Neoanexionismo

Enrique Patterson

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Neoanexionismo

Cuarenta y ocho años de castrismo

Enrique Patterson

I

Después de 48 años de Revolución Cubana, y ante la inevitable antesala del rediseño del sistema económico y político del país, se cierne sobre la Isla, peligrosamente, con más fuerza que nunca, el fantasma del anexionismo. No sin cierta razón, el régimen cubano considera que el plan de la Administración Bush para una transición hacia un sistema democrático y una economía de mercado en Cuba tiene un tufo injerencista y que se inmiscuye en cuestiones que sólo conciernen a los cubanos. Ello podría mostrar, una vez más, la intención anexionista de Estados Unidos respecto a Cuba. Pero el asunto es más complejo. La supuesta posición estadounidense (la Ley Helms-Burton, la limitación de los viajes y las remesas familiares, la Comisión para la democratización de Cuba, etc.) ha obedecido más a la necesidad de complacer de manera retórica a un sector de votantes estadounidenses miembros de la nación cubana, que a un interés real de anexarse a Cuba. Estados Unidos de América puede equivocarse actuando, como en la actual guerra de Irak, a favor de sus propios intereses, pero no en contra de los mismos, y el poder estadounidense tiene muy claro que apropiarse de la ínsula Barataria le sería mas conveniente que la anexión de Cuba.

Estados Unidos se retiró con relativa facilidad del Canal de Panamá, un sitio de interés estratégico para la seguridad estadounidense. Por presión popular, ha eliminado también su presencia en la puertorriqueña isla de Vieques —territorio estadounidense— e igualmente cerró bases militares —componentes significativos de su presencia militar en el sureste asiático— en Filipinas. De donde los estadounidenses, paradójicamente, no han hablado de retirarse es de la Base Naval de Guantánamo, una base, a estas alturas, sin interés estratégico alguno.

La retirada del Canal de Panamá, de Vieques y de Filipinas, se debió no sólo a la gestión de los gobiernos, sino también a la presión de la opinión pública de esos países. Al no existir en Cuba una opinión pública medible, el gobierno cubano no está en capacidad de demostrar que es acompañado por la misma respecto a la devolución de esa parte del territorio nacional y, por lo mismo, EE. UU. no se siente obligado a escuchar su reclamo. Estamos ante el hecho de que el gobierno cubano, que se asume como el más nacionalista de la historia republicana, no es capaz de lograr de Estados Unidos lo que sí obtienen gobiernos más dialogantes o amistosos, algo que le imprime un componente eminentemente retórico, si no de vaciedad, a su discurso “nacionalista”.

Cuando se habla de un actual “interés anexionista” por parte de EE. UU. respecto a Cuba hay que preguntarse si en el presente siglo —lo mismo en el sentido económico que geoestratégico— Cuba significa lo mismo que a fines del XIX y principios del XX, cuando, gracias al nacionalismo de la mayoría de la población, logró quitarse de encima la anexión a cambio del estatus de “soberanía limitada” recogido en la Enmienda Platt.

Ya no es ese el caso. El azúcar ha dejado de ser el producto estratégico que fuera en épocas pasadas, y es vista al menos como “de cuidado”, si no perjudicial, en cuanto al mantenimiento de una buena salud. El petróleo que Cuba pudiera encontrar no es siquiera suficiente para abastecer las necesidades del consumo interno, y no creo que hermosas playas, una música vibrante y un pueblo simpático sean motivos para que un imperio con grandes problemas y responsabilidades globales se lance a la conquista de un empobrecido territorio.

Una ocupación militar estadounidense implicaría que, como en 1898, Estados Unidos fuera el encargado directo de reconstruir el país. La anexión obligaría, además, a brindar servicios sociales (vivienda pública, cupones de alimentos y seguro médico para los más desamparados) a una población que, en su gran mayoría, vive en condiciones de pobreza. No resulta creíble que Estados Unidos esté dispuesto a aceptar, en pleno siglo XXI, una carga económica de una dimensión mucho mayor de la que quisiera desentenderse en Puerto Rico.

En términos políticos, y desde el punto de vista de los intereses estadounidenses, la idea resulta aún más problemática. Un Estado totalmente hispano le daría a este grupo un enorme poder lo mismo en la Cámara de Representantes que en el Senado. La opinión pública estadounidense, los centros de poder y la conservadora “América profunda” —que en estos momentos domina la visión del electorado estadounidense— no verían con buenos ojos la asimilación de un territorio o de una población que afectaría el conflicto cultural que actualmente divide a la sociedad estadounidense casi en un cincuenta por ciento. Sin embargo, con todo ello, el peligro del anexionismo es real. Y a pesar de que ni las condiciones ni las necesidades son propicias del lado de los intereses estadounidenses, no podemos decir lo mismo desde la perspectiva actual del pueblo cubano.

II

Antes del castrismo, el nacionalismo cubano era lo suficientemente fuerte como para definir sin complejos su identidad cultural en contraposición con el vecino del norte, a la vez que lo suficiente dúctil como para constituirse, mediante la asimilación creativa de la cultura estadounidense, a través de manifestaciones como el jazz, el béisbol y los sistemas de negocios. El resultado de semejante interacción cultural y económica —al margen de la conocida prepotencia estadounidense— fue positivo. Las cifras de la economía cubana en 1959 eran envidiables comparadas con las actuales, en Cuba y Latinoamérica. Sin su contrapunteo con EE. UU., la cultura cubana acaso hubiera llegado a ser una variante de jotas y gaitas con tambores.

Para la mayoría de los cubanos de la época, la sociedad estadounidense no era objeto de atracción o de envidia, ni la realización del “sueño americano” era la condición de la felicidad individual en el imaginario del país. “Cubita la bella” —con toda la carga de ocultamiento propio del cartel turístico— era donde podía realizarse “el sueño martiano”. La “sabrosura” de la cultura cubana era un antídoto contra la cercanía del culturalmente puritano gigante estadounidense, hasta el punto de que los gringos iban a Cuba a ser, a desinhibirse. La cercana relación económica y la (mutua) influencia cultural no iban en detrimento de la cubanidad, ni implicaban su traslado masivo (otra forma de anexión) hacia Estados Unidos. El castrismo cambió por completo esta dinámica.

Dondequiera que se instauraron regímenes comunistas en el siglo XX, la consecuencia (dada la represión política, ideológica y cultural que los caracteriza, así como su intento de reescribir la historia y de borrar parte del pasado) fue la fractura de las entidades nacionales. París fue el territorio propicio más cercano del exilio ruso, donde no tenía a su favor los intereses del Estado francés. No ocurrió lo mismo con el exilio cubano que, a noventa millas de Estados Unidos, pudo establecerse en el territorio del país que Castro había escogido como un enemigo necesario. La gran fractura política y social provocada por la violencia de las políticas del régimen trajo como consecuencia, por vez primera en la historia cubana, una hemorragia de cubanos hacia el territorio estadounidense que, después de cuarenta y seis años, aún no se detiene.

El resultado de semejante transfusión hacia “el norte” ha convertido a la nación cubana en una entidad biestatal, si tenemos en cuenta que (al margen de la minoritaria diáspora ubicada en disímiles territorios del mundo) el grueso de la población cubana vive en el territorio de la Isla y en el de Norteamérica. Por primera vez en la historia republicana, observamos el asentamiento continuo y cuasi-definitivo de parte de la nación cubana en el llamado territorio “enemigo”. Si el régimen colonial y las anteriores dictaduras republicanas crearon exilios políticos, el castrismo ha propiciado enclaves y la transterritorialidad de la Nación[1].

El fenómeno es nuevo en las Américas. Si bien en África, y como consecuencia del colonialismo, las naciones transterritoriales son la norma en casi todo el continente, a finales de la década del 50 el fenómeno de una nación en diferentes territorios era desconocido en las Américas. La transterritorialidad de la nación palestina, un fenómeno del siglo XX, se debe a razones muy específicas; pero la de la nación cubana —el otro caso propio del siglo XX— es la única que ha surgido y se ha desarrollado como resultado de la acción del propio Estado y gobierno nacionales, hecho que le confiere un carácter de grave excepcionalidad. Durante todo el siglo XIX, Cuba se fue conformando como una Isla-Nación. Toda la historia política decimonónica de la Isla se basa en el propósito de los cubanos de convertir a Cuba en una Isla-Nación-Estado, estatus con el cual se incorpora al concierto de las naciones a inicios del siglo XX. Resulta que apenas a 59 años de conformado ese propósito, el propio Estado y Gobierno de la Isla-Nación, y, precisamente, en nombre de la soberanía nacional, inicia una política cuyo resultado ha sido el desmantelamiento de la Isla-Nación y la relocalización de parte de la nación en el territorio continental al margen de la jurisdicción del Estado isleño. Lo que nunca lograron los anexionistas se convierte parcialmente (en tanto que parte de la nación se desenvuelve bajo la jurisdicción estadounidense) en uno de los resultados a los que arriba el “nacionalismo” del régimen castrista.

El fenómeno no es comparable, por varias razones, con el resto de las comunidades de inmigrantes latinoamericanos que viven en Estados Unidos. La razón más importante se refiere a que es el propio régimen quien le da a la partida la connotación de un viaje sin regreso, como un “éxodo” que cree dirigirse hacia la “ tierra prometida”. La política del castrismo respecto a la comunidad cubanoamericana se basa en la demonización de aquellos que públicamente se expresan en contra de su política dictatorial (“gusanos”, “mafiosos”, “terroristas”), y en la privación objetiva de derechos a todos aquellos que viven fuera del territorio nacional.

En general, los cubanos de ultramar no pueden reestablecerse en la Isla si así lo desearan, y la representación diplomática cubana en Washington los trata más como a enemigos que como a compatriotas que aportan las entradas más seguras del país. El hecho de que el cubano que se establece en Norteamérica no pueda conservar sus propiedades en la Isla (desde casas y automóviles, hasta grabadoras, radios, televisores o latones de basura) refuerza el mensaje, tanto para los que parten como para quienes se quedan, de que la estancia en Estados Unidos es parte del destino natural de una nación que, norteamericanizándose, se desterritorializa.

Quienes se opusieron al anexionismo en el pasado, desde José A. Saco a Martí, apelaron al argumento de que Cuba perdería su identidad nacional[2] (en primer término, el idioma) en caso de ser anexada a Estados Unidos. Pero el caso de Puerto Rico, y, luego, la constitución del enclave cubano en el sur de la Florida, han destruido el argumento con hechos. Puerto Rico es hispano hablante y su identidad nacional (que aún se desarrolla en un contrapunteo de asimilación, diferenciación y contraste con la cultura estadounidense) no ha sido borrada por ser una dependencia de la Unión Americana. El enclave cubano, surgido en Miami a partir de 1959, es otro ejemplo de cómo, bajo la total jurisdicción estadounidense, el sentimiento de la cubanía en lugar de perderse se refuerza; algo lógico si tenemos en cuenta que a mayor cercanía con la cultura estadounidense se hace mayor la percepción de la diferencia.

Pudiera pensarse que el asentamiento permanente de parte de la nación cubana en el territorio estadounidense es el resultado indeseado de la decisión del castrismo de establecer un régimen comunista en la Isla. No del todo. ¿Cómo podría un régimen embarcado en un proyecto violento de ingeniería social —que suprime toda forma de oposición política y que, de un plumazo y de miles de fusilamientos, arrasa con el sistema económico y político que había prometido restaurar— pensar que la masa de la ciudadanía afectada iba a quedarse quieta y permanecer en el país cuando a 45 minutos de las costas cubanas, y en plena Guerra Fría, existe una nación poderosa fundada en la tradición de acoger a todos los perseguidos políticos, más aun cuando dichos perseguidos son víctimas de un Gobierno que, aliándose con la Unión Soviética, afecta la seguridad estadounidense? Claro que el régimen tenía conciencia de que semejante proceso provocaría el desgajamiento de la nación pero, a pesar de ello, continuaba con su delirante política mientras, inútilmente, trataba de evitar el éxodo con medidas represivas, tales como enviar a campos de trabajo forzado a los que solicitaban la salida del país, expulsarlos de sus empleos, hostigar a sus hijos en las escuelas, confiscar sus propiedades personales. Además, implantó por mucho tiempo la política de que quienes se marchaban no podían regresar al suelo patrio ni de visita. Ese trato, en lugar de frenar el deseo de abandonar el país, hizo comprender a muchos cubanos que bajo semejante régimen sería imposible una vida normalmente civilizada. La propaganda del régimen pintaba la vida de los exiliados como un infierno, como gentes que, carentes de todo derecho en Norteamérica, habían perdido su identidad nacional. El régimen agregó, además, otras elementos que contribuyeron a la fractura nacional, hasta el punto de que contestar una carta de una madre, hijo o hermano residente en el exterior podía impedir el ingreso a carreras universitarias, a ciertos tipos de empleos, o la promoción laboral. En el campo ideológico, se trató de redefinir la identidad nacional en términos políticos y de territorio: quienes no apoyaban la Revolución y se marchaban del país no eran cubanos. Así, mientras se provocaba la desterritorialización radical de la nación, por un lado, la misma se redefinía, por otro lado, en exclusivos términos territoriales y políticos.

El hecho de que —en contra de la propaganda gubernamental— los cubanos gozaran de libertad económica, cultural y política en Norteamérica y pudieran reconstituir (a veces, de modo caricaturesco) la sociedad civil y política que la Revolución había desmantelado, creó en la población isleña el deseo generalizado de establecerse a noventa millas de la Isla, único modo para el cubano de ser pleno. No se trataba solamente del bienestar económico que da el hecho de vivir y trabajar en una economía más desarrollada, sino de que el cubano exiliado, si bien se enriqueció asimilando modos de su nuevo entorno, no tuvo la necesidad de renunciar a sus hábitos y cultura, llegando incluso a imponerlos en el nuevo medio. Pero, es más, en lugar de perder la lengua, se la traspasaron a sus hijos, y lograron que la legislación reconociera legalmente el carácter bilingüe del condado de Dade. Asimismo, los cubanos resultaban electos alcaldes, jueces, e incluso el Estado de la Florida tuvo un gobernador cubano, mientras que políticos cubanos, demócratas y republicanos, ocupaban escaños tanto en congresos estatales como en el Congreso federal. Además, artistas como Celia Cruz, Paquito D’Rivera o Arturo Sandoval, por citar a algunos, difundían la música cubana desde Norteamérica sin tener que repetir los leitmotiv que los comisarios culturales del régimen imponían a los artistas de la Isla. Y una prestigiosa universidad estadounidense otorgó a Celia Cruz el título de doctor Honoris Causa por sus aportes a la difusión de la música popular cubana, algo que ninguna institución académica de un régimen que se presentaba como defensor de la cultura popular hizo en aquel momento con figuras como Félix Chapottín, Miguelito Cuní, Barbarito Diez , Esther Borja o Celeste Mendoza.

Si tenemos en cuenta que un espacio de libertades y derechos es fundamental para que los ciudadanos puedan expresarse y satisfacer sus necesidades, tanto económicas como culturales, entonces Estados Unidos comenzó a ser percibido por la población de la Isla como un espacio más propicio a la expresión libre de los cubanos que su propio territorio.

Hubo un tiempo muy breve (diecisiete años) en que, con relativo éxito, a la mayoría de la población isleña se le inculcó la idea de que los cubanos exiliados vivían espiritualmente castrados y ajenos a su identidad cultural. Pero el proceso iniciado en el llamado “Diálogo del 78” y los viajes a la Isla de la comunidad cubana en el exterior que siguieron al diálogo, dieron al traste con semejante falacia.

A partir de ese momento, los isleños comenzaron a sentirse estafados —tanto en términos económicos como culturales— y comenzó el sueño devenido fiebre. Para salvarse había que mudarse a esa Cuba que poco a poco se afianzaba en el territorio estadounidense. Los acontecimientos de la Embajada del Perú en La Habana y el posterior éxodo del Mariel fueron los primeros indicios de que dicho sentimiento se había hecho masivo y que calaba hondo en todas las capas de la población. A partir de ese momento, se iba intensificando, hasta convertirse en delirio in crescendo el “sálvese quien pueda”, luego de la desaparición de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín.

Así, también, por vez primera en la historia, el castrismo vinculó a la mayoría de los sectores populares cubanos afectivamente a Norteamérica. Antes de 1959, esa vinculación era privativa de algunos sectores de la elite económica. Actualmente, sin embargo, no hay pueblito o familia cubana que no tenga un pariente o un amigo cercano en “el norte”, de quienes —no pocas veces— les llega el necesario auxilio. De este modo, si las relaciones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos han empeorado desde 1959 hasta la fecha, las de la nación cubana con la estadounidense (con los cubanos de ultramar por medio) se han fortalecido.

Además, el hecho de que el régimen responsabilice a Estados Unidos de todos sus fracasos, sin asumir la responsabilidad por su errática política económica, ni por el despilfarro del subsidio soviético en el financiamiento de la insurgencia latinoamericana, ni por el envío inconsulto de cubanos a participar en contiendas bélicas en nada relacionadas con los intereses nacionales del país, crea en los cubanos un sentimiento de dependencia respecto a Estados Unidos.

Si el régimen es incapaz de lograr que los cubanos vivan normalmente en un ambiente de trabajo, prosperidad, paz y libertad por culpa de la política estadounidense, y los cubanos residentes en Norteamérica sí lo logran e incluso influyen en el gobierno estadounidense, entonces, el sentimiento lógico de los cubanos es que, para mejorar sus vidas, la solución está en lidiar directamente con el gobierno estadounidense (por ahora, mediante la relocalización en su territorio), dada la incapacidad del gobierno de la Isla para lograr de Estados Unidos lo que logran gobiernos como el costarricense, el chileno o el hondureño.

La retórica antinorteamericana del gobierno cubano, junto a su incapacidad para proponer un proyecto de futuro creíble y realizable, ha creado en la población el efecto contrario al perseguido por la Cuba oficial. Los cubanos han llegado a creer (con o sin razón) que el “sueño de Martí” —“con todos y para el bien de todos”— sólo es realizable en Norteamérica. Sólo bajo el castrismo, y gracias a su política suicida en término de intereses nacionales, semejante estado mental ha tomado cuerpo en la conciencia cubana. En ningún otro período de la Cuba republicana anterior al castrismo, los cubanos pensaron que la solución de sus problemas materiales y políticos radicaba en emigrar a Norteamérica. La historia económica y política de la Cuba precastrista puede caracterizarse, por el contrario, como el proceso mediante el cual el país avanzó desde un estatus de soberanía limitada (Enmienda Platt) y un control absoluto de la economía del país por parte de Estados Unidos, hasta el abandono de semejante estatuto y el paulatino control de la economía cubana por parte del capital nacional. A pesar de la inmadurez y la corrupción política, de las dictaduras y los problemas sociales, la Isla llegó a ostentar uno de los primeros lugares de crecimiento económico y nivel de vida en Latinoamérica.

III

Por otro lado, el castrismo ha destruido —en la práctica— los endebles fundamentos del nacionalismo cubano tal como fueron sustentados por el propio Martí. A pesar de que el castrismo se presenta como la continuación y el desarrollo del pensamiento martiano, esto es cierto sólo en parte. El antidemocratismo castrista resulta más cercano al falangismo español, el fascismo italiano, el estalinismo o cualquier ideología de inspiración totalitaria, que a Martí, quien nunca cuestionó las bondades de las libertades democráticas. Sin embargo, la fundamentación castrista del nacionalismo cubano tiene, sin duda, un desarrollo de las ideas martianas al respecto, y es de esas ideas de donde adquiere su carácter problemático.

Anterior a Martí, el independentismo de los cubanos se fundamentaba en la necesidad de lograr la independencia de España, algo que se justificaba más por la opresión política y las trabas al desarrollo económico de los criollos que por la existencia de una diferencia de principios entre la cultura peninsular y la criolla. De haber aceptado España un régimen autonómico cuando el reformismo hacía sus pininos, la independencia no se habría convertido en la corriente de pensamiento dominante en la Isla.

Incluso en 1868, lo mismo para Céspedes que para Agramonte, el ideario de independencia respecto a España no estaba reñido con la posibilidad de lograr que, luego de separarse de la metrópoli, Cuba se convirtiera en un Estado de la Unión Americana. Martí cambia este último aspecto del contradictorio independentismo cubano. Para él, independizar a Cuba de España no era una necesidad en sí misma, sino un medio para impedir que Estados Unidos, con su pujante fuerza, dominara al resto de América Latina. Es cierto que en Martí la independencia no es un prerrequisito para la anexión (a la que él se opone), pero aún es una condición necesaria para frustrar el proyecto expansionista estadounidense. Cómo una isla empobrecida, y ya económicamente dependiente de Norteamérica, iba a poder detener a un coloso en auge como el estadounidense, es algo que sólo podría contestar el mismo Apóstol si un médium de cualidad excepcional con inclinaciones por la investigación histórica lograra hacerlo hablar. Pero queda claro que el nacionalismo martiano se configura más como un escudo para detener la expansión de Estados Unidos que como la necesidad de darle a Cuba su propia consistencia. En otras palabras, la consistencia de la nación cubana aparece como el resultado de su confrontación con Norteamérica, sin la cual Cuba aparece como un no-ser. El castrismo actúa bajo semejante premisa; la soberanía nacional se expresa para este régimen más en la confrontación a priori con Estados Unidos que en la libre voluntad popular. El pretexto que emplea el régimen para impedir la expresión libre, secreta, directa y competitiva de la voluntad popular es, precisamente, la confrontación con Estados Unidos.

El castrismo se inspira en esa falta de sustancialidad que Cuba tiene en el nacionalismo martiano, hasta el punto de privilegiar cualquier política que sea perjudicial para Estados Unidos, sin tener en cuenta si es beneficiosa para los intereses cubanos. Aun más, parte de la premisa de que lo que es perjudicial para Estados Unidos es bueno para Cuba. Así, el castrismo invirtió infinidad de recursos en financiar las guerras en África, tan sólo para oponerse a la política estadounidense, en lugar de invertirlos en el desarrollo económico del país. Y lo mismo ocurrió con el financiamiento de las guerrillas latinoamericanas.

Las victorias de la Revolución no se miden por cuánto mejor viven los cubanos, sino por cuántas veces y con qué efectividad, ésta se ha enfrentado a Estados Unidos. Así, la Revolución se declaraba y aún se declara victoriosa, mientras que los problemas de vivienda, transporte, alimentación e higiene empeoran.

Visto desde la perspectiva del nacionalismo martiano, el castrismo no ha logrado sus propósitos. Si los cubanos comienzan a establecerse masivamente en Norteamérica sin perder su esencia, desarrollando su fisonomía cultural, eso hace que Cuba comience a dejar de ser —nunca lo fue— el instrumento efectivo para el logro del delirio martiano. Martí, además, era un firme partidario de la Unión de los países latinoamericanos. El siglo XXI se inaugura cuando ya México ha firmado un ventajoso Tratado de Libre Comercio, con Estados Unidos y Canadá. En ese camino lo siguen Chile y los países centroamericanos. El MERCOSUR parece que tiende a convertirse en la comunidad económica de Suramérica, y lo mismo hacen, por su parte, los países del Caribe mediante CARICOM. Algo está claro: Cuba no es el motor impulsor de ninguna de esas dinámicas integracionistas. Se opone al Tratado de Libre Comercio de las Américas, y en ello, de nuevo, invierte recursos necesarios para su propio desarrollo; pero por el carácter cerrado de su economía no está en condiciones de integrarse con efectividad a ningún esquema de integración económica regional y, de hacerlo en las presentes condiciones, sería bajo la premisa de que los cubanos serían los únicos ciudadanos que no podrían tener negocios en su propio país o en los países con los que Cuba se integraría.

Ha quedado claro —con pena para la fundamentación del nacionalismo cubano lo mismo en Martí que en Castro— que el desarrollo económico de la Isla no es posible al margen de una estrecha relación económica con Estados Unidos, al menos, hasta que la tecnología no encuentre el medio de mudar el territorio y cambiar las determinaciones de la geografía con la misma eficacia con que el castrismo se las ha arreglado para desviar el asentamiento histórico de la nación. De modo que el interés nacional cubano ya no puede definirse en términos de exclusividad territorial, apareciendo, gracias también al castrismo, la nueva realidad de que los intereses de la nación —al ser biestatal— no sean siempre coincidentes con los intereses del Estado isleño.

IV

Si nos abstraemos de la diáspora que se ubica en los más disímiles espacios geográficos del planeta, estamos ante la realidad de que la nación cubana se desarrolla en dos espacios políticos y jurídicos diferentes, el isleño y el estadounidense. La mayoritaria población de la Isla está impedida de elegir a sus líderes y carece de los más elementales derechos civiles y políticos, mientras que la parte de la nación establecida en Estados Unidos disfruta de todos los derechos de la democracia americana. La parte de la nación cubana concentrada en el enclave del sur de la Florida y en Nueva Jersey (dado el carácter federal de EE. UU., el peculiar sistema de votos electorales por el que se rige la elección presidencial y la tendencia de los cubanos a votar en bloque) adquiere la característica de una minoría cualitativa en condiciones de decidir, en determinadas circunstancias, hacia qué candidatos van los votos electorales de sus respectivos estados y, por consiguiente, la elección presidencial; algo que le otorga al voto cubano un peso decisivo, colocándolo en capacidad de influir en la política estadounidense hacia Cuba, independientemente de cuál sea el partido en el poder. Así, son los cubanos de ultramar los únicos capaces de influenciar en la política cubana a través de su influencia en el gobierno estadounidense, dado que los cubanos de la Isla, carentes de derechos civiles y políticos, no están en capacidad de influir en la política del gobierno isleño. De esta manera, las relaciones entre ambos estados tiene más significación como tema de la política interior estadounidense que de la política exterior, estando más relacionada con las características de un conflicto nacional en extremo peculiar que con las de un simple problema de relaciones exteriores entre dos estados, como ocurría anteriormente.

Lo anterior conduce a que, mientras Cuba no les reestablezca a los isleños sus derechos civiles y políticos, el país no va a estar en condiciones de mejorar las relaciones con Norteamérica. Es más, la mejoría de las relaciones con Norteamérica está condicionada por la medida en que el gobierno de la Isla mejore sus relaciones con la Cuba de ultramar.

Se ha creado así una especie de inadecuación y desproporción respecto a la influencia política de los miembros de la nación cubana. Teniendo en cuenta el peso que las decisiones del gobierno estadounidense tienen sobre la situación interna de la Isla —el régimen castrista no se cansa de culpar a Norteamérica de todos sus fracasos— los cubanos de ultramar, minoritarios, tienen más influencia en el destino de la Isla que la mayoría de sus connacionales isleños, carentes de derechos e incapacitados para incidir en las políticas del gobierno cubano. Ese gobierno reconoce la influencia de esa Cuba estadounidense, a la que culpa reiteradamente —hasta el punto de llamarla “mafia”— de sus problemáticas relaciones con Estados Unidos.

La biestatalidad de la nación cubana podría, sin embargo, tener también en el futuro consecuencias beneficiosas para los intereses de los cubanos de la Isla. La existencia allí de un gobierno democrático convertiría a los cubanos de ultramar —cuyo capital electoral aumentará en el futuro— en los cabilderos más efectivos que la Isla podría tener ante el poder estadounidense. Desaparecido el castrismo, aumentarán los vínculos entre ambas Cubas y la población cubana en el sur de la Florida, de seguro, aumentará. Los cubanos de ultramar entrarán y saldrán de la Isla con más frecuencia que los guantanameros visitan La Habana. La cuota migratoria establecida entre el gobierno de Castro y Estados Unidos no creo que vaya a desaparecer por que se inicie una transición democrática. El gobierno de la Isla puede usarla para bajar la presión de una población que exigirá más bienestar y nivel de vida que las posibilidades de una economía emergiendo del ineficiente estatismo, y donde las remesas en divisas seguirán siendo uno de los rubros más importantes y elemento que ayudará a la capitalización de la economía. Los matrimonios entre cubanos de ambas partes y las reclamaciones de familiares tenderán a aumentar y, con ello, también la tendencia de que más isleños adquieran la ciudadanía estadounidense, por lo cual el reconocimiento de la doble ciudadanía será inevitable para cualquier gobierno democrático isleño. De este modo, la simbiosis de ambos países no se presenta como algo que tienda a disminuir en el futuro.

Hemos llegado a un punto de no retorno. La política de exportación de la nación ha traído como consecuencia que los intereses nacionales cubanos no sean definidos nunca más en el marco de un solo territorio y de que, por lo tanto, el interés de la nación cubana desde ahora, y como consecuencia del castrismo, tenga que ser compartido entre el gobierno cubano y el estadounidense. Debido a sus intereses (en el sentido más amplio de la definición de intereses nacionales) la política de los gobiernos isleños deberá partir de la premisa estratégica de que las malas relaciones con Estados Unidos afectan al interés nacional hasta el punto de afectar la unidad de la nación cubana.

V

Si tal ha sido el efecto (acaso indeseado) de las políticas del “nacionalismo” castrista, el régimen ha usado el sentimiento proamericano de los cubanos de la Isla como un arma contra el propio Estados Unidos. La amenaza (o el hecho) de crisis migratorias ha obligado a los estadounidenses a negociar directamente con el régimen cubano, algo a lo cual se negaron durante la Crisis de los Misiles, cuando la existencia de armas nucleares soviéticas en la Isla colocó al mundo al borde de la guerra nuclear. El sentimiento pronorteamericano de los cubanos y su deseo de mudar la nación a un ritmo más acelerado del que Estados Unidos es capaz de asimilar ha sido la única arma efectiva del castrismo contra Norteamérica. Si toda la propaganda del régimen castrista desde los inicios de la Revolución fue contra Estados Unidos y contra los cubanos que se establecían en ese territorio, la propaganda estadounidense hacia Cuba se basaba en la exaltación de las bondades del sistema estadounidense y en la garantía que se le daba a los cubanos de que siempre serían recibidos con los brazos abiertos en tierra estadounidense. Los acontecimientos de la Embajada del Perú y el éxodo del Mariel, en 1980, pusieron a ambos gobiernos en los límites de hasta dónde podía conducir semejante política.

Ambos incidentes fueron la prueba del fracaso visible del gobierno cubano. Quienes deseaban abandonar el país en masa eran las nuevas generaciones de cubanos nacidas y/o formadas fundamentalmente bajo la Revolución. Los encuestadores del régimen cubano llegaron a la desconcertante conclusión de que el porcentaje de cubanos que deseaban abandonar el país era —pasados veintidós años de proceso revolucionario— mayor que los que habían emigrado desde el inicio de la Revolución. Hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista ideológico y simbólico, el régimen cubano era la joya del llamado Campo Socialista. Si la Administración de Carter hubiera cumplido la promesa de recibir a los cubanos —no importa cuántos— “con los brazos abiertos”, el descalabro ideológico del Campo Socialista no se hubiera dado con el derribo del Muro de Berlín, sino con la caída de un régimen comunista que sucumbía por la huida en masa de la mayoría de su población.

Si el castrismo había identificado al socialismo como garantía de la unidad, la independencia y la soberanía nacional, el éxodo masivo demostraba que el socialismo era la causa del traslado de la nación hasta el punto que la independencia nacional —el gobierno del territorio— se mostraba desvinculada de la soberanía, pues los depositarios de ésta —los cubanos— preferían ser sujetos políticos de otro Estado en diferente territorio. Al desprestigio ideológico del comunismo como sistema político se sumaba el del régimen cubano como exponente del nacionalismo cubano y defensor de la soberanía nacional.

Detener el puente del Mariel era una necesidad, tanto para el prestigio del Campo Socialista como para la supervivencia del régimen castrista, y, para lograrlo, era necesario que los estadounidenses se desdijeran, renunciando a recibir a los cubanos “con los brazos abiertos”. El envío de los enfermos mentales y de los presidiarios hacia Estados Unidos tenía el propósito de inducir en la sociedad estadounidense y en la Cuba estadounidense la creencia de que si la mayoría de los cubanos querían irse de la Isla, y eran como la muestra que estaba llegando desde el Mariel, se precisaba detener el éxodo. La mudada masiva sería detenida para evitar la desestabilización de la sociedad estadounidense. En lo adelante, el castrismo, junto a la retórica antiamericana, trataba de presentarse como el único factor capaz de frenar, al menos en parte, la realización del deseo generalizado de los cubanos de mudarse a la “Cuba del Norte”. Había que buscar una forma ordenada (es decir, sin riesgos para ambas partes) de canalizar ese deseo de los cubanos, lo cual se expresa en los diferentes acuerdos migratorios entre el régimen castrista y Estados Unidos. En los acuerdos migratorios posteriores al éxodo del Mariel, los estadounidenses partían de algunas premisas falsas. Era cierto que la mayoría de los cubanos pretendía mudarse a Estados Unidos, pero la creencia de que el país se inundaría de delincuentes y enfermos mentales era una percepción inducida por el gobierno de un país (Cuba) que muestra su nacionalismo haciéndole creer a su “enemigo” que está dispuesto a propiciar la inmigración de una minoría laboriosa y respetuosa de las leyes, mientras retiene bajo su férula a la mayoría criminal y/o mentalmente enferma. El gobierno “nacionalista” hacía creer que la mayoría de la población de la Isla se componía de “escorias”, forma muy “digna” de defender la imagen de sus nacionales.

De nuevo, en 1994, ante otra crisis interna, conocido el temor estadounidense a un éxodo incontrolado, Castro ordenó a sus guardacostas no impedir la salida masiva de cubanos, lo que condujo a los acuerdos migratorios actualmente vigentes, con resultados semejantes a los adoptados durante el éxodo del Mariel. Pero el resultado no ha sido nunca detener el traslado de la nación, sino planificar el ritmo al que semejante traslado se realiza. Más que tratar de anexarse a Cuba, la propia actitud del gobierno cubano muestra que el temor de los americanos es la cubanización abrupta de Estados Unidos. De lo contrario, el castrismo no utilizaría las crisis migratorias como amenaza efectiva que, para funcionar, precisa de una cantidad significativa de cubanos, calculada en millones, dispuestos a mudarse, definitiva y festinadamente, hacia Norteamérica. Tal disposición resultó más eficaz, en cuanto a réditos políticos, que los misiles nucleares soviéticos que en 1962 pusieron al mundo al borde de la guerra nuclear. Entonces, el castrismo no logró negociar con los americanos, quienes negociaron directamente con los soviéticos. No así las crisis migratorias, negociadas directamente con el gobierno castrista.

Los acuerdos migratorios de 1994 no eliminaron el éxodo de la nación cubana hacia Norteamérica, sino que lo regularon para manejarlo al gusto y al tempo de La Habana y Washington. En los acuerdos, EE. UU. se comprometió a otorgar 20.000 visas anuales a los cubanos para establecerse definitivamente en su territorio. Estamos hablando —a once años de dichos acuerdos— de una cifra cercana a 200.000 personas, en caso de que las cuotas se hayan cumplido puntualmente. Si tenemos en cuenta que la ciudadanía estadounidense se adquiere a los cinco años de residencia y que las últimas oleadas de cubanos la adquieren en cuanto cumplen el tiempo requerido, ya son miles los cubanos recién llegados con capacidad de reclamar a familiares directos. En veinte años, este proceso de traslado aumentaría de forma exponencial; de modo que puede calcularse conservadoramente en alrededor de 700.000 personas, sin contar los que se las arreglan para entrar en Estados Unidos por otros medios. El gobierno cubano se ha quejado reiteradamente de que Estados Unidos no está otorgando anualmente las visas acordadas; es decir, que es Norteamérica la que retrasa la mudada de la nación.

Estamos así ante una situación en la que un régimen “nacionalista” (que, según dice, actúa para impedir, como se proponía el anexionismo clásico, que la Isla se convierta en territorio estadounidense) hace todo cuanto puede para que la mayor cantidad posible de cubanos se convierta en estadounidenses. El anexionismo clásico privilegiaba la ocupación del territorio; el cambio de ciudadanía era su consecuencia. El neoanexionismo castrista privilegia la adquisición de la ciudadanía a través de la mudada de la nación.

Está claro que la mejor forma de sacar a Cuba de semejante encrucijada sería propiciar una reforma económica, política y jurídica que haga que los cubanos se sientan dueños de su propio destino en su país. La mejor defensa de la soberanía nacional es la potenciación del bienestar y la soberanía individual. En una situación donde el Estado es todopoderoso y el ciudadano, débil y dependiente, es lógico que el sueño de los ciudadanos sea mudarse. La fórmula “ con todos y para el bien del Estado” es esencialmente lesiva de los intereses nacionales, en tanto que los ciudadanos no ven vinculación entre el interés individual y el nacional. Dadas estas premisas, y teniendo en cuenta el potencial explosivo a que puede conducir la situación cubana, la posibilidad de una intervención estadounidense, aunque no deseable, no debe ser excluida de futuros escenarios en un momento de vacío de poder y explosión social.

Al inicio de este ensayo dije que a principios del siglo XX el nacionalismo cubano (es decir, el sentimiento de la mayoría de la población cubana de la época) impidió que pudiera consumarse la voluntad anexionista estadounidense. Eso es una verdad parcial. La otra parte de esa verdad es que sin la existencia de una precaria, pero firme, tradición democrática entre los cubanos el sentimiento nacionalista no hubiera podido expresarse, y la ocupación hubiera reproducido en Cuba el caso puertorriqueño. A pesar del carácter armado de la lucha contra España, los cubanos ya se habían organizado bajo la forma de una República en Armas, se habían dotado de una Constitución y de un gobierno sujeto a leyes que sometían el poder militar al civil, incluso durante la contienda bélica. La ocupación estadounidense fue fundamental en la reconstrucción y organización del país, pero no tuvieron que enseñarles a los cubanos cómo darse leyes y cómo organizarse en un Estado moderno y democrático. Los cubanos estaban más que aptos para elegir una Asamblea Constituyente y redactar una Constitución; lo habían hecho dos veces anteriormente, en el 68 y en el 95, durante sus enfrentamientos al régimen español. A pesar de la infundada creencia martiana de que la independencia de Cuba era la premisa para frenar la penetración estadounidense en Latinoamérica, el nacionalismo martiano era acertado en una dimensión más restrictiva; en el sentido de que, sin la independencia política, el país no estaba en condiciones de expresarse y desarrollar libremente su identidad nacional. Sólo la independencia permitiría el establecimiento de un régimen democrático capaz de fomentar la unidad de una nación aún en formación. Los acontecimientos posteriores demostraron la certeza de esas ideas. La prédica democrática y nacionalista había calado tanto en los cubanos que la implantación de un régimen democrático era la mayor garantía para la expresión del sentimiento nacionalista de la población. La democracia en Cuba no era aliada del anexionismo, hasta el punto de que la única obra estadounidense en la Constitución de 1901 fue la imposición de la Enmienda Platt. El cuerpo constitucional, acorde con el modelo liberal-democrático vigente en las naciones más desarrolladas en aquel momento, fue obra de los constituyentes cubanos. Las luchas de los cubanos por el pleno ejercicio de su soberanía a lo largo de los primeros treinta años de República suponían que era ese el modo de darle validez a los mecanismos democráticos vigentes. En esas luchas políticas, la Enmienda Platt desapareció y la República se refunda en 1940. El nexo entre nacionalismo, democracia y libertades individuales es uno de los rasgos de la Constitución de 1901 y de la de 1940, y es el incremento de la democracia lo que consolida el sentimiento nacionalista hasta el punto de que el pueblo cubano no veía a Estados Unidos, ni como un ideal a copiar en el plano personal o nacional ni como una impedimenta.

El castrismo ha logrado desvincular el sentimiento nacional de las prácticas democráticas y del sistema de libertades individuales. El resultado ha sido que una parte de la población cubana tienda a privilegiar las libertades civiles y políticas de la orilla de enfrente al margen de la propaganda nacionalista que, por dictatorial y restrictiva, se presenta como opuesta a las necesidades de realización personal y colectiva de los cubanos. Los únicos que en este momento están vinculando el ideal nacionalista con la democracia son los opositores al régimen cubano, los cuales también tendrán que afrontar el problema de que la nación ya desborda los marcos del territorio nacional. Es de suponer que, dada una hipotética ocupación estadounidense, serían los cubanos de la Isla quienes desearían quedarse bajo el control estadounidense, ya que la práctica del castrismo ha sido la separación total del nacionalismo cubano del ideario democrático. Los cubanos ven a Estados Unidos como un garante seguro de las preciadas libertades y derechos democráticos. De este modo, el régimen castrista ha llevado a Cuba a las puertas de una anexión en la que, por suerte y por el momento, Estados Unidos no está interesado.

Una mirada al nacionalismo cubano desde su formación en la época colonial hasta su presente situación, nos permitiría valorar los efectos del régimen actual sobre el mismo. En la medida en que la nación cubana iba tomando cuerpo a lo largo del siglo XIX, los cubanos comenzaron a resentirse de la separación entre la Nación (la Cuba que surgía desde el hecho colonial) y la Patria (España). Los cubanos querían, al decir de Martí, ser tan insulares en política como en geografía; aspiraban a constituirse en una nación-isla, de modo que la territorialidad —a falta de idioma, raza, lengua o religión exclusiva— era una de las características tangibles de la nación. Los cubanos se negaban a tener una patria al margen del contorno insular donde se desarrollaba la nación. El propósito del ideario independentista era precisamente hacer que el ámbito de la patria se redujera hasta coincidir con el territorio de la nación. La insularidad nacional era incompatible con una patria continental. A pesar de los problemas referidos a la problemática relación con Estados Unidos, en las primeras tres décadas de vida republicana este objetivo se logró a plenitud, y la crisis política que atravesaba el país a fines de la década del 50 no ponía este logro en juego. Ningún acontecimiento sociopolítico o política gubernamental afectó semejante realidad en los 59 años de vida republicana. A partir del triunfo de la Revolución Cubana, que se ve a sí misma como la máxima expresión del ideario nacionalista, comienza a producirse un movimiento inverso en dirección a la situación existente en el período colonial. La nación y la patria comienzan a dejar de coincidir de nuevo. Parte de la nación se expatria hacia el norte. La Nación que desborda a la Isla y se comparte en diferentes patrias se presenta como el resultado permanente del régimen castrista, alterando así un proceso que rigió al nacionalismo cubano durante toda su existencia. Ningún gobierno “lacayo” anterior al castrismo actuó con tanta consecuencia en la disolución del nacionalismo cubano.

[1] El hecho es importante en tanto que la estridencia del nacionalismo cubano, como bien ha apuntado el ensayista cubano Emilio Ichikawa, carece de muchos de los atributos de los nacionalismos clásicos: la ausencia de una lengua, una religión exclusiva o una raza originaria, hace que la territorialidad devenga uno de sus atributos esenciales. Además, el nacionalismo cubano, perfilado desde Martí con relación a, y en contraposición con Estados Unidos, se desdibuja aún más cuando parte de la nación se establece de forma definitiva en dicho territorio.

[2] Lo interesante de este argumento es que la identidad cultural cubana no está formada en tiempos de Martí ni, mucho menos, en épocas de Saco. Al contrario, la identidad cultural cubana se concreta, incluida la concienciación de la misma en pleno siglo XX, a partir de la década del 20 cuando, por un lado, las primeras generaciones republicanas pudieron crear la mitología y la iconografía de las guerras de independencia y transmitirlas a través de un sistema de educación pública creado por los norteamericanos y, segundo, cuando esas mismas generaciones republicanas reconocieron, bajo la influencia del arte moderno europeo, los componentes afros de la cultura nacional en un diálogo más que provechoso con la cultura norteamericana, lo mismo en el plano musical que en el deportivo, al tiempo que las estaciones de radio permitían dirigirse a la totalidad del territorio.

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