Buena letra

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Fábula de un hombre fiel

Luis Manuel García

Tomás Gutiérrez Alea

Volver sobre mis pasos

Una selección epistolar de Mirtha Ibarra

Ediciones y Publicaciones Autor SRL

Madrid, 2007, 514 pp.

ISBN: 978-84-8048-737-5

You taught me language

And my profit on’t

Is, I know how to curse.

William Shakespeare

Calibán a Próspero en La tempestad

Las autocracias, especialmente las que dimanan de las revoluciones, establecen el grosor exacto de lo aceptable y, una vez ajustada la maquinaria del poder, hacen pasar a la sociedad entre sus cuchillas. El resultado: cómplices, fieles y obedientes. Cualquier otro producto es un error fabril que debe ser reciclado o, en el peor de los casos, desechado.

El epistolario de Tomás Gutiérrez Alea es la fábula de un hombre que quiso soñar en imágenes y que invirtió en ello sus certezas y, sobre todo, sus dudas. Es una historia de amor. Y son, también, las aventuras y desventuras de un hombre fiel que, como Calibán, aprendió a maldecir.

Es imposible deslindar con exactitud la trayectoria del creador, sus dudas, inconformidades, certezas y errores —vale la pena leer todas sus dudas sobre el arte en la Revolución, escritas en 1971—, del homo histórico, imbuido desde muy joven de las ideas de redención social, y fiel a ellas durante toda su vida, a pesar de los errores, vilezas y crímenes cometidos en su nombre. Quizás Titón no llegara a conocer/aceptar los crímenes, pero sí maldijo empecinadamente (con todas sus consecuencias) los errores y vilezas, sin abandonar una fe por momentos más parecida a una religión que a una ideología.

Quienes deseen conocer mejor los mecanismos creativos del artista encontrarán aquí las cartas de su período en Roma, el entusiasmo, el descubrimiento, el aprendizaje. Su deslumbramiento con el neorrealismo italiano, un cine valioso y barato; cine del Tercer Mundo europeo cuyos mecanismos de creación podían ser extrapolados al resto del Tercer Mundo. Aquí están sus dudas y peripecias durante la filmación de la batalla de Santa Clara, que se incluye en Historias de la Revolución, una película que catalogó apenas como un ensayo, pero donde insertó por primera vez, por razones de presupuesto, fragmentos documentales en la ficción, algo que se convertiría en un procedimiento recurrente en su filmografía. Aparece su sensación de ser ajeno a esa película, y su total extrañamiento respecto a Cumbite. Detalla el proyecto de filmar El arpa y la sombra, y cómo, al cabo de una vida, Memorias del subdesarrollo y La última cena son los filmes donde encontró un justo equilibrio entre lo que quería decir y el modo de hacerlo; en consonancia con su propuesta de un cine subversivo desde el poder, visualmente interesante. Un cine que, al menos en los casos de Memorias…, La última cena y Los sobrevivientes, consiguió el nivel de ambigüedad suficiente para suscitar, en sucesivas generaciones de espectadores, renovadas lecturas.

En estas cartas está también su propuesta de implementar (además del cine como arte) un “cine marginal” que sea herramienta de indagación de la realidad. Y fomentar un clima propicio para la aparición de una filmografía de calidad que fuera no sólo un “arma de la Revolución”, sino, sobre todo, arte. Y sus métodos de trabajo, como cuando, en carta a Leo Brouwer le propone, partiendo de sus conocimientos musicales, hacer en paralelo Los sobrevivientes y la música de la película.

Asistimos a su angustiosa necesidad de mantenerse al día en un país tapiado, de ahí sus incesantes peticiones de libros y revistas culturales a editores y amigos. Quiso abrir ventanas en todas direcciones: invitó a trabajar en Cuba a escritores como Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, a directores como Carlos Saura, a quien dispensa una admiración no acrítica, aunque siempre transitada por la amistad. Se proponía acercar el mundo a la Isla, y ponerlo en contacto con la Revolución, con la certeza de que ello atraería amigos, levantaría puentes, derogaría los muros edificados por “el enemigo”. En los últimos años de su vida, ya Titón había descubierto que el muro era una coproducción, y que los albañiles de adentro renovaban de inmediato cualquier grieta que anunciara derrumbe.

Próximo al Partido Socialista Popular desde 1948, participó en la lucha clandestina en los 50, y su adhesión a la Revolución fue total desde el primer momento. Una carta a Saulius, el hijo de su esposa Mirtha Ibarra, en 1991, cuenta una versión casi oficial de la historia de Cuba y añade que “los jóvenes, entonces, nos sentíamos poderosos e invencibles y, además, sabíamos que teníamos la razón. Y eso era cierto en aquellos primeros años”. En 1964 afirmó: “Se estaba con la Revolución por razones emotivas principalmente. A partir de entonces, se mantiene uno con la Revolución cada vez más por motivos racionales”. Y habla de errores, de los sinsabores y el sufrimiento cotidiano, y de que el sentido de la vida es vivirla. Y la vida es, para él, una experiencia indisociable de la Revolución, ese “gran acto de justicia” en cuyo nombre tiene que convivir “con pequeñas injusticias cotidianas”. En 1969 escribió: “Este es un lugar maravilloso y terrible al mismo tiempo (…) la vida cotidiana se hace molesta y fea (…) puede llevarte a situaciones amargas”. Y él no quiere conformarse con esas injusticias (a veces no tan pequeñas, aclara), pero, al mismo tiempo, no quiere hacer nada que perjudique a la Revolución. Ese es el terrible dilema de muchos hombres honestos de su generación, desgarrados entre su sentido de la justicia y su juramento de lealtad a la Revolución, aunque de ésta fuera quedando, con el tiempo, apenas la cáscara retórica.

De ahí que en carta escrita a Néstor Almendros en 1966 no lo acuse de traidor, sino que lo felicita por abrirse paso en el cine francés; le promete el envío de la revista Cine Cubano y le cuenta que a su paso por París evitó encontrarse con él para que una discusión política no dejara “maltrecho el afecto”. Y es el mismo Titón que en 1987 dice a Edmundo Desnoes que Conducta impropia es un filme deshonesto y mediocre, obviando la terrible realidad que revela.

Pero su adhesión nunca fue acrítica. Por estas páginas no sólo discurren los grandes acontecimientos históricos: el juicio de Marcos Rodríguez, los debates culturales, como el de Alfredo Guevara con Blas Roca y el de Titón con Julio García Espinosa en 1965; también sus discrepancias sobre la política cultural, especialmente la del ICAIC. El 3 de junio del 61, Alea renunció como consejero del ICAIC, y en esa carta hace constar su desacuerdo sobre cómo se manejó el caso de PM, sin que él participase en un comunicado oficial de la directiva, aun cuando formaba parte de la comisión que evaluó la película. Su memorando del 25 de mayo de 1961 a Alfredo Guevara, “Asuntos generales del Instituto”, toca prácticamente todas las llagas que asolarían durante medio siglo la cultura y la vida cubana: la ultracentralización de la toma de decisiones, que termina creando un cuello de botella que entorpece el trabajo; el escamoteo y la ocultación de información para evitar que los creadores “se contaminen” de algún virus capitalista; la cúpula autodesignada para decidir quién puede leer, o ver, esto o aquello sin mancharse; el monopolio estético, pues todas las obras deberán pasar por el filtro del gusto de una sola persona; la tendencia a pensar por los demás e imponer ideas; la minimización de los márgenes de libertad y la falta de confianza en las personas, con su corolario: la supervisión excesiva que ralentiza y castra el trabajo, mata la pasión artística y crea un clima opresivo.

Por eso no es raro que Memorias del subdesarrollo saliera adelante gracias a la intervención personal de Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la República; que su película El encuentro fuera paralizada; que entrara en conflicto con el censor Mario Rodríguez Alemán; que algunas de sus películas fueran engavetadas y otras fueran llevadas a pasear por diferentes festivales internacionales de la mano de funcionarios y burócratas, sin comunicarlo siquiera a su director, o que prosperara, con la anuencia de Guevara, el caso de suplantación realizado por Santiago Álvarez al apropiarse del crédito de realización de Muerte al Invasor, dirigido y editado por Titón. En carta de 1977 a Alfredo Guevara, Titón reconoce que las relaciones entre ambos han dejado de existir hace tiempo, a pesar de lo cual le escribe para aclarar cosas en aras del trabajo. Desgrana, entonces, un rosario de miserias y ostracismo a los que ha sido sometido, sus cinco años completos sin viajar, ni siquiera para llevar sus películas, e incluso la posibilidad de irse del ICAIC y no hacer más cine. Es comprensible entonces que Alfredo Guevara ejerciera todas las presiones posibles para que la Fundación Autor no publicara este libro.

A pesar de todo, Titón escribió que “Hemos tropezado repetidas veces con la misma piedra (…) el camino que queda por delante es mucho más largo que como lo soñamos (…) hemos llegado hasta aquí con una rara dignidad. Y una profunda sensación de que estamos vivos”. Ya en los 90, Titón comprendía que aquello que seguíamos llamando Revolución por pura costumbre no era el ecosistema propicio para el talento honrado, pero sí la coartada perfecta para el oportunismo y la ambición. Aun así, una certeza que ya había escrito en 1969 no lo abandonó nunca: “aquí es posible encontrar la fuerza para vivir, luchar, descubrir un sentido a la vida, ser… ¿feliz?”.

El Libro y el Comentarista

Jorge Luis Arcos

José Manuel Prieto

Rex

Anagrama, 2007, 231 pp.

ISBN: 9788433 971500

Amparado en una tradición judeocristiana, Rex, la última novela del narrador cubano José Manuel Prieto (antes había publicado las novelas Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, así como el volumen de cuentos Nunca antes habías visto el rojo), insiste en construir un universo narrativo en los márgenes del corpus de la narrativa insular o, al revés, ¿confinar a ésta a la periferia de la narrativa contemporánea? o ¿sacarla de ese pantano en que se enlodó, con las excepciones de rigor, durante la llamada época revolucionaria? El autor, en todo caso, apuesta, desde el mismo principio de la novela, como buen lector de literatura astrofísica, por tratar de encarnar con ella en una suerte de singularidad cósmica. Y es ese agón el que le confiere a su propuesta narrativa toda la tensión, la intensidad y el sentido con que debe ser leída su novela.

Con inevitable y socorrida ironía, el autor somete a crítica la tradición canónica del mundo occidental, con un experimento narrativo en la estela cognitiva de un Harold Bloom. Pero ya su referente directo no es el Libro por antonomasia de esa tradición, la Biblia o las Sagradas Escrituras, sino otro perteneciente a la llamada edad caótica, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y es en ese salto de lo Divino a lo Profano, donde se sustenta la cosmovisión contemporánea de la novela.

Un joven de origen hispano (no sabemos que es cubano hasta el final de la trama) es contratado como preceptor del hijo de un matrimonio de enriquecidos mafiosos rusos, traficantes de diamantes falsos, escondidos en una lujosa casa de la playa española de Marbella. Luego de encontrarse, accidentalmente, un diamante en el jardín y sopesar las consecuencias de verse envuelto en una peligrosa trama de novela negra, el extraño preceptor, en vez de huir con su inusitado e imprevisto botín, decide subir la parada y, con ánimo de enriquecerse (¿por amor también?), les construye una falsa identidad a sus contratistas, convirtiéndolos en aspirantes al trono perdido de los zares…

Sólo un pícaro, un cubano delirante en las postrimerías del siglo XX (1997, se precisa), que ha decidido exiliarse de su país de origen pero que, asimismo, ha vivido la caída del imperio soviético, puede imaginar siquiera un proyecto tan descabellado. Como un mafioso más (pretende engañar a la mafia, al menos), el erudito, aunque fanático, preceptor quiere que su Libro cósmico (el de Proust) le otorgue la sabiduría necesaria para encontrarle, por fin, un sentido a su destino de errante extranjero pobre, paria del siglo XX.

Enamorado del mundo aristocrático, frívolo y maravilloso del Escritor (Proust), el preceptor, también Comentarista (Borges), desarrolla un interesante contrapunto entre el Escritor y el Comentarista, entre el Cosmos y el Caos, entre el Escritor primigenio y el Derivado, entre la Semejanza y la Imagen (diría Lezama), entre el Cuerpo y su Sombra, entre la Realidad y la Imagen, entre la Verdad y la Impostura, que a este lector, ciertamente, le fascinó desde el mismo principio de la novela. Con una ambigüedad a lo Nabokov, a veces, se confunden las fronteras (vanidad e ironía mediante) y el Escritor puede confundirse con el Autor o Narrador o Preceptor…, nunca con el Comentarista, porque, a menudo, se critica sin piedad la índole segundona, epigonal, derivada, casi apócrifa del comentarista (como condenado a perpetrar marginalias)… Es ese juego el que motivó mi fascinación original. No en balde sólo se citan (o se alude a) como pariguales de Proust (muy superior para el narrador a Flaubert), a Homero, Shakespeare, Milton, acaso, también, Cervantes, Víctor Hugo, Dostoievski, Kafka, Bloch… Aunque también, dentro de esta escala de genios, se nombra a Einstein, Kierkegaard, Bach, Mozart, Chuangtsu…, y como comentaristas, junto a Borges, a De Quincey, Hugo de San Víctor, Pedro Helie… Como franco escritor menor, a H. G. Wells

Sin embargo, la expectativa que crea es muy alta, acaso demasiado ambiciosa: nada menos que puedan confluir las dos tramas: el mundo alto, casi cosmogónico, metafísico, aristocrático del Libro y el Escritor, con el mundo bajo, melodramático, pícaro o rufianesco que conforma la otra trama de la novela. Pero, como sí sucede en El nombre de la rosa, por ejemplo, aquí todo falla; la trama se torna demasiado enfática y hasta previsible, y este lector, fascinado en un principio, terminó aburrido, y a duras penas, la lectura de la novela.

Claro que cuando escribo este duro juicio final, tengo que advertir que lo hago, sobre todo, motivado por lo grande que fue mi caída como cándido lector. ¿Tratará también de eso la novela: la derrota de un lector tradicional? Una prosa a menudo brillante, una desenvoltura ensayística poco común, una capacidad narrativa casi de estirpe cuántica (por su capacidad para crear una urdimbre casi microscópica), una atmósfera, a ratos, de indudable raíz poética, un sabio manejo de la ironía, y un derroche de sabiduría metanarrativa, también a la luz de una crítica a una tradición canónica, hacen de la lectura de este libro una experiencia singular.

Aunque el autor parece querer evitar durante casi todo el libro cualquier referencia que vincule la trama (¡y hasta al mismo autor!) con su país de origen: Cuba, al final, cede (¿acaso habría sido mejor no hacerlo?), y el preceptor se reconoce cubano cuando es sometido a una golpiza en una estación de policía. Esta sórdida escena es el tributo que con legítima roña e inocultable desdén dedica el autor a su maltrecha isla de nacimiento, aunque reconozca, casi con amargura, que es únicamente en ese minúsculo territorio donde puede no sentirse extranjero… El otro momento de irónico reconocimiento identitario sucede cuando el preceptor envía a buscar ¡a la Cuba de 1997! el presumiblemente glamoroso traje negro con que asistirá a la fiesta de consagración de los aspirantes al trono derruido de los zares…, fiesta, por cierto, donde pretende hacer confluir las dos líneas argumentales de la novela ya aludidas.

Por cierto, imaginar siquiera la posibilidad, dentro de la libre invención de una novela, de que pueda considerarse plausible esta reinstauración de la realeza de la Moscovia por unos aspirantes a mafiosos rusos, sin hacer la menor referencia a los 70 años de época comunista, como tampoco el narrador-preceptor hace ninguna referencia a la dilatada época castrista, ¿no es como condenarlas a un mero hiato (“Como si el intervalo entre 1917 y hoy no existiera…”, dice), “una pausa en la obra de la nada” (diría Cortázar), un tiempo ya olvidado, aunque con indudables consecuencias para un imprevisto futuro? Hay como una oscura venganza de un oscuro demiurgo (el poder del Escritor) en este escenario novelado, en este otro posible universo, en este olvido furioso, en este, a la postre acaso, nuevo nacimiento…

Este tipo de juego literario lleno de ironía, de inocultable rencor, de casi ostentosa frivolidad (pero ¿no decía Cioran que “sólo intimamos verdaderamente con la vida cuando decimo” —de todo corazón— “una frivolidad”), de una enajenación identitaria a lo Zequeira, quien en su poética y singular locura, no sólo creía que al ponerse el sombrero se volvía invisible, sino que era el heredero de las borbónicas joyas de la Corona, y se debatió siempre entre su orgullosa procedencia aristocrática y un presente mezquino y, para él, ruinoso, lleno de petimetres (los frívolos jóvenes ricos criollos); este tipo de juego, insisto, es lo mejor de la novela de Prieto, quien, como otro mestizo cultural insular, Guillermo Cabrera Infante, hace un indudable aporte cosmovisivo ya no sólo a la índole misma de esa controvertida y casi esquizofrénica imagen de lo cubano, sino, acaso a un contemporáneo homo luden, pero también a la imagen de ese hombre-residuo, marginal de las postrimerías de la edad caótica: extranjero, transterrado, pícaro, impostor, casi travestista, mezcla innombrable de americano-ruso-español-cubano, producto de una globalización avasalladora. Como un Borges insular, como un comentarista corrosivo, el autor apuesta por la relectura contraria a la que hace Roberto Fernández Retamar de La tempestad, de Shakespeare (aludida en la novela, por cierto), pues ¿qué nuevo y sorpresivo Calibán o Próspero es este?

Un crítico ha aventurado que Rex es una afortunada mezcla de Proust y Los Soprano. Sin embargo, aparte de la espléndida relectura de Proust, sus personajes no son rusos sino un irónico remedo de la imagen (porque no de otra cosa se trata: imagen de otra imagen, sombra de otra sombra) de sus pariguales italonorteamericanos. En el fondo, tan patético resulta el cubanito preceptor como los falsos mafiosos rusos, cuyo fondo de legitimación habría que buscarlo acaso en un Juan Criollo, a lo Loveira —en realidad, nuevo pícaro, novísimo producto (residuo) de la era castrista, reverso de su pretendido y kitsch Hombre Nuevo—, o en ese pozo insondable de la imaginería popular rusa que tantos tipos literarios ha creado desde Gogol y Chéjov hasta Bulgákov y Nabokov…

Tiene también la novela partes espléndidas, casi autónomas, como el personaje casi neoplatónico de Nelly, convertida en espléndida, turbia, inquietante y atractiva mujer-pájaro… O hay algo íntimo, poético, afectivo, casi inasible (y trágico), en las lecciones que le da el preceptor a Petia (el hijo de los “mafiosos” rusos), su constante interlocutor, que a mí me recordaba esa entrañable relación del narrador (Homero) en La Odisea, cuando dice reiteradamente: “Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo….”, cuando este último se dirige a Odiseo…

La cita que preside la novela, del obispo Berkeley, como ejemplo del más consecuente idealismo subjetivo (“Las cosas son tal como se perciben”), invita a leer la novela sin prejuicios ideológicos, como mera o suprema invención de una mente en libertad, de una mente o conciencia o tipo de percepción que, según las últimas teorías cuánticas, cambia lo que mira, lo que supone un universo participativo, pero también tembloroso, clandestino, casi irreal, lo cual le confiere a la imaginación un papel casi decisivo en la conformación de un universo narrativo autónomo, aunque, ¿por qué no?, también de una osada apuesta sobre el sentido último de la vida. Esa cita es casi como un soplo de una pavorosa o poderosa nada sobre toda la novela, pero de una nada que puede convertirse, como energía poética, más que “la necesidad”, en “inventora suprema de las cosas”.

En fin, juzgue el lector por sí mismo esta extraña novela ¿cubana?, sí, cubana, pero como escandaloso y necesario reverso, por enfático defecto, por clamorosa relectura de una historia apócrifa o por atrevida apuesta anticipatoria de un sombrío o lúdico futuro.

La casa musical y su silencio

Reinaldo García Ramos

Germán Guerra

Libro de silencio.

Ediciones EntreRíos,

Los Ángeles / Las Vegas / Miami, 2007

78 pp.

Germán Guerra es, desde hace mucho tiempo, una presencia sólida y necesaria en los medios donde se gesta, se imprime y se lee poesía en español en Miami, una ciudad que (valga destacarlo) va dejando de ser un refugio eminentemente cubano para transformarse cada vez más en un baluarte y un reflejo de la vida intelectual y artística latinoamericana en el sur de Estados Unidos. Con su trabajo talentoso, Germán se ha ganado ese sólido prestigio como poeta y editor de poetas. Desde 1998, cuando publicó su primer poemario ( Metal) y fundó la Colección Strumento, con su cuaderno Dos poemas, su labor ha estado echando raíces y causando repercusiones en los círculos literarios de Miami y del exilio en general. Nadie que se mueva en esos círculos ha dejado de recibir en los últimos años la energía beneficiosa de su labor como poeta y como artesano cuidadoso de libros de poesía. Y ese hecho se evidencia ahora con brillantez en los hermosos volúmenes de las Ediciones EntreRíos, el producto del esfuerzo colectivo de un grupo de escritores que colaboran con Germán, pero también, en gran medida, la cristalización de ese proceso que él inició hace casi diez años con la Colección Strumento.

Por eso, Libro de silencio, el poemario que Germán nos entrega hoy, es, ante todo, un objeto que da placer tocar, oler, acariciar, hojear lentamente: es un ejemplo de lo que debe ser un libro de poesía en términos de edición, desde la elección del peso y el color del papel y la cartulina empleados hasta los componentes gráficos (la tipografía, la organización de los textos, los espacios, las páginas en blanco y, claro está, los grabados con que se ha ilustrado, que en este caso se deben al artista Jorge Luis Mata). La delicadeza, el equilibrio y el buen gusto predominan en sus páginas.

Pero también es un libro que da placer leer, que produce un efecto encantador en quien lo abre y va buscando la voz del autor. Y en eso también es un ejemplo: son textos cuya lectura se disfruta, sin estridencias, sin saltos de equilibrista en la cuerda floja. Al contrario, el encanto proviene de una armonía intrínseca, no desprovista de tensiones o drama, pero aferrada siempre al hecho de que la poesía es música, canciones de un coro encerrado en el alma del autor, con tonalidades que pueden ser afiladas o tenues, bruscas o melodiosas, pero siempre armónicas.

Lo he leído varias veces y, a grandes rasgos, mi sensación es que se trata de un libro-laberinto, un laberinto que funciona como una casa musical, en la que los temas aparecen y se esfuman, vuelven y cambian de sentido, y van también entregando diferentes direcciones a las mismas palabras. Aunque Germán dice “ya no guardo memorias del camino”, pronto nos damos cuenta de que el camino ha dejado sus marcas, las que aparecen cuando esas palabras cambiantes revelan su sonido final, como la destilación en los techos de una gruta. En cada vuelta de ese camino, como en Hansel y Gretel, el autor nos va dejando unas señales que nos guían, unas palabras clave que nos van acompañando como los contrapuntos de una sonata: CASA (“que no tengo”, “que nunca será mía”), PALABRAS (“un largo muro de palabras”), SILENCIO (“silencio del silencio”, “una página en blanco y el silencio”), SOLEDAD / SOLEDADES (“soledad de la palabra en el silencio del poema”), HOMBRE (“crece rodeado de silencios y palabras”). Esos vocablos se van entretejiendo, y cuando desembocamos en el poema Testamento, el poeta nos confiesa que sólo posee “este bracear sin rumbo / entre la soledad, los hombres y el silencio”.

Esa estructura de imágenes cambiantes en una casa musical no es, desde luego, gratuita; está en función de un mensaje difícil de exponer, que busca soluciones pero sabe de antemano que no siempre las hay. En el poema “Ante los hombres”hay un rostro encerrado en un lienzo (“aquí está mi rostro, detenido en el arte”) que tiene ante sí a una mujer que llora y que trata de contemplar ese lienzo, detenida también (“me es dado ver en sus ojos los ojos de la muerte”) y un poeta que “fija sus ojos ciegos en los míos”. Tres miradas que van y vienen, imaginarias o reales, ojos que ven o que no ven, juego de espejos impasible y trágico. En esas miradas o, más bien, en lo que buscan esas miradas, creo que podemos encontrar la génesis central de este poemario, lo que coloca su gesto en la violencia de la vida.

Y eso se ve con claridad en el poema en prosa “Wilhelm Tell”: el padre busca al hijo para probar su fuerza, su valor, y el hijo busca al padre que es otro hijo que busca al padre. Ambos plantean la misma pregunta, se cuestionan sobre la perpetuidad de los silencios y las palabras. Pero la vida no se detiene; el hijo crece, la flecha mata, y no sabemos si el que muere es un hijo o un padre. Ahí está el lema interno de estos versos. El poemario está dedicado por el autor a su padre y se abre con un epígrafe de Eliseo Diego: “En medio de una rugiente avalancha de luz está mi padre”. El poeta, que ha perdido a un hijo, busca a un padre, que lo ha perdido a él, y evoca a ese padre casi mítico en el último texto del libro, “su presencia en los rincones de luz, en la luz de todas las mañanas”. Y concluye con: “ya no hay voz martillando sueños en el polvo, sobre la frente de los hombres, y sigo, en silencio, el camino de la noche”. Al final, se restablece el silencio que es sonido y es voz.

Una perdurable tradición cubana

Víctor Batista

Araceli Tinajero

El lector de tabaquería:

Historia de una tradición cubana

Editorial Verbum

Madrid, 2007, 259 pp.

ISBN: 978-84-7962-392-0

El tabaco, entre nosotros, siempre ha estado vinculado a la literatura. Nos lo recuerda la autora de este libro al enumerar los nombres de marcas que provienen de la literatura: Don Quijote, Romeo y Julieta, Montecristo… etc. Pero la literatura, cuando se ha interesado en el mundo del tabaco, rara vez lo ha hecho en el del lector de tabaquería. La Tribuna (1882), de Emilia Pardo Bazán —a la cual Araceli Tinajero le dedica un capítulo en este libro— es la primera novela donde la protagonista es una lectora. Y, recientemente, han aparecido obras en Estados Unidos ( Ana en el Trópico), de Nilo Cruz, o Las hermanas Agüero, de Cristina García, entre otras, analizadas por la autora), donde el lector de tabaquería también adquiere protagonismo. Nadie hasta ahora, sin embargo, se había propuesto la hazaña —debido a la falta de fuentes documentales— de historiar esta secular institución cubana. Araceli Tinajero la ha logrado con este libro —que recibió Mención honorífica en la categoría de ensayo histórico-social del Premio Casa de las Américas, La Habana, 2006)— sobre la base de una acuciosa investigación bibliográfica y, sobre todo, de un exhaustivo trabajo de campo.

La lectura en las tabaquerías se inicia en Cuba durante los años 60 del siglo XIX. Tinajero dice:

La idea de la lectura en voz alta en el lugar de trabajo fue del viajero español Jacinto de Salas y Quiroga (…) cuando visitó Cuba en 1839. Salas y Quiroga hizo una excursión a un cafetal y al ver allí a los esclavos escogiendo diferente granos de café se le ocurrió la idea (…) A principios de los años sesenta esa idea se implementó primero en las cárceles de La Habana, donde se escuchaba la lectura después de las labores diarias. Como varios de los presos eran tabaqueros que recibían visitas continuas de sus colegas, en las tabaquerías pronto se supo de las lecturas y eso inspiró a los trabajadores a instituirla” (p. 34).

Es irónico que quienes, desde la sublevación de los vegueros contra un monopolio estatal en el siglo XVIII, han simbolizado la libertad y la rebeldía, se hayan inspirado en una medida carcelaria —que provenía a su vez de los conventos y monasterios medievales— para su iniciativa progresista. La tarea educativa que se proponían —apoyados en un principio por publicaciones del prestigio de La Aurora, de Saturnino Martínez, y El Siglo, del Conde de Pozos Dulces— era de muy altos vuelos. Ellos se encargaron de la selección y manutención de lo que llegó a constituirse en una clase profesional de “lectores”, que respondía a sus inquietudes. Y esa feliz conjunción permitió que los tabaqueros, tanto propietarios como obreros, tuvieran un papel destacado en las guerras de independencia y en la formación de la identidad nacional.

Desde sus inicios, y a lo largo del siglo XIX, la lectura se vio amenazada por diversas razones. Por una parte, se pensaba que distraería a los trabajadores de sus labores. Pero fue todo lo contrario, los disciplinaba y silenciaba y, como consecuencia, aumentaba la producción. En realidad, creó conciencia cívica y laboral entre ellos. Era, por tanto, una amenaza para el gobierno colonial y para los dueños de fábricas injustos con sus trabajadores. A partir de la guerra del 68, el capitán general Lersundi prohibió la lectura de textos políticos en las fábricas.

Fue entonces cuando, con la emigración a Estados Unidos y el traslado de muchas fábricas a Cayo Hueso y Tampa, la lectura en tabaquerías alcanzó su momento de máximo esplendor. Los tabaqueros apoyaron, ideológica y económicamente,la causa independentista. Y la labor de los lectores fue imprescindible para hacerles llegar el mensaje revolucionario (“Gracias a los lectores, José Martí pisó tierra tampeña”). Es legendaria la figura de Martí arengando a los tabaqueros desde la tribuna del lector.

En el siglo XX, aparece una nueva amenaza para los lectores de tabaquería: la tecnológica, más letal que la ideológica. Fuera de Cuba, una combinación de ambas provocó la práctica desaparición del lector. No se trataba sólo de sobrevivir a una rígida censura, destinada a impedir la difusión de propaganda anarquista o comunista, y las consecuentes huelgas y disturbios (en 1931, quedó definitivamente prohibida la lectura en todo el territorio de Estados Unidos), sino a la mecanización, a la introducción del micrófono y, sobre todo, de la radio. En México, la lectura, que fue llevada por cubanos y españoles durante el decenio de 1868 al estado de Veracruz, tuvo corta vida. Allí siempre se impuso la censura, pero fue la radio la que terminó por reemplazar al lector. La República Dominicana es el único país fuera de Cuba donde todavía se practica la lectura. La autora precisa: “todavía existe un lector activo en ese país”. Por último, Tinajero dedica un capítulo a la trayectoria ejemplar de Luisa Capetillo, escritora y líder obrera puertorriqueña que fue lectora en Puerto Rico, Tampa y Nueva York a principios de siglo.

En Cuba, durante la República no hubo censura. Eran los tabaqueros mismos los que, siguiendo la tradición, elegían los textos y pagaban a los lectores. Pero ellos no recibían el reconocimiento social que merecían. Tinajero dice:

Aunque se publicaron lúcidos estudios sobre el tabaco, su historia, cultura y literatura, el lector aparece solamente de vez en cuando, como si fuera solamente una figura de antaño…

De hecho en los años veinte y treinta, la radio comenzó a ser una verdadera amenaza para la lectura, pero no del todo. De las treinta y cuatro fábricas que había en la Habana, más de la mitad se negaba a tener una radio instalada. Los tabaqueros preferían escuchar al lector. Pero eso no es todo: las fábricas que tenían una radio eran americanas. Por otra parte, las tabaquerías más antiguas, como la fábrica Partagás –que no era de capital americano– con su celosa y orgullosa tradición de la lectura, prohibió la instalación de una radio (pp. 185-189).

A partir de 1959, en Cuba el lector pasó a ser un empleado del Estado, y a recibir un salario fijo. Pero los tabaqueros siguen seleccionando la lectura —aunque controlada por el Estado— y , salvo por los periódicos, pocos textos políticos son elegidos. La presencia de la radio, por otra parte, no es decisiva; de 230 lectores que hay en toda la Isla, sólo 89 cuentan con una radio base que funcione. Una novedad es que, actualmente, más mujeres que hombres trabajan en el sector tabacalero. De los 230 lectores, 137 son mujeres y 97, hombres. Según la autora, en la Revolución el lector se ha convertido en una parte importante de la vida cultural de los tabaqueros; su función se ha ampliado, para incluir la promoción de diversas actividades culturales. En el verano de 2000, se llevó a cabo el primer encuentro de lectores a nivel nacional. Hasta entonces, no se conocían entre sí. Por primera vez, se empieza a reconocer su importancia en la historia cultural del país.

Siempre se ha sabido que el tabaquero tenía un nivel cultural superior al del resto de la clase obrera en Cuba —su índice de alfabetización era mucho más alto—, y muy superior al de los tabaqueros de otros países. Sólo la criba de una enorme cantidad y variedad de lecturas podría dar una idea de cuál ha sido ese nivel. Pero, debido a la falta de catálogos y registros, Tinajero se ha valido fundamentalmente de testimonios personales. La autora se pregunta: “¿qué es lo que se ha leído y releído?”. Y uno no puede menos que sorprenderse e intrigarse sobre el efecto que ciertas lecturas habrían provocado en sus oyentes. Por ejemplo, la lectura de Schopenhauer que hizo Ramiro de Maeztu en una fábrica de La Habana a fines del siglo XIX. O los textos de Lezama Lima y Virgilio Peñera durante la Revolución. Sobre estas inesperadas lecturas no constan comentarios. Un lector confiesa, sin embargo: “llegué a leer a Alejo Carpentier, pero casi no gustó, su estilo es muy barroco y muy difícil”.

A pesar de todo, la autora adelanta una opinión: “¿por qué Los miserables y El conde de Montecristo han sido los libros que se han escuchado con más fervor?”. Aparte de la razón obvia de que es una lectura amena y edificante, hay seguramente otras razones. De Jean Valjean, el protagonista de Los miserables —que sufrió prisión y se refugió en un convento—, Tinajero dice: “Para Juan, la cárcel y el convento eran muy similares: ambos eran lugar de cautiverio”, pero apostilla con palabras del propio Víctor Hugo: “En el primero, el hombre estaba sólo encadenado por una cadena, en el segundo, por la fe”. Y son esos, ni más ni menos, los complejos y contradictorios antecedentes de la lectura en voz alta en las tabaquerías. ¿No será que al tabaquero le anima, a pesar de todo, un inalcanzable anhelo de libertad?

Una novela oral

Julio Rodríguez Luis

Eugenio Suárez-Galbán Guerra

Cuando llevábamos un sueño en cada trenza

Kailas Editorial, Madrid, 2007

226 pp. ISBN: 13: 978-84-89624-27-6

Esta novela del escritor canario-cubano Eugenio Suárez-Galbán consigue darnos una animada visión de la sociedad contemporánea española, y, más específicamente, madrileña, a través de las voces de varias mujeres. Se trata de una novela primordialmente oral, en la cual escuchamos hablar de principio a fin a los personajes, sin que apenas se narren sus acciones: es a través de sus voces que se va armando la acción y se desarrolla la trama. Suárez-Galbán, como lo ha demostrado ya en obras anteriores (la novela Balada de la guerra hermosa, los cuentos de Como una brisa triste y Los potros de bárbaros atilas), posee un oído realmente extraordinario para recoger la expresión coloquial; en este caso la dominante en el discurso de dos de los tres personajes principales de la novela, así como en el de los demás personajes del mismo medio que Pili y Puri, muchachas de la clase obrera o media baja provenientes de algún barrio periférico de Madrid, barrio que fue en un tiempo de chabolas o casi-chabolas, y ha ido progresando al asfalto, el ladrillo y la teja (p. 11).

Es allí donde se desarrolla casi toda la acción, en un bar regenteado por un ex novillero andaluz cuya voz o monólogo interior, tras una breve introducción del narrador externo, toma la palabra para introducir a su clientela habitual, en la que se destacan los dos personajes mencionados, a quienes conoce desde niñas (y con las que a menudo charla durante la acción). Mas, antes de que escuchemos hablar a estas mujeres, se introduce otra voz, la de una monja octogenaria que, siempre dirigiendo su monólogo a Dios, nos va contando su vida, interrumpiéndose a menudo para quejarse de una novicia cuyo vocabulario y conducta, representativos de los de la nueva generación, le resultan chocantes, aun y cuando trata de aceptarlos en nombre de la caridad cristiana.

En el tercer capítulo, aparece la voz de Pili, quien nos entera del cambio operado en su mejor amiga de los años infantiles y adolescentes, Puri, convertida en una exitosa prostituta, de las que se anuncian en los diarios, con piso y coche propios, ambos de lujo. Lo curioso es que Puri ansiaba, de joven, hacerse monja, al igual que su amiga Pili deseaba ser actriz. Puri ha triunfado en una profesión, escogida por decisión propia como la más fructífera económicamente, tras verse obligada a satisfacer sexualmente (cuando estaba a punto de entrar al convento) al señor y al señorito de la casa donde servía. Mientras que Puri se mantiene totalmente libre de relaciones sentimentales, la vida amorosa de su amiga, quien se ha hecho policía, es un completo fracaso.

Las andanzas de la policía, por una parte, y los encuentros de la prostituta por el otro, siempre narrados por ellas mismas, le sirven al autor para ir pintando un animadísimo y variado cuadro de un Madrid, muy actual, pero que suele quedar fuera del ámbito de la novela no-negra. Mientras tanto, los recuerdos de la monja monologante, que se remontan al Madrid republicano, sirven para evocar el horror y la mezquindad de una época cuya memoria, todavía, parte de España se niega a aceptar: padre preso, novio huido, asistencia a una universidad controlada por el régimen franquista. La monja, a pesar de su natural contestatario (alguien la llama Sor Juana), y su pasión por la buena literatura (en varias lenguas), continúa fiel a su vocación religiosa, aun y cuando recuerda a ratos con ternura el amor que sintió por su novio o sus deseos de ser madre.

Los puntos de contacto entre este personaje y Puri se van haciendo cada vez más evidentes a medida que avanza el diálogo: la prostituta no ha dejado de ser creyente, sigue asistiendo regularmente a misa, lee a los Padres de la Iglesia (pero también a Joyce) y es, al igual que la monja, una mujer soberanamente independiente, que insiste en pensar por sí misma. Pero también Pili sigue siendo cristiana, y de tan buenos sentimientos que, en concordancia con su profesión, oímos que la apodan “Sor Patrulla”. El lector, naturalmente habituado a conclusiones que aten todos los hilos que ha ido desenroscando el narrador, llega incluso a pensar que quizá sean Puri (quien en una ocasión menciona la posibilidad de recuperar su vocación monjil) o Pili la novicia que tanto inquieta a la monja. ¿Propone acaso el autor la tesis de que si estas tres mujeres tienen tanto en común se debe a su común educación cristiana? ¿O, incluso, que las actitudes, o hasta las profesiones de monja y prostituta son identificables la una con la otra?

Pero iría contra la concepción de esta novela el asumir que tiene una tesis, como también el darle una conclusión al uso. ¿Qué se puede hacer con tres personajes que han estado a lo largo de doscientas páginas contándonos a retazos sus vidas y comentando sobre sus experiencias? El único paso que procede ante semejante situación sería dejar a los personajes que continuasen hablando indefinidamente, ya que ni existe en lo que los vincula un misterio por aclarar, ni se vislumbra tampoco en la red de que son parte nada que pueda producir una catarsis o una epifanía que los una o los separe más de lo que están.

Por lo tanto, el autor decide intervenir como tal en su propio relato; es decir, que representa en la acción y, como parte de ésta, la propia imposibilidad de continuarlo o el agotamiento de las posibilidades de la acción hasta aquí desarrolladas. Cuando Pili, en el bar que sirve de escenario principal de la acción, les está narrando a sus amigas cómo Puri se ha convertido en líder de las prostitutas, el autor coloca allí, de repente, a la monja, y a continuación le pregunta si desea decir algo, lo que provoca un par de monólogos de sor Patrocinio en los que observa muy positivamente a las chicas reunidas en el bar y se declara partidaria de la marcha de las prostitutas en protesta por las condiciones que las han llevado por ese camino, reafirmando así su pensamiento progresista. Concluida esta intervención monjil, el autor hace su presencia aun más evidente al pretender dirigir el diálogo de las chicas. Descubierto, finalmente, por éstas, le quitan el cuaderno donde ha estado apuntando las observaciones de las que ha salido la novela que leemos —pues, resulta que también él es asiduo de ese bar.

Aunque todavía hablará Puri por su cuenta, es ya la figura del autor la que domina lo poco que resta de la narración: la prostituta cuenta cómo aquel le consulta sobre posibles finales de la novela en cuanto a Pili, pues el personaje se le ha escapado de las manos (p. 213). ¿Se hará monja la policía? ¿O quizá la prostituta? Mientras la colaboración entre el autor y Pili se va estrechando, la monja, a pesar de que el autor —“hecho un lío” (p. 221)— le ruega reiteradamente que diga algo, permanece inmutable. Será sor Patrocinio, sin embargo, quien concluya finalmente la novela inacabable, contando cómo ha terminado reconciliándose con la novicia punk; recordando su infancia; preguntándose si el escritor que tomaba notas en el bar no sería el diablo mismo; anhelando el descanso eterno; recordando, finalmente, que la novicia quiere atraer a la Orden a una amiga.

La única alternativa al mundo feroz, caótico, mezquino, que las palabras (la mayoría de ellas soeces) que los demás personajes han ido levantando para nosotros, es —parece sugerir el autor externo— la pequeña paz que puede dar aún (quizá) el fervor religioso.

Página de inicio: 169

Número de páginas: 30 páginas

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