Papaíto Mayarí

Miguel de Marcos

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Papaíto Mayarí[1]

Miguel de Marcos

Fue la irrupción de la catástrofe. Desplome vertical y estruendoso de los precios del azúcar. Quiebra de los bancos. Los depositantes y cuentacorrentistas, en pánico, ante las ventanillas estériles. Mutilados cruelmente los sueldos de la burocracia. Los centrales azucareros perdidos de la noche a la mañana por sus dueños. Fortunas que de un día para otro se convertían en un poco de sal echado en un vaso de agua. Las grandes empresas en mermelada, en puré, en delicuescencia. Sobre la caña estallaban todas las maldiciones y las prosas periodísticas hacían del monocultivo una especie de demonio siniestro. De entonces para acá empezó a instalarse en el alma del cubano un gusto excesivo por el estudio de los problemas económicos. Triste y desolado viento de locura. La danza de los millones se tornaba macabra. Las vacas, que fueron gordas ahora eran flacas, esqueléticas, macilentas, color de ceniza y color de muerte, y las ubres exhaustas pendían como sacos vacíos, como pellejos marchitos y calcinados. La copla cubana, resignada y risueña, saltó de la clave a los palitos para pasear entre las ruinas, las quiebras y los hundimientos, como un sepulturero acostumbrado a su cementerio y a estos periódicos altibajos de la vida cubana: «Se acabó el pan de piquitos y hay que comer pan polaco». Era un poco el eco de aquella trova de otros tiempos: «Negra, se acabó el carbón y hay que cocinar con leña». Así será siempre.

El golpe era muy duro. El cubano, todavía ingenuo en 1920, se espantaba sobre todo de la quiebra de los bancos, sin comprender que éstos deben quebrar para ajustarse a las leyes biológicas, sin comprender que un banquero, para ornamentar su existencia, debe ser siempre una parcela viviente en el mundo de la estafa. Lógica, después de todo, esa ingenuidad, esa inocencia. Sólo se conocía entonces el timo de la limosna. Sólo se conocía el timo de la guitarra —la guitarra que soltaba centenes en una ebullición de manteca de buena calidad— pero al bienaventurado que inventó esa fórmula honesta de ganarse unos pesos, con cierta fertilidad imaginativa, lo expidieron a la cárcel, y aún nadie inició una subscripción pública, con «puñaladas» aledañas y nutricias, para erigirle una estatua, por lo menos, un busto.

Y, luego, aquello otro, más necrocomial, aquello que definiera el hacendado Gastón Heredia, con un optimismo de noventa grados de polarización: «ha empezado la racha de los suicidios». Un año antes fuera la epidemia de influenza. Enormes estragos, decesos prolijos, obituario a dosis masivas. Una gripe tóxica, insidiosa, brutal, que desmantelaba el corazón o los riñones del paciente. Claro que se aplicaron medidas coherentes, mientras el sulfato de quinina se ponía por las nubes. Los médicos ofrecieron disertaciones eruditas en la Academia de Ciencias. Cada periódico mejoró su redacción con un sujeto especializado en escribir notas necrológicas. Los empleados de las funerarias reclamaron aumento de sueldo. Pero la riqueza desbordante, el énfasis de la prosperidad, relegaba las imágenes mortuorias a un segundo término.

Ahora la cosa iba de veras. Racha de suicidios en un ambiente de pobreza, en una evasión del dinero, en una catástrofe que llamaba a todas las fuerzas. Los economistas se desesperaban, aun aquellos que estaban obligados al optimismo profesional. Sospechaban, vagamente, que el tránsito brusco de la pobreza a la riqueza no comporta ningún riesgo, pero que, en cambio, reinstalarse en el zapato de vaqueta, enfangado, de cuero arisco y reveche, después de haber danzado en un zapato de charol, requiere cierta paciencia, cierta parsimonia, si, en realidad, uno no quiere adicionar a la miseria, que ya es bastante, una ración hosca y suplementaria de juanetes.

Una mañana fue el espanto, al saberse que Pote, el millonario Pote, al constatar su ruina, se había suicidado. Aún le quedaban algunos millones, como se probó luego. Pero en aquel viento de locura y de terror que todo lo barría, se había ahorcado en una torre de su palacio. Si aquel rey de los negocios procedía así, ¿qué podían hacer los demás? Claro que Cuba entera no se suicidó. Todo el mundo no tenía, como él, un palacio en El Vedado y allá, en lo alto, una especie de minarete sarraceno para ahorcarse. Además, el suicidio no es un monocultivo, como la caña. En el suicidio, como lo han demostrado todos los autores, hay las formas dadivosas y plurales del policultivo. Suicidio por estrangulación; suicidio por arma de fuego; extirpación de la yugular; bicloruro de mercurio, cianuro de potasio, tinta rápida.

(…) He aquí la cuestión: Pote, el millonario Pote, se había suicidado en la atalaya musulmana de su palacio. Sistema empleado: ahorcamiento. Rufo Mendiondo, que, en la Danza de los Millones, había creado una manufactura de galleticas y una fábrica de velas, realizando, además, incursiones por los azúcares y los petróleos, se había suicidado igualmente. Sistema empleado: método de Petronio; inmersión en la bañadera y cortes en las venas, no por mano quirúrgica. Palomino, Bruno Palomino, corredor de Bolsa, que llevaba con gallardía el remoquete de Merenguito, por la blancura de sus trajes y de su alma, también se había suicidado. El método que utilizó no se apartó de la línea clásica: arma de fuego, balazo en la región temporal derecha, revólver Colt calibre 38 con cabo de nácar. Pero agravó su evasión voluntaria de la vida. Se suicidó en la sala de su casa, entre los tres pianos de sus tres hijas, cuyos instrumentos funcionaban en ese momento con cierta heterogeneidad melódica, porque en uno rumoreaban los compases litúrgicos de La Comparsa de Lecuona, en otro cantaba un delicioso pregón en que «para pantalón y saco, traigo perchero barato», y en el tercero por coincidir ese día con una conmemoración patriótica, la menor de las hijas del corredor Palomino, tecleaba en éxtasis el Himno de Bayamo. En el momento en que se desplegaba aquello de «morir por la patria es vivir», se escuchó el disparo. Lo que salió del Colt calibre 38 con cabo de nácar, no era carne. En fin, funerales de Palomino, entierro modesto, pagadero a plazos, porque el corredor era otra víctima del desplome de los precios del azúcar, del crac bancario, de la catástrofe de cien empresas que, tres meses antes, nadaban en la abundancia. Y en este cortejo lúgubre, en esta marcha de la muerte, no había que olvidar a Calixto Guardiola, el opulento hacendado, súbitamente en la ruina. Método empleado: envenamiento; dosis protuberante y corpulenta de pastillas de bicloruro de mercurio. Ah, estupendo Calixto Guardiola… No era un niño. Más bien un anciano pulido, de piel trigueña, gardenia permanente en el ojal, que, en los años anteriores, buenos o malos, al término de la zafra se largaba para París con objeto de restaurar la salud y los cabarets. Su carta de suicida en una sola línea, condensada, fue perfecta: «el zapato de vaqueta se lo empuja un toro».

—¿Te fijas, Cucho Ochoa? Estoy obligado a suicidarme y toda esa gente me coge la delantera. Agotan el tema del suicidio. La soga del ahorcado, las venas cortadas —supongo que con una navaja—, el Colt empavonado, el bicloruro de mercurio.

Cucho Ochoa, interpelado, pareció despertar. Se estremeció levemente, pero de inmediato recobrando su aplomo y su impavidez, repuso: —atrasas tu reloj, Tin.

—¿Qué reloj? Todo lo he perdido. Hasta el reloj. ¿En qué día estamos? Lunes, martes, ruina, necrocomio, no sé. Tal vez estemos a 18 de suicidio de 1920.

Cucho Ochoa, lento, monorrítmico, contemplando sus uñas, que ya no llevaba al salón de la manicure, una muchacha de Dubic, a la que había regalado por una ración de besos distraídos una capa de caracul, repitió:

—Atrasas tu reloj. Sensible. El hombre que no está up to date en la vida, es un escombro. Lee los periódicos. Entérate de las cosas. ¿No sabes lo de anoche?

Cucho Ochoa cambió, sobre la mesa en que estaba sentado, la posición de encantador de serpientes por la de lagarto que toma su baño de sol, su dosis de helioterapia. Y así, estirado, yacente, el estómago vacío hacia lo alto, agregó:

Anoche se suicidaron cuatro caimanes de aquellos que teníamos en el pool.

—¿Qué pool? ¿El del puente de La Habana a Casablanca?

No. El del cabaret flotante.

—¿Pistoletazo en la sien? ¿Método de Petronio?

—No. Ferry de La Habana a Guanabacoa.

Entonces, ante la curiosidad terebrante de Tin Boruga, dejó sus apostillas de tono telegráfico y consintió en narrar.

—Anoche llegaron al Muelle de Luz, descendiendo de un automóvil, cuatro sujetos venerables. Marchaban en fila india, sonambúlicos, con ese aire taciturno, inasible, quimérico, que tienen los hombres de acción que han perdido la batalla. Se dirigieron a la ventanilla de los tickets, siempre uno detrás de otro. Había dos de un prodigioso y percutante parecido, doble producto de un embarazo gemelar. ¿Los conoces?

—Sí, ya sé, ya sé… Los jimaguas. Los hermanos Chiriboga. Anacleto y Cleto Chiriboga. Uno de mis mejores amigos, Papaíto Mayarí, debutó como abogado defendiendo a Cleto de una difamación abominable.

—Conozco el caso. Hizo ruido en su época. Las exhibiciones escrotales de Anacleto se las imputaban a Cleto. Las confusiones de siempre. Cuba, nuestra desventurada patria, Tin, especializa en el confusionismo.

—Sigue, sigue…

—Como te iba diciendo… Llegaron los cuatro, Chiriboga primero, Chiriboga segundo, Jacinto Ibáñez y Everardo Egusquiza. Pertenecieron al pool del cabaret flotante.

—Sí, ya sé, ya sé… Financiaron aquel empeño grandioso.

Cucho Ochoa, la voz sorda prosiguió.

—Sacaron los tickets. Pasaron por el torniquete, siempre en fila india. Avanzaron hacia el ferry, hacia el viejo barco que hace, ida y vuelta, el servicio de La Habana a Guanabacoa. Uno detrás de otro, taciturnos, en silencio, como si se desconocieran entre ellos, como si nunca se hubieran visto, ascendieron por una escalera. Salieron a cubierta. Se colocaron uno al lado de otro junto al barandal. Un pie de grabado. De izquierda a derecha: Chiriboga, el exhibicionista inverecundo, Jacinto Ibáñez, el otro Chiriboga, el calumniado, el comedido, finalmente Everardo Egusquiza. Las ruedas del barco chapaleaban el agua atónita de la bahía arrancándole un ruido sordo. El buque iba hacia Guanabacoa. Las luces de La Habana iban alejándose. Los cuatro hombres, a la vez, treparon sobre el barandal y utilizándolo como un trampolín, se arrojaron al agua. Todos los esfuerzos fueron inútiles. Se ahogaron. Murieron. Se suicidaron. Así pasaron de la vida a la muerte, por no poder soportar la ruina, esos cuatro hombres que tú conseguiste para el pool del cabaret flotante.

(…) Pero esto ya pasa de castaño oscuro. Conoces mi decisión que es inmodificable: debo suicidarme y me suicidaré. Y ahí tienes: una pila de comebolas se me meten por el camino, me cogen la delantera. Una especie de obstruccionismo sistemático.

—Las incurias de siempre, Tin —replicó Cucho Ochoa con una leve tristeza de linaje patriótico—. Estalla la prosperidad y no estamos preparados para la prosperidad. Estalla la miseria y tampoco estamos preparados. He oído hablar de moratoria hipotecaria, de comisiones de liquidación bancaria. En cambio, no se reglamenta el suicidio, no se coordina.

Tin escuchó, distraído, suavemente melancólico, las palabras de su ex-hermano lácteo, de su eminente acólito, que fuera en la Boruguing Business Company un extraordinario espíritu de creación. Volvió a sentarse y exclamó:

—Todo lo que dices es verdad. Y esa especie de incuria, de desorganización, es lo que complica mi caso. Conoces mi método: eficiencia. Pero la eficiencia no es sólo la aptitud, el trabajo bien cumplido. También es la originalidad. Pote se ahorcó. Si yo me cuelgo ahora con una soga al pescuezo, todo el mundo dirá con razón ante mi cadáver: «Puah, un vulgar imitador». Si, a semejanza de Rufo Mendiondo, me interpolo en una bañadera llena de agua tibia y perfumada, y me corto las venas, será peor. Ya es bastante que el pobre Mendiondo haya imitado a Petronio, aunque prescindiera del perfume en su bañadera. Pero si después de eso, yo me aparezco, en mi suicidio, con el método de Petronio-Mendiondo, todo el mundo dirá, con mucha razón, ante mi cadáver: «Ese idiota de Tin Boruga es un indecente mono de imitación».

—Caramba, es verdad. ¿Y por qué no usas el ferry de La Habana a Guanabacoa, el método de los cuatro tipos que financiaron el cabaret flotante? No es un suicidio muy visto. Tiene cierta novedad.

El ex-presidente ejecutivo de la BBC quedó un momento perplejo. Pero su problema personal se lo planteaba con lucidez, sin ensombrecer ni deformar la cuestión. Para un suicidio, especialmente para la realización, la morfología y la osatura arquitectural de su suicidio, él, Tin Boruga, hacía, en su examen, el viaje de lo superficial a lo profundo, como suele decirse. En primer término, le desagradaban las imitaciones mortuorias. En segundo lugar, a pesar de hallarse en la ruina, aniquilado por la catástrofe económica, que era de Cuba, pero también suya, le molestaban las hediondeces. Y con una tristeza que le salió del alma —y eso era fácil de advertir porque, a consecuencia del tórrido calor se había puesto en camiseta—, exlamó:

—Ah, Cucho, Cucho, querido Cucho Ochoa, me arrojas en un abismo de fango y, de paso, resucitas un negocio que se nos fue de las manos. ¿Ahogarse en las aguas de la bahía de La Habana? Por Dios, muchacho. Tú sabes como está eso. Mostos, detritus, cloacas. ¿Ves mi cadáver cuando me extraigan de esos fangos, de esa fetidez, de esas inmundicias?

—Un poco comido por los peces, nada más, Tin —y la voz de Cucho se tornaba infinitamente dolorosa—. Un poco hinchado, el cuerpo adornado de líquenes, de algas marinas —y la voz del amigo fiel y dinámico era casi un gemido.

—No por Dios. Tú conoces eso. Me extraerán de ese abismo sucio y pestilente, y todo el mundo retrocederá de asco. No seré un suicida. No seré un ahogado. Seré un inmenso bolo fecal. Ahí tienes: yo pensé, por eso, entre los grandes negocios a movilizar, en el dragado de la bahía de La Habana.

(…) Hubiera querido dormir aquella noche, la última de su vida. Dormir en beatitud y ronquido como si se disolviera en la muerte. Dormir como duermen las rosas, en sus cálices, antes de que lleguen el lechero y el primer temblor de la mañana. Dormir como duermen las almejas, cuando regresan a su cuenca; como duermen los abridores de latas, los bombillos fundidos, las estatuas ecuestres y los ojos de los muertos. Dormir en dulzura, en sosiego, en cosa plena, no a la manera del monólogo shakespereano, sino como lo realizan las lechugas que hacen crecer, junto a los bordes de la carretera de Vento, unos chinos que los recuerdan ermitaños de una Tebaida mejor; de una Tebaida que no olvida la ensalada. Estaba solo, completamente solo, en el inmenso inmueble de la calle O´Reilly que alojara durante más de un año las oficinas de The Boruguing Business Company. Ya se habían llevado hasta la fotografía panorámica de los pozos petroleros de Bacuranao. Arrancados los teléfonos, extirpadas las lámparas del techo, retirada la corriente. Avanzó, con un cabo de vela en la mano, tratando de apresar las imágenes de aquel mundo tenebroso. ¿No sería la muerte así, sobre todo cinco minutos después del último suspiro, en el aturdimiento lógico que produce el primer contacto con la nada? Seguramente, eso era así: un hombre confuso, un semicadáver, que vacila en la noche, en los cuartos vacíos y negros de una casa desierta, con un cabo de vela en la mano.

(…) Le pareció que por el caserón tenebroso, por las oficinas de la Boruguing Business corrían, como las cucarachas que viera, una risa y una angustia. «Claro, Tin Boruga, el hecho de que vayas a suicidarte mañana 28, a primera hora, no puede privarte de dos cosas esenciales: el examen pulcro y la añoranza con su vestidura melancólica. El gusarapo… Claro, viejo. Es lo que encuentras en el agua de La Habana. El supergusarapo y el infragusarapo; el tifoideo y el colibacilar. Ahí tienes explicadas nuestras raíces podridas, nuestras catástrofes económicas. Ese gusarapo que está en el agua, esa parcela infecta y larvaria, ese submicrobio, se traslada a todo. Seguimos en la colonia porque nuestra agua está influida por el gusarapo. Somo gusarapitos, Tin».

(…) Salió muy temprano. Cubría el tórax poderoso con la chaqueta de cheviot. Adornaba las piernas largas con un pantalón a rayas, un pantalón de chaqué. Era el 28 de septiembre de 1920. Festividad de San Wenceslao. Y echó a andar sin rumbo fijo, a lo largo de O´Reilly. Se detuvo un instante en la plazuela de Albear. Contempló distraído la estatua y le pareció que el famoso ingeniero, en su mármol, tomando como testigo la imagen de La Habana, anotaba en una libreta la lista de los suicidas. Le zumbaban los oídos. Se le nublaban los ojos. La plazuela de Albear, en su cuadrado ínfimo, en su cuadrilátero de bolsillo, resonaba con un enorme grito: «Agustín Maldonado y Ledesma, conocido por Tin Boruga, ¡al suicidio!… Agustín Maldonado y Ledesma, conocido por Tin Boruga, ¡a la muerte!…» Avanzó uno pasos, arrastrando los pies, las piernas vacilantes, embrolladas. Junto a su estampa taciturna, un vendedor de café de a kilo, en burla, en jarana cruel, le gritó a un vendedor de dulces baratos «Fíjate, Manengue, el hombre está listo». «Listo para la fiesta», proclamó el segundo, con profunda convicción, retirando con desgano una mosca voraz y adhesiva de un boniatillo marchito.

Fue como si un latigazo le hubiera caído sobre el lomo. Estiró las solapas de la chaqueta negra, de la chaqueta de cheviot que estuviera tantas veces en tantos five o’clock. Se verticalizó. Olvidó el dolor de crucifixión que le taladraba la planta de los pies. Olvidó los dolores de las piernas. Y, erecto, tieso, para cumplir su destino, para no infringir su deber, para no imitar a los otros suicidas, se arrojó sobre la línea del tranvía. El motorista quiso escurrir la defensa, trató de frenar con un golpe de retranca. Inútil. El vehículo cruzó sobre las piernas de Tin Boruga. Fue un grito enorme. Las ruedas bruñidas del carro se llevaban en su vértigo fragmentos de huesos, esquirlas, residuos anatómicos. La multitud salía de todas partes: del Floridita, del Centro Asturiano, de la Manzana de Gómez, de los establecimientos situados en la entrada de Obispo. Un hombre alto y cuadrado que emergiera de La Moderna Poesía, al ver aquel cuerpo destrozado, exclamó sombríamente:

—Es el señor Boruga, Tin Boruga, el presidente de la Boruguing Business Company. Un gran hombre de negocios. Otro suicida… Otra víctima de la crisis económica.

El cuerpo del nuevo suicida fue implantado en un automóvil que partió hacia el Hospital de Emergencias. El vendedor de dulces regresó a su tablero, a sus panetelas, y expulsando una mosca que trataba de reducirle su ajonjolí, exclamó:

—Acertaste, Calandraca… El hombre estaba listo para la fiesta.

Calandraca, al ver proclamados sus dones proféticos, se sintió conmovido. Vertió en un vasito de papel un poco de café. Le ofreció un sorbo a su colega. Tomó él otro sorbo del mismo vasito.

—Hay que ahorrar un poco, Manengue… Los tiempos son duros.

El sol empezaba a subir. Era lumbre vivaz, violenta, senegalesa, en la mañana de septiembre. Un poco de su trama se deshizo y fue a jugar, con traje de oro novicio, sobre la sangre de Tin Boruga.

[1] Fragmento del capítulo VII de Papaíto Mayarí; Ediciones Huracán, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977, pp. 337-358. La primera edición fue en Editoral Lex, La Habana, 1947.

Página de inicio: 148

Número de páginas: 7 páginas

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