Una deuda con el existencialismo

Daniel Iglesias Kennedy

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Una deuda con el existencialismo

Daniel Iglesias Kennedy

La primera vez que un policía me detuvo fue junto a una parada de autobuses, en el Obelisco de Marianao, en el verano de 1967. Al preguntarle por la causa de mi arresto, el hombre levantó un dedo carnoso, señaló la longitud de mi pelo y mis vaqueros descoloridos, y dijo: “Tú eres un existencialista”. Sólo le faltó agregar que mi estrabismo, enmascarado tras unos cristales del grosor de un culo de botella, me había convertido en Sartre, aunque yo tenía mis dudas de que el agente estuviese enterado de quién era el escritor francés. En la comisaría me esperaban un oficial sicólogo y un peluquero sicópata. El segundo empuñó la maquinilla y me dejó el cráneo como si yo fuera el objetivo de una novatada. El primero, más paternal, me despidió con un sermón muy parecido al que el profesor Antolini le obsequió a Holden Caulfield, citando un precepto del sicoanalista Wilhelm Steckel: “ The mark of the immature man is that he wants to die nobly for a cause, while the mark of the mature man is that he wants to live humbly for one” ( TheCatcher in the Rye, p. 195). Nada más lejos de lo que hubiera sido una adecuada respuesta a mis necesidades, pues en aquel verano de 1967 mi escepticismo me impedía conocer alguna causa por la que yo hubiera querido morir con nobleza ni vivir con humildad. Al igual que el protagonista de Salinger, mi alienación era completa.

Aunque parezca increíble, el polizonte con manos de simio tenía una parte de razón. El existencialismo fue el pensamiento más atractivo que descubrí en mi accidentado paso por la adolescencia. Esta filosofía representaba un estilo de vida y un modo de interpretar las relaciones humanas a los que muy pronto me adherí con entusiasmo, pues ofrecía un marco teórico insuperable para explicar y justificar el espíritu de rebeldía y el desajuste emocional que, al final de los años 60, impregnaba el comportamiento y la sensibilidad de quienes no aceptábamos el dogma, pero carecíamos de argumentos concluyentes para enfrentarlo. Sus principios cuestionaban la idea misma de la retórica revolucionaria y rechazaban el concepto marxista de que los hombres podían perfeccionar su vida mediante el dominio colectivo de la sociedad. Sus cimientos se apoyaban en un escepticismo condenatorio que desafiaba la opinión de que el socialismo garantizaba un futuro esperanzador para la humanidad. El método consistía en preguntarse cómo había que responder al absurdo de la existencia del hombre, un absurdo que era el resultado de la convicción de que la esencia humana estaba rodeada por la nada, por un destino impreciso que Iván de la Nuez describe como un viaje “cuyas mayores posibilidades no apuntan a la flotación sino al hundimiento”.

Pese a la diversidad de criterios entre los escritores y pensadores existencialistas que conseguí leer en aquella época, todos compartían un mismo postulado, aparte de su común acuerdo acerca de que la existencia del hombre carecía de sentido debido a la presencia del fantasma de la muerte. Estos autores concebían a la sociedad como absurda e impenetrable por la razón, y entendían el concepto de libertad con relación a la capacidad que podía tener el individuo de eludir compromisos. De lo inútil que resultaba la relación del individuo con las demás personas que formaban el cuerpo social sólo eran conscientes unos pocos elegidos, una aristocracia de la inteligencia. La imprudencia juvenil —una de mis peores perversiones universitarias— me animó a asumir la postura inconveniente y conflictiva de proclamarme en público como uno más dentro de ese antagónico grupo de aristócratas.

En Sören Kierkegaard encontré de forma repetitiva el tema de la desesperación, un sentimiento que le acompañó durante toda su vida. Al hombre que padecía ese desaliento, como era mi propio caso, le aterrorizaba la aniquilación de su personalidad. El individuo debía aceptar la vida como absurda. La filosofía se había convertido en un método de contemplar la vida: el escepticismo. Kierkegaard se vio a sí mismo como un hombre que sería eternamente ignorado; creyó que la fe comenzaba allí donde terminaba el pensamiento. Nunca huyó de la sociedad, pero se proclamó como un intruso dentro de ella. El mundo era para él algo implacablemente hostil, y atacó todas las tentativas de mejorarlo y transformarlo en un lugar habitable. Afirmó que la única salvación era aceptar que el mundo carecía de sentido y que no merecía la pena cambiar nada, pues el resultado sería igualmente absurdo. Reconoció ser uno de ese pequeño y selecto grupo de personas capaces de entrar en relación con esa verdad alarmante. Para él, la libertad consistía en evadirse de todas las obligaciones que la sociedad podía imponer al individuo. Y esa liberación sólo era posible por medio del desprecio al imperativo de vivir en sociedad. En esa reacción de desprecio —mi negativa a formar parte de la masa disciplinada y comprometida, algo que sólo podía tener lugar en mi mente ya que resultaba un comportamiento imposible en la vida real— radicaba mi libertad y la del existencialismo, la única a la que yo tenía acceso a los diecisiete años.

Con Friedrich Nietzsche aprendí a sentirme como un rebelde solitario, un elemento antagónico entre la masa de los borregos humanos, la audiencia crónica que acudía a los discursos de los políticos, a los sermones religiosos, o encendía sus mecheros en los conciertos de cantautores acomodados al sistema que fatigaban los micrófonos y trepaban a los escenarios con esa expresión aburrida y despreocupada de quienes viven convencidos de haber nacido genios. Nietzsche pensaba que el hombre mundano era débil, manipulable y temeroso. En su libro Más allá del Bien y del Mal, fulminó las teorías del bienestar social, sustituyéndolas por el desprecio hacia la gente común: “Donde el populacho come y bebe, incluso donde hace reverencia, suele apestar”. Ridiculizó el concepto de que las gentes podían convivir en armonía: “La vida misma es apropiación, injuria, conquista del extraño y del débil, severidad e imposición de formas peculiares”. Soñaba con un héroe sobrehumano, una combinación de artista, filósofo, profeta y conquistador; un hombre que comprendiese de una vez que había que renunciar a toda acción colectiva y afirmar la libertad individual, aceptando la premisa de que la mayoría de los hombres merecían nuestro desprecio.

Karl Jaspers reconoció el peligro que representaba para el individuo vivir en cualquier tipo de organización social, algo que conducía a la eliminación de la individualidad. Aceptó con resignación la necesidad de esta forma de convivencia; pero propuso una filosofía de la existencia: vivir con la crisis dentro de un mundo corrupto, irracional y sin salida, afirmando la propia individualidad. Era una forma de impedir que el elemento fuese devorado por la masa. La filosofía de la existencia era un método de pensamiento por medio del cual el hombre buscaba convertirse en sí mismo. Ese hombre no debía desafiar a la sociedad porque ésta no le permitiría vivir en paz. Tenía que aguantar y colaborar, a menos que aceptase ser martirizado por el despotismo de la colectividad. Las pocas personas que eran capaces de comprender esta peculiar situación de convivencia formaban una aristocracia espiritual. Mientras Nietzsche estimó que estos aristócratas, con su voluntad de poderío, podrían dominar a latigazos a la sociedad borreguil, Jaspers no albergó esas esperanzas y creyó que no merecía la pena intentar ninguna forma de cambio o mejora en la sociedad. Mediante una introspección profunda en busca de la existencia, ofreció una libertad para los pocos que eran capaces de entender y aceptar el hecho de vivir en un mundo caótico que no podía cambiarse, pero en el que un hombre podía encontrar la postura adecuada. “El pensamiento filosófico”, dijo Jaspers, “es acción interior, es una apelación a la libertad, es una cita con la trascendencia”. La sociedad aparecía como el eterno enemigo del individuo. Y ya que el hombre era incapaz de desembarazarse de esa sociedad en la vida real, debía, al menos, hacerlo en su pensamiento.

Nada más apropiado para justificar mi tránsito personal por la realidad cubana de finales de los 60. E insisto en el término “tránsito” por lo que contiene de transitorio. Yo buscaba un método más que una doctrina, lo que Emilio Ichikawa define como “un estilo para ubicarse en el mundo de una manera beligerante”. En cierta ocasión, un antiguo compañero de la universidad, miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas, me dijo: “Tu problema es que no sientes amor por tu patria”. Los jóvenes comunistas y los agentes de policía compartían una insuficiencia común: ambos acababan paranoicos; en lugar de personas, sólo distinguían sospechosos. Quizás debido a mi escaso o inexistente pedigrí cubano (padre gallego y madre nacida y criada en las extensas praderas de Kansas y Oklahoma, hogar de los Doolin, los Dalton y los Guerrilleros de Quantrill), o al hecho de haberme parido en La Habana y haber empezado a balbucear mis primeras palabras en gallego o en inglés antes que en la versión cubana del castellano, o al haber estudiado la enseñanza primaria en un colegio como The Phillips School donde me contaban más historias de los generales Ulises Grant y George Armstrong Custer que de los más cercanos Antonio Maceo o Ignacio Agramonte. Yo sabía con exactitud dónde se hallaban Appomatox y Little Big Horn, pero no tenía muy claro dónde ubicar Dos Ríos o El Zanjón, todo lo cual puede producir un tremendo embrollo dentro del cráneo de un niño que se está formando, un cocido de sensaciones confusas que conducen, al menos en mi caso, al espacio vacío del desarraigo. No obstante, mi postura hacia los sentimientos patrióticos, al igual que hacia la fe religiosa (excluyendo los nacionalismos xenófobos y los fundamentalismos inquisidores), ha sido siempre de respetuosa indiferencia; el desprecio lo reservé para esos cataclismos de la historia que, si no fuera por su elevado coste, merecerían poco más que una hilaridad intermitente. Desde ese convencimiento escribí mi segunda novela publicada, El gran incendio (Tusquets Editores, 1989), en la que conté la crónica de un experimento revolucionario en la isla ficticia de Palmera, no como una epopeya, sino como un arrebato.

Con Sartre y Camus, el existencialismo se convirtió, finalmente, en la filosofía del escritor. Su punto de partida, al igual que el de sus precursores, fue la afirmación de que el mundo de la realidad era absurdo. En su ensayo de interpretación del mito de Sísifo, Camus ofreció su particular respuesta al absurdo de la vida: un hombre podía encontrar la libertad en su desprecio al mundo, aun cuando viviese en él. Ese desprecio era la mejor prueba de su independencia y de la afirmación de su personalidad individual. La tarea estéril y onerosa que los dioses habían impuesto a Sísifo de hacer rodar interminablemente una pesada piedra hasta la cima de una colina simbolizaba, para Camus, el absurdo de la vida. Sísifo encontró la libertad en su desprecio por esa tarea y por quienes se la habían impuesto. “No hay destino alguno que no pueda superarse con el desprecio”. En su obra El extranjero, aparece un tema recurrente en toda su producción literaria: la hipocresía de muchas gentes que condenaban al protagonista Meursault por su insensibilidad, pero que, en realidad, sentían el mismo egoísmo, por más que diesen muestras de ternura o de solidaridad, como una concesión a los convencionalismos sociales. Su idea de que todos los hombres vivían en el estado mental de quien se encuentra encerrado en una celda de condenado a muerte, en espera de su ejecución, se presentó como una filosofía de la crisis más que como la revelación de una verdad imponente que el resto de la humanidad se negaba a mirar cara a cara. Si para Kierkegaard la sociedad era el mundo entregado a la mediocridad, y para Nietzsche era un rebaño de ovejas que debía ser conducido a latigazos por un pastor imperioso, para Camus, esa misma sociedad era como una prostituta con la que un hombre libre podía tener trato, pero rechazando cualquier obligación que ella intentase imponerle. Marx dijo que la naturaleza, para ser dominada, debía ser obedecida, y que cada descubrimiento de una necesidad aumentaba el poder del hombre para transformar el mundo y alcanzar un nuevo nivel de libertad. Camus, en El hombre rebelde, refutó este criterio alegando que semejante reconocimiento de la necesidad era simplemente conformismo, una infracción de la libertad. Le escandalizó que Marx descubriese en el capitalismo las fuerzas en formación que habrían de reemplazarlo por el socialismo y advirtió que, con el socialismo y, luego, con el comunismo, se establecería un nuevo orden social que exigiría, en nombre de la historia, una nueva conformidad. La libertad de Camus, que era la mía propia, consistía en un acto de rebelión contra esa conformidad. No quería que su pensamiento se convirtiese en esclavo del dogma, y denunció el dominio del asesinato político, un hecho que los marxistas dejaban sin justificación –excepto con el consabido pretexto de futuro, que no era más que una nueva invocación a la fe. El héroe existencialista de La peste, Jean Tarrou, con ese anarquismo consustancial al existencialismo, pensaba que todo gobierno era despreciable: “Sé que no tengo sitio en el mundo. Me he condenado a un exilio que no acabará jamás. Dejo a los otros que hagan la historia”. El hecho de que el mundo ignorase lo que estaba ocurriendo en Orán durante la fatal epidemia demostraba su idea de que los seres humanos eran básicamente egocentristas; que la lucha contra la peste carecía de esperanzas era una prueba de que la historia no tenía sentido alguno. Cuando la peste desapareció, los hombres regresaron a sus placeres como si nada hubiese sucedido. La conclusión final de la novela es que los hombres no podían aprender nada porque no había nada nuevo que conocer.

A pesar de que Sartre subrayó el compromiso del hombre con su situación real e hizo recaer sobre sus hombros la responsabilidad de su existencia, en el fondo desconfiaba de sus potencialidades para el desarrollo armónico de la sociedad: “No puedo fundamentar mi confianza en la bondad humana o en el interés de los hombres por el bien de la sociedad, viendo que no hay una naturaleza humana que yo pueda tomar como fundamental”. En La náusea, el historiador Antoine Roquentin se sintió sobrecogido por la falta de sentido de la vida. La gente y la naturaleza se habían vuelto para él absolutamente repulsivos. Hay una escena en la que Roquentin defiende a un hombre que ha sido descubierto haciendo insinuaciones homosexuales a un muchacho. Al final de la acción, concluye: “De repente, estaba allí, claro como la luz del día. La existencia se había desvelado súbitamente a sí misma. La diversidad de las cosas era sólo una apariencia, un disfraz. Ese disfraz se había deshecho, descubriendo masas blandas, monstruosas; todo desnudo, en una desnudez terrible, obscena. Y sin formular nada claramente, yo comprendía que había encontrado la clave de mi existencia, la clave de mis náuseas, de mi propia vida. De hecho, todo lo que he podido comprender más tarde se reduce a aquel absurdo fundamental”. Roquentin sufría fantasías en la que sus órganos sexuales adoptaban aspectos repugnantes, como hojas peludas por las que trepaban insectos. Este intento del autor por desagradar tenía como propósito hacernos partícipes de su concepto del absurdo fundamental de la vida; por ejemplo, la bufonada de imaginar que un cuadrúmano metido dentro de un uniforme de policía pudiese manejar con soltura toda esta información para acusarme de existencialista, sin aludir al corte de pelo o al desaliño en el vestuario.

Sartre veía a la mayoría de los hombres como seres apáticos o confundidos. Sólo una minoría, la élite, había captado esa falta de sentido de la vida, y podía así obrar con libertad. Pero la rebeldía individual era impotente para cambiar nada. Con todo, sus tesis aparecieron como una bocanada de aire fresco, un parapeto ilusorio para escapar de la rutina del dogma y sus promotores, que habían convertido el discurso en una tonadilla frágil y monocorde. Este vacío perturbador de la palabra fue explicado algún tiempo después por el filósofo y lingüista francés Jacques Derrida. En el momento en que Derrida no encontró nada verdadero o estable en el modo en que el discurso se presentaba ante nosotros, alcanzó la fase genuinamente especulativa de la deconstrucción, ese punto al que Hegel definió como absoluta negatividad, la disolución de todo contenido. Para Derrida, el discurso encierra la paradoja de que el significado y la ausencia de significado son elementos intrínsecos a la escritura. La deconstrucción tiene como objetivo desarmar esa incoherencia sistemática. “ The scepticism that ends up with the bare abstraction of nothingness or emptiness cannot get any further from there, but must wait to see whether something new comes along and what it is, in order to throw it too into the same empty abyss”. ( Of Grammatology, p. 51).

Dentro de este inventario subversivo pude hallar un común denominador, una pauta herética para alejarme de la audiencia crónica manipulable por los patronos del dogma: el concepto de que la libertad del individuo radica en su capacidad para huir de todas las ataduras sociales y obligaciones externas. Fue este repliegue hacia el interior el que aprovechó Roberto Fernández Retamar para acusarme de “debilidades ideológicas” y provocar mi expulsión de la Universidad de La Habana, después de haber escondido los manuscritos de mi novela Esta tarde se pone el sol para que no la leyese el jurado del Premio Casa de las Américas 1973, porque se trataba de un libro que contaba la historia de unos muchachos que no encajaban en la horma de hombre nuevo elaborada por Ernesto Guevara: unos chicos de Atabey y de El Vedado que vestían como “existencialistas”, escuchaban la música de Los Beatles, y que, en aquel verano del 67, calcaban unos modelos que nada tenían en común con aquellos rostros enmarcados o pegados con chinchetas en unos tablones de madera llamados Galerías de Mártires y colocados a la entrada de cualquier sitio.

La posibilidad de actuar con libertad dentro de Cuba parte del distanciamiento de las personas con las cuales el individuo no tiene más remedio que relacionarse. El hombre debe actuar sólo para sí mismo y poner a salvo su integridad, ya que todos los preceptos morales y políticos convencionales son hipocresía pura, proclamados por una sociedad que no duda en violar cualesquiera de ellos, pues siempre se puede encontrar una buena excusa que justifique la anarquía de la doble moral. Para el individuo, por tanto, cualquier acción es permisible, si se lleva a cabo como una muestra de primacía del elemento frente a la masa, como una afirmación de desprecio a la sociedad (entiéndase al modelo de sociedad que se creó en Cuba durante los años 60, y que aún perdura) y como una búsqueda de la integridad individual, la integridad del eterno rebelde.

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