Por alante y por atrás

José Hugo Fernández

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Por alante y por atrás

El humor como sustancia en la música popular cubana

José Hugo Fernández

Si en el cielo no hay humoristas, como afirmó Mark Twain, entonces sólo el diablo sabe adonde han ido a parar los grandes guaracheros de Cuba, los desbocados del son montuno y de todas las variantes del son, los sublimes verdugos de la crónica social cantada, que condenan o salvan con sólo un estribillo, los ídolos del repentismo en la música guajira.

Al final ya se sabe que el pícaro no es más que un apaleado a quien natura y los palos le encendieron el bombillo de la picardía. Y no hay espejo que refleje mejor sus contornos que la figura del jodedor cubano, artífice de tanto y tanto canto y tanto cuento.

Por lo demás, se identifican fácilmente tres vías de imprescindible examen para comprender esa comunión de todos los infiernos que ha tenido lugar entre el humor y nuestra música popular. Por alante, el auge del teatro de costumbres y tipos criollos, a la vez que el desplazamiento de soneros y juglares desde la manigua, desde el solar al salón de baile, a los medios de difusión, al disco. Por atrás, el modo en que creadores y actores propiamente humorísticos aprovecharon las singulares virtudes de la música, así como el hecho curioso de que su público, encima de aportarle motivos y personajes al género, lo enriquece constantemente a través de una particular visión, vinculando lo que se canta con lo que se vive. Intentaremos entonces el repaso a la obra de algunos contemporáneos hacedores del humor en la música, sus aciertos y limitaciones, en estrecha conexión con las desventuras que experimenta esta vertiente en la Cuba de las últimas décadas.

Tal vez no sean los únicas vías, pero sí las más visibles y, por ello, las escogidas para ilustrar nuestro leve acercamiento al tema.

Por alante

Hay quien sostiene que la guaracha del siglo pasado, aquella que surgió como variedad eminentemente teatral, nada tiene que ver con este tipo de música que hoy todos reconocen por el mismo nombre. Es un criterio peregrino, tanto como el de quien alguna vez creyó que el bolero cubano proviene de su homólogo español, debido a la simpleza de que comparten igual nomenclatura. Por otro lado, admitir que el género musical “guaracha” clava raíces en nuestro primer teatro (españolizante) del XIX, no equivale necesariamente a negar su segura influencia africana. En arte, los partos nunca son tan secos como el de la gallina. Y menos en el Caribe, donde todo es fruto de la acumulación de experiencias, conocimientos, tradición, memoria, de seres distantes y distintos que el tiempo y un ganchito fundieron en un solo cuerpo. Decir lo contrario a estas alturas, sería como aceptar que el viento es la única causa de que las telarañas no cubran el cielo.

Ni la mismísima guaracha primigenia del teatro vernáculo, que viajó en vuelo directo Madrid-La Habana, se encuentra al parecer libre de contaminaciones y sospechas: “La alternancia del coro y el solista, haciendo éste cuartetas o pasajes variados, es muy antigua en nuestra música”, ha escrito al respecto el conocido musicólogo cubano Argeliers León. Y agrega: “La pueden haber traído los españoles, pero también es una forma de cantar muy característica de África”.

Controversias al margen, lo importante para el caso queda fuera de toda incertidumbre, y es que aquella primera guaracha se iría desplazando, poco a poco, desde el escenario a los salones de baile, a la vez que cambiaba su estructura de copla y estribillo por una sección de canto y otra coreada, dejando atrás la alternancia para asimilar formas de la canción binaria, pero conservando su carácter más sólido, que es la crítica social y el reflejo de lo cotidiano como temas de contenido, rociados siempre con el doble sentido, la sátira, el choteo. Y es justamente ese carácter lo que indica por dónde le entró el agua al coco, o sea, el humor a la música popular de Cuba.

Claro que nos referimos a una de las dos derivaciones de la guaracha teatral, la más auténticamente criolla, pues hubo otra afluencia hacia la canción lírica amorosa que no es motivo de interés en estas páginas.

A lo largo de casi todo el siglo XIX fue sentando plaza en La Habana nuestro teatro vernáculo, que sustituía los personajes populares del tonadillesco español por negritos, mulatas y venduteros del patio. Así, la oportunidad se pintó sola para la guaracha. En 1868, estrenaba su primera temporada la compañía de Bufos Habaneros, en cuyas obras eran intercaladas con regularidad tales delicias del canto y la broma, compuestas especialmente como parte de cada función. Y fue tanto lo que llegó a gustar entre los espectadores, que su número y frecuencia de salidas debía elevarse por días, en respuesta a la creciente demanda.

No pocas de aquellas piezas se conservan, por lo que es fácil constatar lo dicho acerca de la utilización del sarcasmo, la coña, como contragolpe de los perdedores. Por ejemplo, una que se titula El “Masca Vidrio” extiende este consejo al pobre, al derrotado, al pesimista: “Uno que esté condenado/ se puede muy bien salvar/ masque vidrio entusiasmado/ y a la gloria irá a parar”. Otra, llamada “El Carnaval”, descubre a los hipócritas con su insistente estribillo: “Todos desean/ el disfrazarse/ sin acordarse/ que ya lo están /Puede que sean/ más intrigantes/ esos semblantes/ que ocultos van”. Mientras que “La Guabina” introduce la doble intención, el relajo, proyectados como desafío a las “correctas maneras”: “La mulata Celestina/ le ha cogido miedo al mar/ porque una vez fue a nadar/ y la mordió una guabina”.

Precisamente, esta última pieza provocó un gran revuelo entre la “gente bien” de La Habana, donde no pocos cronistas la emprendieron contra el género, por considerarlo vulgar, violento, africanizado. Uno de ellos se atrevió incluso a exigirle a los directores de las compañías bufas que “blanquearan” la música de sus obras. Hoy, su reclamo nos parece un chiste, teniendo en cuenta que lo formuló a nombre de la cultura y del buen gusto.

Con todo, aquella forma primaria de contar cantando las travesuras e indocilidades del común mortal de Cuba continuaría en ascenso hasta lograr su máximo esplendor en el teatro Alhambra, donde, ya en pleno siglo XX, se consagraron autores de leyenda, representados en el dueto Jorge Anckermann/Federico Villoch.

Al mismo tiempo, la guaracha extendía su alcance y se desarrollaba, más allá del proscenio, con una primera sección de carácter expositivo y una segunda más movida, con la alternancia copla-estribillo, con la picardía en los textos y, en fin, con esa fórmula rítmico-temática que hoy despierta la curiosidad y simpatía de millones de seres en el mundo.

Otro antecedente insoslayable es la zarzuela cubana, con obras repletas de tipos, costumbres y expresiones marcadamente nacionales que destilan gracia y picante por los cuatro costados. Sus bases se identifican a mediados del XIX, cuando algunos autores residentes en la Isla publican piezas todavía apegadas a los cánones de España. Poco más tarde, el habanero Francisco Covarrubias introdujo elementos de cubanía en sus sainetes. Pero es sabido que el momento de auge para este género no tiene lugar sino a partir de finales de los años 20 del siguiente siglo. En 1927, Ernesto Lecuona y Eliseo Grenet estrenan la zarzuela Niña Rita o La Habana en 1830, con el debut de Rita Montaner, en el teatro Regina. Lo demás es historia. Una historia en la que están inscritos con mayúscula nombres como los ya citados, o como los de Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, junto a títulos imprescindibles a la hora de repasar los pilares del humor en nuestra música: El submarino cubano, Cuando La Habana era inglesa, Rosa la China, Amalia Batista...

Por otro lado, tampoco es posible olvidar que aunque las controversias de improvisadores en la música campesina —un cauce más para la picardía popular de pura cepa— conquistaron su brillantez y su éxito pleno en el siglo XX, gracias al impulso de la radio, los guajiros de Cuba cantan décimas desde el XVIII. Y existen pruebas de que en publicaciones humorísticas bien antiguas, como La Política Cómica o La Lira Criolla, varios de esos primeros repentistas solían reproducir sus dardos en tono de burla contra los políticos y otras pestes sociales de la época.

Igualmente, los soneros orientales de las postrimerías del siglo XIX utilizaron la chanza y el doble sentido como arma contra el poder colonial de España. Aún se recuerdan estribillos de entonces, en versiones renovadas, como la de “mamoncillos dónde están los camarones”, aludiendo a las temibles huestes de los Voluntarios, cuyos miembros vestían de rojo; o como “Caimán dónde está el caimán”, y también se mantienen vigentes títulos decimonónicos de corte similar, como “Pájaro lindo voló”.

Así, todos estos caminos de lo popular cubano, expresado en música, humor y pataleo social, se entrecruzan y se nutren desde las propias bases de nuestra nacionalidad. Es la semilla. Mientras que el fruto ha llegado a ser tan diverso y rico como diverso y rico es el patrimonio sonoro de la Isla.

Por eso, igual que no hay un solo género de nuestra música popular entre cuyos ingredientes no aparezca el humor, es muy difícil hallar compositores o intérpretes de gran talla que, aunque fuera alguna, vez no incursionaran en esta variante. Desde Anckermann hasta Sindo Garay y Ñico Saquito; desde Rosendo Ruiz hasta Juan Formell; desde Matamoros hasta Chano Pozo y Willy Chirino; desde Ignacio Piñeiro, Arsenio y Lilí Martínez, y Enrique Jorrín hasta Pedro Luis Ferrer; desde Eliseo Grenet hasta Silvio. O desde Benny Moré hasta Bola de Nieve; desde Orlando Guerra ( Cascarita) hasta Elena Burke; desde Rita Montaner hasta Pío Leyva, Celia Cruz y La Lupe.

A ese portento de combinaciones rítmicas, gracia y cubanía que hoy reconocemos por el nombre de guaracha le hubiese bastado con la brillantez que a lo largo de una buena parte del siglo XX le prodigan juglares de guitarra, tres y güiro, como Antonio Fernández (Ñico Saquito) o Faustino Oramas, El Guayabero. Sin embargo, debido precisamente a sus altos niveles de comunicación con la audiencia y con el bailador, el género fue asimilado en jacarandosa mezcla por casi todos los demás. Así, junto a inveterados temas del humorismo en la música, como “Compay gallo” y “Menéame la cuna, Ramón”, o como “ Contigo mi china” y “Como baila Marieta”, hay decenas, cientos, de otras muestras en variantes guaracha-son, guaracha-cha, guaracha-rumba, guaracha-bolero, guaracha-mambo, guaracha-sucusucu, guaracha-dengue... De modo tal que ninguna de las agrupaciones musicales más relevantes de Cuba, desde dúos y tríos hasta orquestas, ha dejado de incluirlo en sus repertorios.

Es una lástima que por motivos de espacio resulte imposible mencionar aquí no ya todos los temas, autores e intérpretes, sino ni siquiera una selección algo más que mínima de los mejores títulos del humor en nuestra música.

Hasta los danzoneros hicieron lo suyo, sin cantar, sin escribir una sola palabra. Tal vez, el caso más representativo, por su trascendencia histórica, sea la pieza “El bombín de Barreto”, de 1910, en la que se vacilan las características físicas de un individuo notable por su pequeña estatura y las tremendas dimensiones de su cabeza. Ya es sabido que con este tema José Urfé otorgó al danzón su forma definitiva, aportándole elementos rítmicos derivados del son.

Y si del son se trata, Miguel Matamoros e Ignacio Piñeiro, dos lumbreras, tendrían que encabezar aun las más superficiales referencias. Entre veintenas de temas que fijan pautas, pertenece , al primero, “Regálame el ticket”, “Bolinchán” y “El paralítico”, y al segundo, “La cachimba de San Juan”, “En la alta sociedad” y “Cabo de la guardia”. Cita obligada será, igualmente, la de Rosendo Ruiz, uno de los padres de la trova cubana y, además, gloria del son, dentro de cuya estructura creó divertimentos al estilo de “Acuérdate bien, chaleco”. En general, nunca faltó lo pícaro entre las piezas de los grandes fundadores, reformadores, propagadores de este género, incluidos aquellos legendarios sextetos de los años 20, llámense Habanero, Boloña u Occidente. Mención particular merecería el Septeto Nacional, que ha continuado cultivando el humor durante más de 70 años, a través de diversas formaciones, y que hoy exhibe en su repertorio auténticas joyas del doble sentido y la jarana, como “El plato roto”, de Rafael Ortiz.

A los dúos soneros del tipo Los Compadres, también corresponde una cita por sus múltiples recreaciones del gracejo popular, en piezas como “Jala leva” o “Rita la caimana”. Y otra, muy especial, merecen los tríos, que son tantos y de tanta importancia, desde el Matamoros hasta el de Servando Díaz. Por cierto, este último grabó discos dedicados íntegramente a temas que abordan el choteo, la picaresca, el doble sentido, dejando un sello de identidad que es posible apreciar en gozadas como “El lechero”. Pero, en sentido amplio, a los tríos cubanos hay que reconocerle una labor distinguida en el tratamiento de la guaracha. Es, precisamente, lo que deslinda su trabajo del resto de los tríos almibarados de México y Puerto Rico que inundaban el éter en la época dorada de este tipo de agrupaciones. Podría afirmarse, incluso, que tal labor en torno al humorismo le garantizó a nuestros tríos una permanente vigencia, de la cual no han disfrutado sus iguales de otras tierras. Por su parte, también los cuartetos de son dejaron memorables ejemplos de gracia y mordacidad. Baste recordar “Comentario en el solar”, del cuarteto Maisí, con Matamoros; o “Trabalenguas”, del cuarteto Caney, de Fernando Storch. Y en cuanto a los quintetos, cómo pasar por alto a Los Guaracheros de Oriente, con sus interpretaciones de “Chencha la gambá”, de Saquito, o “La fiesta no es para feos”, de Walfrido Guevara.

Los años 30 marcan época de cosecha para el significativo trabajo de rescate que desarrollaba don Fernando Ortiz en torno a los componentes afro de nuestra identidad. Son, además, testigos del nacimiento de los poemas-sones de Nicolás Guillén, un feliz matrimonio interracial, interculturas, que implicaba a la poesía, el humor y la música de la Isla. No es raro, entonces, que haya resultado propicio para que los compositores cubanos enriquecieran sus repertorios con un sinnúmero de tangos congos y guarachas de sabrosa ocurrencia en los que el negro es protagonista. Sobran ejemplos, pero tal vez sea suficiente con recordar algunas resonancias en la voz de Rita Montaner, como “Ay, mamá Inés” y “Facundo”, de Eliseo Grenet, o “La chismosa”, de Juan Bruno Tarraza, o, incluso, “Lupisamba o yuca y ñame”, de Sindo Garay. Otros temas con esta misma influencia servirían más tarde a Celia Cruz para la conquista de una celebridad planetaria e imperecedera: “El negro Tomás”, “Ven, Bernabé”, “Mi coquito”...

Asimismo, la tercera década del siglo XX ve crecer a compositores como Moisés Simons y a intérpretes como Ignacio Villa, Bola de Nieve, responsables de que el pregón “Chivo que rompe tambó” sea hoy un clásico del humorismo en nuestra música. Como clásico es “Mesié Julián”, de Armando Oréfiche, otro que crecía en los 30 y que contó igualmente con la inmortal complicidad del Bola. Asimismo, es ésta la etapa en que comienzan a surgir las jazz bands, con nuevas formas de expresión y nuevas sonoridades para lo típico cubano, incluida la guaracha. Una de las primeras, y más legendarias, será la Casino de la Playa, fundada en 1937. Por ella iba a pasar la crema y nata de la interpretación, vocalistas que se convirtieron en verdaderos fenómenos de popularidad, como Cascarita o Miguelito Valdés, dejando grabadas más de una gema del humor en ritmo de jazz band, dígase “Sinforosa”, “Negro de sociedad”, “Atésame el bastidor”, “La conga de Quirina” o “Tus hijos serán jabá”. Particularmente notable fue la vena humorística de Orlando Guerra, Cascarita, con timbre y estilo impares para cantar las cosas y casos del cubano de a pie, con lengua de espada para el doble sentido y chispa para la colocación en órbita guarachera de cuanto dicharacho corrió en sus días por las calles de La Habana.

Pero, en realidad, Cascarita alinea entre la artillería pesada de los años 40, cuando su espíritu jaranero y su voz peculiar hicieron época no sólo con la orquesta Casino de la Playa, sino, también, con la Hermanos Palau y la de Julio Cueva. En 1947 y 1948, una comisión nacional lo declaraba el cantante más popular de Cuba. En el 46, había echado a rodar una de las más atrevidas y mejor logradas piezas de choteo político que se han producido en la Isla: “El pin pin”, de Chano Pozo, dedicada nada menos que a la Segunda Guerra Mundial “(Pin pin, cayó Berlín. Pon pon, cayó Japón...)”. También, Machito and his Afro-Cubans la grabaron y popularizaron ese mismo año en Nueva York.

Los 40 traen el boom de los conjuntos, vehículos de privilegio para la guaracha y otros géneros. El Casino, Sonora Matancera, o el de Arsenio Rodríguez son representativos. Todo está dicho ya acerca de los singulares aportes de este tipo de agrupación dentro del panorama de la música popular cubana. Así que tal vez resulte suficiente con la relación de algunas de sus humoradas. En el primer caso, se recuerdan grabaciones como la de “El sordo” o “El baile del pingüino”. La Sonora, que antes de ser conjunto fue sexteto, septeto, y luego sería orquesta, logró muchos hits con piezas humorísticas, en las voces de distintos intérpretes, entre ellos, “El tíbiri tábara”, “Borracho no vale” o “El buñuelo de María”, con Daniel Santos; o “Ave María Lola”, con Carlos Argentino, y “El gallo, la gallina y el caballo”, con Puntillita. A su vez, Arsenio, con el más trascendente de estos conjuntos, tocaba las nubes no sólo mediante ocurrencias suyas, como “El reloj de Pastora”, “Dile a Catalina” o “Como le gusta el chismecito a Caridad”, sino, también, con piezas de su pianista, el irrepetible Lilí Martínez, autor de “Quimbombó que resbala”, o de la tan polémica y deliciosa “Las cositas de mami”.

Otro famoso de la época que solía emplear el humor como sustancia en sus composiciones es Julio Cueva, autor de “El golpe de bibijagua”, “El Marañón” o “Rascando rascando”. Curiosamente, uno de los cantantes de su orquesta, Manuel Licea, fue bautizado por el público como Puntillita, debido a su éxito en la interpretación de la humorada “Son de la puntillita”. Mariano Mercerón y sus Muchachos Pimienta también derrocharon gracia y sazón con “Tú eres bretera”, “El barbero loco” o “Coco pelado”. Y Electo Rosell, que le sabía al bonche y al costumbrismo desde su estancia en la Compañía Teatral Arquímedes Pous, puso en la cima, con la orquesta Chepín-Chovén, divertimentos tales como “El platanal de Bartolo”. Mientras, la orquesta de Arcaño (devenida radiofónica en el 44), aun cuando no las cantara, dejaba caer al ruedo formidables chanzas como “La sopa china”, “Hueso y pellejo”, “Caballero coman vianda”. Y Belisario López con su charanga francesa recreaba, a golpe de instrumentos, ciertas cuchufletas cuya intención se delata desde el título: “Estoy en el erizo”, “El dedo gordo” o “El babalao de Regla”. En fin, tal y como quedó advertido en los inicios, tampoco aquí aparecen todos los que son durante la cuarta década del siglo XX, pero, al menos, los que están, son.

Lo mismo habría que decir acerca de la rica legión de autores e intérpretes que en los 50 bendijeron su música con la picardía callejera. Sin ir más lejos, en 1951 surge “La engañadora”, y, con ella, el furor del chachachá, creado por Enrique Jorrín. Este ritmo, y en particular los temas de su creador, representan una forma un tanto más comedida y hasta más elegante de abordar la jodedera, pero, a fin de cuentas, llevan en la esencia de sus asuntos ingredientes similares a los de la guaracha. La orquesta América y, luego, Jorrín con su orquesta, popularizaron varios números a los que nadie negaría el calificativo de clásicos del humor en la música popular cubana: “Espíritu burlón”, “El alardoso”, “El túnel”... La Aragón hizo zafra con el chachachá, inmortalizando temas de sonrisa suave, como “El bodeguero”, “El paso de Encarnación”, “Pare cochero” o “Maricusa y las bermudas”. Y no menos consiguieron otras famosas agrupaciones de mediados de siglo, desde la propia América (“Me lo dijo Adela” o “Flojo e' pierna”), o la de Neno González (“Los marcianos”) y Estrellas de Chocolate (“La brocha”), hasta la Riverside, con Tito Gómez (“Las aves del Prado”).

Realmente, son muchas las agrupaciones, cantantes y compositores que alcanzaron su consagración en los 50, bien fuera con el chachachá o con otros ritmos. Y también son numerosos aquellos en cuyos repertorios no faltó nunca el picante, lo jocundo y la crónica barriotera. Lo demuestran viejos discos de orquestas que no es posible pasar por alto; digamos, la de Fajardo y sus Estrellas con sus versiones de “Si me pides el pescao” y “Si muero en la carretera”; o la orquesta Sensación, con Abelardo Barroso, y “Un brujo en Guanabacoa” o “La Macorina”. En cuanto a los autores, junto a muchos de los que fueron ya relacionados, podría situarse a Bienvenido Julián Gutiérrez, creador de “Hagan juego” y “El diablo tuntún”; Ermenegildo Cárdenas, que compuso “Un brujo en Guanabacoa”; Remberto Becker, “El guardia con el tolete”; Calixto Callava, “El retozón”; Parmenio Salazar, “El mayombero”; Ricardo Díaz, “A la pelota con Carlota”; Senén Suárez, que, aun cuando nadie lo recuerde, hizo escuela de humorista durante su estancia con los Guaracheros de Oriente y dejó más de una prueba en temas como “Ahí na má” (popularizado por Celia Cruz), o en “Qué sabroseao” y “Sandunguéate”, y Walfrido Guevara, un verdadero maestro del doble sentido y el relajo costumbrista, artífice de algunos ejemplos citados con anterioridad, y de otros como “Pita camión”, “La juma de ayer”, “Las catacumbas”, “Cinturita”, “La fiesta no es para feos”, “Aprieta en el rincón” o “Dengue con dengue”.

Por otro lado, en el caso de los vocalistas, se impone la referencia de grabaciones tales como “A la rigola”, “Chacumbele”, “El Tambaíto”, realizadas por Rolando Laserie; o de “Los cabezones”, “Perico Perejil”, “La tijera”, “Pínchame con tenedor”, “Cachirulo”, en la onda guapachosa de Roberto Faz; o las de “Un caramelo para Margot” y “Billy The Kid”, a la manera de Pacho Alonso. De igual forma, ante cualquier intento de esbozar la historia del humor en nuestra música, siempre caerá por su peso la gran carga de gracia que acumulan esas piezas zumbonas, alegres y, a veces, hasta las tristes, que grabó Guadalupe Victoria Yoli Raymond, La Lupe, a partir de los primeros 60, sea con Mongo Santamaría o con Tito Puente. Se conoce que el filón sandunguero de La Lupe llegó a su colmo al perpetuar para la historia el momento en que Puente la expulsó de su orquesta, cuando grababa la pieza “Oriente”, dentro de cuyo contenido agregaría, improvisando: “Ay, ay, ay, Tito Puente me botó”.

Aún más imperdonable puede ser la omisión del ídolo mayor, Benny Moré, tanto si se habla de humor como de cualquier otro asunto relacionado con la música y, en suma, con la cultura de Cuba. Como nada original será dicho a estas alturas sobre el Benny, habría que repetir que él constituye el paradigma de lo cubano popular: mezcla de africano y español, guajiro reyoyo, pero, a la vez, cosmopolita y desenvuelto como pocos; áspero y suave, bohemio y caballero, guapo, amigo del amigo, galante con las mujeres e intransigente con el abusador, justiciero ante el tramposo; gastador de dinero al tiempo que dadivoso, solidario, desprendido; ágil de mente, de palabra y de acción; respetuoso de Dios y de los orishas, que son uno los dos; serio entre los serios —solemne, incluso, si la ocasión lo requería—, a la vez que alegre y bailador como el que más. Junto al Rey del Mambo, Dámaso Pérez Prado, dejó grabadas decenas de piezas ocurrentes, divertidas, como “Rabo y oreja”, “La múcura”, “Tocineta”, “Viejo cañengo”, “El bobo de la yuca”, “Yo no fui”, o “Pachito eché”. En La Habana, impuso su estilo único y su personalidad arrolladora, lo mismo en tiempo de guaracha que de risueño son montuno: “Qué cinturita”, “El agarrao”, “Bombón de pollo”, “El cañonero”, “Semilla de marañón”, “Se te cayó el tabaco”... Pero, además, su propia proyección en la escena era una fiesta: movimientos cómicos con los que dirigía su orquesta, envidiablemente acoplada; chillidos que eran claves para los músicos, guiños para el bailador, y expresiones que prendían de inmediato en el argot del pueblo. Cuando el Benny vociferaba en medio de una pieza “¡Hierro!”, la gente sabía que no sólo estaba pidiéndole un extra a los instrumentistas, o que calificaba el potente sonido de su Banda Gigante, sino que también en aquel grito había doble sentido, picardía, connotación sensual, algo que en Cuba ha estado siempre tan ligado al baile como el gallo a su cresta.

Asimismo, se hace imprescindible retrotraer de la memoria sonora de los años 50 a un intérprete cuyo nombre es casi sinónimo de son montuno y de humor raigal: Pío Leyva. Su “Pío Mentiroso” no sólo representa un modelo fiel y lúcido de la simpatía criolla, sino, además, es simbiosis perfecta entre la décima guajira y el son, entre la alucinante fantasía del campesino cubano y la picardía del sonero trotador de carreteras. No por gusto su letra fue escrita por Miguel Ojeda, en tanto que Pío, bongosero de Morón y cantante de toda la Isla, destrenza los octosílabos desaforados: “Yo he visto un chivo cantar/ y un guanajo maromero/ un cangrejo pelotero/ y he visto un gato nadar/ he visto un perro bailar/ el ritmo del guaguancó/ una vaca que nació/ con colmillo de elefante/ pero no he visto un cantante/ más mentiroso que yo”.

Por último, no debe pasar inadvertido que la década de los 50 fue pródiga para los decimistas improvisadores en sentido general y, muy particularmente, para aquellos que sobresalían en las controversias de tono burlón y de simulada hostilidad entre los dos contendientes. Algunos se reconocen hoy como referencia de primera línea. Por ejemplo, Rigoberto Rizo o Chanito Isidrón, considerados entre los mayores repentistas humorísticos que ha dado la Isla. Igualmente, se recuerda a Pedro Guerra, inteligente, ágil, maestro de la mordacidad; o a Rafael Rubiera, apodado El Ñato, que las inventaba en el aire; o a José Manuel Cordero, quien tenía por lengua una navaja. Mucho más fresca en la memoria popular, porque la suerte les favoreció dándoles larga vida, está la pareja que integraron durante decenios Adolfo Alfonso y Justo Vega. Jodedor uno, austero y sentencioso el otro, estos improvisadores fundaron su leyenda sobre la dicotomía de dos caracteres que representan polos opuestos y que no sólo recuerdan a la pareja monumental de nuestro idioma, Quijano y Sancho, sino que son también reflejo del doble cauce por el que discurre la personalidad de los cubanos: bromistas y solemnes, fiesteros y melodramáticos, trágicos y cómicos, serios y ligeros, valientes y desenfadados, todo junto y revuelto, sin transiciones, logrando un equilibrio, más que misterioso, mágico. A ello responde, sin lugar a dudas, el éxito de tales dúos dedicados al humor en la décima campesina que no surgieron con Adolfo y Justo, y que tampoco irán a desaparecer con ellos.

Por atrás

Con el disco Yo pico un pan, al cual da título una pieza que es parodia y onomatopeya de esas controversias entre poetas guajiros, Pototo y Filomeno redondearon su popularidad ante el público cubano. Seleccionado como el mejor disco grabado en la Isla durante1957, no fue la única incursión que hicieran como cantantes los cómicos Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar, apoyados por la orquesta Melodías del 40. Sin embargo, encaja como un guante a la hora de ilustrar la importancia que entre nosotros ha tenido la música en tanto que vía idónea para la jarana, lo pícaro y la recreación de tipos, personajes, circunstancias. Que actores humoristas tan aplaudidos y admirados acudan al canto como recurso para reafirmar su valía, y aun más, que lo hagan en el apogeo de la fama, es un hecho que explica por sí solo la sustancial, definitiva comunión que existe entre el humor y los ritmos de Cuba. Por lo demás, no fueron ellos los primeros ni los últimos. Como ya se ha visto, la práctica de mezclar ambos géneros se remonta al mismo instante en que nacía nuestra cultura. Entre los grandes humoristas populares de la Isla será extraño encontrar uno solo que no haya experimentado la tentación de envolver sus ocurrencias en música. Desde los autores y actores del vernáculo, hasta Guillermo Álvarez Guedes, ídolo de tres generaciones, quien, por hacer mofa de todo, se ríe incluso del almanaque, ya que durante medio siglo ha continuado siendo el “máximo líder”, el más celebrado de nuestros cómicos. Si alguien todavía no ha oído cantar a Álvarez Guedes, con esa voz de amolador de tijeras que Dios le dio, no tiene más que sintonizar su programa radial de las doce del día, en Miami. Justo en el tema de presentación, canta él: “Me cago en el año nuevo/ me cago en el año viejo/ me cago en el arbolito...” Existe, además, alguna que otra grabación donde (des)entona con Willy Chirino décimas alebrestadas, al estilo de Pío Mentiroso.

Pero, volviendo al disco Yo pico un pan, realmente nadie podría escamotearle la condición de clásico del humor en nuestra música. Sus temas, en variante chachachá, pregón, guajira, conga, bolero, punto cubano, tango..., son la apoteosis del choteo y la pulla de doble lectura. Se trata de versiones a partir de piezas bien arraigadas en el gusto del público y a las cuales se les ha cambiado el contenido, situando en su lugar textos humorísticos concebidos para no dejar títere con cabeza entre los elementos vacilables de la sociedad cubana de la época. Desde el vago hasta el policía bruto; desde la política y los políticos, hasta el guajiro advenedizo que se abre camino a sangre y fuego en la capital; desde el curda y la mulata que seduce al chino para vaciarle los bolsillos, hasta el rutinero y el cornudo. Se aprecia también en el disco un reflejo de cierta tendencia popular muy antigua y extendida en la Isla, que es la de chotear las letras de canciones “serias”, melodramáticas y hasta de inspiración luctuosa, sacándolas de contexto para usarlas con fines de sátira. En este caso, Pototo y Filomeno lo hacen deliciosamente a costa de números como el bolero “Échame a mí la culpa” o como el tango “Tomo y obligo”.

Precisamente, esa propensión del pueblo a extraerle la tajada risible, por ridícula, a las piezas musicales de corte dramático con el fin de aplicarlas a situaciones y personajes del entorno, es una peculiaridad que no podrá ignorar quien se proponga escribir la historia del humor como sustancia en la música popular cubana. Los compositores, sobre todo de ritmos bailables, han sabido aprovecharla como parte del proceso interactivo que tiene lugar entre sus creaciones y el aporte del público. Es común, desde siempre, el hecho de que la población incorpore a su léxico determinadas expresiones y frases de piezas musicales otorgándoles, a veces, nuevos significados. De igual modo, los autores llevan a su obra la fraseología callejera. En tanto que el humorista toma de unos y de otros.

De esta inclinación a la burla, que es visceral en el cubano, no escapan ni los asuntos más trágicos ni los personajes más solemnes, o los más temibles. Aquí, el que más y el que menos se ha gastado sus chistes a costa de la canción “Boda negra”, compuesta por Alberto Villalón sobre un texto de cierto poeta colombiano que, en tono tétrico donde los haya, recrea la historia real de un habanero que se acostó junto al esqueleto de su amada para esperar la propia muerte, mientras colmaba de besos la “yerta boca”. Todavía hoy es parodiada esta antigua grabación de 1919, cuando, para introducir cualquier anécdota, la gente dice en plan de mofa: “ Oye la historia que contome un día el viejo enterrador de la comarca”... Otro tema de atrás, el bolero “El Cuartico”, que popularizara Panchito Riset en los años 40, continúa vigente en la memoria de varias generaciones, gracias al uso de uno de sus fragmentos para calificar, en términos de joda, las situaciones que se estancan, que van mal y no prosperan. Sea con respecto a un matrimonio, una enfermedad, la política o la economía del país, bastará con decir “ El cuartico está igualito”, para que todos entiendan. Posiblemente sea ésta una de las expresiones más repetidas en Cuba, al nivel popular, durante las últimas cuatro décadas. Igualmente extraído de una pieza bailable —”La Titimanía”, de Juan Formell—, se ha generalizado en la Isla el vocablo “ titimaníaco” para identificar a las personas que frecuentan el contacto amoroso-sexual con otras mucho más jóvenes. La pieza “Yo bailo con la más fea”, de Walfrido Guevara, fue convertida en metáfora por el auditorio, de manera tal que, hoy, “ bailar con la más fea” significa para nosotros llevar la peor parte en un asunto de cualquier naturaleza.

A veces, la apropiación de una frase o de una idea echada a rodar por los compositores y cantantes trasciende los límites del habla. “La Caldosa de Kike y Marina”, interpretada por El Jilguero de Cienfuegos, sirvió para introducir en La Habana el consumo de esa especie de ajiaco llamado caldosa, que es costumbre culinaria del interior de la Isla. En los años 70, la pieza “El perico está llorando”, de Tata Güines, fue causa de que muchos bailes públicos celebrados en La Tropical, La Piragua, o en otros salones habaneros, terminaran como la fiesta del Guatao, a trompones y puñaladas, pues, tan pronto el cantante emitía un aullido para exclamar “el perico está llorando”, los bailadores empezaban a lanzar al aire sus pergas llenas de cerveza y, claro, siempre había alguien a quien le disgustaba ser bañado con “el llanto del perico”. No menos simpático, pero igualmente censurable, esta vez por su tufo discriminatorio, ha sido la extrapolación de una frase de “Mujer Bayamesa”, célebre pieza de Sindo Garay. En Cuba, para referirse a un hombre que aun cuando no se comporte como homosexual declarado, denota ciertos rasgos, la gente comenta con picardía: “Lleva en su alma la bayamesa”. No existen coincidencias entre el motivo de esta canción de fino lirismo y el asunto con que se le conecta, pero así suelen funcionar, a veces, la fantasía y el humor del pueblo.

En fin, resultaría interminable el catálogo de números musicales que el público exprime con su ingenio y su malicia para sacarle jugo por los dos extremos. Y aun más enjundioso puede ser si la cuestión se enfoca en sentido contrario, o sea, a través de la influencia que sobre los autores y sus obras ejercen el léxico y la idiosincrasia populares. Y una vez más hay que decirlo, es una pena que los imperativos del tiempo y el espacio no permitan más que la enunciación de este fenómeno, sin ahondar con otros ejemplos sumamente curiosos, simpáticos y, además, reveladores del carácter y la psicología del cubano.

No obstante, para cerrar con broche de oro, agregamos dos: La canción “Ojalá”, de Silvio Rodríguez, fue transformada por el humor y la picardía del público en una metáfora caliente, incluso peligrosa para el autor, debido a que su verso “Ojalá pase algo que te borre de pronto”, era interpretado como clara alusión a Fidel Castro. De poco valió que el propio Silvio lo negara, a la vez que hacía patente sus simpatías hacia la Revolución. Durante mucho tiempo, seguimos escuchando en voz del trovador algo que, en realidad, estaba sólo en nuestra mente. Esa misma posibilidad de relectura parece haber sido aprovechada por Pedro Luis Ferrer, pero a la inversa. El doble sentido político, la alusión —ahora intencional— mediante su “Abuelo Paco”, tampoco pasó inadvertida, aun cuando presuntamente la pieza aborda un tema de carácter familiar: “Ten paciencia con abuelo/ recuerda bien cuanto hizo/ no contradigas su afán/ pon atención a su juicio... Gasta un poco de tu tiempo/ complaciendo su egoísmo/ No olvides que abuelo tiene/ un revólver y un cuchillo/ y mientras no se lo quiten/ abuelo ofrece peligro”. Y luego, el estribillo repitiendo varias veces: “Aunque sepas que no, dile que sí/ si lo contradices, peor para ti”.

Por alante y por atrás

La primera imagen de la película cubana Melodrama, desconocida prácticamente entre nosotros, es una pantalla negra, que permanece estática por unos segundos, mientras se escucha la potente y bien timbrada voz de Pedro Luis Ferrer, cantando a cappella: “En la luna solamente puedo estar un mé, dos mé, tres mé, cuatro mé quizá, pero cinco-mé yo no puedo estar”. Esa gracia, esa certera puntería para abordar en tono burlón los temas más serios, poniendo siempre el dedo en la llaga, y, además, esa vocación contestataria, que en Pedro Luis es, como debe ser, contra todas las banderas, marcan la obra del autor, cuya importancia dentro de la música y la cultura popular cubana no ha sido calibrada aún con el detenimiento que merece.

La historia de Cuba no registra otro caso como el de este compositor e intérprete que, sin amargarse, sin pedir ni dar tregua, ha soportado durante más de un cuarto de siglo la prohibición casi total de su obra en los medios difusores del país. Lo interesante es que a lo largo de todo ese período él ha seguido escribiendo canciones, cada vez mejores, más maduras e irreverentes, bien sea para cantarlas en la ducha o ante pequeños auditorios de seguidores y amigos. Y aun más que interesante, revelador, es el hecho de que tan absurdo ensañamiento del poder político no haya logrado impedir que el artista aumente su popularidad con el paso de los años, ni que entre su legión de admiradores sea posible encontrar hoy a un público heterogéneo, desde adolescentes hasta personas de edad madura, desde tibios simpatizantes del régimen hasta sus enemigos confesos. Así pues, Pedro Luis Ferrer no sólo encarna una muy respetable lección de ética y un ejemplo de consagración artística contra mal tiempo y ventolera, sino que, a través de su obra, que es síntesis de nuestras mejores creaciones en materia de humor en la música, también demuestra la perdurabilidad del género, su permanente atractivo, a pesar de las limitaciones que en las últimas décadas han debido enfrentar tanto el humorismo cubano como su condicionante natural: la libre expresión de ideas y las posibilidades de intercambio con el gran público.

Partiendo de reconocibles esencias montunas, Pedro Luis ha logrado absorber los ritmos de su entorno citadino, habanero, con eficacia tal que, hoy por hoy, alinea entre los compositores nacionales más versátiles. Un repaso a vuelo de pájaro sobre algunas piezas suyas, que en total suman cientos, basta para identificar géneros tan distantes en apariencia como el son y la rumba, como la guaracha y la canción, o el sucusucu: desde “El son del cuentapropista”, “Almuercero” o “Inseminación artificial”, hasta “Juega cabeza con los pies”; desde “La trabazón”, o “Cachimbiao caramelo” o “Como me gusta hablal español”, hasta “El pordiosero”, “Cabecea”, “Melón de agua”... todos marcados por la sátira, el acento mordaz y el regusto popular que tipifican la obra de este autor.

Alejandro García, Virulo, es igualmente un compositor de la nueva canción cubana que merecería atención detenida por parte de quien pretenda escribir la historia del humor en nuestra música popular. Su caso es peculiar, pues se trata de un humorista neto que desde el primer momento eligió la música como envoltura para propagar sus creaciones. Posee una obra realmente extensa y muy ilustrativa, dentro de la cual resultan memorables “Canción al minuto”, “El penetrado cultural”, “Ni yeyé ni gogó”, “La guagua”, “Pepe Tuerca”, “La mascota”, “Rosa de Niz”, “Las mimas”, “Tío Toto el totomoyo”, o la ópera-son “Génesis según Virulo”. Muchos comentan hoy que el mejor chiste que le brindó Virulo al público nacional y, de paso, al Gobierno, ha sido un acto de magia, ya que un buen día, sin avisar, hizo mutis, desapareció, aunque sin irse del todo. No obstante, desde hace años esperamos con intranquilidad sus nuevas canciones.

Otros compositores de la misma hornada han hecho sus amagos con el humorismo, pero sin trascendencia. En buena ley, a las piezas de los nuevos trovadores de la Isla les falta el diablillo de la broma, aun cuando, en ocasiones, les sobre ironía, mordacidad e ingenio. Silvio Rodríguez es un buen ejemplo. Y no es que no lo haya intentado. Ahí están sus canciones “Aceitunas” o “Mariko-san”, pero, al parecer, lo ahoga una cierta densidad natural. Sin embargo, en justicia, no debemos pasar por alto “La balada de Elpidio Valdés”, que lo vincula a una de las mayores, si no la mayor, de las humoradas producidas por el cine cubano.

En cuanto a los demás, hay mucha roña, o lirismo, o nostalgia, o épica, o desencanto, o ironía gruesa, donde no queda espacio para la jarana. Sólo el trovador Frank Delgado, por sus raíces populares y su apego al son y a la guaracha, parece sacar la cara por casi toda la generación. Y mejor no podría hacerlo. Se constata en sus piezas “Son de la muerte”, “La Habana está de bala”, “Matamoros no vira pa trás”, “Vivir en casa de los padres”, “Inmigrante a media jornada”, “Homenaje a los dandys de Belén”, o “Viaje a Varadero”.

En lo que se refiere a las composiciones de ritmos bailables que se han creado en Cuba durante las últimas décadas, Juan Formell, que es el más elogiado autor, descuella también por la materialización de una cierta aptitud humorística en sus piezas. Cronista social de fino olfato, creador de talento, gracia y arrastre de pueblo, amparado, además, por una gran orquesta, consiguió ubicar en la preferencia del público un sinnúmero de temas que, a no dudarlo, pueden engrosar hoy la relación de clásicos del humor en nuestra música. Entre ellos, “Laura chancleta”, “El penoso”, “La compota de palo”, “Yuya Martínez”, “Llegaron los Momis”, “La titimanía”, “No soy de la gran escena”, “La Habana no aguanta más”, “Se cambia el turno”, “Calabaza al pollo”, “Los plásticos de la harina”, “Ponte pa las cosas”.

Desde luego que dentro de lo que llaman la etapa revolucionaria, el humor musical, como cualquier otro tipo de expresión humorística, ha debido arrastrar el lastre de una férrea censura, la cual frena en seco no únicamente la creación de piezas que cuestionen la política del Gobierno y/o cualquiera de sus consecuencias, sino, también, todo asunto que los censores, con su síndrome de extrema susceptibilidad, consideren inadecuado, lesivo o de mal gusto. Tal vez, ello explique en alguna medida la ausencia de otros casos comparables con Formell, que es un autor muy inteligente, capaz de evadir los obstáculos con singular destreza, aunque tampoco hay que pensar que siempre logró evadirlos. En 1970, al fundar su orquesta, él la bautizó con el apelativo de Van Van, pues fue justo aquel año el de la cacareada pretensión gubernamental de producir diez millones de toneladas de azúcar. La consigna política era “Los Diez Millones van”. Desde luego que, al igual que en otras muchas cosas y otros casos, los diez millones no fueron. Pero de ahí surgió el “Van Van” de la orquesta, con eco incluido. Lo que todavía queda por averiguar es si el nombre fue una premeditada coña de Formell, o si, en cambio, como sucede a veces, el chiste le salió sin proponérselo.

Hay otros compositores de ritmos bailables que en las últimas décadas incluyeron humorismo en sus piezas, pero ninguno en forma regular, como línea de trabajo, que es el caso de Formell. Adalberto Álvarez ha desempolvado varios clásicos, como “Menéame la cuna Ramón” o “Dile a Catalina”, y él mismo incursiona aisladamente en humoradas. Cándido Fabré se expresa a ratos con esa pillería y ese acento jocoso que son típicos en nuestra música. José Luis Cortés, uno de los más interesantes y creativos autores cubanos del momento, resulta igualmente propenso al empleo de la sátira, pero, con él, la censura se ha ensañado de manera especial, prohibiéndole la difusión de numerosos temas. César Pedroso, Juan Carlos Alfonso, David Calzado, Manolín, el Médico de la Salsa, y hasta Chucho Valdés suelen lanzar también sus puntillazos. En fin, como, además de ser parte del pueblo, nuestros autores se nutren de su argot y de sus cosas, todos practican alguna que otra vez lo picaresco, la jarana, en tanto que es un reclamo que palpita en las esencias mismas de su personalidad. No obstante, los registros discográficos indican que no ha sido ésta una época pródiga para el humor en la música popular de Cuba. Al menos, no en su forma tradicional.

Tampoco la timba, que es el sonido popular cubano de hoy, resulta propicia al humorismo retozón de nuestros clásicos. Al mezclar los acordes tradicionales con nuevos elementos de jazz latino, rap, rock... los timberos no sólo producen ritmos más retumbantes y agresivos, sino que también simplifican aún más los textos de sus piezas, le restan fuerza argumental, metafórica, los convierten en cápsulas destinadas casi únicamente a remover la sangre, la cintura y los pies del bailador. Sus estribillos ya no están compuestos por una sola frase afilada, ingeniosa, que se reitera, sino que configuran un conjunto de expresiones y dicharachos que buscan concatenarse sobre todo en función del concepto rítmico, la eufonía, la sonoridad. Ello, por supuesto, no descalifica la utilización de la jocosidad y la chanza como ingredientes de su música. Sin embargo, cambian los tonos y los tópicos, en detrimento del humor, digamos, saludable, de etapas anteriores. De igual manera, el doble sentido está presente en los timberos, pero con una connotación erótica que resulta mucho más agresiva que graciosa. Sirva como ilustración un fragmento de la pieza “Juego de manos”, compuesta y popularizada por el talentoso Giraldo Piloto: “Vamos a jugar a la escuelita/ con la matemática di nene, nene/ y verás como todo se mueve/ Vamos a jugar al sesenta y nueve”. En escenarios del extranjero, tales palabras pasan totalmente inadvertidas, pero dentro de la Isla todos conocen el significado de cruda maroma sexual contenido en el número 69, de modo que ahí radica la gracia de esta frase, que es poca y que, además, puede ser interpretada por el público como chocante, grosera.

Estos pormenores conducen a la certidumbre de que tal y como hay aspectos en los que nuestra música popular avanza, se moderniza, se enriquece, hay otros, como el humorismo, en los que todavía precisa reactivarse. La carga de humor, picardía, sátira, ya no es igual que antes, en cuanto a calidad y a cantidad. La chispa continúa prendida en el flujo sanguíneo de los creadores y en el alma del pueblo, pero los tiempos que corren son jáquimas para la fantasía, lo imaginativo, la eficaz metáfora. “La historia nos va modificando poco a poco el carácter”, escribió Jorge Mañach en su proverbial Indagación del choteo. Y tal vez nosotros, sujetos de la historia, como tabla de la marejada, nos hemos vuelto aún más dramáticos y sensibleros, menos tolerantes y, sobre todo, más violentos, lo cual conspira contra nuestra alegría innata y nuestro espíritu jodedor.

En todo caso, siempre tendremos la oportunidad de un regreso a los orígenes. También lo dejó dicho Mañach: “Por mucho que la sangre se diluya y se alteren las costumbres, siempre estará ahí nuestro clima para cuidar de que seamos un poco ligeros, impresionables, jocundos y melancólicos a la vez, y estos serán los fundamentos de nuestra gracia nativa”. Por su lado, Jorge Anckermann, uno de nuestros primeros clásicos del humor en la música, nos recuerda que todo renacimiento es posible: “Caballeros, a eso le zumba/ apenas sonó la conga/ el muerto se fue de rumba”.

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