Nuevos años de Orígenes

Jorge Luis Arcos

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Nuevos años de Orígenes

Jorge Luis Arcos

Acaba de reeditarse en Buenos Aires Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega (Bajo La Luna, Buenos Aires, 2007, 345 pp. ISBN 9789879108338). Pero ¿qué sentido tiene reseñar un libro publicado en Monte Ávila, Venezuela, en 1978, y escrito en Nueva York, en 1976? Acaso, porque es un libro mítico —o de culto, según Ponte—, afirmo ahora no sin cierta ironía, porque trata de destruir cualquier mito insular, y no vino a tener resonancia en Cuba ¡hasta 1994! (“la memoria prepara su sorpresa….”, dice el coro griego a lo Woody Allen), año en que se celebró en La Habana el cincuentenario de la revista Orígenes.

1994: Fiesta de Orígenes en medio del pavoroso Período Especial. Todo un país, como diría Lorenzo, en casi anhelante destartalo, encanallándose, vislumbrando en el horizonte utópico (otrora confín del Hombre Nuevo) la Opción Cero (la caldosa popular). De lo telúrico a lo estelar, diría Lezama. Hipóstasis. Pero hacia el reverso, tan atractivo para García Vega. O el descenso a los infiernos, los profundos. El propio Lorenzo, considerado hasta entonces un escritor menor dentro de Orígenes, o un “esquizofrénico” —según Fernández Retamar en el congreso—, terminó aguando la fiesta origenista, gracias a un valiente texto de Antonio José Ponte. Un grupo de escritores afirmando: Olvidar Orígenes. Y Cintio Vitier escribiendo un poema sobre la ruina de su fiesta y diciendo: fui juzgado y fui hallado culpable. Aunque ya Lorenzo, o el Doctor Fantasma (uno de sus alter egos poéticos), tenía una experiencia amarga, revisionista, con estas celebraciones desde que escribió sus “Rostros del reverso”, en 1953, cuando el centenario de Martí, o, incluso, cuando escribió su inquietante “Opereta cubana de Julián del Casal” (incluida en este libro), a raíz del centenario del autor de Nieve.

En el mismo momento de la apoteosis de Orígenes, el desvío, la fuga, la negación, el oscuro reverso. Cleva Solís diciendo dentro de un carro: “Le dicen a Cintio lo que no se atreven a decir a Fidel Castro”. O Fernández Retamar, comentándome proféticamente en la fiesta de la Fundación Pablo Milanés, mientras nos retratábamos con Cintio y Fina: “Ahora le van a hacer a Cintio lo mismo que me han hecho a mí”. ¡Qué confusión!, diría Lorenzo. Acaso: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. Porque ese fue uno de los momentos bisagra, otra vuelta de tuerca, de la cultura insular: en medio del caos, “la fiesta innombrable” origenista. Y en medio de la “fiesta innombrable” origenista, un poderoso big bang hacia un confín desconocido… Pasados los años, vale preguntarse: ¿Cómo se podía esperar una verdadera fiesta en medio de un contexto tan sombrío? Menos mal que se aguó la fiesta, menos mal que se vislumbró otra salida posible-imposible (también tema origenista), porque si no aquella fiesta hubiera sido la muerte… Y uno recuerda a Lezama: “Se nos fue la vida hipostasiando, haciendo con los dioses un verano”. O profetizando: “Seremos pasto de profesores”.

Pero concentrémonos en el libro-escándalo, en el libro aguador, Los años de Orígenes. Ya tenía que provocar un verdadero estupor que ese relato comenzara organizándose como un relato zen. Las autoridades culturales, temerosas de los efluvios de la posmodernidad, tenían ahora que soportar lo zen. A fuerza de aislarse de todo, todo quería colarse por las persianas. Un zen, diríamos, lorenziano, singularísimo, complicado con su no oculto rencor o resentimiento con la primera generación insular “de negreros, cuatreros, o comerciantes”, con la generación anterior a la de Casal, la de Villaverde —que es la de Heredia y Del Monte y Saco y Varela y Arango y Parreño—, la de la mítica forja de nuestra nacionalidad, donde ya aprecia García Vega el recurso de la mitificación; con la de Casal y de La Habana Elegante, ya corroída por el síntoma de “la grandeza perdida” o “venida a menos”; con la generación republicana del folletín y “los bombines de mármol” —los “Generales y Doctores”—; con la generación de Orígenes, también “de la grandeza perdida” y de “la fiesta innombrable”; con la primera de la Revolución o “los jóvenes metáforas de la Rampa”, los que querían ser políticos o embajadores; con la generación de los jóvenes “sin identidad” de ElCaimán Barbudo, y hasta con la generación perdida del “exilio sin rostro” o de “la Playa Albina”… Es decir, toda una estirpe insular construida por el equívoco de esa falsa “grandeza perdida” y “pobretona” realidad eludida, que es a lo que opone Fina García Marruz, amparada en Lezama, su tesis de “la pobreza irradiante”, ya difícil de sostener a la luz de la aniquiladora “pobreza” de la Revolución Cubana..., que, tal vez, ha tenido como única virtud realista, por devastadora que sea (y esto lo agrego yo), la de retrotraernos a la primera (como imagen) generación fundadora, la de los “cuatreros, negreros, o comerciantes”…

Pero es, además, el relato de García Vega, un relato filtrado por la experiencia casi zen del exilio (por aquello del vacío, etcétera). ¿Es un tokonoma el exilio? En todo caso, un tokonoma creador (en su caso), y muy insular, y muy trágico, por cierto. Muy interesante sería leer Los años de Orígenes con la comprensión de la perspectiva del “perdedor” García Vega, del portero o ascensorista o empleado de un supermercado; es decir, quien lo ha perdido todo, y, desde ese vacío, mira nuestra realidad. Desde este punto de vista, García Vega hace el movimiento inverso al del “mito que nos falta” lezamiano. Por cierto, la experiencia “revolucionaria” de Lorenzo, la de las “letrinas” en los pavorosos trabajos voluntarios en el campo, supone esa “aniquilación” final aludida, que precisamente alcanza su clímax cuando el Período Especial y la “fiesta innombrable” origenista… Porque lo que sucedió a escala pública muy recientemente con la llamada “oficialización” del origenismo, ya lo había avizorado Lorenzo desde mucho antes, cuando se refiere a la “claudicación” del origenismo al castrismo, como una suerte de traición al sentido primordial de la aventura origenista. Desde esta perspectiva —y como tan bien supo ver Ponte en su texto sobre Lorenzo—, Los años de Orígenes se encuentra en los antípodas de Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier.

Se habló mucho en Cuba, entonces, de la crítica negadora, de la tradición del no (Ponte), pero, más allá de lo pertinente de esta polémica dentro de un contexto tan afirmativo (por incesante exclusión), lo que ocurrió fue un saludable o perverso —da lo mismo— desvío enorme (creador) que no ha cesado hasta hoy. Y dentro de esa enorme explosión o necesario caos, este librito cumplió una función subversiva, desmitificadora. En primer lugar, porque acentuó una tendencia muy entronizada dentro de la llamada generación de los 80: la de una relectura de la tradición. Orígenes también hizo una relectura de la tradición insular. Las primeras generaciones de la Revolución también intentaron hacer la suya (Fernández Retamar o Heberto Padilla o Mirta Aguirre, et al.). Ahora sucedía una nueva ruptura, con doble movimiento: desde dentro y desde el exilio. Esta última acaso pueda llamarse ya la de la posrevolución, por aquello de la ulterior, la postrera…, pero que también ha intentado construir su relectura ¿póstuma? Relectura, esta última, con muchos puntos de contacto con la de Lorenzo, de ahí que una parte significativa de la intelectualidad insular más reciente haya encontrado en García Vega a un parigual, a un adelantado, en esta suerte de mirada arrasadora, desmitificadora (lúdica, irónica y paródica, aunque también trágica), tampoco, para nada, ausente, en cada uno a su modo, en un Virgilio Piñera o en un Reinaldo Arenas.

Así, de este modo, el libro de Lorenzo nos invita a realizar una relectura de todo el imaginario sobre lo cubano (con exilio mediante). Suerte de necesaria —por exagerada que sea— tábula rasa. Amarga, pero ineludible, anagnórisis, con efecto de extrañamiento incesante incluido. Como “un notario no escritor”, pero también como un aguafiestas irreprimible, o un demente —y valga la paradoja— psiquiatra insular ineludible (muchas veces inaudito), García Vega nos invita a descubrir —y a asumir o no— nuestro reverso más oscuro como nación o ser cubensis.

Hay una inquietante relación oculta entre el desenfadado surrealismo o vanguardismo de García Vega, con su aparente caos analógico, para expresar, en última instancia, nada menos que un realismo casi factual. Ese movimiento tremendo que va desde la pirueta surrealista, el síntoma psicoanalítico, el homo ludens, etcétera, hasta la realidad más desnuda (el rebumbio, el destartalo, el ocultamiento, lo pobretón, lo cursilón, el dramón, lo folletinesco, lo rumboso, la churumbela onírica, el bailongo barroco, el marco, el tapujo, la trastería, la estereotipia, el reverso, lo reprimido, lo venido a menos, lo cenizoso, lo frío, lo carcelario, y, en fin , el se acabó lo que se daba del castrismo), desvela, como un Kundera insular, la esencia del kitsch (y lo trágico) de lo cubano. De esa forma, esta mirada “esquizofrénica” ( collage cubista o zen) nos dice más de nosotros mismos que muchos ambiciosos tratados sobre nuestra nacionalidad, al menos, porque no nos paraliza o confunde con su enjambre de mitos y utopías compensatorias, a manera de máscaras, porque, acaso, resguarda y proyecta al mismo tiempo ese “niño eterno”, creadoramente subversivo, que llevamos dentro. Así, Lorenzo, algo cercano a la noción de lo joven de un Gombrowicz, no cierra sino que entreabre una ventana hacia un futuro (y un pasado) desconocidos. Suerte de percepción jovial lorenziana, que siempre es de agradecer por lo que desvela, punza o desconcierta.

Memoria o ensayo autobiográfico que, desde una furiosa singularidad, es también una memoria casi novelada, casi en clave de ficción, de la historia de Cuba, porque comienza por cumplir con la misión más arriesgada: afantasmar al propio relator. Nótese que es casi la operación contraria o diferente a la del mítico Cemí de Paradiso, de José Lezama Lima. Acaso, el síntoma profundo de esta singular percepción de la realidad haya que buscarlo en aquel texto antológico de García Vega, “El santo del Padre Rector”. Que este librito tan polémico ha cumplido con una función casi terapéutica (liberadora y creadora) lo prueba el hecho ulterior de que sus recientes memorias — El oficio de perder (2004)— participen más de la ficción que de la autobiografía (aunque estén mezcladas como en sus numerosos y recientes textos publicados), por donde se llega a la creación de un autor casi ficticio, verdadera creación lorenziana, indiscutible aporte a nuestra literatura. Habría que precisar, sin embargo, que toda la construcción lorenziana no persigue otra cosa que buscar un difícil punto de apoyo para vislumbrar siquiera lo desnudo de una realidad escamoteada, acaso, el verdadero hueso, o pobreza de nuestra realidad insular. Así, Lorenzo, va quitando innumerables capas que ocultan o alejan esa realidad última a la que quiere acceder el escritor-no escritor convertido en notario.

Otro de los valores insoslayables de esta pasmosa escritura es su intensidad. Una intensidad casi minimalista —o autista— que logra ofrecer, a fuerza de sus incesantes reiteraciones —digamos pedantescamente: sintagmas o mitemas—, por un lado, algo propio de la construcción mitopoética y, por otro, una recurrente autorreferencialidad. Es que todo texto lorenziano supone un conflicto metatextual. Su escritura transcurre como una búsqueda de una escritura posible, que es lo mismo que decir: una realidad posible. Esta manifiesta, casi escandalosa, incertidumbre le confiere a su prosa un temblor, una tensión que a la misma vez que la singulariza, la dota de una carnalidad, un agón creador, muy conmovedora y convincente. Parte de ello es la creación de un léxico muy suyo, pero que no cumple con una simple cuestión ornamental o retórica, porque proyecta toda una concepción del mundo, en este caso, de lo cubano. Supone el despliegue de una percepción lorenziana —que es su marca, su fisonomía estilística— que se abre al cuestionamiento axiológico, psicosocial de una manera de existir de la cubanidad como relato histórico que nos ha legado cierta tradición (con su propio fantasma y tradición de lo reprimido) y que de esta manera se pone constantemente en entredicho. Una de sus formas de manifestarse es la recreación de lo caótico, no su teoría o definición, sino su desenvolvimiento mismo. Pero no es un caos ingobernado, sino altamente significativo, acaso, por aquella oculta o soterrada racionalidad latente en el proceder surrealista o, tal vez, por el misterioso orden que subyace en toda expresión caótica de la realidad como refrenda la moderna teoría del caos. Claro que el “orden” lorenziano es exactamente su singularidad caótica, por donde el escritor alcanza a preservar su originalidad.

Es a partir de estos y otros presupuestos que no podemos agotar aquí, que su filiación vanguardista adquiere una intensidad y una profundidad no frecuentes dentro de una neorromántica —y onírica— tradición contemporánea, y que nos recuerda al Vallejo de Trilce. La crítica puede insistir en otras fuentes: Felisberto Hernández, Roberto Artl, Macedonio Fernández… En Cuba, podemos regalarle un ilustre antecedente: el Zequeira de “La ronda”, incluso ciertos textos —por afinidad— enloquecidos de Samuel Feijóo, o una zona gombrowicziana de Virgilio Piñera, para no hablar de cierta realidad (de)construida —o simplemente esquizofrénica— de algunos últimos poemas de Ángel Escobar, o cierta zona de la poesía del grupo Diáspora (s). La poesía de Carlos Alfonso o la última de Juan Carlos Flores también pueden ubicarse dentro de esta estirpe de profunda alucinación.

Pero regresemos a Los años de Orígenes. Pocos libros como éste para transitar por una historia, por un relato de un “notario no escritor” (y no olvidemos que también es el relato de una vida que se asume como derrota, pero que intenta desesperada y valientemente encontrar un sentido), atento siempre, como con un pararrayos, a toda falsa mitificación, a todo encubrimiento. Libro implacable y tierno a la vez, lúcido y desarmadamente confesional (de ahí que sea tan vulnerable). Libro de terrible (pero provechosa) reminiscencia, como acaso ninguno escrito antes en Cuba. Libro de una poderosa teatralidad, como sólo Piñera o Arenas, cada uno a su modo, pudieron perpetrar. Libro también —y esto es casi ocioso decirlo— muy polémico. Pero polémico con el sentido que puede destilar la proteica percepción de un escritor que está, además, ofreciendo un testimonio de vida, y que no es un mero hilvanador de ideas “claras y distintas” (que son importantes, quién lo duda, pero no suficientes). En fin, la profunda percepción de una vida (una cultura también) con todas sus contradicciones, algo que me satisface, me incita más que cualquier intento escuetamente racionalista de apresar nuestra convulsa realidad.

Además del tópico general por excelencia de este libro —el síndrome de la grandeza perdida o venida a menos—, García Vega desvela varios de los síntomas positivos o negativos del origenismo: la profunda y orgullosa conciencia de marginalidad, la lucha por renovar la expresión en una circunstancia hostil, por no dejarse contaminar por una cultura desintegrada, por una política de folletín, por un lado; pero, por otro, casi como mecanismo de supervivencia (a veces comprensible), la reproducción del ocultamiento, la noción de misterio como sustituto de una moral católica o provinciana, de todo vanguardismo (surrealismo), existencialismo o freudismo, el desvío de todo autoanálisis, la participación en el síntoma de lo reprimido, de la grandeza perdida o venida a menos, que incluye el escamoteo de la verdadera pobreza (gran tema de este libro, recurrente en su conmovedora valoración de Arístides Fernández), cierto exotismo afrancesado o hispano, la final claudicación castrista, las trampas de lo barroco, el rehuir “lo feo”, los peligros de la hipóstasis (forma también del encubrimiento), los “límites” como constructores de ceremoniales, las realidades “traducidas”, las concesiones a un medio hostil, las consecuencias de la paranoia de la marginalidad social, los constreñimientos, etcétera.

Esta profunda crítica no supone, simplemente, un discurso motivado por un resentimiento o rencor pueril o malintencionado, toda vez que el autor se incluye como participante activo y orgulloso de la aventura origenista, sobre la que no duda en volver a transitar en un hipotético eterno retorno, como reitera en el colofón del libro. Incluso, su relación primordial con el Maestro, Lezama, está mediada por su admiración y por su amor. Este libro tiene mucho de viaje reminiscente (descenso a los ínferos de la conciencia), de desesperada búsqueda de un sentido y de una identidad perdidas, de revelación de los peligros que acechan en todo proceso de formación, o en toda, casi inevitable, relación de dependencia con una tradición heredada y con un medio hostil. Diríase que es una confesión (sin Dios y sin Psicoanalista): una confesión para la literatura, para tratar de preservar “lo joven” de una percepción de la realidad o el “niño eterno” que hay que salvar para poder jugar a la escritura, como única libertad del espíritu por la que vale la pena ofrecer un testimonio tan sombrío —y a veces tan lúdico—, pero de tanta vocación de carnalidad. Recuerdo ahora aquellos versos de Unamuno: “Hay que ganar la vida que no fina, con razón, sin razón o contra ella”. Lorenzo, a veces, parece un niño perdido en un bosque, en un laberinto, pero niño al fin (“pues hubo, sí, un niño prehistórico….”, dice Lorenzo como en un susurro lejanísimo). Porque también este libro es un testimonio del precio de la lucidez y del despojamiento de una vanidad —acaso por ser fiel a una Vanidad mayor: la de la persona o “infancia rescatada” o lo que Lezama llamó “riqueza infantil de creación” y la de la única gran literatura posible: la que no traiciona la vida o “el oficio de perder”.

Pero, sobre todo, ahora, que hago esta relectura de Los años de Orígenes y que escribo estas líneas, comprendo que era necesario escribir Los años de Orígenes, así fuera para acceder “al sentido de la poesía como relato”, para tratar de reencontrar una fe salvaje en la marginalidad, para liberarse de los fantasmas (para jugar con ellos). Repárese en que hay un antes de Los años de Orígenes y un después de Los años de Orígenes, en la obra de Lorenzo García Vega. Toda su copiosa y última creación —de tanta intensidad, de tanta libertad, de tanta imaginación— es, al fin, la obra, la creación de un niño resucitado, de un niño que ríe, que ríe, que ríe (ah, aquella risa salvaje de Lezama tan intensa y conmovedoramente evocada aquí). ¿Se puede pedir más?

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