Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo

Orlando Luis Pardo Lazo

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Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo

Orlando Luis Pardo Lazo

Hay exilios que muerden y otros son como el fuego que consume.

Hay dolores de patria muerta que van subiendo desde abajo,

desde los pies y las raíces y de pronto el hombre se ahoga.

*

En principio, la noche: pedazos de tu piel entre pedazos de los edificios, bajo la luna ausente de un cenotafio llamado Alamar. Silencio, la noche, y tu mano fría en la mano aún más fría con que me agarro a la tuya: solitarios a dúo de la Vía Blanca, de cara al mar foráneo de invierno, en un diciembre irreal de cocoteros y camellos rosados abajo, y de bigotes rusos y parabólicas chinas arriba. Y siempre, por supuesto, el aleteo improbable de un cóndor: tu paranoia patria particular, ese siniestro aplauso que te persigue desde otro cenotafio llamado Santiago (de Chile o de Cuba, imposible recordar). Y aquel nombre terrible: «Llámame Ipatria y me odiarás», en la medianoche muda con apagón, en una extraña rimita importada desde tu infancia en Santiago (de Cuba y de Chile, imposible no recordar): «porque seremos en la danza como un horror y nada más». Y tú, desnuda de remate a ras del balcón, los brazos abiertos en cruz, las patas abiertas a mí, disparatando sobre un Chile chueco y su casta de milicos que, pasadas ya las tres décadas, aún te quieren asesinar. Como a tu madre mártir en la resistencia chilena. Como a tu padre profeta en el exilio cubano. Y tú, no tan loca como locuaz, encajándote pene adentro por primera y única vez, insaciable de antemano, y pendulando con un rencor de siglos en tus muecas de orgasmo. Con la rabia centenaria de tus 666 volcanes natales. Y yo allí, amando tu odio entero y pidiéndote, por favor, que me dejaras entrar más y más. No en tu sexo húmedo sino en tu seso humeante, en tu cabecita de fósforo rayada por la lija de la historia y sus tiranías. Ipatria, Ipatria: ¿podré escribir todo esto ahora, por primera y última vez? Ipatria, Ipatria: ¿conservaré aún todas tus virutas de viernes, como quien arma los cinco dedos de un rompecabezas lunático: Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo?

*

Nos conocimos en la funeraria «Mártires de Alamar». Su padre había muerto esa tarde, lo supe luego. Yo sólo había entrado a beber barato nunca menos de veinte cafés. Los necesitaba para paliar la ansiedad: para paliar la ansiedad, para paliar la ansiedad... Mis noches eran largas, demasiado largas de sobrellevar: túneles ciegos hasta poco después del alba, cuando conseguía rendirme en algún banco de parque y, justo media hora después, los pioneritos me zarandeaban con furia para hacer añicos aquel, mi único pestañazo del día, la semana, el mes o tal vez el milenio.

Ese primer viernes de diciembre, Ipatria aún no se llamaba Ipatria: eso, también, como todo, sólo lo supe después. De pronto la vi. Estaba mortalmente sola en la capilla del fondo, desolada y preciosa en su desolación, a escasos metros de la cafetería donde, como siempre, cada noche mis nervios me recalaban. Ni siquiera su padre muerto la acompañaba entre los cirios y el apagón. Ella misma había pedido una segunda y una tercera y una cuarta y una quinta y una décima autopsia: desconfiaba. O no, ya no desconfiaba. «Ahora estoy más que segura», me confesó.

La ausencia de caja fue lo primero que me llamó la atención. Luego su pelo de un negro foráneo, caído al descuido sobre sus hombros de pájaro. Su pelo inmóvil como de madera: ébano o araucaria, todavía no sé. Y luego fue su voz rajada, ríspida, cuando me llamó sin mirarme, tajante: «ven». Y yo avancé hasta ella, destruyendo así mi rutina noctámbula, por primera vez obediente en la medianoche anárquica de un reparto llamado Alamar.

«Siéntate», me ordenó, y me puso frente a su cara. Tenía unos ojos negrísimos, peores aun que su pelo: de una noche sin noche. No estrellada sino estrallada, hecha jirones. Y yo adoré aquel picotillo de sombras en sus pupilas. Hacía al menos diez años que no podía adorar nada de nadie. Hacía al menos diez vidas que yo no lograba sentir la mirada de nadie. Fue simple. Desde nuestro primer encuentro en medio del espanto de la muerte y el apagón, creo que yo la amé. Y amé también su palabra todavía no inventada: Ipatria.

«¿Vienes de afuera?», me preguntó. «¿De afuera de dónde?», le pregunté. «De la noche cubana», me dijo. «Bueno, supongo que sí», le dije. «¿Y lo has visto, lo has oído?», me zarandeó. «¡¿Visto y oído el qué?!», me retiré de su ataque. «¿Eres chalado o qué: el aleteo del cóndor, qué más podría ser?».

Entonces hizo una mueca y se tapó la cara: estaba horrorizada por haber hablado de más, lo supe después. Pretendió llorar pero nunca lo conseguiría. Me miró con odio, como si yo acabara de traicionar su secreto mejor. Yo no atinaba a nada. Supongo que amar sea eso: no atinar a nada al final: «No», la calmé: «ya no hay cóndores en Alamar», y la tomé por la cintura. «Se extinguieron por exceso de carroña, puedes creerme», y le di un abrazo. A ciegas. Ella temblaba. Sus vibraciones se transmitieron a mí. Yo temblaba también. No sé. Pareceríamos un par de epilépticos esperando la caja donde alguno de los dos se tendría que tender.

Ella se quitó las manos del rostro y me separó de su cuerpo. Y entonces volvió su voz ríspida, rajada, cuando me despidió sin mirarme, tajante: «vete». Y yo me volví, por segunda vez obediente, y eché a andar por el pasillo, de vuelta a la cafetería donde, a pesar de la eterna falta de electricidad, los conserjes por suerte aún se empeñaban en colar el café. Humo de olor: eso era todo. De repente todo había vuelto a mi rutina noctámbula: a la de ella, no sé.

Lo cierto es que ese primer viernes Ipatria aún seguía sin llamarse Ipatria. Ese 3 de diciembre me fui de allí sin saber su palabra, clave terrible para penetrar su cabeza. Y su cuerpo. Si es que Ipatria tenía algún nombre real en definitiva. Si es que Ipatria podía llegar a ser, en definitiva, una palabra real dentro de su cabeza chueca. Y en su cuerpo de niña importado desde Santiago de Chile o de Cuba o de ambos o de ninguno: ¿cómo diferenciar?

*

La segunda noche fue en un camello M-1: bestia repleta como un doceplantas rodante, de lata rosada incluso en pleno apagón. Ella iba sentada en los escalones de la última puerta, las rodillas recogidas por el círculo de sus manos y la maraña de sus cabellos, justo allí donde cabeceaba una flor: un estallido de blanco, moñuda. Parecía un puño de pétalos con su promontorio pistilo: un marpacífico, me pareció. Aunque enseguida supe que no: «no está viva, tarado», se burló, «es sólo una patagua de plástico».

Me quedé mirándola un par de paradas, durante tres o tal vez trece kilómetros de Vía Blanca: recordando si ella sería la misma de la funeraria, reconociéndola por segundo viernes en aquel mes. Cuando el metrobús comenzó a jadear en la loma de Cojímar, me dejé caer junto a ella sobre los escaños: entre zapatos, jabucos, cigarrillos prendidos, animales de crianza, pantorrillas al aire o en pantalones. «Me llamo Sagis», me atreví.

Ella me miró, acaso recordando si yo sería el mismo idiota de la funeraria y, por primera vez en nuestra historia a dúo, me sonrió. «Sagis es nombre de quiltro, che», rió mientras me encañonaba con su índice izquierdo, arma larga rematada en una bayoneta aún mayor, pues llevaba las uñas pintadas de blanco, como las espinas artificiales de la flor en su pelo.

«Es Salvador», admití: «pero Sagis me lo puse yo». Y ella, implacable: «Ciertamente, Salvador es mucho peor», me cortó y se puso seria: «seguro naciste en los setenta». Y me dejó pasmado por su adivinanza. «El 10 de diciembre del 73: hoy hubiera sido mi cumpleaños», me sentí ridículo tras semejante declaración y ella me miró compasiva. Con paciencia.

Entre las piernas del populacho, lucía aún más hermosa que en el páramo de la capilla. Apenas anochecía y ya era viernes por segunda vez: siempre lo era. Habían pasado siete madrugadas insomnes desde aquella otra barbarie en que me la topé, a Ipatria. Para entonces ya pensaba en no verla más, a Ipatria. Tal vez por mi estúpida costumbre de rondar la funeraria «Mártires de Alamar», como si su padre pudiera morir dos veces en una semana y tras diez autopsias: paranoia patria ignorada por mí.

Había un ruido infernal bajo nuestros pies, humo blanco de motor incluido. Yo simplemente no podía dejar de mirarla mientras ella me sermoneaba: «En diciembre del 73 yo también hubiera tenido tu nombre, pero nací antes», encogió las clavículas, como huesos de alas. «Nuestros padres estaban obsesionados por la presencia o, llegado el caso, por la presidencia de algún Salvador», dijo para asombro y diversión del público en penumbras del M-1.

Me azoró su vocabulario de evangelista política. Y me hechizó. Sólo atiné a decirle lo mucho que me intrigaba el sentido de nuestros encuentros por puro azar, y que no quería perderla una segunda vez. Que desde entonces yo dormía todavía menos y que, en consecuencia, mi ansiedad estaba peor: mi ansiedad estaba peor, mi ansiedad estaba peor...

«Pues feliz cumple y adiós», me dio un besito en cada mejilla. Y enseguida me aseguró que no: que no me era posible verla y que por su parte lo sentía de corazón. Pero ella repudiaba la casualidad y el azar. Y en este segundo viernes yo encarnaba exactamente la casualidad y el azar: demasiado sospechoso para su intuición. «Un poder con memoria puede usar a cualquiera para detectarte», dijo. Ella desconfiaba. O no, ya no desconfiaba: «ahora estoy más que segura», me confesó. Y mi ignorancia inocente no le garantizaba que yo no fuese culpable, que alguien de la junta militar, por ejemplo, me estuviera manipulando como a un títere incivil. Conmigo ella nunca estaría a salvo: tal era su colofón.

«¡¿Coño, pero a salvo de qué?!», me impacienté. «Por favor, Sagis o Salvador», ahora casi me mira con lástima: «a salvo de mi patria, de Alamar, de un cóndor, de la noche, y de ti», dijo y saltó con la puerta a medio entreabrir, todavía en pleno movimiento del M-1. Se fugó, no sé cómo, entre sus rendijas. Como las alimañas de la noche, criaturas preciosas y escalofriantes, sin darme tiempo de reaccionar: de cazarla y tal vez amenazarla de muerte, a ver si era ella por fin la que reaccionaba de su delicioso delirio.

Miré afuera un instante. La vi corriendo de espaldas, recortada contra un paisaje lunar. Estábamos en el antiguo barrio de los chilenos: un páramo más desierto que el resto de Alamar y acaso también del país. Una parada donde no subían ni bajaban personas por temor a las leyendas que, desde hacía más de diez años, asolaban sus edificios tras aquella súbita repatriación: fuga masiva y subrepticia que nadie pudo del todo interpretar, ni en el Santiago de Chile ni tampoco en el de La Habana.

*

Y, sin embargo, yo fui. El viernes siguiente me aventuré hasta allí después de, como de costumbre, mis veinte cafés baratos en la «Mártires de Alamar». Al menos ya sabía por dónde empezar: aquellos marpacíficos blancos, moñudos, puñetazos de blanco lunar, solamente crecían en La Playita de los Chilenos: aunque Ipatria me negara que su flor era real. La Zona 0 era un desierto rocoso de seco sol y altísima salinidad, rodeado por doceplantas roñosos y murales desteñidos, todos siempre con el mismo anciano miope, en traje y corbata pero con casco de constructor y, en la mano izquierda, una metralleta apuntando al cielo, en señal de redención o acaso de rendición.

Atravesé la cancha de baloncesto abandonada en la secundaria «XI Festival». Atravesé el terreno de béisbol abandonado junto al paradero de los camellos. Y atravesé el ghetto abandonado por los chilenos a finales de los años ochenta, de vuelta en estampida a su islita continental entre el desierto de Atacama, el hielo de la Antártica, el filo de los Andes, y la voracidad del Pacífico. Ahora sólo inmigrantes ilegales, llegados sin excepción desde el Santiago cubano, eran los que residían allí. Sin luz ni gas ni teléfono ni documentos de identidad. Todos a la espera de la delación que los regresara en estampida a su provincia natal para, como muelles, reorganizar las huestes familiares y volver enseguida a reinstalarse en la capital: entre toques de rumba, pru y batá.

Me la topé enseguida. Ella permanecía inmóvil, hablando en voz alta para nadie: discurseando cómodamente sentada sobre los hombros de aquel viejo busto carcomido por el salitre del trópico, del que todos alguna vez nos burlamos de niños, sin que ninguno luego de adulto se preguntara qué tipo tan solitario tendría que ser aquel. La falta de alumbrado público los reducía a ambos a una sola sombra chinesca o, mejor, chilesca: a la estatua de pie y a Ipatria a horcajadas. Esta tercera noche de viernes ya no me fue necesario recordar si ella era o no la misma de la funeraria y de la última puerta del metrobús. Sentí que yo podría reconocerla incluso sin llegar a nombrarla: Ipatria, Ipatria.

Parecían versos. La muchacha los pronunciaba sin declamar, acaso sólo para exorcizar su falta de público: excepto de pronto yo, salido como de ninguna parte. La oí y la memoricé: «En la región profunda de la patria», todavía acercándome al conjunto, «donde gime el puma y grita el cóndor», sus dedos crispados como garras de puma o de cóndor, «heridos por los hierros y la pólvora», me paré junto al pedestal cabalgado por ella, «las piedras, los muertos, las vasijas», tapó los ojos del busto y afincó su mentón sobre él, «cubriéndose de polvo y raíces negras», como protegiéndolo o buscando ser protegida por él, «mientras la bandera de Chile está tendida entre dos edificios», me di cuenta que su cuadra estaba escoltada por dos doceplantas, vandalizados los dos, «y se infla su tela como una barriga ulcerada, una teta o una carpa de circo», y se ovilló sobre la carcomida cabeza del mártir, como si finalmente fuera a parirlo o tal vez a abortar.

Yo aplaudí. Lo hice solemnemente, tratando, creo que sin lograrlo, de no parecer sarcástico. Por lo demás, estaba realmente fascinado ante aquella puesta en escena: un monólogo tan privado incluso montado en público. Y también me impresionaba el ángulo recto de sus patas sobre el cogote metálico de la estatua, supongo que de cobre pulido o latón. Ella estaba decidida. Me agredió: «Te esperaba, Sagis, y eso no me puede pasar: si me acostumbro a una persecución, ya estoy perdiendo la perspectiva», se quejó. «Le ha ocurrido a mi padre, ¿recuerdas?, y con consecuencias fatales».

Yo no entendía ni me importaba entenderla. Me bastaban los hechos. Estábamos allí, coincidíamos: ¿no era perfecto? Y se lo dije sin pensarlo otra vez: «Estamos aquí, coincidimos: ¿no es perfecto?» «No: es patético», casi me gritó: «Tú no sabes nada y no te importa saberlo». «Claro, Ipatria: la vida es hoy». «Mira, cholo, mejor no me llames Ipatria ni de ninguna otra manera, ¿sí?», la voz se le rajó: «mataron a nuestros padres, mataron a nuestros hijos, mataron las calles, los caminos, la tierra silenciosa», a mí me parecían versos otra vez, «mataron a los que son, a los que saben, a los que sienten, mataron la casa, el cajón, la frente del presidente, me van a matar a mí que no estuve allí, ¿te enteras por fin?». Por mi expresión era evidente que no. «¡Ellos están aquí...!», aulló al borde de la histeria misma. «El poder rastrea por telepatía. Desde el Valle de Elqui lo saben todo: por ese ombligo espiritual nos olfatean como a lauchas en todo el mundo, hasta aplastarnos la memoria primero y el resto de la cabeza después».

Para mí era suficiente. Exploté: «¡¿Pero ellos quién, pinga?!», me pegué al busto y la cogí por el muslo, intentando bajarla de su tribuna. O al menos rebajar su exceso de cuerda. O su déficit de cordura, en aquella mirada vaciada por igual de caos y de significado. Ella no respondió. Acaso no estaba allí. Simplemente balbuceaba frases, versos tal vez. Y entonces de un tirón la bajé. Y me bajé, pues rodamos juntos sobre la polvareda pedregosa de lo que, diez años antes, pudo ser el jardín diplomático de algún alto miembro del PCCh. Nos detuvo el tronco añoso de lo que había sido un árbol: un álamo de importación, sembrado por no sé cuál importante poeta, supe después. Igual no era más que un tocón.

«¿Qué te pasa?». Silencio. «¿Qué te pasa, Ipatria?». Silencio. «¿Qué te pasa, Ipatria, mi amor?». Silencio. Y entonces salté sobre sus caderas y allí me instalé: silencio. La estremecí como si ella fuese un animal rabioso, como si lo fuera también yo, maniatándola bajo mi peso y moviéndome casi al galope encima de su resistencia. ¿No era perfecto? Silencio. Tuve una erección obscena y no la disimulé, sino que hinqué aún más mi bulto contra su entrepierna: silencio. La fui a besar en la boca pero me escupió. Le dije: «¿qué te pasa, chilena, te da pánico que te torturen?». Silencio. «¿Qué te pasa, chiloca, ya no queda nadie a quién delatar?». Silencio. Y, entonces, ante aquella situación que la dominaba, Ipatria por fin reaccionó: se desmadejó, catatónica. Aquel había sido el fin de su defensa. Y también su victoria. Y mi humillación de imbécil verdugo.

Perdí la erección y mis músculos todos se relajaron. Me dio pena con ella: me di pena conmigo. Hubiera podido correr, pero la lástima me paralizó. Supongo que también su locura patriota y mi desencanto apátrida de violador. Tuve deseos de comenzar a cantar. Y canté. Himnos escolares: son las únicas letras que recuerdo de punta a punta. Pero lo hacía tan mal que volví a callarme. Un pájaro me pasó por encima y graznó. O un murciélago: ¿cómo distinguir a mitad de apagón? Igual fue cómico. Entonces me senté a su lado y esperé. Le pedí perdón. Le di un boca a boca. Respiraba, tenía buen pulso, y al poco rato se incorporó. Ipatria usaba una larga bata de tela blanca, como de saco. Igual le quedaba preciosa. Era preciosa. Parecía un ave de rapiña a la que hubieran obligado a abandonar su nidada. Tenía saliva en la cara y se quitó el pelo de los ojos: noche sobre noche sobre una noche histórica mayor.

Miraba a ras de tierra, acostada. Hacía frialdad, Ipatria sudaba. «Por favor, llévame al mar». Y yo la cargué hasta la costa: el cariado dienteperro cubano de La Playita de los Chilenos. La luna salía entre los corales y se ponía arriba en el cenit, tras las nubes y los algodones rojizos. «El Caribe no es tan gris como el Pacífico», musitó y cayó rendida en mis brazos. Muerta o dormida: esta vez no lo supe hasta una semana después.

Y yo allí, de pie, como la estatua abandonada, incapaz de echarme abajo con ella. O de lanzarnos al agua con una piedra. Sofocado a punto de asfixia. Porque ella era frágil, no ingrávida. Y cada segundo pesaba dos veces más. La sombra fatua de una lechuza, o acaso un aura desvelada, todo el tiempo nos acompañó. Tenía el cuello larguísimo, como una tubería o un cañón, y los restos de luna proyectaban su sombra en círculos a nuestro alrededor. Parecía una señal de tránsito aquel ave. Parecía una flecha obligada, con el pico filoso apuntando en contra de las manecillas del reloj, retrasando aquel viernes 17 ya a punto de hacerse sábado. Era la hora cero, o casi. De manera que la escondí tan bien como pude y entonces, por supuesto, yo hui.

*

El 24 fue nuestra noche peor. El dolor de tantas fogatas por cuadra, todas inútilmente pujando contra el apagón general, me conmovió después de casi una década, pero la angustia se me coagulaba en los pómulos y no me dejaba participar del teatro. Yo caminaba bajo el semáforo ciego de Vía Blanca, a esa hora devenida Vía Oscura, y pensaba en el destino de Ipatria: gata combada entre mis brazos y el dienteperro, tensa como una lira desafinada por igual de música y de pavor, con los puños y el rostro crispados por quién sabe cuál pesadilla finisecular.

En la caseta de tráfico de la Zona 0 roncaba un policía. Lo iluminaba una velita y de manta usaba un periódico de letras rojas: «El Mercurio», me pareció entender. En su radiecito de pilas, aún se malescuchaba un juego de béisbol. Desde el Estadio Nacional, único escenario con luz del reparto, el equipo Metropolitanos perdía, como de costumbre, por un denigrante score. El narrador hablaba de una «última oportunidad para la esperanza roja de la capital» y yo seguí de largo hacia La Siberia: volvía a mi casa (¿mi casa?); por esta vez no quería que la medianoche me sorprendiera, como de costumbre, en un cenotafio obrero llamado Alamar.

«¡Ellos están aquí!», pensaba yo en los barboteos de Ipatria, mitad muerta y mitad dormida. Y «ellos» eran los «provocadores del VOP y el MIR», dijo, «camuflados entre sí». Y los «cadáveres del Caleuche», dijo, «resucitados en Villa Grimaldi»: «El Cochero de la Muerte» incluido. Y los «agitadores del Radical, y el Plan Zeta, y el Plan Alfa, y los de la Concertación, y Chicago Boys del Senador Vitalicio», dijo, junto a los «monjes de Colonia Dignidad, y la Recta Provincia, y Patria y Libertad», dijo. Y los «buitres del tacnazo y los del tancazo», dijo, y ya me era imposible retener tantos nombres, alias y apellidos entresacados de sus dientes de piedra lunar: «Veaux, Mongliocchetti, McAntyre, Lotz, von Schouwen, Ayrwin, Edwards y Superonfray», entre tantos y tantos de aquella Primavera Rota o Roja, no le entendí muy bien, en lo que parecía ser al final una mala suerte de rimita de «dame la mano y matarás».

Ese viernes 24 los doceplantas sin luz parecían mogotes de la era jurásica: rectángulos rígidos sin memoria ni amnesia: pura geometría hiperestésica y anestesiada. Media cuadra antes de llegar a mi casa (¿mi casa?) la vi sentada sobre el contén. Iba pelada al rape, calva de remate, y al parecer me esperaba a mí. La reconocí al vuelo: sus largos brazos la delataban, dos tubos de luz fría importados desde el Cono o acaso el Cóndor Sur. Y me dio mucha risa verla tirada allí: una alegría infantil imposible de reprimir medio paso o medio silencio más. Y reí, llegando de un salto hasta ella, que me extendió un papelito también sonriendo, como si por primera vez Ipatria se alegrara un poco de mí. De manera que pude ver su caligrafía mínima, y leerla: «un pájaro echado a la intemperie se convirtió en un bosque suave, nadie quiso volver de su destierro y así la muerte destrozó aquel aire».

Me agarró. Sentí su mano fría en la mano aún más fría con que agarré entonces la suya: solitarios a dúo sobre un contén de La Siberia cubana. Acaricié su cabeza de huevo y me pareció que bien podía estallar como una granada: pedazos de su piel entre pedazos de los edificios, bajo la medianoche ausente como su terrible palabra: Ipatria, Ipatria.

Entonces me lanzó un reto y una profecía a la par: «Sagis, búscame el próximo viernes si sabes dónde, porque te juro por la muerte chilena, Salvador, que será tu última vez». Y me largó un largo beso en los labios, dulzón y fétido, como el aliento mortal de sus 666 volcanes natales. Y se paró de un salto y de otro salto se fue, devorada por la incipiente madrugada y mi incipiente falta de fe: Ipatria siempre partía, yo sin atreverme nunca detrás. Me sentí bastante ridículo en este punto de nuestra ninguna historia de dos. En realidad, aun cuando ella hubiera perdido la razón, al final creo que Ipatria siempre la tuvo: la nochebuena de 1999, yo seguía siendo el idiota perfecto de 1973.

*

Cogió el cinturón y se lo abrochó a la cadera, desnuda. Entonces colgó la afilada hoja a su izquierda, adoptó una cómica pose de caballero andante del XXI («caballero andino», dijo, «anodino»), anunció solemnemente que «mi patria es la espada inglesa de América», y comenzó a marchar estilo cadete republicana de una pared a otra de su habitación, abriendo en ángulo recto las piernas, como las tijeras de un jardinero marcial.

Me asomé, sin interferir con aquel alef maléfico. Vi sus músculos tensos, tironeando la piel blanquísima y su sexo invisible en el medio: geometría del pliegue y repliegue triangular. Vi sus senos, dos círculos dobles tatuados con sobriedad a cada lado del esternón. Vi la punta del metal rozándola a ras de tobillo, raspando un crucigrama de tajos que le adornaban el pie: las cuentas de sangre goteando sobre las frías baldosas. La vi a ella y me vi a mí, tiritando: a un tiempo títeres y titiriteros. Y vi las palabras imposibles con que yo nunca alcanzaría a describir todo aquello: escenario molecular dispuesto enteramente sólo para mí.

Estábamos en su sala, en un duodécimo piso indistinguible del resto de los duodécimos pisos del Reparto Chileno. Desde 1989, un suburbio sin mapa ni escala dentro del resto de Alamar: dentro de los restos de Alamar. Ipatria me esperó sentada en los escalones, parodia del camello M-1 donde se anunciara tres semanas atrás. Me invitó a subir con un gesto de reverencia y yo la seguí, medio metro detrás, por las escaleras tachadas bajo el impoluto apagón: aguinaldo estatal por el 31. Me guiaban sus pisadas y el blanco fosforescente de su chamal: telilla fantasmagórica, como el olor de una flor o un pájaro que no sabemos cómo nombrar.

Empujó la puerta y entramos: estaba entreabierta y así la dejamos al pasar. «¿Ya ves?», (yo no veía), «ellos estuvieron aquí», pareció complacerse con la demostración. Ipatria me dejó a solas y regresó enseguida con un gran mazo de velas. Las encendió, una a una, durante cinco o cincuenta o cinco mil minutos, hasta que el humo casi nos asfixió. Comencé a toser peligrosamente y ella misma me condujo al balcón. Respiré. Hondo, hondo, hondo. Y desde allí noté que adentro no había muebles, excepto el televisor o una sombra sin patas que simulaba un televisor. Por lo demás, el piso, las paredes y el techo parecían fondos neutros de atrezzo: acaso se removían para dejar que su casa flotara de cuando en cuando en el aire.

Me di la vuelta y, en efecto, desde mi altura vi nuestra propia sombra proyectada al vacío. En el cuello sentí el tibio fragor del batallón de velas; en la cara me golpeaba la frialdad del fin de año en semejante planeta. Ipatria se había desnudado sin pronunciar palabra y se sentó sobre la barandita. Me asusté un poco de su desequilibrio y quise sostenerla al menos por un talón. Pero entonces ella me rechazó con una patada de juguete, y yo noté al tacto el duro postillaje, o tal vez ya espuela, que le crecía en pleno tobillo.

Allí estaba entera para mí, diáfana más que desnuda. Ya era sólo cuestión de saber leerla: enciclopedia del vértigo y del naufragio. Ipatria, Ipatria. Supongo que desde el primer viernes yo la amaba o me desesperaba por hacerme amar: ¿es diferente? 3-10-17-24-31: extraño teléfono de cinco fechas en que casi nos habituamos a coincidir y después a fugarnos. Ipatria, Ipatria. Ella alzó la vista y la dejó fija en la única luz del paisaje. Eran las luminarias con baterías del Estadio Nacional, donde seguramente aún se jugaba al béisbol. «Ese estadio me aterra», me agarró la mano: «¿cuántos grimillones de cuerpos cabrán metidos en él?», murmuró. «No cabe ni uno», le dije para no alterarla, «ahora se compite sólo porque existen la radio y la televisión». Pero ella hizo un ademán de regaño: «No te confíes de tu ignorancia, Sagis, porque tarde o temprano, por la razón o la fuerza, terminará atestado como un camello y contigo tirado allí, Salvador».

Fue entonces cuando se armó de cinturón y espada. Se lo abrochó a la cadera y se colgó la afilada hoja a la izquierda. Hizo un chiste sobre las tontas leyendas pánicas de cierto «anodino caballero andino» que vagaba sin pies ni párpados de una punta a otra de Chile, según las madres se acuerdan de él a la hora de asustar a sus críos, y entonces ella me habló de la suya: «Es la luna quien succiona mi cuerpo», declamó mientras marchaba. «Mitad sombra, mitad grito: asciendo en espiral entre viscosos líquidos que me perfuman». Me miró gallarda: sus labios una línea apretada, sugerida apenas, como su sexo. «Son versos de mi madre, ya los conoces creo», me explicó: «todos mis versos los ha dicho antes mi madre».

Y ahora Ipatria me habló de aquella otra mujer —medio en broma, medio en serio: mitad circo, mitad cementerio—, al tiempo que recorría en círculos la habitación: sus piernas, un par de tijeras sobre la bisectriz de su sexo; sangrantes literalmente, como la luz de las mil y una velas colocadas al estilo de un estudio paleolítico de televisión. «Mi espada es la patria inglesa de América», dijo, perversa como toda repetición, y se encaramó otra vez en la barandita. Ya no me le acerqué, aunque igual me puse nervioso, y entonces cruzó una pierna sobre el arma y se sentó como una bruja sobre el filo de su metal. La hundió en el sexo y me dijo: «¡Así ella amaba a mi padre, hasta sentir un frío por dentro y empezar a sangrar!».

Estaba loca. Igual no entendí ni pretendí comprender. Yo estaba loco también. Tuve una erección clínica, como en la funeraria al tomar café y oír los gimoteos de los dolientes de los mártires de Alamar. Me saqué la ropa y se la entregué: quería decirle algo con aquel gesto, pero aún no imagino qué o por qué con ese. Que me viera convertido en la mitad de una bestia, quizá. Pero Ipatria no reaccionó: tal vez lo esperaba, tal vez fuera su trampa. Aceptó mi bulto de tela durante medio minuto, siglo o milenio, y entonces el par de botas con mi ropa interior adentro, envuelto todo en la enguatada y el pantalón, trazaron una parábola en picada libre al otro lado de la barandita, cayendo del piso doce de su doceplantas.

Así mismo voló su madre, supe enseguida: la habían lanzado al mar los peritos. O tal vez la descargaron por el inodoro de alguno de los 666 volcanes natales que, como ronchas de óxido rojo, mellaron el filo de su nación. O tal vez fue ella misma quien se bañó en combustible y se prendió fuego con la bandera tricolor en la Plaza de la Concepción: pirómana antes que patriota. O tal vez algún novato la electrocutó sin querer, al darle de beber orina tras una descarga de 1973 voltios. En cualquier caso, desde aquel otoño nadie nunca la vio. O no la reconocieron. O no se atrevieron a reconocer a una adolescente en su estado. De manera que Ipatria niña y su padre huérfano salieron, a través del costurón de montañas, hacia un pampa asolada de malos gauchos y pésimos aires. Y desde allí se montaron en un jovial tiovivo de exilios que, muchos años después, desembocaría en el piso doce de su doceplantas escorado aquí todavía: una nave de los locos que recorre Alamar.

Ipatria bajó de la barandita, espada en ristre, y me condujo sala adentro hasta sentarme en el chasis del televisor. Era un Krim ruso de la posguerra, depositado sin patas directamente en el suelo o tal vez en el sueño: un ataúd de abedul, álamo o araucaria talada en otra Siberia. Se encajó entonces sobre mi cuerpo y crispó una mano en mi nuca. Enarcó las piernas. Con la otra mano se daba impulso en mi pelvis, moviéndose limpiamente dentro y fuera de mí, clavada seca y duro hasta abajo: hasta el dolor. Yo no intenté resistencia. Ni movimiento. Lo excitante era contemplar en contrapicada su ejecución. A pelo. Tenía un cuerpo precioso y desesperado, imposible de complacer en lo que era obvio que ella tampoco deseaba desear. Entonces sentí crujir la madera del televisor bajo mis nalgas y el aparato cedió al cabo con un quejido: krimmm...

Nos revolcamos. El piso era frío como de hielo, hincaba, pero eran sólo los vidrios de la pantalla. Me dijo: «Hacía tanto que no sentía la nieve». Y a mí, que hacía tanto que no sentía la mirada de nadie, un escalofrío me recorrió: de las plantas a los parietales al esternón. Caí en la cuenta de algo. Ipatria se quería morir, yo no: yo prefería seguir estando muerto. Así que eché a un lado su cuerpo, rígido y frágil como de magma volcánico, y al quitarme su contraluz de la cara fue entonces que definitivamente lo vi. Lo vi. Lo vi. Lo vi. «¡Allí!», pegué un chillido de pánico: de pájaro.

Ella saltó a mi cuello como un bebé. «¿Allí qué, Salvador, dónde, Sagis, por favor?», y en la brusquedad del gesto su espada lasqueó mi pierna. Me doblé del dolor: una navajazo de plata. Abrí la boca en forma de vocal. O, tal vez de número 0. Quise gritar algo, pero nada podía ser pronunciado entre tantos actos de confusión. Mejor hubiera sido maullar o toser o ladrar o emitir un agudo krimmm... Un sonido intensamente puro y sin forma: una lengua extranjera y súbita por donde se escapara toda mi crispación. Tenía que despertar. Temía al despertar. Pero ya era hora: ¿la hora de qué, qué hora?

«¡Allí, el pájaro, no sé!», la desprendí de mi tráquea: me ahogaba. Intenté pararme, mas la rodilla cortada me lo impidió. En efecto: era un pájaro, creo, usurpando el puesto de Ipatria sobre la barandita. Entonces quité la vista y vi mi carne abierta como un pan nuevo o un viejo libraco: mitad blanca y mitad amarilla, sin sangre ni letras ni nervaduras de ningún otro color que no fuera gris. Fue inútil. Ipatria rebotó contra mi garganta, como un muelle retorcido a base de miedo. Y en este punto le pegué un piñazo en la cara y la empujé entre los senos como quien lanza al infinito una bala o un balón.

Ipatria salió desprendida con una inercia impensable. Como si fuera un bulto de ropas. Como si fuera su madre, vomitada por un coleóptero artillado del Ejército de Salvación Nacional. O como si ella fuera la propia sombra del pájaro que de repente, sin abrir las alas, también cayó, arrastrado por el impulso de Ipatria. Muchacha y ave fantoche rebasaron la barandita que ya no contenía al vacío del otro lado: las dos tragadas en un pestañazo por aquel fin de año iluminado sólo por los torreones del Estadio Nacional, donde Metropolitanos seguro agonizaba en silencio bajo un denigrante score.

No sé. Tal vez nunca nadie cayó y, en realidad, ya no importa. Lo cierto es que no me asomé, temeroso del magnetismo de las efemérides: del brutal cambio de fecha allá afuera, de mil novecientos algo al dos mil nada, el año cero. Un sueño milenario me despabiló. Yo estaba de pie y ahora me desangraba, a cuentagotas, aunque tal vez no era nada. Pero igual tenía que recorrer la madrugada rota de Alamar, La Habana, Cuba y América, antes de llegar a un policlínico donde algún funcionario de blanco me anunciara, como era costumbre, si yo sobremoriría a la noche o por primera vez hoy ya no.

Me tiré por encima el chamal blanco fosforescente y me arrastré piso a piso por las doce escaleras y veinticuatro rellanos. «Llámame Ipatria y me odiarás», el tic-tac de una rara rimita me martillaba las sienes: «porque seremos en la danza como un horror y nada más». Y el resto es fácil, supongo, de ser cierto lo que éste o aquel desconocido me ha contado después: en algún punto impreciso del trayecto me desmayé y, a la mañana siguiente, rebasada ya la anestesia en el hospital, hasta los cirujanos me felicitaban con el chistecito gastado de «ponte un nombre, que hoy volviste a nacer».

*

Por supuesto, no fue hasta muchos años de viernes después que finalmente volví. Mis trapos recubrían aún los hombros del busto anónimo de carcomido metal (¿cobre pulido o latón?), sirviéndole de capirote a aquella cabeza de gruesas gafas miopes. Me admiró la paciencia de semejante espantajo, que ya sólo inspiraba respeto por la metralleta sostenida muy alto en la mano izquierda.

Todos los bloques de edificios estaban en demolición, nichos a medio reconstruir por alguna ultramoderna empresa y a medio vandalizar por los inmigrantes de cualquier Santiago: me daba igual, fue un alivio notarlo.

Antes de partir, sin tocar nada, reparé en la obsoleta función de aquel monumento. Espantar pájaros, fueran auras o murciélagos o lechuzas o sombras, cóndores no: hace mucho que en Alamar se extinguieron (por exceso de carroña tal vez, como yo jugué con Ipatria). Aquel señor con el traje oxidado de rojo muy bien podría ser yo. De hecho, en parte siempre lo fuimos, arrastrando por años nuestras madrugadas largas, demasiado largas de sobrellevar: túneles ciegos de un crucigrama sin clave hasta poco después del alba, cuando uno y otro nos quedábamos rendidos en alguna torpe pose o posición. Él, como quien va a declamar los terribles versos de amor y muerte pronunciados antes por una mujer. Yo, como quien finge soñar con cinco palabras mártires: Ipatria, Alamar, cóndor, noche, yo. Y ella, atravesada como un viernes violento entre la estatua olvidada y yo: Sagis o Salvador. Ella fue el arco voltaico de esa letra doble aún sin tumba en el diccionario: chalada, che, chola, chilena o chueca; intraducible hipótesis de ninguna patria que desde el inicio mismo se nos esfumó.

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