Un posnacional en Hollywood

Juan Antonio García Borrero

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León Ichaso, un posnacional en Hollywood

Juan Antonio García Borrero

Hace poco, a propósito del libro colectivo Cine cubano: nación, diáspora e identidad[1], el cineasta exiliado Roberto Fandiño cuestionó la manera en que el volumen sugería la existencia de un “cine cubano” más allá de la Isla, a partir de la simple nacionalidad del director. Según los atendibles argumentos de Roberto Fandiño:

En el libro aparecen numerosas fotografías de la película Juego de poder de Fausto Canel, pero no se dilucida hasta qué punto pueden incluirse dentro de una agenda de cine cubano estas películas realizadas fuera de Cuba con guión, tema, financiación y personal artístico y técnico extranjero, y donde la única presencia cubana es la del director. Un cuadro o un poema, dondequiera que se realicen y cualquiera que sea su tema, son fácilmente asimilables a la cultura de su creador por su carácter individual. Dada la indudable autoría del director en la obra cinematográfica, en el cine debería ocurrir igual, pero la multiplicidad de elementos externos que intervienen en una película dificulta su catalogación. Es necesario razonar más en este asunto antes de llegar a una conclusión. ¿Es Hair, de Milos Forman, una película checa? Tal vez en este caso sea definitiva la opinión de Ernesto Fundora en su breve entrevista: “No hay, tal vez, razón para reclamar que una identidad se reserve la exclusividad de algo que en su generalidad tiende a ser crossover, y que el impulso de su época reorienta hacia el mix, lo mezclado y enfocado a la esencia universal de la especie” ( Revista Hispanoamericana).

En ese mismo libro que Fandiño comenta, aparece un artículo del investigador Jorge Ruffinelli dedicado al examen de la obra fílmica de León Ichaso. Apenas dos películas ( El Súper, 1979, codirigida junto a Orlando Jiménez Leal, y Azúcar amarga, 1993) han bastado para convertir a este cineasta en uno de los paradigmas insoslayables del llamado “cine cubano de la diáspora”, pero, curiosamente, cuando se revisa su obra advertimos que el asunto cubano deviene mínimo dentro de su carrera, lo que nos hace pensar que, más que un realizador obsesionado con Cuba, Ichaso parece un creador al cual le atormentan los personajes superados por el drama de la vida ( Piñeiro, 2004; El cantante, 2007), así como los problemas que genera la inserción en una cultura ajena ( Crossover Dreams, 1983). En todo caso, es un cineasta que permite llevar el análisis de su obra más allá de los predios ideológicos, políticos o étnicos, para insertarlo en un marco aún más ambicioso: el de los estudios culturales.

Por otro lado, al ser el cineasta nacido en la Isla que mejor ha conseguido insertarse en la dinámica del audiovisual norteamericano, resultaría el ejemplo idóneo de esa dificultad que Fandiño hace notar. ¿Cómo ha de enfrentar el historiador del cine cubano esas películas que Ichaso ha realizado en Estados Unidos, algunas como parte de la industria, y otras por vocación más personal?, ¿qué actitud ha de asumir ante esas cintas que no hablan de Cuba y donde, sin embargo, se adivina una visión que no es exactamente la más común en Hollywood (pienso en Crossover Dreams y Piñero)? Más que repetir o impugnar lo que Fandiño y Ruffinelli han defendido en cada caso, me interesaría aventurar una tercera posibilidad interpretativa: esa a través de la cual pudiéramos considerar a León Ichaso como el precursor, entre los cineastas cubanos, de un cine posnacional.

La argumentación de esta idea ha de ir precedida por el examen de su antecedente: el advenimiento de una industria cinematográfica nacional que, desde 1959 a la fecha, sigue dictando los parámetros de aquello que ha de ser considerado como “cine cubano”. La suspicacia de Fandiño (compartida por la mayoría de los historiadores) forma parte de una tradición crítica en la cual el cine obtiene su ciudadanía, primero, en virtud del origen de la producción, luego, atendiendo a la temática, y, en tercer lugar, por el uso del idioma. Ya el hecho de que muchas de las cintas dirigidas por Ichaso no utilicen el español como idioma para comunicar los diálogos, es algo que le dificulta su inclusión dentro de un canon de cine cubano, aun cuando, recordando a Pierre Sorlin, “basta pensar que un filme en inglés puede no ser ni americano ni inglés para ver que la lengua no identifica nunca irrefutablemente la nacionalidad de un filme”[2].

La obra de León Ichaso plantea varias incomodidades a los estudiosos del cine cubano, sobre todo a aquel segmento que Jorge Ruffinelli nombra “profesional”, y que está conformado por cintas como The Take (1990), A Kiss to Die For (1993), Sugar Hill (1994), Zooman (1995), Free of Eden (1999), Execution of Justice (1999), Ali: An American Hero (2000), y Hendrix (2000). Tras estas películas de encargo, puede advertirse la presencia de productoras como la 20th Century Fox, Showtime o Paramount, si bien en ellas, “Ichaso logra una seguridad narrativa por encima del estándar, y se perciben las inquietudes estéticas de un director que no es indiferente al resultado”[3].

La otra parte de su carrera (según Ruffinelli, “los proyectos personales, realizados bajo la forma de cine independiente, con recursos escasos y ninguna participación de estudios de cine o de televisión”[4]), estaría conformada por El Súper (1979), Crossover Dreams (1985), Azúcar amarga (1996) y Piñero (2001). Quedaría pendiente de clasificar El cantante (2007), su filme más reciente, que cuenta con la presencia protagónica de dos megaestrellas de la escena latina (Jennifer López y Marc Anthony), pero que por su temática (la azarosa vida de un artista maldito dentro de una cultura sometida), tal vez, caiga en el grupo de cintas para las cuales Hollywood no suele arriesgar un gran presupuesto.

La sutil resistencia a incluir dentro del canon cinematográfico cubano a León Ichaso se nota hasta en El Súper y Azúcar amarga (las únicas que dentro de su filmografía aluden directamente al tema de la Isla), pues, aun cuando por temática dichas películas “parezcan cubanas”, no han podido esquivar el viejo prejuicio que identifica al “cine nacional” con el cine realizado en el territorio físico, por mucho que la cada vez más creciente globalización (con sus flujos migratorios incesantes, el desdibujo de fronteras culturales, el desarrollo acrecentado de la tecnología) haya terminado por poner en crisis la dogmática cosmovisión nacionalista, esa que aún insiste en establecer más paredes que puentes entre culturas diversas.

Recuerdo que en algún momento de la preparación del libro sobre el cine cubano de la diáspora, Fausto Canel me hizo saber de su incomodidad con la terminología utilizada. Con no poca lucidez, Canel objetaba que “tu texto todavía cae, por momentos, en la trampa de catalogarnos, tanto a los que nos fuimos como a los que nacieron fuera de la Isla, como ‘cineastas cubanos de la diáspora’. Preferiría que se nos llame ‘cineastas de origen cubano trabajando en el mundo’. Nuestras películas pueden ser buenas o malas, ‘revolucionarias’ estéticamente o no, pero en ningún momento fueron un intento de hacer ‘cine cubano”[5].

Lo anterior suena bastante convincente. Después de todo, Hollywood afianzó su “identidad”, precisamente, convirtiendo en buenos profesionales a un grupo de realizadores que provenían de las más diversas cinematografías, casi todas localizadas en Europa. Muchos de estos cineastas, como Fritz Lang, Ernst Lubitsch, Billy Wilder o Douglas Sirk, trabajando dentro de la meca llegaron a legarnos verdaderas obras maestras, pero jamás reclamaron como un aval su origen nacional. Sin embargo, a diferencia de la emigración anglosajona, que no sólo asimiló de manera relativamente fácil las demandas del nuevo contexto, sino que propició el surgimiento de lo que hoy conocemos por “cine clásico”, la migración procedente de Latinoamérica se ha caracterizado por oponer determinados valores autóctonos a aquellos que encuentran, ya sea a través del lenguaje o de las costumbres[6].

En el caso de los cubanos, habría que sumar un detalle más. Mientras que mexicanos o puertorriqueños, a pesar de esa resistencia sutil a la integración, se han visto a sí mismos como emigrantes, casi siempre, por razones económicas, los cubanos procedentes de la Isla post 1959 se autoproclamaron desde un inicio como representantes de un “exilio político”. Veían su permanencia en el sur de la Florida como algo temporal, en tanto que la Revolución estaba llamada a fracasar de un momento a otro. Ello implicaba un celo desmesurado de todos aquellos imperativos patrióticos que, a juicio de esa primera generación de emigrados, debía conservarse contra viento y marea, pues repudiar el “castrismo” significaba, precisamente, repudiar una ideología que, desde el punto de vista nacionalista, estaba negando los valores patrios más elementales.

De allí que también se convirtiera en ideología esa manera de “afirmación” colectiva, a través de la cual se ha intentado enfatizar la singularidad de los bailes, de las comidas, de las maneras de someter a choteo todo lo que huela a demasiado solemne, incluyendo la tremenda desgracia de ser un exiliado, un “sin patria”. La verdad de Cuba (1962), de Manuel de la Pedrosa, o La Cuba de ayer (1963), de Manolo Alonso, dos de los pocos filmes que se hicieron en esa primera década, ya desde su título estaban dejando por sentado que, más que cine, íbamos a encontrar imágenes al servicio de una “nación traicionada” (asociada esa nación al espacio físico dejado atrás). Y ni siquiera Ichaso, aun con esa perspectiva posnacional que hemos advertido en su carrera, ha logrado librarse alguna que otra vez de esa tentación de pensar “un cine cubano en el exilio”, según se deduce de la siguiente declaración, realizada a propósito del estreno de Azúcar amarga:

Yo he tratado de hacer antes otras películas sobre Cuba y el exilio. Inclusive, yo escribí para Andy García una película que se llamaba Welcome América, que es la historia de un balsero en el año 88. Andy García no era muy conocido y nunca pudimos conseguir el financiamiento para hacerla. Escribí también para Andy otra cosa que se llamaba Alguna cosita que alivie el sufrir, basada en la obra de teatro de René Alomá. Compré los derechos de la obra del difunto René Alomá a través de su viuda, que vive en Canadá, y escribí de nuevo un guión para Andy García, pensando en María Conchita Alonso y Steven Bauer. No encontramos un centavo porque Andy todavía no era conocido. Y así ha pasado con muchas cosas (…) Pasa otra cosa también, y es que los americanos han hecho tantas películas sobre Cuba ¡malas! como The Mambo Kings, The Family Pérez, Havana, que ellos (los inversionistas) creen que todo va a quedar mal. Lo que ha sucedido es que no nos han dado el chance a nosotros de hacer algo digno, que se pueda hacer con un presupuesto modesto y que haga dinero equivalente a lo que se ha invertido. Esas compañías productoras, grandes o pequeñas, siempre quieren una cosa: ¿quién es la estrella de la película?[7].

Hoy, la posibilidad de pensar en un conjunto de cineastas de origen cubano trabajando “en el mundo” resulta más atendible, debido a un grupo de filmes que tienen la pretensión de anteponer la historia y el oficio para contarla, a la referencia biográfica del director. El “nacionalismo fílmico” cubano no ha desaparecido, pero es cierto que realizadores como Fausto Canel ( Patchwork, 1969; Juego de poder, 1982), Roberto Fandiño ( La mentira, 1975; La espuela, 1976; María la santa, 1977), Ernesto Fundora ( Oblivion, 2006) o Miguel Coyula ( Cucarachas rojas, 2005), por mencionar sólo a algunos, han contribuido a naturalizar esa visión en la cual León Ichaso, indiscutiblemente, es quien más lejos ha llegado.

De cualquier forma, el hecho de que hoy una buena parte de la obra de Ichaso no nos “parezca cubana”, responde más a los efectos de un pacto heredado, que a una convicción racional. Ese pacto, además, no resultaría exclusivo del contexto cubano. En todo caso, se trata de una forma de pensar el cine que obedece a las demandas románticas de un nacionalismo fílmico extremo, el cual llegó a alcanzar su máximo apogeo en Europa, precisamente en los 60.

Si se revisa bien la historia, podrá verse que buena parte de lo que hoy conocemos por “cine moderno” alcanzó su consagración gracias a un conjunto de políticas cinematográficas donde los distintos estados (Francia, Gran Bretaña, Alemania) decidieron proteger casi de una manera simultánea la producción nacional y, de paso, fomentar, mediante escuelas de cine, cinematecas, archivos, “una imagen colectiva” diferente a la de Hollywood.

Y es que, en sentido general, todas las naciones con pretensiones de ser modernas se han empeñado en establecer sus dogmáticas reglas de juego a la hora de tener su propio cine. Recordemos, por ejemplo, las estipulaciones legales que Gran Bretaña dictó con el fin de delimitar la “nacionalidad británica” de aquellos filmes que se beneficiarían con sus subvenciones. Según la ley estatal de aquel país, para que un filme fuese considerado británico era necesario: “1) que el productor sea un sujeto británico; 2) que el estudio de rodaje esté situado en la Commonwealth, 3) que el nombre y la dirección del estudio (o del productor si no hay rodaje en estudio) figure en la película (al comienzo o al final) de forma que sea proyectado durante 10 segundos por lo menos”[8].

Desde luego, esos preceptos jamás tomaron en cuenta que muchos de los filmes rodados por Hitchcock en Estados Unidos eran claramente “británicos”, en razón de un sentido del ritmo o de una manera de asomarse al contexto diferente al Hollywood hegemónico. Cada director, más allá de la historia que cuenta y desde donde la cuenta, parece aportarle a su película su propia forma de mirar, heredada del contexto en que se ha formado.

Esa manera autoritaria de entender la nacionalidad fílmica iría más allá de quienes gozan de una tradición cinematográfica y un poder claramente económico, para alcanzar, incluso, a aquellos que han sufrido el despotismo cultural de los más poderosos y aspiran a imponer su propia identidad. Dicho de otro modo, que ha existido entre los países más pobres una reacción que tiende a reciclar esos mismos mecanismos de identificación y descalificación nacionalistas. O, si no, recuérdese el debate suscitado en los 80 por el realizador Christian Lara, quien, interpelado sobre las condiciones que, a su juicio, resultaban imprescindibles para considerar a un filme como “caribeño” aseguró que, “el director debe ser del Caribe, el argumento debe ser una historia caribeña, el actor/actriz principal debe ser del Caribe, el creóle debe ser usado, el equipo de producción debe ser caribeño”[9].

Las consideraciones de Lara, a mi juicio, pecan de un reduccionismo desmesurado, en tanto que desconocen, de una manera bastante escandalosa, los nexos que cualquier producción cultural establece más allá de los predios donde se origina. En el caso del cine, esas exigencias se hacen mucho más difíciles de observar al pie de la letra, dado el carácter colectivo de una expresión que demanda, aun cuando se pretendan dinamitar los modelos hegemónicos de producción, un mínimo de requisitos organizativos que el grueso de los países del Caribe (aquí incluyo a Cuba) no tienen. Por si fuera poco, Lara excluye la posibilidad de tomar en cuenta la gestión de la diáspora, un elemento que en un mundo cada vez más nómada, deviene imprescindible de analizar, y al pensar en el créole como condición sin la cual no existe el hecho artístico caribeño, simplifica de una manera, en verdad atroz, lo que idiomáticamente ha reportado la coexistencia de múltiples lenguas.

Si bien el contexto es, en apariencia, distinto, la relación de la crítica al uso con el cine de Ichaso (y, de paso, con todo lo que se ha filmado más allá de la Isla) sigue apelando a las mismas pautas reductoras. Ichaso todavía no figura en el “catálogo oficial” de directores cubanos. Ninguna de sus cintas independientes (exceptuando Crossover Dreams) ha formado parte de algunas de las programaciones del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, a pesar de que en dicho festival se ha priorizado el análisis de lo que viene sucediendo con la presencia latina en Estados Unidos.

Podría alegarse que la ausencia de Ichaso dentro del canon cinematográfico cubano tiene una explicación política, pero, en realidad, la razón es mucho más compleja. Cuando el ICAIC surge en 1959, como resultado de la primera ley revolucionaria referida a la cultura, quienes participaron en su fundación estaban participando de esa manera “moderna” de pensar el cine, equivalente al modo de afianzar la identidad de toda una nación. De allí que el ICAIC pasara a convertirse, de inmediato, en un símbolo cultural antes que ideológico. Era una forma de restituir dignidad a ese vacío insular que intelectuales como Mañach o Lezama se encargaran de fustigar en su momento y, en el caso concreto del cine, un ejemplo para esa producción latinoamericana que, a duras penas, intentaba hacer realidad por esas mismas fechas las pretensiones que la UNESCO fomentaba al formular las llamadas “Políticas Nacionales de Comunicación en el Tercer Mundo”.

Los resultados de esa operación cultural están a la vista. Hoy, Cuba cuenta con una industria cinematográfica que en lo cuantitativo no es comparable con la hollywoodense, pero que ya ha aportado filmes que dialogan críticamente con su tradición cultural. Sin embargo, del mismo modo que resulta meritoria la existencia de este espacio que propugna una saludable resistencia al discurso hegemónico de Estados Unidos, se tendría que tener en cuenta los peligros que supone el advenimiento de determinados estereotipos de identidad, estereotipos que lamentablemente empobrecen el entramado de subjetividades que componen a la nación. Esos estereotipos han terminado por conformar un “nacionalismo fílmico” que lo mismo puede apreciarse en producciones realizadas por cubanos dentro de la Isla, que fuera de ésta.

Por “nacionalismo fílmico” entiendo esa producción audiovisual que sacrifica el análisis de las diferencias, en pos de una síntesis que sólo sirve para reafirmar una identidad colectiva imaginada, pero no real. Esa identidad sirve para legitimar la visión que una determinada elite propugna, pero es inútil a la hora de describir aquellas subjetividades que no cumplen con los parámetros de cubanía que esas elites intentan fijar como intocables.

Tales carencias no sólo han estado presentes en el cine que realiza el ICAIC, el cual sabemos que responde a un proyecto ideológico bien definido, sino también en el que, desde el lado opuesto, intenta descalificar esa misma gestión con un nacionalismo a la inversa. En ambos polos (el nacionalismo “fidelista” y el nacionalismo “anticastrista”), la intolerancia hacia todo aquello que no parezca “esencialmente cubano” (según las expectativas de cada grupo) es tal, que, mirado con un poco más de atención, resultaría difícil percibir las diferencias.

A pesar de los reparos que supone esa cosmovisión, todavía hoy es posible entender el entusiasmo que aún levanta entre cubanos, de fuera o de dentro, sabernos dueños de un cine “específicamente nacional”. Hay en ese concepto, enfrentado casi siempre a ese otro amorfo que pasó a nombrarse, por contraste, Hollywood (aunque en Hollywood bien sabemos que hay diversidad), toda una connotación asociada a la pretensión de ser “modernos”.

Recordemos que, en su nacimiento, el cine fue mirado como un juguete de feria, pero un juguete que formaba parte de la belle époque, de lo festivo, de lo joven. Hollywood lo convirtió en un artefacto sofisticado con el cual aún manipula a millones, pero los otros (las cinematografías asfixiadas por esa producción hegemónica) adivinaron que el juguete podía convertirse, además, en arma poderosa con virtudes para resaltar una imagen colectiva y monolítica. No en balde fue por esa época que se hizo popular el razonamiento de Dovzhenko: “El cine es caro, pero más caro es no tenerlo”.

Cuando León Ichaso abandona Cuba en 1963, con apenas catorce años, ya la Revolución se había declarado marxista y también había ocurrido el incidente de PM (1961), aquel documental rodado por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal (futuro colaborador de Ichaso), que hizo notar en la esfera pública las primeras diferencias entre la vanguardia política y la vanguardia intelectual del momento. Pero, al margen de esas discrepancias, el ICAIC estaba haciendo tangible la posibilidad de tener, ¡por fin!, una cinematografía nacional.

Con anterioridad, los frustrados intentos de fomentar una industria fílmica en el país habían dejado en la vida de Ramón Peón, Manolo Alonso y Mario Barral, por mencionar apenas a tres de los cineastas prerrevolucionarios, más desencantos que alegrías; por lo que el ICAIC se avizoraba como el inicio de una etapa en la cual no sólo estaba latente la posibilidad de hacer cine de forma sistemática, sino de hacer un cine revolucionario (en el sentido estético, ya no ideológico), capaz de dinamitar el modelo de representación dominante.

Creo que es importante resaltar esto, porque el surgimiento de una “cinematografía nacional” en la Isla, de manera voluntaria o involuntaria, marcará la triste suerte de aquellos cineastas que deciden desmarcarse del proceso y marcharse del país. Los pocos realizadores cubanos que lograron hacer cine fuera de la Isla en los 60 (Manolo Alonso, Manuel de la Pedrosa) pasaron por alto que el cine que se realizaba por esa fecha en el ICAIC no sólo estaba impregnado por la retórica revolucionaria, sino que, además de ésta, era portavoz de la experimentación formal que vivía el cine a nivel de lenguaje.

Muchos cineastas exiliados pensaron que para anular al ICAIC bastaba apenas la convicción anticastrista, en franca ignorancia de lo que era el espíritu de la época, un espíritu que intentaba revisarlo todo, incluyendo al cine. Pagaron su ingenuidad con la indiferencia de aquellos círculos intelectuales (ya fueran de derecha o de izquierda) que descubrieron en su acartonamiento formal (y hasta conceptual) un signo inequívoco de lo que había que dejar atrás. Esa fría recepción alcanzó a los filmes que a partir de los 70 produjo el Centro Cultural Cubano de Nueva York — Los gusanos (1978), de Camilo Vila, o Guaguasí (1978), de Jorge Ulla—, muy poco conocidos entre los historiadores del cine realizado por cubanos y, desde luego, a los filmes realizados por Fausto Canel y Roberto Fandiño en Europa. Sencillamente, aquel cine, aun cuando se refiriera a Cuba (como era el caso de los de Vila y Ulla), no podía ser considerado parte del “cine nacional”.

La cinta que rompe con esa indiferencia generalizada hacia la producción audiovisual de la diáspora es El Súper (1979), justo la versión fílmica que León Ichaso y Orlando Jiménez Leal realizan de la exitosa obra teatral de Iván Acosta. Desde luego que no habría que quitarle un ápice de mérito a la pieza de Acosta, cuyo éxito fue precisamente el que llevó a Ichaso al lugar donde se escenificaba la misma; pero más allá del palpable respeto al drama teatral, hay en la cinta un indiscutible aliento cinematográfico, que se nota lo mismo en la excelente fotografía de Jiménez Leal, que en ese sentido del ritmo que Ichaso le imprime a su filme a través de un montaje que no es únicamente cortar y pegar secuencias, sino algo más sutil.

Mi criterio es que, a diferencia de los otros directores de la diáspora que filmaban por esa fecha, a Ichaso sí parecía interesarle la experimentación cinematográfica, la misma de la que el ICAIC se había estado nutriendo, y que hacia finales de los 60 le permitió concebir sus primeros clásicos. Ese gusto por la experimentación lo debe haber adquirido en las postrimerías de los 60, cuando, al desplazarse de Miami a Nueva York, tuvo la posibilidad de trabajar en Max’s Kansas City, un lugar por el cual solían pasar personalidades como Andy Warhol. De esa etapa data el impacto que provocan en él las estéticas irreverentes de Jonas Mekas y otros independientes, además de cineastas como Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, John Huston o Sydney Lumet.

Para decirlo de otro modo: antes de Ichaso, los cineastas del exilio radicados en Estados Unidos se preocuparon por poner en boca de los personajes la fobia castrista. Con Ichaso, ese cine obtiene otro sentido: pareciera como si el cineasta hubiese sido el primero en descubrir que, en términos cinematográficos, Cuba no es otra cosa que un estado de ánimo. Algo que un espectador no cubano asocia al placer de unas vacaciones en cálidas playas, o al disgusto que provoca un discurso interminable, pero nunca al centro del mundo. De allí que, si bien la filmografía de Ichaso se inicia con las desventuras de un cubano que no se adapta a las circunstancias neoyorquinas, muy pronto, sus películas se interesen por asomarse a un drama mayor: el drama que implica integrarse a un nuevo contexto vital. Es decir, el drama que implica, a pesar de todo, “seguir viviendo”.

Es en este sentido que su cine se adivina posnacional. No digo que a Ichaso no le angustie concretamente la situación de sus compatriotas, o del país donde nació, pues, tanto El Súper como Azúcar amarga se ocupan específicamente de Cuba. Esta última tiene una antesala poética conformada con versos del poeta Jesús Rodríguez Santos, padre del cineasta y uno de los integrantes del célebre grupo literario Orígenes, quien radicaba en el exilio desde 1968, y que más elocuentes no pueden ser, en cuanto a la añoranza por la tierra que lo vio partir: “¡Volveré donde el mar con claro acento/ me confió su leyenda serpentina y/ hallaré la extraviada mandolina que/ mueve ciegos brazos al viento/ ¡Cruzaré nuevamente mi sonrisa/ Dialogaré con mis palabras rotas/ Recobrarán mis ojos sus gaviotas y/ nacerá otra estrella en mi ceniza!”.

Y, como ya señalamos antes, Ichaso tampoco ha escondido su interés por fomentar más allá de Cuba una mayor cantidad de películas que aludan a la Isla, tal como manifestara cuando el estreno de Azúcar amarga. Por cierto que, a propósito de este artículo, he querido ver otra vez esa cinta. En su momento no me gustó, a pesar de admitir que contaba con una muy buena fotografía, y una historia que, partiendo del desencanto, prometía una buena aproximación a lo que otros ya han llamado “el oficio de perder”. Hoy me sigue pareciendo una película fallida en lo narrativo, sobre todo hacia el final, con lagunas realmente incomprensibles en el talento de un artista que ha logrado demostrar un envidiable dominio del lenguaje narrativo. Pienso, sobre todo, en la secuencia del desenlace, que de haberse sugerido como parte de una imaginación alucinada, con seguridad habría resultado más verosímil que el planteamiento realista que al final predominó. Y, tal vez, hasta más inquietante, pues el desencantado personaje hubiese quedado literalmente “muerto en vida”.

Sin embargo, esa secuencia, junto a otras donde el empeño de hacer tangible el infierno existencial de los personajes roza con el melodrama nada verosímil, termina por poner el filme al servicio de una ideología (la “anticastrista”) que, como su adversaria, repara más en la generalidad que en los matices y paradojas que nutren a la vida. Desde mi punto de vista, lo que pudo ser una buena película sobre los efectos demoledores que cualquier utopía colectiva produce en el individuo de carne y hueso, se queda, así, en la efímera dimensión de un cine de denuncia puntual.

El hecho de que para sus filmes posteriores, Ichaso haya optado por aproximarse a las vidas de Miguel Piñero y Héctor Lavoe (dos creadores puertorriqueños que insistieron en proyectar sus incómodas individualidades más allá de las normas), me hace sospechar que para el propio Ichaso quedaría claro que lo suyo es encarar la realidad humana como un todo complejo, y no como parcelas que se pueden separar unas de otras (visión ésta muy típica del nacionalismo cinematográfico). Los cubanos que habitan El Súper y Azúcar amarga, al final, podrían tener en común con el resto de los personajes que conforman la filmografía de Ichaso su dolorosa humanidad. Y, a mi juicio, esa dolorosa humanidad sólo la podrá mostrar en su exacta dimensión un cine posnacional.

Llegado a este punto, me pregunto si Ichaso no habría sido, tal vez, el director ideal para trasladar a la pantalla la célebre autobiografía de Reinaldo Arenas, quien, como se sabe, ha sido considerado uno de los ejemplos de novelista posnacional en Latinoamérica. La literatura de Arenas se esforzó en destruir cualquier presunción de “esencialismo” cubano, tal como se entiende de manera oficial en la Isla, al tiempo que describía con verdadera crudeza el malestar que provoca vivir en cualquier parte. Para Arenas, el mito de la “libertad” ha contribuido a hacer más infelices a los hombres, en la medida en que ésta se convierte en una mera noción abstracta disputada por grupos de poder con ideologías irreconciliables, cuando la libertad es algo que tiene que ver con el individuo concreto, y con la posibilidad, ya no de alcanzar la felicidad, sino de poder elegir por cabeza propia nuestras propias desgracias.

Los personajes de Ichaso, al margen de su nacionalidad, comunican esa misma impresión. Son personajes que escapan a los límites de una mirada “nacionalista” (foméntese en el ICAIC, fuera del ICAIC, o contra el ICAIC). Para aprehender a esos sujetos en su dimensión más compleja es imprescindible una mirada en la que quepa la ambigüedad propia de la vida, con todas las paradojas que ésta encierra, y ello sólo es posible superando el enfoque reductor, ese que privilegia la legitimación de un estado de cosas colectivo por encima de la existencia de los individuos, de sus diferencias y desasosiegos concretos. De allí que, con sus películas, Ichaso insista en mostrar al mundo en su ambivalencia, entendiendo a los individuos no como simples sujetos biológicos, sino como seres que han de cargar con las tradiciones familiares, las filias y fobias políticas, sexuales o religiosas, las esperanzas y los miedos heredados.

El paradigma de representación propuesto por Ichaso, aun cuando lo asociemos a lo posnacional, no niega ese logro indiscutible que es contar con una cinematografía propiamente cubana. Todo lo contrario. Con su obra, Ichaso, más bien, nos advierte que lo sensato es no confundir “nacionalismo cinematográfico” con “cinematografía nacional”. Sabemos que el primero apenas repara en los intereses de la nación, pero identificando a ésta con el Estado asentado en el territorio. De allí que un cine nacionalista sólo esté llamado a interesar a quienes habitan esa porción física del mundo, o simpatizan con esa manera de parcelar la realidad.

Cierto que un cine nacionalista puede ocuparse con verdadera eficacia de los intereses concretos que el gobierno de turno establece como prioridad en su agenda cultural y política, pero se desentiende de algo mucho más complejo: la complejísima humanidad de aquellos que componen a esa nación. Quizás haya sido Fausto Canel, otro de los cineastas cubanos que se ha pronunciado por superar las limitantes del nacionalismo más estrecho, quien mejor ha ilustrado lo anterior cuando afirma que, “lo que más me interesa de Miami es su identidad ‘hispana’, que no cubana, pues esta última la veo parroquial y provinciana, encerrada en su obsesión-gueto del anticastrismo”[10].

Ya la literatura cubana más reciente se ha encargado de naturalizar una serie de sujetos que antes apenas encontraban cabida en el modelo literario que intentaba describir a la sociedad. Hoy también el cine pudiera enriquecer su propia mirada del contexto cubano, incorporando historias y sujetos que permitan detectar la existencia de nuestros propios Piñero o Lavoe. Si algo así, ahora mismo, todavía es difícil de asumir, al extremo de considerar que lo que Ichaso cuenta en sus películas resulta ajeno al contexto cubano, se debe a esa tendencia “parroquial y provinciana”, para decirlo como Canel, que aún ve la realidad insular como única y absolutamente inédita.

En virtud de esa mirada digamos “cósmica”, los personajes más memorables que aparecen en el cine de Ichaso ya no son cubanos, ni puertorriqueños, ni norteamericanos, sino, en todo caso, seres humanos que miran a la vida desde el fondo de ésta, y que, por diversas razones, se han atrevido a desafiarla. Un desafío vital, evidentemente, que en modo alguno es exclusivo de aquellos que han nacido en la Isla.

[1] García Borrero, Juan Antonio (coordinador); Cine cubano: Nación, diáspora e identidad; Festival Internacional de Cortometraje y Cine Alternativo de Benalmádena, España, 2006.

[2] Sorlin, Pierre; “¿Existen los cines nacionales?”; en Secuencias. Revista de Historia del Cine; n.º 7, octubre, 1997, p. 36.

[3] Ruffinelli, Jorge; “Un cineasta y dos culturas: León Ichaso”; en Cine cubano: Nación, diáspora e identidad; ob. cit., p 91.

[4] Íd.

[5] Mensaje personal al autor.

[6] Ver la alarma, con ribetes de racismo, que hiciera pública en su momento Samuel Hungtinton, al comentar la posibilidad de que en algún momento Estados Unidos se convirtiera en una nación fracturada.

[7] Rodríguez, Ernesto; “Historia de una realidad vigente (Entrevista con León Ichaso)”; en Nuevo Día, Revista Domingo; Santo Domingo, 29 de diciembre, 1996.

[8] Citado por Casimiro Torreiro en “El Estado asistencial”; en Nuevos cines (Años 60), Ediciones Cátedra, Madrid, 1995, p. 48.

[9] Cham, Mbye; “Introduction: Shape and Shaping of Caribbean Cinema”; en Exiles, Essays on Caribbean Cinema; Africa World Press, Nueva Jersey, 1992, p. 10.

[10] Canel, Fausto; “Sobre la maroma de filmar fuera de tu idioma y de tu identidad”; en Cine cubano: nación, diáspora e identidad; ob. cit., p. 105.

Página de inicio: 74

Número de páginas: 10 páginas

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