Un pueblo suicida

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Un pueblo suicida[1]

Jorge Mañach

Un cómputo oficial que acaba de publicarse da por acaecidos en Cuba, durante el pasado año, más de novecientos suicidios.

Como digo, la estadística es oficial. Es posible, por tanto, que el número de verdaderos suicidios haya sido mayor; o tal vez no; tal vez algo menor… En todo caso, la cifra es aterradora, y el fenómeno a que apunta, algo evidente y cotidiano. Basta hojear cualquier día las páginas de nuestros diarios para advertir que el suicidio entre nosotros tiene caracteres endémicos, sobre todo desde hace dos o tres años a esta parte.

El hecho se presta a disquisiciones sociológicas muy trilladas. Es uno de los temas favoritos de la sociología académica. Hay graves y ponderosos libros acerca del suicidio; pero no inspiran mucha confianza. En esos libros, resulta obligado estudiar el suicidio como hecho universal, sobre planos de generalización. Se aducen, por consiguiente, para explicarlo, causas subjetivas y objetivas igualmente generales: herencia, enfermedad, pobreza, etc. Y en esta generalización, se escamotean por lo común aquellas causas individuales y locales más específicas que son acaso las más decisivas.

Haría falta un libro que estudiase el suicidio en Cuba precisamente, y dentro de períodos muy limitados. Y acaso mejor que un libro sería que cada periódico dedicase exclusivamente a esa investigación un buen reporter, sagaz y objetivo, capaz de insinuarse con tacto y fineza sumas en la intimidad de cada caso de suicidio. Esto es lo que está haciendo actualmente en los Estados Unidos nada menos que el excelente crítico y ensayista Edmund Wilson. De tiempo en tiempo, nos da en revistas del Norte artículos monográficos esclareciendo en todos sus antecedentes y circunstancias los suicidios más sorprendentes, es decir, aquellos cuyos motivos no saltan a la vista.

Si tal cosa se hiciera entre nosotros, quedaría probablemente en evidencia que nuestro lujo de suicidios no se debe principalmente a causas psicopatológicas, ni a «contrariedades amorosas», ni al espiritismo, ni a tipos simples de desesperación. No quiero decir que estos motivos no estén actuando; lo que sospecho es que no son ellos los que elevan de modo tan alarmante nuestro negro record de suicidios. La mayoría de nuestros suicidas, desde hace algún tiempo sobre todo, dejan papeles escritos diciendo que se matan por estar «aburridos de la vida». Otros no se toman la molestia de dar explicaciones de ninguna clase; pero, si se les pudiera tomar cuentas después de muertos, creo probable que nos darían la misma explicación.

La gente se está matando en Cuba, principalmente, por aburrimiento de la vida. Es decir, por aburrimiento de la vida cubana. Y entonces, la pregunta que tendríamos que hacernos es ésta: ¿Qué es lo que tiene desde hace años la vida cubana, que resulta tan trágicamente aburrida?

El aburrimiento es aquella pasión del ánimo en que caemos cuando el medio no nos ofrece oportunidades en que satisfacer nuestro más íntimo anhelo, en que ejercitar nuestra más peculiar aptitud, en que atender a nuestros más imperiosos deberes. El aburrimiento es, así, la repercusión espiritual de una gran variedad de causas externas que van desde lo concreto de la pobreza hasta la más sutiles formas de limitación, de «carencia». La pobreza total, la miseria absoluta, llevan a menudo a la desesperación suicida. Pero la que conduce al «aburrimiento de la vida» es esa pobreza relativa, disimulada, vergonzante, del empleado a quien le han reajustado dos veces [el salario], del profesional que ha tenido que «quitar la criada», del catedrático que se ha quedado sin sueldo, pero con la obligación de «vestir decente», del obrero a jornal precario, del campesino que no logra poner cobija nueva a su bohío.

Y a partir de esas formas más delicadas de impecunia, que obedecen al cruce en nuestra vida actual de la depresión económica del mundo con nuestro desvalimiento económico peculiar como pueblo y con la inepcia de nuestros gobiernos —a partir de esa pequeña pobreza, digo, existe toda una jerarquía de «carencias» que hacen de nuestra vida cubana algo brutalmente enemigo de todos los intereses del espíritu—. Es un hecho por demás significativo que, desde hace dos años sobre todo, se estén registrando en Cuba suicidios de gente distinguida. Si pudiéramos hurgar, con una suerte de piadosa impiedad, en esas muertes eminentes y poner de manifiesto por qué se suicidó aquel refinado clubman de ejecutoria patriótica, aquel hacendado que aún no había llegado a la miseria, aquel magistrado a quien suponíamos tan armado de serenidad cristiana y de vitalidad moral, aquel funcionario que aún no tenía agotadas sus «defensas» materiales; si pudiéramos elucidar lo más íntimo de esas muertes, ¡qué elocuente y tremenda impugnación podríamos componer contra la miseria esencial de la vida cubana y contra los aprovechadores de toda índole que la tienen sumida en el aburrimiento!

Escribíamos el otro día que la libertad era algo más que poder votar y dar mítines; que la libertad era la condición social que permite a cada hombre realizar en actividad lo mejor de sí mismo. Ahora añado que si la vida cubana ha sido siempre tan esencialmente aburrida, es por nuestra crónica falta de libertad. Antes podíamos aturdir nuestro aburrimiento con la actividad utilitaria eficaz que nuestra prosperidad económica nos permitía. Pero desde que Cuba es pobre, la esencial inepcia de la vida cubana ha quedado al desnudo, y nos quema el espíritu, y nos lo hiende con todas sus aristas. La gente se está matando en Cuba por hambre de libertad.

RECUADRO

El suicidio es contrario al derecho natural

Félix Varela

“Se ha solido preguntar, si el suicidio, y también el duelo o desafío son actos de fortaleza. Por poco que se reflexione sobre la doctrina que hemos dado, basta para resolver negativamente dichas cuestiones. El suicidio se comete para evitar otros males que falsamente se juzgan mayores que el mismo suicidio; luego el que se quita la vida lo hace porque no tiene el valor para sufrir aquellos males, y por tanto lejos de probar fortaleza, prueba pusilanimidad. Pondremos unas palabras de San Agustín, que son muy al caso: “Pregunto si aquel Catón se quitó la vida por sufrimiento o por falta de él? Sin duda no lo hubiera hecho si hubiera podido sufrir la victoria de César ¿Dónde está la fortaleza? Cedió, cayó. Mucha fuerza tienen los males que hacen a la fortaleza homicida, si aun se ha de llamar fortaleza la que no sólo no puede guardar por medio de la paciencia al hombre a quien se encargó de regir y favorecer, como virtud, sino que ella misma lo obliga a que se dé la muerte” (...) Por lo que hace al desafío basta decir que es contra la razón, para quedar probado que no es acto de virtud la fortaleza. El desafío es el resultado de una vil venganza indigna de un alma noble... (...) efecto de ignorancia”.

( Lecciones de filosofía, primera edición de 1820, cuarta edición revisada de 1832, p. 176)

[1] Publicado en El País, el 27 de mayo de 1931, y recogido en Pasado Vigente; Editorial Trópico, La Habana, 1939, pp. 101-104.

Página de inicio: 159

Número de páginas: 3 páginas

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