centros protagónicos hasta las márgenes de lo desconocido, ese sitio donde todo recolector de desengaños se siente a gusto, confortable. No asistimos a un Cristóforo Colombo viendo lirismo de luz en nuestra Isla, sino “todo al revés de lo que aseguraba el Almirante: no hay Levante ni tierra alguna. La sangre; el fuego; el abrazo del pedernal con el acero, el rayo y las bestias; lo que será y es, no son más que puro delirio: naufragio en la propia orilla”.

El uso eficaz de las intertextualidades y del habla popular (refranes, dichos, giros lingüísticos a lo cubiche), la prosa límpida y cautivadora (que no regalada), y el diálogo crítico e irreverente a través de la ironía con la historiografía oficial (Le Riverend & Co.), son otros atributos que sostienen Leve historia... Las narraciones transmiten esa dosis de ingenuidad aparente cuyo principal objetivo, aparte de la complicidad creador-lector, es desestupidizar (anular) todo ese imaginario de camisas de fuerza que nos han querido imponer en la Isla infinita y/o en otras esquinas del mundo. Ingenuidad cínica, quise decir, que desprovee al hombre (hasta el desengaño) de quimeras totalizadoras, de causas y efectos impuestos por discursos de chapuceros apocalipsis.

En su cuento “El procurador de Judea”, Anatole France (a quien Proust señalaba, creo que equivocadamente, como el talento novelístico más brillante de su tiempo) relata un pasaje en el que dos personajes de la más selecta casta del Imperio Romano, retirados de la actividad política, recuerdan acontecimientos del pasado. Uno de ellos responde al nombre de Poncio Pilatos, a quien le resulta imposible acordarse de Jesús de Nazaret. El ex representante del Imperio en tierras judías se rascaba la cabeza hurgando en su memoria, pero todo en vano. Pilatos rememora otros nombres, Barrabás, por ejemplo, pero nunca acierta con el del apóstol. Luego de tal experiencia de lectura, nos asiste irónicamente la levedad de la existencia, el derrumbe de los grandes relatos históricos. Enrique del Risco y Francisco García han escrito su libro, estoy seguro, desde el convencimiento dudoso de la (in)soportable levedad y caída de casi toda una Isla. Al parecer, toda la historia no es más, Italo Calvino dixit, que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible. Como tales comerciantes de la causticidad lúdica.

Un diorama de batallas, palimpsesto

Antonio José Ponte

José Quiroga

Cuban palimpsests

University of Minnesota Press

Minneapolis, 2005, 269 pp.

ISBN: 0-8166-4213-3

“En imágenes y palabras –en fotografía, literatura, música grabada y filme– este libro explora la memoria colectiva y la memorialización, y sus efectos en la percepción del tiempo en Cuba”, avisa su autor en la introducción. Y ha elegido para ello siete espacios (no necesariamente lugares) que echan luz sobre la situación cubana de las últimas décadas, sin pretender una historia del período revolucionario ordenada cronológicamente.

En el griego de su etimología, palimpsesto supone cierta suavidad en el calígrafo que borra para luego escribir. Una capa de escritura viene a ser cubierta por otra sin desaparecer del todo. El palimpsesto admite la simultaneidad de textos, las más descabelladas coexistencias. Entre líneas recientes clarea el pasado, y un discurso anterior consigue entrometerse en el discurso de hoy hasta cambiarle el sentido. El espacio, obsesivamente aprovechado, adopta imbricaciones muy extrañas.

Cuban palimpsests va de la semiótica a la historia, de la historia a la ficción, de lo personal a lo colectivo, del pasado al presente, del archivo a la dispersión. Tal como advierte su autor, la realidad cubana, que ha creado tanto exilio y tantas migraciones, ha de ser explicada mediante desplazamientos de interés, migratoriamente. Y quien recurre al palimpsesto se ve abocado a leer espacios con cuidado, parece enfrentarse a esas abandonadas fachadas habaneras que tienen mil colores sin decidirse por ninguno.

Según José Quiroga, llegado el Período Especial en Tiempos de Paz, las preocupaciones del discurso oficial cubano se han centrado, antes que en lo temporal, en el espacio. Existen otras causas para una preponderancia así: el colapso del socialismo en 1989, la mutación de la filología hacia una lingüística saussureana y hacia el estructuralismo. Quiroga cita los estudios de Michel Foucault (en un volumen recién traducido al español, En el espacio leemos el tiempo, Karl Schögel compendia autoridades de este vuelco hacia lo espacial), y sus lecturas topográficas sobrepasan a la capital cubana, e incluyen el hotel Theresa, en Harlem, o la Torre de la Libertad, en Miami.

El edificio neoyorkino donde se hospedaran Fidel Castro y su comitiva ya no funciona como hotel. En aquellas jornadas de 1960, la delegación cubana halló extremadamente caro el sitio que le destinaban, no se correspondía aquel hotel con la imagen que procuraban dar allí (en La Habana ocuparon el Hilton) o, tal vez, no era del todo seguro. En cualquier caso, pidieron acampar en el Central Park y en terrenos de las Naciones Unidas. Les fueron negadas ambas autorizaciones, y terminaron yéndose al Theresa, un hotel frecuentado por prostitutas, en el cual ocuparon todo un piso y donde dejaron, según ciertas afirmaciones, daños por valor de diez mil dólares.

Harlem estaba lleno de cosas por venir, recuerda Quiroga. Todo lo que iba a suceder entre Cuba y Estados Unidos se iniciaría en aquel hotel que, 45 años más tarde, volvía a ser visitado por Fidel Castro. Este libro sigue de cerca al personaje en sus maniobras de memorialización, historia la sobrevivencia de un edificio convertido en locación de un filme de Hitchcock cuya trama incluyera a aquellos huéspedes.

El espionaje resulta tema imprescindible a la hora de entender las circunstancias cubanas del último medio siglo. Todo un capítulo es dedicado a ese asunto: Guerra Fría en la tira cómica que publicara durante años Antonio Prohías en la revista Mad, referencias a Cuba en la saga de James Bond, causa judicial de la Red “Avispa”… (A propósito de uno de los miembros de esa red de espías, vale esta mínima objeción al texto: Antonio Guerrero no alcanza a ser poeta a pesar de la publicación de sus composiciones). José Quiroga desentraña la compulsión de comunicar que el espionaje entraña, descubre el diálogo practicado entre Cuba y Estados Unidos: “Ambos Estados han mantenido contacto ininterrumpido por más de cuatro décadas en su particular lenguaje silencioso, con sus propios códigos. En términos políticos (como puede confirmar cualquier lector de John Le Carré), desenmascarar espías es una manera de dialogar entre Estados, no importa que tal diálogo resulte silencioso a veces”.

Cuban palimpsests recorre la imaginería cubana de Walker Evans y de Osvaldo Salas, atraviesa volúmenes fotográficos y guías arquitectónicas publicadas en los últimos años, estudia la literatura y el mundo editorial habanero, descifra la cubierta del primer disco grabado por el grupo Moncada, e historia a paso ágil las compilaciones de música cubana hechas en Estados Unidos, así como la aparición dentro de Cuba de la timba y el hip hop. Se detiene en una mesa redonda celebrada en La Habana a propósito de Buenavista Social Club, y aventura que lo más notable en ella era la corriente de resentimiento que la recorría. (Las opiniones vertidas llegaron a convertirse “en una discusión acerca de cómo el Estado podría financiar y controlar su propia imagen: la imagen de Cuba”). Conocedor de cuanto se escribe en la Isla y en los exilios, José Quiroga cita con soltura poemas, y se detiene en piezas narrativas y ensayos.

Algún capítulo del libro se acoge a un tono íntimo, de ensayo personal. Dedicadas esas páginas a la artista plástica Ana Mendieta, el autor se ve obligado a aclarar que ellas no constituyen un ensayo sobre Mendieta y él (quienes nunca llegaron a conocerse), sino sobre la relación de ambos con el país natal. Ana Mendieta, quien emprendiera varios regresos a Cuba desde inicios de los años 80, alcanzó a construir diez esculturas en unas cavernas de Jaruco. El viaje de Quiroga en busca de esas piezas es un viaje a la memoria: el autor reflexiona acerca de su propio regreso. Y la exploración de una caverna donde no encuentran nada (un espeleólogo lo acompaña) permite a este libro alcanzar su mayor cota de inteligencia y sensibilidad.

El volumen se cierra con un apartado sobre la muerte y sus ritos. Cruzan por esas páginas dos entierros en contrapunto: el de Celia Cruz por diversas ciudades estadounidenses, el de Ernesto Guevara (o los restos que han dado en atribuírsele) entre Bolivia y Santa Clara. Quiroga nos advierte que quien muere en el exilio resulta emblema de una historia que no termina nunca: poco importa cuán cumplida haya sido su existencia, morirá como en un accidente. De aceptar tal hipótesis, el número de muertes desesperadas ha de incluir a muchos de los que viven en Cuba. Porque en la introducción queda reconocido que “hay exiliados cubanos en La Habana, viviendo en casas y apartamentos reales, moviéndose por aquí y por allá con tal de hacer una vida, publicando un libro o accediendo a las últimas películas. La nostalgia por Cuba no tiene lugar solamente en Miami”.

Narrado con soltura, agudo hasta llegar a sentencias memorables en muchas de sus páginas, José Quiroga ha escrito un libro para el cual cabría formulación distinta a la del palimpsesto. La robo de una frase con la que él trata de explicar la Guerra Fría: una suerte de diorama, sin batalla abierta alguna, sin principio ni fin. Existe, sin embargo, una crucial diferencia: Cuban palimpsests planta batalla por la memoria histórica.

Entre el gueto y el bilingüismo

(Espanglish y diglosia en Estados Unidos)

Joaquín Badajoz

Maricel Mayor Marsán (edición y prólogo)

Español o Espanglish

¿Cuál es el futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos?

Ediciones Baquiana, Miami, 2006, 100 pp.

ISBN: 0-9752716-5-2

En los últimos años se ha ido instrumentando una agenda que, aunque no puedo determinar qué objetivos persigue, me parece lamentable. Lejos de analizar críticamente el fenómeno del espanglish de una manera multidisciplinaria, algunos autores se han atribuido la misión de dotarlo de un cuerpo teórico, de una gramática y hasta de una literatura. Me refiero a libros como Spanglish (the making of a new american language), de Ilan Stavans; Learning Construction Spanglish, de Terry Eddy y Alberto Herrera, con prólogo de Ilan Stavans y Lengua Fresca(Latinos Writing on the Edge), una antología editada por Harold Augenbraum e Ilan Stavans, por sólo citar tres. Esta tendencia, por supuesto, tiene ciertos precedentes: ya desde 1998 se había publicado, casi a manera de broma, el Official Spanglish Dictionary, de Bill Teck y Bill Cruz. Pero lo que a primera vista parecen aproximaciones, a veces brillantes, a esta condición, la del hombre bilingüe, terminan siendo poco menos que ficciones lingüísticas, vagas caricaturas de una compleja y sustanciosa realidad.

Hace unos años, un agente le preguntó al dramaturgo y guionista cubanoamericano Luis Santeiro, uno de los pioneros del bilingüismo en los medios de comunicación en Estados Unidos, por qué se “limitaba” a escribir sobre temas latinos si él tenia capacidad para hacerlo sobre temas más “generales”. Reflexionando sobre esto, Santeiro llegó a la conclusión de que en literatura “no se trata de escribir de lo que uno sabe, sino sobre lo que uno amaba”; es decir, su identidad. Traigo esta anécdota a colación porque Santeiro, guionista de Sesamo Street y escritor de obras como Our Lady of the Tortilla; The Lady from Havana, o A Royal Affair, es también el creador de una de las más atrevidas y exitosas series de los 70, la comedia bilingüe Qué pasa USA? Nunca antes (ni después) el recurso del code switching entre el español y el inglés se ha logrado manejar de manera tan efectiva y consistente, convirtiéndose en un protagonista más de la trama. Para algunos, Qué pasa USA? es la o pera prima del e spanglish. Lo sorprendente es que la intención de Santeiro era reflejar, de manera humorística —y por ende caricaturizada—, su universo de identidades cruzadas y revelar el mundo subterráneo, fascinante e íntimo de los emigrantes. Lejos de ser un tributo al espanglish, era una crítica satírica a los choques culturales, y a la manera en que se reflejan en primera instancia en el idioma. Sin embargo, más de veinte años después de aquel ambicioso experimento de Santeiro, el code switching ha ganado protagonismo en programas radiales y televisivos dirigidos a los jóvenes de origen latino, la mayoría de las veces como un aderezo, un recurso para lograr la “sintonía” de identidades.

También la literatura, desde las novelas de Gustavo Pérez Firmat hasta las de Angie Cruz o Sandra Cisneros, pasando por los poetas y narradores nuyoricans y chicanos, ha construido y recreado, para un lector angloparlante, el universo de las sensibilidades latinoamericanas en Estados Unidos. Pero considerar que estos autores formen parte de una literatura o una cultura del espanglish, sería una reducción eidética de este fenómeno. Prefiero considerarlos expresión del multiculturalismo norteamericano, del rostro de una minoría que supera a la población total de Canadá, que domina el segundo idioma más hablado en Estados Unidos y que, a diferencia de algunas otras emigraciones, no sólo crece de manera galopante, sino que mantiene una conexión viva con su identidad. En geopolítica sería algo así como una invasión regresiva. La resistencia de una lengua a la aculturación. Todo esto conduce a dos fenómenos que se han desarrollado de manera casi paralela en el ámbito de la lingüística y la sociedad. Por un lado, la formación de recursos expresivos, a medio camino entre el español y el inglés, que se ha bautizado con el término de espanglish y, por otro, el tránsito natural de los inmigrantes —desde primera hasta tercera generación— hacia el bilingüismo. Atrapado entre estas alternativas vive el hispano promedio en Estados Unidos. Una de estas tendencias propone masificar la cultura del gueto, y dotarla de sentido, convirtiendo una jerga auxiliar, con marcados valores mnemotécnicos, parasitaria y corrupta, como la más acabado expresión de transculturación. La otra revela un futuro en el que se respetan las fronteras de las lenguas, pero se funda la sensibilidad.

A lo largo de estos años, he advertido varios problemas metodológicos e investigativos en la mayoría de las conferencias, artículos y ensayos que abordan esta corrupción lingüística del español hablado en Estados Unidos (y en otras áreas de Iberoamérica).

Como es lógico, existe una condición emocional a la hora de tratar este asunto que dificulta en muchos casos la imparcialidad científica, pero, por otro lado, como el idioma es un territorio de todos los hablantes, sobre el que todos nos consideramos con derecho a opinar, muchas veces, los juicios no están fundamentados por el conocimiento teórico del tema. Así, se advierte confusión entre conceptos como habla y lengua, la ausencia de un análisis lingüístico diacrónico-sincrónico, y la tendencia a pasar por alto que en todas las lenguas existe cierta libertad de asociación, pero que la anarquía semántica del slang y del habla chocan irremediablemente con las fronteras de la lengua: con su condición de metarrelato social autónomo. Todos estos errores investigativos han contribuido a crear una caótica bibliografía que termina arrojando más sombra que luz sobre este asunto. Por eso, este debate que lleva casi un lustro parece que acaba de empezar. Comprenderán entonces que, cuando Maricel Mayor Marsán me invitó a copresentar en este Centro Cultural de España en Miami la antología de ensayos que reúne las intervenciones y ponencias de los coloquios “Español o Espanglish, ¿cuál es el futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos?” (una serie de conversatorios sobre el tema que esta reconocida autora cubanoamericana ha estado convocando, patrocinando y publicando bajo el sello de Ediciones Baquiana durante casi dos años), me pareció una excelente oportunidad para compartir con ustedes algunas ideas sobre este tema.

Este libro, por encima de sus valores teóricos y pedagógicos, tiene el mérito de ser uno de los primeros ejercicios multidisciplinarios para acercarse a la formación y manifestación de lo que se conoce como espanglish. En esta versión revisada y aumentada se incluyen las ponencias de estos dos coloquios: en el primero, de carácter más general, los autores ofrecen sus visiones personales sobre el fenómeno, algunas de indiscutible autoridad, como la de Odón Betanzos, presidente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Como todavía para algunos “intelectuales” la Academia es una suerte de madraza —desde donde los fundamentalistas del idioma aferrados a su religión bibliocéntrica (el diccionario de la RAE) condenan cualquier herejía idiomática— la conferencia de Odón Betanzos muestra de manera reposada cuales son las preocupaciones reales de esta corporación, mucho más preocupada por el abuso de los anglicismos innecesarios dentro del español y sensibilizada con la necesidad de “buscar soluciones para acercarnos, serenamente, a la realidad temporal” del espanglish. A través de éste y de otros textos, el lector podrá tomar el pulso de este debate sobre un tema que fascina a algunos y alarma a otros. Y compartir sus argumentos (a veces, encontrados), y los razonamientos a los que acuden para responder teóricamente a la pregunta fundamental de este problema: ¿estamos presenciando el nacimiento de un nuevo idioma, la formación de una lengua franca o, simplemente, es el espanglish la forma en que definimos un fenómeno de expresión que se ha convertido en recurso instrumental auxiliar y mnemotécnico para los emigrantes en tránsito hacia el bilingüismo?

En el segundo coloquio, del que también se han incluido los ensayos presentados, los autores debaten sobre “las implicaciones sociales, filosóficas y políticas que se plantean para una persona hispana o de origen hispano en Estados Unidos, cuando utiliza como herramienta de comunicación en la vida diaria el espanglish”, y sus posibles consecuencias. A través de estos análisis, el lector podrá acercarse a la mecánica concreta de funcionamiento lingüístico del espanglish: el code switching, el borrowing, la traducción directa de expresiones idiomáticas de ambos idiomas; así como abordajes desde la filosofía del lenguaje, la sociología, la pedagogía o la historia. Hay que advertir que son textos polémicos, provocadores, y que el propósito del coloquio no es que sus exponentes cierren filas o lleguen a colegiar sus conclusiones. Debe leerse como un work-in-progress, con razonamientos en muchos casos inacabados, que le permitirán al lector inteligente tener suficientes elementos para sacar sus propias conclusiones. A fin de cuentas, esta es una discusión sobre un tema que trasciende las esferas de la lingüística, la lexicografía y la semántica avanzando por las áreas subjetivas de la sociología y la cultura. No espere encontrar una solución simple ni absoluta como si se tratara de álgebra elemental. Se trata, sin duda, de una compilación con textos para pensar; para invitarlos a sumarse a un debate que comprende no sólo a los que trabajamos con esta herramienta de la lengua, en la literatura creativa o la investigación, sino a todos los que tenemos el privilegio de gozar de una lengua común que es expresión de nuestros valores y nuestra identidad.

Lo que sí está garantizado en Español o Espanglish es que cada autor le ofrece ideas serias, diferentes y novedosas y que, lejos de mover las exposiciones por terrenos herméticos o demasiado académicos al fundamentar sus hipótesis, han buscado una manera simple (aunque no simplista) de desmontar este fenómeno y hacerlo comprensible a cualquier lector. Gran parte de esto estriba, a mi juicio, en que han advertido la importancia didáctica del tema, que no debe quedarse en un juego intelectual para iniciados, sino llegar a los auténticos gestores de la lengua.

Si bien sería arriesgado afirmar que el espanglish no puede llegar a convertirse en un idioma —como lo apreciamos hoy parece más una estadía en el tránsito hacia el bilingüismo que un sistema de comunicación coherente—, algunos autores afirman que “está aquí para quedarse” —supongo que aludiendo al uso del espanglish a nivel social, como una herramienta que dejará de serle útil a los que alcancen el dominio pleno de ambas lenguas, pero que seguirá siendo una alternativa “cómoda” para los nuevos inmigrantes. Este escenario incluye una nueva preocupación sobre la que quiero llamar brevemente la atención: ¿puede el uso consuetudinario de un recurso convertirlo en parte de la tradición?

Toda expresión de la conciencia, y el espanglish lo es, lleva implícito un contenido ideológico. Es una manifestación del espíritu, las limitaciones y las búsquedas de un grupo social. Es en esta búsqueda que los conceptos dejan de ser una nomenclatura y adquieren connotaciones de significado y significante, convirtiéndose en signo: un elemento comunicativo que transmite mensajes homogéneos dentro de un grupo de hablantes. A partir de entonces, el signo se establece como una unidad autónoma denominativa inalterable que rige y estructura el lenguaje.

Es por eso que podemos apreciar múltiples variantes de espanglish que responden a las peculiaridades de los diferentes centros de diglosia de Estados Unidos. Aun cuando existen variables comunes, los localismos y regionalismos, así como lo que Edgard Sapir llamaba el “genio” estructural de la lengua —su plan básico o el espíritu que la anima—, posee diferentes valores. Por eso, cuando en algunas regiones y grupos sociales no pasa de ser una jerga de tránsito o un lenguaje auxiliar de adaptación, en otras se está convirtiendo en un slang de resistencia, la voz de grupos desplazados o de minorías inconformes. De cualquier forma, consiste en un vehículo de identidad que los enlaza con una comunidad de hablantes. Al reproducirse esta variable de manera transgeneracional, es indudable que se generarán ciertos patrones y se legitimarán vocablos más o menos homogéneos, llegando incluso a “construirse” una tradición. Como afirma Saussure: “El signo lingüístico no conoce otra ley que la de la tradición”[1]. Lo peligroso de este escenario es que la tradición del slang comienza y muere dentro de la cultura del gueto.

La trampa que resultará de la reproducción de este fenómeno, tengo que advertir con cierta alarma, es un paso regresivo en la aculturación de las comunidades de emigrantes; ya que sólo les permitirá crecer, a nivel social, cultural y económico, dentro de los límites que ofrece un slang y, por extensión, un gueto. El sueño americano no está escrito en espanglish, como algunos promotores de este fenómeno pretenden irresponsablemente hacernos creer, sino en el bilingüismo. Aunque defendamos la salud del español en América, no debemos perder la perspectiva de que aquí existe otro idioma, también fascinante, y que debemos dominarlo para integrarnos plenamente a una nación.

Aunque el pensamiento y la conducta humanas no siempre responden a una lógica aristotélica, sí cabe preguntarse: ¿qué utilidad y qué valor práctico puede tener para las comunidades de origen hispano en Estados Unidos generar una nueva lengua? Una estructura artificial y parásita que sólo serviría para comunicarse entre ellos, cuando ya tienen el español, o el inglés para hacerlo a un nivel global. Creo que la respuesta a esta pregunta nos acerca a esa realidad diferente de que ya he hablado: el bilingüismo. Y define exactamente el punto de esa ecuación de tránsito que ocupa el espanglish, como un estado primitivo de tránsito de una comunidad de hablantes hacia el dominio, más o menos, pleno de dos idiomas.

Pero si este razonamiento estuviese errado, quedaría una última consideración: ¿Podría un zhargon o jerga, que maneja de manera volitiva las estructuras gramaticales y el arsenal lingüístico de dos idiomas, ser el punto de encuentro entre dos lenguas y convertirse en la más acabada expresión de economía y lógica de expresión para los hablantes de cierta comunidad? No creo; pero sí estoy seguro de que aunque el espanglish derivara con los siglos hacia una nueva lengua, sus hablantes estarían de antemano destinados a sufrir el tratamiento de cualquier otra nomenclatura minoritaria.

Por eso creo que es justo celebrar esta nueva entrega de Ediciones Baquiana. En ella se recoge, de manera coherente, el pulso de este debate lingüístico, con todas las pasiones y las imperfecciones que le impone la impronta de la protohistoria. De estos textos pioneros beberán, estoy seguro, muchos investigadores futuros, y nos envidiarán, desde la distancia histórica, estos excesos a la hora de analizar ese retorcido y fascinante fenómeno que es ser testigos vivos de cómo se manifiestan en la lengua las contradicciones, iluminaciones, ambiciones y carencias del hombre mientras intenta adaptarse, o luchar contra sus circunstancias.

[1] Saussure, Ferdinand de; Curso de Lingüística General; Editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1970.

De Leo Martín a Sam Spade

Luis Manuel García

Lorenzo Lunar

Que en vez de infierno encuentres gloria

Zoela Ediciones, Granada, 2003

124 pp. ISBN: 84-95756-04-8

Lorenzo Lunar

Polvo en el viento

Editorial Plaza Mayor

San Juan, Puerto Rico, 2005

192 pp. ISBN: 1-56328-292-5

Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, le encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció, perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión. En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado. Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar, es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte. El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, y se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable. Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial, anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” ( El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

Monólogo del incorrecto

Armando Añel

Armando de Armas

Mitos del antiexilio

Editorial El Almendro

Miami, 2007, 140 pp.

La ensayística miamense está de plácemes con el segundo libro en línea de Armando de Armas, y su tercero publicado: Mitos del antiexilio. Dado que este escritor no suele cohibirse a la hora de marinar los códigos de lo políticamente incorrecto, era de esperar un tratamiento novedoso o, por lo menos, desafiante, en relación al tema. Una suposición verificable nada más abrir el libro y posar la vista en el prólogo, a cargo del políticamente incorrectísimo Lincoln Díaz-Balart.

De cualquier manera, lo desafiante en este libro no sólo corre a cuenta de las tesis o los enfoques. En un encendido monólogo, Armando de Armas rompe con las estructuras sintácticas habituales en el ensayo político para proponer, desde la cadencia de una prosa impredecible, una línea de escritura marcada por la interrogación, la exclamación y el punto y coma, el símil como referente, el párrafo subordinado e, inclusive, una poética intermitente, a ratos, transgresora. En Mitos del antiexilio la forma desemboca armónicamente en el contenido, redondeando un discurso sintáctica y políticamente incorrecto, que se solaza en los meandros de su originalidad.

Asimismo, este ensayo roza lo testimonial o lo periodístico en el sentido de que el autor, fiel a su praxis personal, ejemplifica más que teoriza. Aquí el lector no se verá abrumado por consideraciones teóricas o especulaciones académicas, o por ese aluvión de citas y referencias al margen que provoca que, en algunos ensayos actuales, un tercio del texto aparezca en el apartado de notas y bibliografía. De Armas no convence desde el mamotreto, convence desde el hecho consumado.

De ahí que nos topemos una y otra vez con enfoques puntuales o preguntas comprometedoras formuladas con una desfachatez expositiva poco común en la ensayística contemporánea. A la altura de la página 46, por ejemplo, accedemos a una de estas andanadas. Tras abordar desde diversos ángulos el tema del odio, políticamente incorrecto donde los haya, el autor se pregunta:

¿Pudiera alguien pedir de un plumazo a los judíos sobrevivientes del Holocausto que no sientan odio? ¿Se les puede pedir que perdonen y punto? ¿Oyó alguien, alguna vez, hablar de antifascismo moderado, de antifascistas pacíficos y antifascistas violentos? De haber existido esas edificantes definiciones, ¿se hubiera atrevido alguien a priorizar a los pacíficos respecto a los violentos, a demonizar a los segundos respecto a los primeros? ¿Por ventura la liberación europea del fascismo, en 1945, no vino de la mano y la punta de los cañones de los tanques Sherman norteamericanos? ¿Cómo se puede pedir a los sobrevivientes de las carnicerías desencadenadas por el comunismo que no sientan odio? ¿Cómo se puede pedir a los exiliados cubanos que se comporten en todo trance como palomas?

En Mitos del antiexilio, el Occidente que “ha convertido en crimen el placer de fumar un puro, piropear a las mujeres, apostar a las patas de los caballos, apreciar la tauromaquia, deglutir un bistec con papas fritas, vestir un abrigo de piel de zorro o cazar un cocodrilo” sufre un ataque despiadado, decidido a poner en entredicho los convencionalismos de una modernidad crecientemente conservadora. Adicionalmente, De Armas echa mano al recurso de situar frente al espejo varios de los lugares comunes de la demagogia mediática para reproducir una imagen inversamente proporcional a la que supuestamente debería devolver el azogue.

Así, inesperadamente, la “dictadura del relativismo” desliza su hocico conservador: aquellos que defienden el matrimonio homosexual son los mismos que antes atacaban el matrimonio como institución retrógrada; o los catalogados en su día de feministas consienten, y hasta aplauden, el determinismo cultural según el cual una mujer debe ocultar su rostro u ofrecer sus genitales a la mutilación; o quienes abogan por los derechos humanos de los cortadores de cabezas recluidos en Guantánamo miran para otro lado cuando se trata de reclamar los de aquellos que, inmediatamente al oeste de Guantánamo, reclaman su derecho a pensar con cabeza propia.

En el contexto cubano, el recurso del espejo conduce a una suerte de clímax de lo políticamente incorrecto: resulta que una organización como Alfa 66, a la extrema derecha según los hacedores de opinión al uso, patrocina un programa de gobierno de corte socialdemócrata (De Armas insiste durante todo el libro en distinguir entre metodología de lucha e ideología), o que el alineamiento mayoritario del exilio con las administraciones republicanas responde más a una alianza táctica que a familiaridades ideológicas. En esta cuerda, el autor nos recuerda que si en algo están de acuerdo las organizaciones del destierro, “que nunca están de acuerdo en casi nada”, es en la necesidad de restituir la Constitución del 40 en Cuba, “carta socializante influida por las lumbreras comunistas” de la época.

Mitos del antiexilio es un cuaderno empeñado, como su título indica, en desmontar los mitos de una modernidad que subordina lo ético a lo estético, reservando su artillería pesada para los relacionados con el caso cubano. El llamado “exilio histórico” de Miami —y, por extensión, la clase política desovada por la República— no es de derechas, sino, más bien, revolucionaria; la moderación dentro de la moderación —“el cine dentro del cine”— anula la capacidad de hacer oposición; ocasionalmente, el odio puede ser un sentimiento tan constructivo como el amor: afirmaciones todas ellas que encuentran en este ensayo suficiente combustible intelectual y testimonial. Este es un libro rocoso, irreverente e ineludible, a partir del cual la nueva ensayística cubana, enfrascada en la inercia de sus deslizamientos, puede parar para coger impulso.

Historias de familia

Romy Sánchez Villar

Jacobo Machover

La Dinastía Castro. Los misterios y secretos de su poder

Áltera, Barcelona, 2007, 160 pp.

ISBN: 978-84-96840-00-3

Frente a la continua y descontrolada cantidad de información que se oye y se lee sobre Cuba desde los acontecimientos del pasado verano, hace falta seleccionar, elegir, reconocer los análisis pertinentes y apartar los que, con frecuencia, no son más que las habituales especulaciones y debates entre sordos. Más allá de las opiniones, está la necesidad de entender lo que ha pasado en Cuba, para aproximarse a lo que está pasando ahora en la Isla. De hecho, hay pocos libros y pocos documentos que den al lector no especialista la posibilidad de hacerse su propia opinión. Lo que propone Jacobo Machover en su último libro es una actualización, y más que eso, es también un recorrido claro y accesible por los puntos clave del estado actual de la problemática cubana.

Lo más original del trabajo de Machover es, sin duda, el hecho de proponer un texto corto, asombrosamente breve y sintético (los cubanos hablan y escriben demasiado), que logra abarcar, en poco más de diez capítulos, los problemas del régimen castrista en toda su complejidad, y, sobre todo, que se propone hablar sin pudor de lo que la mayoría suele evitar. Tanto algunos ensayistas cubanos como analistas europeos y americanos prefieren hablar de lo que todos saben: el “desvío” de la Revolución, la gran desilusión, la época del desencanto y la tímida ola de comprensión desde el mundo más o menos asombrado al ver que ese último bastión del sueño comunista era efectivamente un “totalitarismo tropical”, para citar la expresión del mismo Jacobo Machover. Por su parte, el libro La dinastía Castro es un trabajo que quiere aclarar las zonas oscuras del régimen cubano, pero sin olvidar las grandes temáticas y los hechos principales de los últimos 48 años.

Lo interesante de la metodología del ensayo es el cruce entre lo temático y lo cronológico. Existen demasiadas cronologías de la Revolución Cubana que retoman las canónicas “fases” del proceso histórico. Machover intenta añadir a ese enfoque “clásico” temas tan diversos como el turismo, el papel de los intelectuales, la música, la “primavera negra” de abril de 2003, etc. De esa manera se disfruta de un libro que se dirige, a la vez, a un lector español que nunca se ha interesado por la situación de la Isla, pero también al cubanólogo, al especialista que quiere abarcar los cambios de la Isla en los últimos meses.

De hecho, un libro que sea, a la vez, una obra de periodismo “histórico” y un ensayo de actualidad tiene que presentarse como una síntesis que abarque “un poco de todo”, sin dar la impresión de ser un simple panorama general sobre el tema de la Isla. Es lo que consigue Machover gracias a un claro punto de partida: en contra de cierta opinión europea, los tiempos del romanticismo y del mito revolucionario acabaron hace mucho, y la sucesión dinástica del 31 de julio de 2006 es la prueba de ese final del sueño.

Partiendo de esa base, la obra regresa a 1959 donde, según el autor, están presentes ya, en medio de la “fiesta revolucionaria”, todas las contradicciones: propaganda, control de la imagen, violencia y ejecuciones. La inocencia exaltada del humanismo revolucionario se enfrenta al tema de la sangre, de los muertos: un tabú de la cronología oficial que Machover subraya sin sensacionalismo. En ese marco, la continuidad entre ese primer período y el surrealismo de la reciente “sucesión dinástica” se hace más clara, más visible. Ese parece ser el objetivo del ensayo: reemplazar la versión de la Cuba heroica por los hechos tal y como se tendrían que conocer hoy.

Su principal cualidad es la multitud de ejemplos precisos que propone para ilustrar los temas en su cronología temática sobre los silencios de la historia revolucionaria cubana: se menciona el caso emblemático de los intelectuales europeos y de la “gran ilusión” de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre[1], la exclusión de los homosexuales y las UMAP, el caso Padilla y la amistad entre el periodista Ignacio Ramonet y el Comandante. De hecho, sobre ese ejemplo de la intelectualidad europea y “romántica” que favorece al régimen castrista, Jacobo Machover propone interesantes ideas que merecerían más amplios desarrollos: habla de “los secretos de la teoría revolucionaria guevarista” y su poder de atracción sobre la opinión mundial, pero también sobre el tránsito “de una revolución romántica a una revolución peligrosa”.

Machover aborda también el tema recurrente de “la educación y la salud”, en clave de hipocresía del sistema, las intervenciones cubanas en las guerras africanas y del Medio Oriente, y cómo, fuera de la Isla, la Revolución pierde su aspecto paradisíaco y adquiere su dimensión más trágica y absurda.

Entre los temas más polémicos, trata la posible implicación de Fidel Castro en la muerte de Allende, en el capítulo “Suicidios en cascada, ¿quién mató a Salvador Allende?”. Se trata de una “pista”, una hipótesis que el autor quiere apuntar sin darle un carácter definitivo. Y esa sería la única crítica general al ensayo: ciertos extractos de discursos, de textos de historiadores, ciertas fuentes documentales son demasiado breves y poco citadas; el lector necesitaría más referencias directas para poder comprobar con documentos lo que avanza el texto del autor. Pero eso sería, a lo mejor, el papel de un ensayo más largo, más detallado y ampliado que queda pendiente.

Finalmente, después de enfoques “históricos” vistos a través de propuestas originales y novedosas, el libro abarca temas muy actuales, que no suelen ser objeto de reflexiones más profundas, sino de meros artículos en la prensa europea: el Período Especial, el cliché de la felicidad isleña prefabricada (“Mira qué felices son; no se quejan”), sin olvidar el papel del exilio visto con sus especificidades y su complejidad, y evitar la dicotomía entre los “malos” de Miami y los “buenos” europeos, y, finalmente, la actualización de la colaboración chavista con la Revolución Cubana: Machover explica cómo hoy no se puede hablar de Cuba sin analizar lo que está pasando en Venezuela, y viceversa.

La conclusión del libro es un homenaje; un homenaje a los que dentro del país resisten y alzan la voz para explicarle al mundo, con mayor fuerza desde los eventos de 2003, lo que verdaderamente pasa en Cuba. En un momento en que las relaciones diplomáticas entre España, la Isla, Estados Unidos y el resto del mundo, parecen complicarse al extremo, y mientras se intenta dialogar sin justificar, es crucial recordar que la oposición interna es la primera que intenta establecer una verdad histórica y política, y son los que menos se escuchan desde afuera. Por eso Jacobo Machover propone, en contra de la sucesión dinástica, un destino insular legítimamente recuperado por una sociedad civil que está por reconstruirse.

[1] Sobre ese tema, ver el ensayo de Jeanine Verdès-Leroux, La Lune et le Caudillo; Gallimard, París, 1989.

Fábula de la dicha cotidiana

Jorge de Arco

Eliecer Barreto Aguilera

Vendedor de espejos

Editorial Betania. Madrid, 2007

82 pp. ISBN: 978 84 8017 257 8

Casi un siglo ha transcurrido ya desde que el poeta chileno Vicente Huidobro anotase en una de sus certeras reflexiones: “El arte del sugerimiento no pretende plasmar las ideas brutalmente, sino esbozarlas, y dejar el placer de la reconstitución al intelecto del lector. Esa es la Belleza que debemos adorar. La estética del sugerimiento”. Palabras éstas que me vienen a la memoria tras la atenta lectura del último poemario de Eliecer Barreto Aguilera , Vendedor de espejos, finalista del Premio Casa de las Américas 2004, y que se editase por vez primera el pasado año en la editorial camagüeyana Ácana

Nacido en Camagüey, en 1946, y licenciado en Lengua y Literatura, Barreto ha obtenido diversos galardones en su país. Con La casa de los aires, editado en 2000, inició su andadura poética, que ahora se ve ampliada con este desgarrador testimonio que relata las vivencias de una época compleja. Entre la realidad y el sueño, confiesa el poeta haber vivido este tiempo en el que las íntimas ficciones se presentaban como el mejor asidero para huir de cuanto acontecía. De ahí que la cita inicial remita a dos versos de Fernando Quiñones: “Cabe urdir una apetecible/ fábula de la dicha cotidiana”.

En esta ocasión, Eliecer Barreto ha optado por una prosa poética que dota de una mayor narratividad al conjunto. Se agrupan aquí más de 40 textos que dan cuenta del alma herida del poeta cubano. Desde el poema que sirve como pórtico, se adivina un decir de verbo firme y confesional que pretende ahuyentar las sombras y tinieblas de la incesante vigilia: “La vida me ofrece los gastados naipes de la realidad para que los baraje en la página iluminada, pero me desplazo hacia un recuerdo que no se deja horadar por el olvido”. Desde esta nítida remembranza pretende acercar las pretéritas ensoñaciones hacia un instante presente y esperanzador, a través del cual levantar “una pirámide de palabras” contra el miedo y la frustración.

Son las deshoras del tiempo, los abismos amatorios, la degradada belleza, lo que más consume el corazón gastado del poeta (“sólo el yo cotidiano y el otro yo en sangrienta pugna”); porque los pálidos insomnios y los sinsabores de la vejez van ciñendo su aspereza y desnudando la soledad de quien clama su desdicha contra el largo devenir de los días: “El hombre, al ver llegar el estropicio del mundo, cruza las manos, cierra los ojos y canta una canción de tres notas, aprendida en la infancia”.

Esa capacidad sugeridora a la que me refería anteriormente, es una de las principales virtudes de Eliecer Barreto. Cuando su cántico se torna menos directo y entremezcla su tono confesional con hondas reflexiones, o con hechos, y alterna momentos de extrema sensibilidad y ácida ironía con un fino humor y un extremo criticismo, surgen los momentos más certeros y vibrantes del libro. Se trata de una apuesta donde la tensión verbal enmascare el mensaje con una palabra más hermética y contenida: “Una casa sin fronteras celestes o marítimas; una casa donde los vivos y los muertos dispongan de espacios donde cultivar sus palabras (…) una casa donde hallemos el papiro que atesora los arcanos de la vida; una casa para fábulas, lámparas y mariposas nocturnas”.

Convencido del poder sanador de la palabra, solidario en la creencia de que la poesía es capaz de crear una renovada realidad, la conciencia de su yo lírico se torna esencia vivificadora. Lo que antaño era desierto e incertidumbre, se irá tornando paisaje y fantasía, porque ahora “triunfa lo inaudito al desbocarse la inclemente necesidad de vivir”. Un puñado de anhelos comienza a derramarse por entre la venas, y es el futuro, azogue que refleja un alba y una mirada nuevas: “Con las mismas manos que toqué el asombro, toqué el destino”.

Página de inicio: 279

Número de páginas: 23 páginas

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