Cartas sobre dos poetas suicidas

Jorge Luis Arcos, Efraín Rodríguez Santana

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Cartas sobre dos poetas suicidas

Ángel Escobar y Raúl Hernández Novás

Efraín Rodríguez Santana y Jorge Luis Arcos

1

Madrid, 19 de febrero, 2005

Querido Efraín,

Comencemos estas carticas-ensayitos, como me has propuesto, sobre los poetas suicidas y amigos Ángel Escobar y Raúl Hernández Novás.

“Tengo mi psicactriz y recuerdo a Novás”, dice el conocido verso de Ángel. Gracias a Jorge Domingo pude reconstruir en parte lo que de recuerdo pudo tener Ángel de Raúl. Encuentros en la Cinemateca —suerte de mausoleo y légamo creador de Raúl—, Ángel, tú, Raúl, Domingo, Basilia y Jorge Yglesias, alguna vez, prolongación en casa de Basilia o Domingo. Recuerdo que, preparando la papelería de Raúl para la edición de su Poesía completa, encontré un poema fechado en la época de la Cinemateca, a principios de los 80, que parecía escrito por Ángel y no por Raúl, por su onirismo tanático. Todavía mantengo esa duda. Es muy interesante establecer ciertos paralelismos. Por ejemplo, la formación poética de Raúl fue muy precoz: a fines de la década del 60 y principios de la del 70, ya tenía escrito Enigma de las aguas y Da Capo, dos poemarios insólitos para aquella época de conversacionalismo abominable y dogmatismo cada vez más excluyente, que salvaron, en parte, la continuidad de la gran tradición poética cubana. La formación de Ángel, que también era más joven, fue más lenta. Ángel comienza a publicar libros anodinamente conversacionales a principios de los 80, poesía escrita seguramente a fines de los 70, en su época del Instituto Superior de Arte. Recuerdo que leí allí su primer libro. Apenas nada podía denunciar en él al intenso y alucinante poeta que comenzó a manifestarse a partir de Abuso de confianza.

He hablado varias veces en público sobre lo que significa para un poeta no tener un nacimiento poético adecuado. Mi propia experiencia personal (comencé a escribir poesía hacia fines de los 70) me dice que esa fue mi primera enajenación: sentirme como un poeta clandestino, raro, entre una manada de coloquialismo ramplón. Nunca me reconocí en mi generación (la llamada tercera promoción del conversacionalismo). Todavía Raúl tuvo la ventaja, por edad, de estar más cerca de lo mejor del conversacionalismo lírico de los 60, y de las tradiciones inmediatamente anteriores: Orígenes, etc. Y así y todo, cuando comenzó a escribir, su poesía difería de todo lo que le rodeaba. Es curioso, Raúl no pudo sentir, en un inicio, como una rémora la excesiva politización, incluso la cada vez más predominante tendencia hacia el marxismo, porque él era un izquierdista romántico, un marxista convencido, e incluso se pronunciaba por una concepción materialista de la poesía. Era su peculiar sensibilidad, profunda y singular percepción de la realidad, la que desbordó, desde un principio, los estrechos márgenes por los que transitaron esas “ideas” en nuestro país, amén de su vocación estilística hacia la densidad tropológica, la fabulación visionaria, muy en consonancia en el fondo con una compleja, rica, diversa aprehensión del mundo, sí, materialista (como fue siempre su cosmogonía de fuente heracliteana), pero no vulgar, ni oportunista. Y, sin embargo, no pudo publicar su poesía hasta inicios de los 80. Recuerdo ahora aquella frase de Lezama en una carta de principios de los 70: “Ahora la chusma piensa en publicar”. Sin comentarios. Todavía esa chusma anda por ahí. Pero esto es otro tema. Es que el conversacionalismo que quedó, luego de la purga 1968-1971, fue vergonzante con su propia ideología y concepción del mundo: una visión tan excluyente, politizada, pobre en densidad conceptual y filosófica, previsible en todo, mero reflejo de consignas políticas, tenía que desvirtuar una legítima opción por un humanismo revolucionario. No se puede defender un marxismo y un mesianismo revolucionario radicales y, a la misma vez, en su nombre, implementar políticas de corte fascista y populista que, como sabes, tuvieron su paroxismo en los procesos de análisis de la conciencia comunista (purga universitaria), el éxodo del Mariel (“Que se vaya la escoria, que se vayan los homosexuales”, rezaba un paradigmático editorial de Granma), y los mítines de repudio con sabor a holocausto judío (nostalgia del esplendor perdido en los campos de concentración de las UMAP) de 1980; año, por cierto, en el que nos conocimos tú y yo cuando coincidimos en nuestro último año en la Escuela de Letras, en la asignatura que impartía Guillermo Rodríguez Rivera, Poesía hispánica del siglo XX.

Quiero decir, todo este complejo proceso nacional, que tanto afectó a la producción literaria del país, tuvo que dejar una huella, una marca en sensibilidades y percepciones tan singulares como las de Ángel y Raúl. No por gusto, como muestran algunos poemas inéditos de corte satírico y algunas confesiones personales a amigos (entre los que me cuento), Raúl, ya a fines de los 80 y antes de su suicidio, estaba profundamente desencantado de la política nacional, sin renunciar por ello a su inequívoca filiación con un humanismo revolucionario. Su excelente introducción a la vida y a la poesía de César Vallejo ofrece varias claves importantes para comprender la propia posición ideológica, e incluso literaria, de Raúl. Al menos en su caso, ese desencanto adicional, como por añadidura a otros muy suyos, tuvo que influir en su suicidio (Período Especial mediante). La proverbial indefensión de Raúl, agravada por la muerte de su madre y la enfermedad terminal de su padre, hizo que su profunda tendencia suicida se manifestara precisamente en el momento más crítico, que lo tornaba más débil, más vulnerable, cuando comenzó a funcionar lenta, silenciosa e implacablemente (1992-1994) una suerte de selección natural: los más débiles perecían.

He querido abordar en esta primera carta estas cuestiones contextuales, para poder centrarnos después en los motivos más singulares que llevaron a Raúl al suicidio, que tienen tanto que ver, como también en Ángel, con sus respectivos romances familiares y, por supuesto, con la construcción misma de sus cosmovisiones poéticas. Esto último es lo que más debe interesarnos.

Un abrazo,

Jorge Luis.

2

Brasilia, 3 de junio de 2005

Querido Jorge Luis,

Hay puntos de contacto y también recorridos notoriamente distintos entre Raúl y Ángel, pero todo ello confluye en la poesía que ambos nos legaron. No concuerdo contigo cuando dices que Ángel comenzó a “publicar libros anodinamente conversacionales a principios de los 80”, hasta la aparición de su Abuso de confianza que, sin duda, es una de las cúspides creativas de su obra. Una de ellas. Por el contrario, antes había escalonado algunos poemarios que constituían ya aportes estilísticos y temáticos. Ángel también se desmarca de un tipo de coloquialismo que tanto empobreció la poesía escrita en los 70. Desde Viejas palabras de uso (1978), Premio David de 1977, escrito a los dieciocho años, se produce un punto de giro en el lenguaje que, aunque es directo, con un marcado sesgo social, se mezcla intencionalmente con otras formas poéticas de cierta densidad tropológica; así pues, la oda y la elegía se entrelazan con lo conversacional para ofrecernos una visión íntima y, a veces, idealizada del pasado familiar, junto al canto de un presente muy realzado. Todavía hoy se disfruta esa ingenuidad expositiva y esa penetración de César Vallejo en Ángel.

Su poesía tiene un sello intransferible. Caja de resonancia, música que lo lleva a lugares clamorosos. De eso trata su segundo libro, Allegro de sonata (1987) . Nadie en los 80 se arriesgó tanto con una rareza como esa. En efecto, son antecedentes de sus trabajos mayores, pero muy personalizados, hasta llegar a Epílogo famoso (1985), que saca otros mundos a conversar a través de una retórica de gran intensidad, al menos, en algunos de los poemas que allí aparecen, por ejemplo, en la serie “Los empujones blancos”: “He salido a crecer en tu recuerdo,/ como un duende que soy/ de tu buen silencio armado”. Texto de relaciones humanas que es un puente hacia una segunda etapa definitiva que, creo, comienza con La vía pública (1987) , donde irrumpe esa conocida obsesión por el ruido. Melodía y ruido que acompañarán una obra cada vez más autobiográfica y atormentada: “¿Verdad que es como si dos retratos se separan/ o uno solo se rompe? Queda una mano sin el brazo/ y no hay costura para la nuca sin perfil ni hombros”. Continúan dos cuadernos: Malos pasos (1991) y Todavía (1991) , de mucho equilibrio expositivo, pero instalados en esa percepción de desamparo y conciencia de la enfermedad: “Voy huyendo de mí como de un sueño”. Creo que, a diferencia de Raúl, Ángel necesita dar testimonio de su recorrido esquizo, es como una inconformidad que se traduce en imágenes conmovedoras. La literatura como diagnóstico de la locura. Y entonces arribamos a uno de los momentos más altos de la poesía cubana en mucho tiempo: la primera edición de Abuso de confianza (Chile, 1992).

Volveremos a este libro y a los siguientes, esa ruta de voces, espejismos, sonoridades y furias. Ese retrato escrito. Como Schreber, Ángel dejó sus alegatos sobre esa “cocina del diablo”, que ambos conocieron muy bien, y de la cual escribieron notablemente.

Cuando leo Enigma de las aguas o Da Capo, nada me hace presuponer la presencia de un suicida. Penetro en el encantamiento de las palabras, en la gran capacidad imaginativa y conceptual de Raúl, en su vehemencia expositiva; entrega feroz a la verdad de su soledad; su amor deseado y su amor frustrado, sus miedos, su condición contemplativa, y aquella devoción por la madre y por un incomparable estado amniótico que todo lo protege, razón de una felicidad prenatal que rechaza los desastres del futuro. A Raúl su vida le incomoda, pero en estos libros hay una apuesta por una tragicidad romántica y por una especie de esperanza inconquistable: “El que ibas a ser está esperándote”, dice de sí mismo, y remata: “Eres aquel que iba a ser marinero,/ héroe, payaso, domador de fieras,/ mago con una rosa, equilibrista./Todo, menos la estatura del árbol/ que hacia el río se inclina para dejar un fruto”.

En ambos, en principio, salvación y hundimiento están determinados por la influencia devastadora de los padres. Ya nos extenderemos más sobre este asunto.

Sé que Ángel apostaba por la abolición más profunda del racismo, por la desaparición de la pobreza y las desigualdades, que abominó de las dictaduras militares latinoamericanas, especialmente la pinochetista, y escribió sobre ello. Su extracción social fue tan pobre y trágica que tuvo que influir, y mucho, en sus ideas sobre una Cuba socialista. Sin embargo, también sé que los primeros años del mal llamado Período Especial lo hundieron en una inconformidad que a duras penas transmitía; así pues, agregaba a sus males esquizos un nuevo infortunio que venía de fuera. Todo, lo de dentro y lo de fuera, como un paquete informe depositado en hospitales. Raúl también fue arrastrado por tales condiciones, y lo pagó bien caro en medio de esa terrible “selección natural” que mencionas en tu carta.

Yo separaría marxismo de mesianismo. Para la Cuba de estas más de cuatro décadas, el marxismo ha sido siempre como un punto premeditadamente anunciado y, al mismo tiempo, inalcanzable, que se utiliza como fuente de argumentos oportunistas mientras que el “mesianismo” se entroniza y el “diálogo” se hace de una sola voz. Nada nuevo entre nosotros, a no ser que empeora.

Cuando muere Raúl, Ángel está en Santiago de Chile y esa muerte lo marca profundamente. En una carta que le envía a su amigo, el ensayista y profesor francés Alain Sicard, el 15 de octubre de 1993, dice: “Me he enterado de la muerte de Raúl Hernández Novás, por suicidio: se quitó del aire, como hacían los primeros cubanos y los esclavos; eso me ha descolocado un poco más: era bueno, la bonanza, la costumbre, el ser sin más, no sé, ¿qué lo mató? Él creía en la luz, no era iracundo ni frenético (...) caminaba por la ciudad y ahora es un signo de ella...”. Como puedes observar, el tema del suicidio y su perversidad lo sobrecogen. Él sabe, tiene ese saber muy cerca, pero su desconcierto, como el de todos nosotros en su momento, se refería a Raúl, por qué él, si en apariencia estaba tan poco “dotado” para un acto semejante. Raúl muere desde la levedad, desde una desustanciación que lo enajena y lo saca de circuito. Raúl se diluye en el suicidio y viceversa; es como haber encontrado por fin ese amor que mata. Ángel se sabe más turbio, más conocedor del tema, incluso más preparado si nos atenemos a los intentos que ya había hecho, y por eso mismo aborrece el acto y se lamenta de lo ocurrido. Insiste: “Yo creía que era un contemplativo, y lo hizo: claro que la contemplación es atroz, quizás más que el acto. Hasta Martí, quien tanto admiró, lo condena: ‘El que se mata es un ladrón’; pero ¿por qué no lo salvó la belleza si alcanzó a verla...?”. Contemplación y belleza parecen ser otros datos insospechados del suicidio. Nuevos ingredientes que abruman a Ángel Escobar. Y concluye: “Lo atrabancó la muerte, ‘esa gran puta”.

Como ves, Ángel estuvo más atento a Raúl de lo que pudiera creerse. Como un juego de espejos, como cabezas trocadas, en un mismo viaje más bien breve hacia el abrazo de “esa gran puta”.

Te saluda,

Efraín.

3

Madrid, 13 de junio, 2005

Querido Efraín,

Es cierto que, a primera vista, nada debe hacer pensar, al leer Enigma de las aguas y Da capo, que ese derroche de fabulación, sublimación de la belleza, podía esconder una compensación, una insondable carencia, un límite inexorable, un imposible. El poeta va conformando una suerte de mapa, una geografía visionaria, un viaje por las comarcas femeninas de la creación, como buscando, acaso todavía inconscientemente, ese éxtasis oceánico de que hablara Freud, la materia creadora, incluso, que puede ser en última instancia la madre, esas aguas fecundas, maternales, genésicas, que también buscó Lezama con su Paradiso. Pero el poeta estaba marcado desde niño por un destino trágico.

Primero, una enfermedad del corazón hizo que su niñez transcurriera como la del artista adolescente: la sobreprotección maternal le impedía jugar con los demás niños. Era ya el raro, el que sentía el frío que también sintió Lorenzo García Vega en su niñez, como narra en “El santo del padre rector”. Luego, como fija en un poema inédito, ese niño algo hiperestésico tiene, una noche, la fugaz visión de sus padres haciendo el amor. Y esa visión fue decisiva, paralizante, tanática. Como sabes, Raúl, enamorado siempre de alguna mujer, nunca pudo realizar el acto sexual. Como una condena mítica, Raúl debió soportar una existencia en soledad. Las formas de la belleza amada y deseada se sucedían ante sí como un imposible, como una dicha inalcanzable. Y el poeta realizaba en sus poemas lo que le estaba vedado en su existencia. De ahí ese erotismo casi cósmico, ese horror vacui, esa sucesión de imágenes para apresar, ya no la poesía, como Lezama, sino el cuerpo mismo de la realidad que se le negaba por su irresoluble contradicción. De ahí que Raúl pasara una gran parte de su vida adulta dependiendo de distintos psiquiatras. Pero el mal estaba en él, no en la realidad, por lo que entonces, frente al espectáculo de la belleza del mundo, el poeta ofrecía incesantemente su imagen autoparódica, chaplinesca. Enigma de las aguas y Da capo fueron libros escritos entre 1967 y principios de los años 70. En los que pueden considerarse sus libros de madurez, Animal civil y Sonetos a Gelsomina (marcados, por cierto, por una nueva musa, María Elena Diardes, luego sustituida en Atlas salta, al final de su vida, por Lourdes Rensoli), el poeta se enfrenta directamente con su conflicto, y ya la idea del suicidio es más o menos explícita: velada, en un poema confesional como “Sobre el nido del cuco”, donde llega a suprimir algunas de sus infinitas intertextualidades para no exponer abiertamente su vocación suicida (“La idea del suicidio está creciendo en la bella jardinera”, dice, citando a Huidobro en “Without Candy”, primera versión de su famoso poema), directa en Sonetos a Gelsomina: “Yo pronto moriré, yo me iré pronto. Es una idea que he tenido siempre. Este junio tal vez será diciembre. Sobre la cuerda no haré más el tonto”. A ello se suma la muerte de su madre, y entonces su obsesión por reintegrarse al seno materno, principio maternal, líquido y material, se acentúa.

Hay otros factores concurrentes, como la experiencia que tiene en un hospital, en su adolescencia, donde ve morir a un niño, o la creciente experiencia de la Historia, no ajena para nada a su cosmovisión trágica. Se puede afirmar que después de la muerte de su madre, en 1984, el poeta sólo postergó el momento de su suicidio. Y es justamente a partir de 1989, cuando el padre enferma gravemente y queda postrado, y el poeta, indefenso en un medio hostil (pues comenzaron los años espantosos del llamado Período Especial), no puede sobrevivir a su ancestral falta de acomodo o adaptación práctica al medio circundante, que el poeta se va quedando poco a poco sin asideros. Es el tiempo, primeros años de la década del 90, en que ya no puede oír música, una de sus resistencias frente al caos. Me llamaba a veces para ver en mi casa alguna película en vídeo, otra de sus obsesiones.

Un día, apenas unos meses antes de su suicidio, me dijo escuetamente por teléfono: “Estoy desesperado”. Lo invité a mi casa y recuerdo una tarde interminable sentado en un patio lleno de mangos junto a Raúl y mi esposa, Raquel Mendieta (futura suicida, también por arma de fuego), y al poeta parapetado en su castillo inexpugnable, sumido en un silencio tenaz, pues esa fue otra de sus grandes agonías: no poder comunicarse. Como confiesa al final de un poema de Sonetos a Gelsomina: “porque a veces, tantas veces, siento el terror de la presencia humana”. Creo que fue esa suerte de interdicción sagrada, esa imposibilidad de comunicación profunda, espiritual, pero, en su caso, también física, carnal, y que a la postre mediaba en la realización de cualquier relación amorosa en su sentido más amplio, lo que lo condujo a su estampida final. Ni siquiera Dios pudo salvarlo. Ese Dios spinozista que, aunque simbolizado por el dios cristiano, le fue tan caro en sus últimos años, como me confiesa en una carta. De ahí que el poeta confundiera conscientemente la imagen del Cristo sufriente con la de Chaplin y Vallejo, uno de sus poetas predilectos. Nunca dejó de ser hijo, Raúl. La imposibilidad añadida de no poder crear un hijo debió atormentarlo también. Sólo escribía poemas contra la muerte y contra sí mismo. De ahí la explicación profunda de esa belleza que tan bien supo ver Ángel Escobar en su poesía y que Raúl convocaba sin tregua. Una belleza hiriente, a la postre minada por una conciencia trágica de la vida. Como una suerte de redivivo Oblómov insular, lo que también lo acerca finalmente a Casal. Creo que es justamente esa imposibilidad de comunión profunda con el prójimo, con elotro, lo que hace concurrente en más de un sentido su conflicto con el de Ángel. Pues el otro fue siempre un misterio para Raúl. Lo otro fue la muerte, ese reino de sublimada plenitud cósmica, maternal, material, carnal, adonde soñaba reintegrarse: “Madre, era la noche lo que deseaba y ya la tengo”, escribió en un profético poema de Enigma de las aguas, “Muerte de un payaso”. Siempre se sintió expulsado, criatura errante. Siempre como un mendigo ante un umbral —“tras el velo del amnios buscaba conchas perdidas”—. O como evoca en su cosmos intertextual, “Sobre el nido del cuco”, cuando cita uno de sus poemas preferidos —el soneto XVIII de Rimas sacras, de Lope de Vega—, aquel que comienza: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta cubierto de rocío / pasas las noches del invierno escuras?”. Por cierto, Jaime Sabines, otro de los poetas al que recreó intertextualmente en “Sobre el nido del cuco”, escribió: “Lo más profundo y completo que puede expresar el hombre no lo hace con palabras sino con un acto: el suicidio. Es la única manera de decirlo todo simultáneamente como hace la vida”. Y aquí me detengo por ahora, querido amigo, a la espera de otra resonancia.

Te quiere,

Jorge Luis.

4

Madrid, 17 de junio, 2005

Querido Efraín,

La búsqueda de un sentido, ese viaje hacia algún lugar (y tiempo) desconocido, llena de vida nuestros alrededores, incluso cuando se ofrecen hostiles o precisamente faltos de sentido o enfáticamente conocidos, es decir, ahítos de irrealidad. Nuestros actos adquieren un valor de futuridad, cierta vocación más profética que utópica. Es como si faltara algo por hacer para poder encontrarnos con nosotros mismos. En la adolescencia, esa sensación se torna agónica. El deseo y la ansiedad se confunden. De ahí el peligro del fanatismo adolescente que puede volcarse hacia cualquier teleología. Somos unilateralmente románticos. Pero cuando rebasamos esa condición temblorosa, el mundo se torna extremadamente peligroso, porque la pregunta por el sentido, por el fin del viaje, puede desembocar en el sin sentido más atroz. Sí: “El que ibas a ser está esperándote, ¿qué le dirás ahora que has crecido?”. Después del viaje, podemos estar en Utopía, esa Ítaca donde se terminan los grandes relatos.

Imaginemos esta escena: un mediodía cubano, suerte de desierto insular, asolado por la luz de la intemperie. El mediodía se prolonga indefinidamente por la tarde. Una luz blanca, cegadora, nos hace mirar hacia abajo, hacia la putrefacción incesante, los pequeños mundos latentes, hacia el cadáver desenterrado de Martí. Si uno se refugia en un cuarto, es como una carpa en medio del desierto, como la cueva ancestral. Se puede escuchar una musiquita: “Mi patria es dulce por fuera / y muy amarga por dentro. / Con su verde primavera, / con su verde primavera / y un sol de hiel en el centro”. Ah, el tedio inmenso, incomprensible, huraño de sentido. El rostro rehúye el espejo porque denunciaría nuestra esterilidad. La patria del sentido se ha convertido en su contrario. Sería el momento para una masturbación frenética hasta desembocar en un semen sin finalidad.

Una tarde cualquiera, Raúl entra en su cuarto. Unos vecinos escuchan una radio altísima: “El grupo Papakunkún está llorando” (verso recurrente de un poema que dejó inédito). El poeta quiere escuchar un cuarteto de Beethoven pero la otra realidad se impone, lo invade todo. No hay salida. Es el caos. La madre ha muerto. El universo amniótico se ha confundido con el revés de esta realidad. En otro cuarto, el padre se descompone lentamente, “el ciego padre abismo”, que invocara en Enigma de las aguas, el caos, el mundo minúsculo y putrefacto que avanza inexorablemente como un cáncer. Entonces, el otro mundo, el mundo cósmico, “la galaxia maternal” ¿dónde está? El poeta garabatea con una letra adolescente en un papelucho cualquiera: “El grupo Papakunkún está llorando”. Ni siquiera el poeta ha podido huir de su madre, como pedía Lezama. No ha podido naufragar en ninguna playa femenina. Ninguna vulva abierta está esperándolo. Tampoco puede ser como ese árbol que se inclina hacia el río heracliteano para dejar caer un fruto. Es un hijo siempre, un niño torpe o cruel, una criatura, una creación chambona, una derivación estéril. Entonces, el poeta, devastado, siente subir por sus piernas, por sus sienes que deliran, por sus ojos (des)orbitados —como el tonto de la colina—, heridos de una lucidez intolerable, las huestes enemigas, el mundo legamoso, perverso, turbio. Y: “El grupo Papakunkún está llorando”. Está en la Isla en peso virgiliana. No hay jardines invisibles lezamianos ni geografía visionaria. No hay islas femeninas en lontananza. Ya no ve a Isolda. Gelsomina ha desaparecido. Ya Dánae (no) teje el tiempo dorado sobre el Nilo. Como en El libro de los muertos, todo se ha sumergido a la espera de la resurrección. Está en el mundo informe, terrígena, sagrado, confundido de Dador: “El infierno es eso, los guantes, los epigramas, las espinas milenarias, los bulbos de un oleaje que se retira”. ¿ Dador no es como la respuesta equivalente a La isla en peso, como el cadáver putrefacto de Martí: humus, légamo, borborigmo primordial? Entonces, el padre, su fantasma, le extiende con su mano invisible y corrupta la antigua pistola. El óxido, el polvo, la humedad también han avanzado allí. El poeta aprieta el gatillo y nada sucede (“es una blanca estepa, ¿se da cuenta?”). O todo sucede. “El grupo Papakunkún está llorando”. El suicida —o en lo que se convirtió el poeta por unos instantes, algo acaso cercano ya a Ángel Escobar— insiste una segunda vez. Hueco negro. Big Bang. El ciego padre abismo. Era el enigma de las aguas. “Madre, era la noche lo que deseaba y ya la tengo”, dice el payaso, el bufón, el jorobado, el oso bronco, el torpe don nadie, el triste manchón eterno, el tonto de la colina, el pordiosero... Y entonces, ya no se escucha nada: el coro griego ha callado, el grupo Papakunkún ha dejado de llorar. ¿El poeta viaja en “la barca vacía de los locos que gira como el mundo”, como Arthur Gordon Pym, hacia la alta figura blanca incomprensible —o, como él escribe—, hacia “su blanco vientre de madre”? Más o menos así, Efraín, me imagino el último acto de Raúl Hernández Novás. En la próxima carta te hablaré de Ángel Escobar.

Hasta pronto, amigo mío,

Jorge Luis.

5

São Paulo, 30 de junio de 2005

Querido Jorge Luis:

La correspondencia entre poesía y vida es irregular y pasa por muchos registros, en todo caso, la poesía sirve para dar testimonio de los deseos, se altera un efecto que pudiera compensar lo que no se va a dar nunca en nuestras existencias, las palabras juegan a sustituir esos códigos de la realidad, hasta que se hacen insustituibles, son idóneas para revelar carencias. El poeta consigue el espejismo de explicarse; al creer saber queda aún más desamparado.

Así vivieron Ángel y Raúl, buscaban una explicación a aquello que los aniquilaba, una enfermedad cantable cuando median palabras. Uno y otro escriben lo que estaba cantado. Y el suicidio es una especie de “privilegio”, un anticipo de ese conocimiento último. Pero el dolor satura (la inconformidad, la falta de recursos), y a ese acto se llega extenuado, fatiga extrema ligada a la obsesión de querer comprender.

Algunos ofrecen un testimonio escrito, esbozo biográfico del descalabro, apuntes de cómo se cumple la tarea. Ese es el caso de nuestros poetas, explícito en Ángel, intermitente en Raúl. Se cumple así con un itinerario de excepción. Al decir esto, no quiero escamotear el sufrimiento real de ambos, lo que intento transmitir es, primero, que sobre sus respectivas calamidades pudieron construir obras poéticas singulares y, segundo, que de alguna manera supieron algo más de la muerte antes de morir.

El suicidio es, pues, un largo camino que en ellos comienza en la infancia. En Raúl, por retracción de su constitución física; en Ángel, por terror.

La pobreza acompaña al niño que nace en Sitiocampo, Guantánamo; una pobreza en forma de once hermanos, una casa de guano y piso de tierra, unos pies sin zapatos hasta los seis años, una madre que lava ropa y atiende a los hijos, y un padre que es barbero, turronero, campesino, alcohólico, y muy violento. Cuenta Luz Marina, una de las hermanas mayores, que cuando él se iba acercando al bohío donde vivían solía silbar, y ese solo sonido provocaba que los niños menores (Cándido, Ángel, Santiago) se orinaran en los pantalones.

Cuando Ángel escribe Viejas palabras de uso ennoblece el espantoso tema de la familia. Trata de exorcizar con ese libro una infancia atroz, enmascara los acontecimientos vividos, y por ello canta y celebra lo que acontecerá a su país en un futuro prometedor. Pero todo es cuestión de tiempo, su historia pasada recuperará terreno hasta hacerlo sucumbir, como una trampa circular, como una vuelta a los padres.

Alberto, el padre, abandona a la familia, parece ser que por problemas de celos, mezclados siempre con un furor despiadado. Con frecuencia, agrede físicamente a los hijos. Cándida, la madre, no puede mantenerlos a todos, de ahí que decidan repartirse los hijos. Los varones más pequeños (Cándido, Ángel, Santiago) se van con Alberto.

Otra versión habla de que el padre rapta a los hijos para obligar a Cándida a que lo acepte de nuevo. Ana María Jiménez, la viuda de Ángel, comenta: “El padre era en ese tiempo turronero, se levantaba muy temprano para preparar los turrones y se iba por los poblados a venderlos. Ángel me dijo que por aquella época el padre le pareció menos malo, ya que a veces por la noche llegaba a donde estaban durmiendo y los tapaba. Igual tenía miedo, temblaba cuando él se acercaba. Ellos pensaban que la cosa de volver con la madre era asunto de dinero, y comenzaron a ahorrar unas monedas que separaban de lo que tenían para comer. También le robaban al padre unos pesitos de vez en cuando. La idea era escapar cuanto antes a Sitiocampo. Pero él descubrió los ahorros y los golpeó brutalmente”. Era Ángel quien se encargaba de hacer la comida de los tres.

Miriam, una de las hijas, asegura que los padres se veían con alguna frecuencia. Él quería regresar y ella no lo aceptaba. Es por eso que, con el pretexto de que uno de los hijos estaba enfermo, Alberto logra que Cándida viaje a Santiago de Cuba y entonces ocurren los hechos. “Fue en el mejor hotel que había aquí, el Flor de Cuba, que estaba al lado del Teatro Aguilera”. Alberto asesina a Cándida con una navaja barbera.

La culpa va a perseguir a esos tres muchachos. Santiago le da una puñalada a un vecino; lo condenan a prisión en la cárcel de Boniato y allí aparece ahorcado. Cándido era alcohólico, creen que le dio un infarto, no se le pudo hacer la autopsia. Lo descubren muerto en su apartamento, después de una semana. Por esos días, un ciclón azotó la ciudad y él vivía solo. Ángel se suicida el 14 de febrero de 1997. Advierten los forenses que los que se lanzan de un edificio suelen sentarse en el borde del balcón, de espalda al vacío, y luego se dejan caer; así se aseguran de que la cabeza pegue fuerte contra el pavimento.

En “el Introito desde la A”, de Cuando salí de La Habana, Ángel da constancia de sus culpas, apunta sobre posibles dones poéticos: “Recibir el castigo fue su condición, o ver una hoja caer: era la misma cosa: caían como las hojas o como el castigo, lo que es vano como son las auroras y es el crepúsculo, salvo por sus promesas que no llegaron nunca. Los otros (que siempre son los otros) le recomendaban levedad o acción: en la levedad intentó comprender al verdugo, en la acción fue un canalla, un réprobo prolijo, lo que, según los lógicos, le otorgaba la razón al verdugo, a pesar del cual pudo ser un estudiante de la melancolía”.

Ángel tratará de sobreponerse a sus desastres de infancia, escapar de ese castigo. Desde muy niño se entrega apasionadamente a la lectura. Se marcha a La Habana. Becado en la Escuela Nacional de Arte, estudia teatro, es ejemplar, quiere superarse a sí mismo, es brillante; como actor hace Otelo, comienza a escribir muy joven, gana premios y se encuentra con la uruguaya Marina Cultelli, su primera gran pasión amorosa, y también con Celia, que lo envuelve en una furia sexual sin límites. A diferencia de Raúl, Ángel es un hombre atractivo, un tipo fuerte, desafiante, que disfruta de sus relaciones y escribe sobre ellas: “El ciclón que anunciaste no ha llegado;/ y no vendrá aunque sepa que lo espero,/ sin su vigor total desarraigado// como un tambor que lleva roto el cuero./ Este parte sí es cierto, Celia, muero/ como en versos de ayer, enamorado”. Después vendrán otros amores, Soleida Ríos, por ejemplo, hasta llegar a Ana María, a quien amó con intensidad, y que viene a llenar el capítulo de la esposa y la madre. Esta relación es fuerte y admirable, pero en momentos de crisis pasa también por la violencia física, de modo que, a veces, se produce una rara superposición de roles: Ángel y Adriana se convierten en Alberto y Cándida.

Todavía no han llegado “las voces”, aún Ángel no ha escrito “El escogido”, no se ha producido todavía el viaje nefasto a Moscú, no se ha publicado Abuso de confianza. No ha comenzado su tortuoso recorrido por hospitales, pero todo está a punto de entrar en su definitivo cambio de vida; se liberan las palabras, se consume el cuerpo, la expresión poética llega a su plenitud: “Yo vi a Rimbaud amarrado en una cama/ y al Papá Protagónico amarrándolo duro,/ y su piyama, soltándolo —gritaban y se soltaron/ los huesitos vírgenes con doctores soplando/ el fagot roto,/ se quebraron los vasos, las persianas, los símbolos/ y luego a cada cual según su síntoma/ le entregaron su píldora, sus ojos, su cuaresma”.

Seguiremos en esto, amigo mío, te abraza,

Efraín.

6

Madrid, 12 de abril, 2007

Querido Efraín,

Aunque ha pasado algún tiempo, creo que te debo una carta sobre Ángel, a quien he releído mucho en los últimos días. Pero también quiero dejar por escrito una perplejidad, por encima de todos aquellos argumentos que pueden refrendar de algún modo ambos suicidios.

Según se hace explícito en tu visión sobre Ángel, éste se relacionaba con la vida, digamos, violentamente: participaba en ella por exceso: el sexo, acaso el alcohol, incluso sus relaciones de amistad, la propia poesía, sus incursiones en el teatro… eran como retos de los que trataba de extraer un más inalcanzable. Esa vitalidad excesiva se puede padecer como una ingobernada intensidad. Su última poesía creo que es la expresión de esa intensidad. No soy un psicólogo, pero creo que su esquizofrenia lo conminaba a desarrollar esa desesperada intensidad en aquellos tiempos en que no era poseído por ella. O acaso tenía esa extraña lucidez que puede producir la enfermedad, esa percepción otra, la que podía emerger en algunos estados alterados de la conciencia. Recuerdo ahora lo que decía Cintio Vitier de Casal… Aunque las fronteras aquí puedan ser a veces muy difíciles de precisar.

Por otra parte, en sus épocas de lucidez, ¿el fantasma de su espantoso romance familiar era el sustrato que trataba de rebasar y que lo perseguía entonces? (“Déjenme llorar por mi madre asesinada, digo, roto”, escribió en “Sexteto”). No había, pues, escapatoria. A veces, lo siento como condenado a desdoblarse en sucesivos o simultáneos otros. Dotado de una percepción rapidísima de la realidad, fue vencido, tal vez, por su exceso de vida, por una intensa percepción que no pudo al cabo domar. En última instancia, se debía sentir atrapado entre esas dos simas, esperando alcanzar una revelación (liberación) que no llegaba nunca. La lucidez le sobrevenía como en ráfagas; dolorosa lucidez porque no podía asumirla, abarcarla en toda su casi intolerable plenitud, porque le desnudaba, le dejaba a solas dentro de una luz despiadada. En el fondo, tenía como una memoria insondable de un origen marginal; de ahí que se identificara hasta con los indios cubanos desaparecidos (con los chinos también). Simultáneamente, era también el hombre negro que se siente humillado desde siempre… No creo que haya un poeta cubano que expresara tanta intensidad, tanta temperatura, tanta tensión…, y eso, felizmente (para nosotros), se aprecia incluso en su último lenguaje poético.

Por otra parte, Raúl era incapaz de asumir la vida en acto. De niño, no podía jugar. Enfermo del corazón, con un padre severo (que llegó a coartar su natural y temprana disposición religiosa) y una madre sobreprotectora, fue siempre el contemplativo por antonomasia. De ahí que, aparte de la lectura, fueran la música y el cine sus dos artes preferidas. Claro que la contemplación, en su caso, era casi autista; quiero decir, transformaba esa pasividad en una intensa actividad mental, casi hiperestésica. En cierto modo, se enfrentaba también a un reto excesivo: su radical imposibilidad para encarnar sus apetencias vitales (el simple acto sexual, por ejemplo), lo llevaban a sentir la música, el cine, la poesía como una imposible compensación, porque hasta cierto punto no podía crear. Su poesía era el reverso sublimado y angustioso de su imposibilidad radical para crear. Ese conflicto trágico era sentido por Raúl como un melodrama. De ahí sus recurrentes autoparodias (y hasta una veta oculta: su vasta poesía satírica nunca publicada). En el fondo, Raúl no podía con su propia imagen culta, hiperestésica, casi linda o correcta, también clásica, porque ella encubría la imposibilidad de participar directa, naturalmente, en la vida. No pudo resolver esa contradicción porque… era ciertamente irresoluble. Una legión de psiquiatras y psicólogos no pudieron impedir que se viera siempre como un enfermo. La esquizofrenia le brindaba a Ángel una fatalidad que no tenía Raúl. Mientras Ángel era visitado o poseído por la otredad, por lo desconocido, Raúl tenía siempre que convivir con su mismidad. Acaso Ángel se suicida para romper su sombra o sus múltiples sombras, intolerables por imprevisibles, y Raúl, su propia imagen cansina, monótona, recurrente. Sus depresiones (en el caso de Ángel, seguramente miedo también, o eso que enfáticamente se nombra como terror pánico) debieron ser atroces.

Pero regreso a mi perplejidad inicial. En última instancia, no estaremos nunca en esas mentes, que siempre serán extrañas hasta para sus amigos más cercanos. Debido a sus furiosas singularidades, nos legaron una poesía de una intensidad y de una belleza indecibles. Hoy son dos mitos vivientes de nuestra poesía; ellos que, sin embargo, no pudieron ni quisieron vivir sus propias mitologías. Amaron, cada uno a su modo, desesperada, intensa y excesivamente, la vida. Pero esa vivencia fue atroz, fue sobrehumana. La vida llegó a ser para ellos sinónimo de dolor. Y, por si fuera poco, ambos, que tuvieron incluso legítimas utopías sociales, no pudieron, al final de sus días, entrever una realidad insular que se aproximara siquiera un poco a lo que alguna vez soñaron. No hubo paliativos ni dentro ni fuera de ellos. Por exceso o defecto de vida (es lo mismo en el fondo), se suicidaron. Creo que este tipo de suicidas encarnan como una suerte de mística del dolor: “Era la noche lo que deseaba, y ya la tengo”, clamaba Raúl. Y Ángel: “La música en sí, mi ruido interior son mi caída…” ¿Cuántas parcas asolaron a Ángel? Muchas más que a Virgilio, creo yo. En fin, querido Efraín, estaremos siempre frente a ellos como ante el otro lado de la luna... Por favor, escríbeme acaso una penúltima carta.

Un abrazo,

Jorge Luis.

7

São Paulo, 2 de mayo de 2007

Querido Jorge Luis,

En una ocasión, el actor Jesús González me comentó que una tarde de principios de los 80 caminaba con Ángel por el Malecón habanero y que, de pronto, éste le comunicó que alguien, al pasar, le había hecho una mueca. En aquel momento, Jesús no tuvo una idea clara de lo ocurrido. Mucho tiempo después, especulamos sobre ese “suceso” y lo explicamos como el instante en que se declara por primera vez la aparición pública de los fantasmas de Ángel.

Pudiera decirse que en ese paseo Ángel se topa con Nadie, un raro personaje que estará presente en su obra con diferentes intensidades y valoraciones. Nadie, como el insidioso Yago de la Sombra del decir, pertenece a esa zona clave de su poesía donde se refractan muchos acontecimientos personales, sustantivados por un travestismo paranoico del cual no puede escapar. Se produce, sin más, un rico tráfico de voces. Así pues, Ángel recuerda: “quiere que Nadie sea un verdugo apenas”, y Yago maquina todo el tiempo: “Ella no es, ni puede ser/ el resumen de su vergüenza. Vea como no está/ aquí, cuando Ud. más la busca y se desgarra./ No tenga Ud. más esos labios deseosos. Es ella, ella/ la que más mortifica. No es su razón, ni su vida,/ y tampoco (perdone que susurre) es ni será su muerte”. En estos entrecruzamientos está quizás el secreto mejor guardado de la poesía de Ángel Escobar, mientras que Nadie desde una pantalla de televisión lo conmina a actuar.

Vistas las cosas de esta manera, bien poco se parecen Ángel Escobar y Raúl Hernández Novás; las fuentes de experiencia de vida de ambos son radicalmente diferentes; la herencia de la sangre, la altivez y violencia de la raza, como le gusta decir a Julio Pino de Escobar, marcan territorio y los contrapone en ese camino común hacia la imago y el suicidio, puertas que se abren a un acto de liberación definitiva. Aquí, imagen y acto culminan en espectáculo. ¿La madre llega a desempeñar el papel de Medea? ¿El padre se transforma en tirano?

Las supuestas “debilidad”, de uno, y “fuerza”, del otro, parecen ser signos diferenciadores, pero sólo en apariencia, porque uno y otro expresarán en última instancia una consistencia irrefutable por medio de la poesía; allí fuerza y debilidad se refunden, crean un resultado de difícil clasificación biográfica. Y poesía, aquí, también significa memoria, agudeza intelectual, inteligencia de la cultura.

A la debilidad física y la timidez proverbial de Raúl se opondría, al menos en una etapa de juventud, la musculatura de Ángel, esa búsqueda posesiva de los cuerpos, el sexo, la gestualidad mestiza, la música, el alcohol, los sonidos. Todo lo que en Raúl es sumisión, en Ángel es expansión, violenta irrupción del deseo; pero esto irá cambiando drásticamente en la medida en que la enfermedad se impone y lo somete a sus órdenes. A partir de aquí, sólo se hará conscientemente fuerte en sus textos: “...tú has visto mi poesía: a ella me aferro, es el único lugar que me ha tratado bien...”, le comenta a Alain Sicard.

René Francisco lo recuerda de esta manera: “Arrastró graves, muy graves problemas en el Instituto [ISA], en medio de su buena, ganó mala fama; lo alejaron y se alejó a esconderse buscando que el tiempo y el olvido borraran esas penurias; tuvo vergüenza, y con los años se dio a la tarea de medir con cuidado hasta sus ademanes, muchos de ellos hermosos y llenos de un candor que no he conocido en ningún otro hombre tan fornido, tan rumbero, de nariz tosca y espendrum. Ángel luchó contra un animal que le demandaba deseo, churre, venganza, y que le enfermaba hasta el cansancio en tiempos de crisis”.

Ángel Escobar fue pasto de hospitales en los últimos años de su vida. Envejeció, no sabía cómo acatar la próxima encomienda de sus frecuentes espejismos, esas otras voces enemigas, ese déjà vu tan presente en las obsesiones paranoicas de los esquizofrénicos. Carlos Farach, uno de sus psiquiatras de cabecera, me habló de la enfermedad como una sistemática desestructuración de las fases afectiva, cognitiva y conativa; o sea, cuando se siente de una manera, se piensa de otra y se actúa de otra. Imagina el esfuerzo de concentración por la poesía que tuvo que realizar para seguir escribiendo casi hasta el último día. Rara mezcla ésta entre lucidez y alucinación que también lo condujo al suicidio. Y con todo esto, Farach es capaz de afirmar: “Si no hubiera sabido el nivel de enfermedad de Ángel, hubiera creído que poseía una gran paz interior”.

En sus dos últimos escritos —una carta destinada a su mujer, del 20 de enero de 1997, suerte de testamento cívico y amoroso, y un poema dedicado a Nelson Villalobo, fechado el 13 de febrero, un día antes de su muerte—, la lucidez, la gravedad, la precisión y multiplicidad de consideraciones, retratan a una persona llena de esa trágica “paz interior”. Celebra a dos personas que son, en términos diferentes, claves para él. Dice en la carta:

Osa:

(...) Sé, y he tenido tiempo de pensarlo, en todas las locuras que, de un modo u otro, tú has soportado, pero sé que es amor, amor de mí y de ti, y eso te enaltece. Claro que tienes que pensar y pensar, descansar de mí, de todo lo oscuro y convulso, pero quiero que sepas que estás en lo más preciado que me haya ocurrido, eres el mejor suceso de mi vida, cuando has cargado conmigo, mi madre, o algo, o alguien te hace vivir y permanecer. Esta soledad mía de ahora no sé qué es y no le encuentro sentido a nada, y si no fuera por mis hermanos y dos o tres amigos, hubiera estado en la irrisión, en la real soledad sola y en la nada. Estoy quieto, tratando de entenderme a mí mismo y padeciendo la ausencia tuya, padeciéndome sin tus detalles, color y música de mi vida. Toda palabra mía es poca tratándose de ti. Ahora viene el silencio y esperar una llamada, una notica, una carta donde de algún modo me besas otra vez, y en esa espera estoy.

En cuanto al poema, prefiero transcribirlo completo. Aquí, además del elogio explícito, se discurre sobre la creación:

La permutación de las formas son en Villalobo

la creación de un mundo soterrado que cuando

está en sí, y siempre lo está, hace nacer

de lo aparentemente muerto y trivial

una primavera que carga todas las estaciones.

Puede que esto sea, y lo es, un lugar común,

de eso está lleno el mundo. Mis palabras

se acercan, pero también se alejan,

ellas mismas búscanse, y no, no están, no vienen,

sólo ven las infinitas posibilidades en el color

y el sabor de los que vislumbran un cuadro

o una escultura de Nelson. Ustedes puede

que se le acerquen ahora, yo siempre he estado

allí, aquí, acullá, en eso que él ha querido

llamar villalobismo. Y por qué no,

cada uno tiene un modo de entenderse a sí mismo,

y él está buscando o ya encontró esa manera,

se mira y se ve, y eso es un privilegio,

ser su propio espejo, que tu obra te refracte,

y que nunca te repita como se repite a diario

el juego de las decapitaciones. Vea Ud. e intuya

este incurrir de Villalobo en formas que se fugan,

y si son fugaces, en su fugacidad adquieren

la fijeza, y ese desprenderse imantando

alegría o tristeza, y siempre la sorna de los estilos

que se buscan ya estando en el palacio de la

significación.

Su otro psiquiatra, el que lo atendió los dos últimos años de su vida, fue el poeta Pedro Marqués de Armas, dualidad de profesiones, la suya, que servirían para enfrentar tanto al creador como al paciente. Marqués de Armas se refiere a su poesía como una suerte de líneas de fuga ante el problema de la identidad. Y explica: “Si por la vida Ángel no podía olvidar, por la página abrió vías de escape. Un escapar lúcido, escritural, que desbordaba cualquier materia vivible o vivida...”. Claro que como médico tuvo que encarar terapias drásticas para poder sacar a su enfermo de ese marasmo sin retorno en que se encontraba. Quizás ya sabía él que no darían resultado. Quizás supiera que la obra de Ángel había llegado también a una escala entre las mejores del siglo XX cubano.

Se diría que sus psiquiatras tampoco pudieron escapar de él. Farach afirma: “Fue él mi primer maestro humanista”. Y Marqués de Armas asegura desde una dudosa doble función: “sería, sobre todo, el drama de quien vio su mente azotada por fantasmas, ‘huéspedes’, ‘ajenos’ que una cruenta enfermedad le enviaba desde un fondo y que con su poesía tantas veces pudo doblegar o detener”.

Hace unos pocos meses, se presentó en la Feria del Libro de La Habana la Poesía Completa de Ángel Escobar. Ante un hecho excepcional como ese, se pudiera afirmar que Ángel ha entrado en la institución Obra completa, con lo que se convierte, del brazo de sus editores, en una suerte de poeta clásico. Claro está que este clasicismo es aparente, puesto que nos topamos con uno de los poetas más dinámicos de la poesía cubana actual, lo que hace que sus textos estén constantemente rehaciéndose a través de la lectura y la escritura de los otros, de sus dobles. Mejor entonces afirmar que estamos en presencia de un poeta “caótico” dentro de un espacio clásico llamado Obra completa. Y, ya sabemos, como dato curioso, que son poquísimos los que merecen semejante distinción. Ángel Escobar, siendo “caótico”, la mereció.

El término “caótico” de todos modos es impreciso, porque su obra va más allá, se instala siempre en un juego lúcidamente trágico. De ese juego, impuesto y asumido por las circunstancias y el conocimiento, surge una poesía que se deslinda de las corrientes literarias cubanas, al menos en las últimas cinco décadas.

Ángel “incurre en una herejía” (Merab Mamardashvili), traspasa los límites, pero regresa al punto de partida y se dispone a incurrir nuevamente. Así explico yo eso que otros han llamado “repetición”. Claro que toda obra literaria singular es siempre una obra que se repite. No surge una voz o una multiplicidad de voces de la constante superación de las obsesiones.

Quizás en su poesía hay un centro oculto, una relación de culpabilidad hijo-padre que produce un desajuste visionario, esquizo. De ahí que diga: “Fui una cruz o una raya, o un círculo cuya imperfección/ testimoniaba la traición de mis nervios/ y el error de los atlas”.

Como ya se ha dicho antes, ciertas conturbadas dicotomías forman parte esencial de su obra: la formulación y la insolvencia de esas dicotomías. Proyección entre la lucidez extrema y la oscuridad extrema, entre la búsqueda de una sanidad por medio de la poesía y una morbosidad por medio de la poesía.

En todo caso, esa Poesía completa nos devuelve a un Nadie humanista. Con sólo acercarnos a ella, escuchamos su voz que nos dice: “La noche es luz, y la luz/ de mi aullido será dulce ventaja”.

Un abrazo muy fuerte,

Efraín.

Página de inicio: 50

Número de páginas: 17 páginas

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