De cuando Gastón Baquero se sentaba a caminar con César Vallejo

José Prats Sariol

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Se abrazan en la madrileña calle de Antonio Acuña. Acaban de descubrir que son vecinos, pues mientras uno vive en el 5, el otro está enfrente, en el 4. Pero se habían conocido mucho antes, en Santiago de Chuco, un pueblo fundado en el siglo XVI por mineros gallegos, a 3.100 metros de altura, en la zona andina septentrional, poco después de que el mulato oriental llegara a La Habana de los 30 desde su natal Banes.
¿Dónde se conocieron César Vallejo y Gastón Baquero? ¿Dónde dejamos las nociones de “influencia” y de “intertextualidad”, y arribamos a una suerte de curiosa “adecuación” entre similares poéticas autorales? Muy por encima de diferencias filosóficas, políticas, generacionales y territoriales, las fértiles presencias del peruano en el cubano alimentan la descarnada tesis de Harold Bloom referida al agón que, consecuentemente, evita exagerar contextualizaciones, priorizar fenómenos que, en última instancia, apenas rozan la creación artística.
Es César Vallejo y, en menor medida, el mexicano José Gorostiza, el latinoamericano de mayores comparecencias en los poco más de cien poemas que escribiera Gastón en su accidentada y polémica vida. “Con Vallejo en París —mientras llueve” no es sólo uno de los poemas más fuertes del autor de Magias e invenciones, sino, a la vez, con pocas dudas, el mejor de los escritos al cholo profundo y trágico, tierno y universal, al que muchos coinciden en situar como el más intenso poeta de habla castellana en el siglo XX. La lectura comentada del poema, la referencia a evidentes correspondencias estilísticas en otros textos, un curioso artículo titulado “Oye, mira: esos pasos son los de él” y dos breves ensayos: “El poeta puro”, de 1959, y “A los cincuenta años de Los heraldos negros”, de 1967, me permitirán argumentar las aseveraciones precedentes, pero, sobre todo, posibilitarán que prosiga mis homenajes a quien —sencillez y talento, generosidad y lucidez— enorgullece las letras cubanas.
Me parece —sin amagar con una paráfrasis— que el tributo de Baquero alcanza diversos niveles de lectura, algunos de una sutileza sólo comprensible a partir del profundo, complejo conocimiento que de la obra de su vecino de la calle de Antonio Acuña poseía el autor de Magias e invenciones. Las intertextualidades favorecen el disfrute del poema, dimensionan la recepción, crean un asombro. La erudición, como sucede con las principales voces del grupo Orígenes, nunca tiene la torpeza cotorreante de la cita vacua, de la deglución bibliográfica, del profesorcillo que hilvana lugares comunes. El horno transmutativo de Gastón —podría afirmar su amigo Lezama— interioriza y transforma, hace suyos los rasgos esenciales de la estilística de Vallejo y los convierte en símbolos, los anima; es decir, les vuelve a dar alma.
Con el mismo talento con que supo captar la voz de Marcel Proust o de T. S. Eliot, se adentra —nos adentra— en las sesgaduras a la Poesía que, como formando un palimpsesto, produjera el más intenso amante de la tristeza que hasta ahora ha tenido el idioma castellano. Los prodigios receptivos que proyecta el poema del cubano verifican la función desafiante que frente al statu quo del lenguaje realiza la literatura, que frente a la comunidad lingüística sin contravenciones ni mutaciones debe realizar el poeta. Su primera gracia expresiva radica en el desafío recreador, en el consciente rompimiento de normas que contra la decrepitud galopante del amor a la palabra se erige como un sencillo antídoto frente al virus de la trivialización globalizante.
El poema es la casa; protege y familiariza, hermana a las dos voces que presienten cuán lejos de sus hogares van a morir. El poema es quizás lo único que puede salvarse del naufragio. Ambos coinciden en el sentido. Gastón le había confesado a su amigo Felipe Lázaro en una entrevista: “No concibo eso de sentarse a escribir poesía como si fuera a colocar ladrillo a ladrillo para levantar una pared, sino que sólo escribo cuando tengo verdaderos deseos de hacerlo. Y esos deseos me asaltan inesperadamente, asomándose a mí a través de un verso suelto, de un grupo de palabras enlazadas rítmicamente. De ese verso, simiente, sale todo el poema, y lo más frecuente en mí es que ese verso inicial me dicte el argumento”. Es un verso quien provoca sus versos. Puede ser el último de Trilce: “Canta, lluvia, en la costa aún sin mar”. O el más evidente, el que cita casi al final, el que en el poema XV de Trilce simboliza la transgresión vallejiana: “...ahora me he sentado/ a caminar”. Desde ellos sale su homenaje, su tristeza a la tristura, al motivo de las lindes, de las vísperas frustradas, del ya-no.
Lo mismo que Vallejo en Desde Europa había afirmado que es imposible controlar los alcances que pueden ocultarse en un poema, con lo que se burla de la teoría del arte como reflejo, Gastón supo advertir: “Nunca me he planteado narrar un episodio, contar una anécdota, anotar una reflexión: lo que siempre me he propuesto, y me propongo, es hacer un poema, que es una entidad rigurosamente autónoma, desprendida por completo de la anécdota, de las ideas, de los antecedentes no poéticos que tantas veces pueden estar en el trasfondo de un poema. Lo que cuenta y lo que queda en definitiva, si queda, es el poema en sí (por eso es tan difícil hallar buenos lectores de poesía)”.
Creo que la analogía más importante entre los dos poetas está en saberse, antes que todo, poetas. Desde esta metáfora, etimológicamente, es que los dos exiliados se hermanan, por encima o por debajo de sus ideas y creencias. Aunque esta lección de estética sólo tenga alumnos ya convencidos de la moraleja, su parábola no pierde vigencia, capacidad de conjuro contra los voluntarismos neohegelianos. La pertinencia de la literatura al campo de poder —como argumentara, entre otros, Pierre Bourdieu— no le resta impertinencia a su autonomía.
Vallejo escribe en Desde Europa: “La sensibilidad política del artista se produce, de preferencia y en su máxima autenticidad, creando inquietudes y nebulosas políticas, más vastas que cualquier catecismo o colección de ideas expresas”. Gastón escribe en 1967, al conmemorarse los 50 años de Los heraldos negros: “Es tan poderosa la capacidad de poesía que trajo al mundo Vallejo, que ni la filiación política muy definida consiguió destruirle la riqueza de su espíritu. Y eso que es bien sabido que no hay destructor ni corrosivo mayor para la poesía que ciertas filias de fanatismo y de obcecación politizante. Lo primero que pierden muchos que se adscriben a supuestos credos de libertad es la libertad, su libertad”.
La comunión estética fragua la filiación pluralista, libre de sectarismos anquilosantes, de bacterias diseminadas por la demagogia política. Vallejo y Baquero supieron demasiado bien que su oficio carece de mandatos extraños, que su primer deber era con la escritura, con la única autenticidad válida para quien deposita en la palabra el sentido de su vida, aunque, por supuesto, ninguno olvida que vive en la calle del obispo degollado por los borgoñones, que los antonios acuñas siempre remiten las cartas. Los dos coinciden en aceptar que el poema es poema y no realidad, que la poesía es poesía y no motivo temático, que escribir y leer son su oficio. Los dos están seguros sobre su tautología. Y sin necesidad de intérpretes.
En el poema “Despedida recordando un adiós”, de Poemas humanos, Vallejo dice: “Adiós, hermanos san pedros,/ heráclitos, erasmos, espinozas!/ ¡Adiós, tristes obispos bolcheviques!/ ¡Adiós, gobernadores en desorden!”. En el poema “La esperanza”, de 1966, Gastón le hace decir al moribundo que resiste, a puro gerundio intemporal: “humillando al sentido común de los sagaces,/ mortificando el prestigio/ de quienes en asuntos de esos poseían una larga autoridad,/ y una irrefutable experiencia”.
La subordinación de la circunstancia crea la fraternal simpatía. Y comienza, no por una oposición denotativa sino por una metagoge. El tropo que aplica cualidades o propiedades del sentido a cosas inanimadas, recurso tan querido por los autores modernistas, podría sintetizar las presencias de uno en otro, el sutil prefijo del romanticismo finisecular en sus poéticas autorales. A través de un autor hoy bastante olvidado, el uruguayo Julio Herrera y Reissig, el motivo dinámico ofrece el vínculo, el amor por la experimentación del lenguaje. Desde aquel precursor de las vanguardias se establece la alianza. La metagoge del uruguayo pasa como actitud tropológica a Vallejo; la recibe Gastón cuando visita Trocadero 162, en La Habana, y reflexiona junto a su amigo Lezama la cantidad hechizada, un destino similar al que el amigo peruano avizora cuando dice: “el sol poniente sangra su despedida”.
Desde la metagoge se puede ir del cisne de Rubén Darío al búho de González Martínez, al cóndor de Santos Chocano, al avestruz de Vallejo, al pavo real de Gastón. Los sesgos que el cubano transmuta —que también le enseñara José Martí— se inscriben en la tradición de la ruptura que observase con tanta sagacidad Guillermo Sucre en el estudio que a plena intención tomara como título un verso de Lezama Lima: La máscara, la transparencia. Nada más lógico, en consecuencia, que admire a quien “fabricó una realidad tan nítida, tan rotunda, que da la impresión de estar presente, en persona, diciéndose a sí mismo por entero a medida que el poema avanza” —como escribe en “El poeta puro”, ensayo de exacta ironía desde su título, donde llama a Vallejo “misteriosa piedra de obsidiana”. Donde coincide con los más relevantes exégetas del peruano en que “la realidad es que en Vallejo no hubo más moda que la de ser Vallejo”. Es por ello que con su temida sagacidad —la misma que lo convirtiese en uno de los grandes periodistas cubanos del siglo XX— Gastón coloca un preciso epígrafe de Friedrich Hebbel: “...el verdadero poeta haría poesía hasta en una isla desierta y escribiría sus versos sobre la arena aunque viese ya al rinoceronte dispuesto a reducirlos a cieno”.
Escéptico ante las posibles recepciones de cualquier texto literario, Gastón se solidariza entrañablemente con las penurias editoriales que padeciera Vallejo, hasta morir sin ver la primera edición de sus Poemas humanos (1939), ni de España, aparta de mí este cáliz (1939), ambos publicados un año después de su muerte a los cuarenta y seis años, el 15 de abril de 1938, en París, con hambre y aguacero —como consigna su amigo y biógrafo Juan Espejo Asturrizaga.
Mientras uno lo intuye, el otro lo reflexiona: “La gente lee poesía como si fuese un acta notarial, y no hay manera de que se detengan en el poema: van al argumento, en busca de confesiones, de chismes posibles, de tonterías. Nunca me he propuesto plantear problemas, sino plantar, sembrar poemas. Uno intenta inventar, y a la postre comprueba que la gente sólo ve en el esfuerzo el relato más o menos bonito de algo que ha ocurrido” —dice Gastón, tal vez, recordando los disparates que la crítica al uso en 1922 perpetró contra Trilce; los silencios que él mismo padeciera casi hasta el magnífico homenaje que le dispensara la Cátedra de Poética Fray Luis de León, de la Universidad Pontificia de Salamanca, en 1993, y en la Cuba posterior a 1959, hasta la conferencia que tuve el privilegio de dictar en la Cátedra Latinoamericana y del Caribe de la Universidad de La Habana, el 26 de enero de 1994.
La siembra de poemas de uno y otro rompe, por suerte, cualquier función que jerarquice lo referencial divorciado de lo connotativo, cualquier disparate explícito o implícito. En este aspecto se observa una coincidencia entre ambos que admite muy pocas dudas. Fue también en Desde Europa, donde Vallejo afirmó: “Como hombre puedo simpatizar y trabajar por la revolución, pero, como artista, no está en manos de nadie, ni en las mías propias, el controlar los alcances políticos que pueden ocultarse en mis poemas”.
Las aventuras receptivas, el carácter plurisémico de las lecturas potenciales, encabezadas por las subjetividades y objetividades del lector individual, se proyectan hacia lo inefable como recurso, como resignación del emisor ante los insospechados vericuetos exegéticos que un texto puede suscitar. Aquí también los dos poetas coinciden. Gastón, en el “Explico” que precede a Poemas invisibles dice: “El vacío es también un hecho real, un no-vacío. En esa perplejidad nos encogemos de hombros, nos desentendemos de la trampa extraña (el planeta), y nos entretenemos con el juego de la Poesía en libertad. La Poesía, connubio del Enigma y de la Nada”. Otro connubio, otra unión metafórica, se produce entre ellos a partir de la certeza del vacío, de la perplejidad que los aparta del ateísmo, que los hace víctimas conscientes del Enigma y de la Nada, que los lleva a jugar con la Poesía.
Desde las hermandades precedentes se viabiliza puntualizar, en un nivel menos general, las presencias estilísticas de Vallejo en Gastón, bajo la premisa de que la relación no es exclusiva, pues el cubano —reconocido como uno de los más voraces lectores de habla hispana y excelente conocedor del inglés y del francés— también pudo recibir determinado artificio de otras fuentes. Y, por otro ángulo, tampoco es Vallejo propiedad privada de Gastón dentro de los autores relevantes del grupo Orígenes, pues se sabe que Fina García Marruz y Cintio Vitier sienten la misma predilección hacia el autor de “Aldeana” y de “La de a mil”; distantes de la poca relevancia que le concedieron Eliseo Diego, Lezama y Virgilio Piñera, aunque, desde luego, lo habían leído con el detenimiento que merece; algo común para cualquier escritor contemporáneo y hasta para el lector medio, como demuestra el hecho de que Vallejo encabece la lista de poetas de habla hispana más antologados durante el siglo XX, por encima de Pablo Neruda y de Jorge Luis Borges, de Federico García Lorca...
Algunos de los sesgos de estilo que el desaparecido poeta Raúl Hernández Novás apunta en el polémico prólogo a su edición cubana (1988) de las poesías de César Vallejo, son perfectamente rastreables en la obra poética de Gastón Baquero, desde los Poemas y desde Saúl sobre la espada, de 1942. Entre los más evidentes se halla esa actitud que semeja la del niño cuando comienza a aprender las palabras, que se traduce en una deformación según las necesidades expresivas. Otro se encuentra en la afición ontológica por las paradojas, que se traduce en figuras retóricas como la antítesis, el oxímoron y la antífrasis. Quizás el más entrañable sea la riqueza de matices en el uso del diminutivo, aunque en Vallejo predomine el sentido cariñoso sobre otros significados. Y con menor especificidad las llamadas rupturas de sistemas, los neologismos y provincianismos, la asociación insólita de palabras por su sonoridad, la deslexicalización de frases coloquiales, el magistral uso del endecasílabo a partir de un sentido de los períodos rítmicos que hace ver una familiaridad con los clásicos, que hace admirar las eufonías de su oído.
Creo que el poema “Palabras escritas en la arena por un inocente” —como intenté mostrar en mi ensayo “Gorostiza, Baquero, los misterios”— da sobrada argumentación sobre el primer sesgo estilístico. La voz del niño alcanza allí toda la fuerza expresiva vallejiana. Baste recordar que la tercera persona que narra se vuelve en un momento con Shakespeare hacia la nada, hacia la arena donde el niño garabatea. Desde esa actitud se establece la analogía con Muerte sin fin, del enorme poeta mexicano José Gorostiza, con Los heraldos negros que en “A mi hermano Miguel” alcanza la sobrecogedora tragedia de la muerte, de la ausencia, de que “La vida no es sino una sombra errante” —como dirá Gastón en la estrofa final, tal vez, recordando los versos iniciales de César a Miguel: “Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,/ ¡donde nos haces una falta sin fondo!”.
La identificación con la voz infantil y con cada una de sus aventuras por el idioma puede apreciarse con nitidez en otro poema que aún espera un análisis que lo vincule con la biografía del poeta: “El sol y los niños, y además la muerte”. O en ese “Pie para una foto de Rilke niño” que titula “Silente compañero”. O en “Cuando los niños hacen un muñeco de nieve”, con el reproche herético del poema ante el poeta, de la criatura ante Dios, del muñeco ante los niños que lo dejan “como un centinela perdido en el desierto”. Tal identificación-extrañamiento rebasa, por supuesto, la epidérmica imitación de palabras y giros, es algo más esencial, es la inocencia perdida la que retumba contra la puerta cuando “Joseíto Juai toca su violín en el Versalles de Matanzas”.
El segundo rasgo, la paradoja, parte de un similar escepticismo, aunque las causas sean bien diferentes, tal vez porque en América Latina los viceversas sean tan comunes como los terremotos andinos o los ciclones tropicales, como las desigualdades sociales o las demagogias políticas rojas, azules o verdes. La coincidencia de criterios acerca de que habitamos un planeta enfermo provoca la afición, los “Que muero porque no muero” que los dos leyeran en Santa Teresa. Las presencias en la poesía de Gastón van desde las antítesis y los oxímoron hasta las antífrasis. La interiorización de lo paradójico de la existencia provoca, como en su admirado antecedente peruano, la abundancia de estas figuras. Una antítesis muy sugerente se halla, por ejemplo, en el poema “Manos”, cuando desde el primer verso con su “serrucho de oro” avanza hacia una contraposición que envuelve a todo el texto en la ironía. Un oxímoron es el enfrentamiento de palabras que se produce en el título mismo de otro poema: “Nocturno luminoso”. Y una aguda antífrasis es la que regala cada uno de los versos de “El héroe” cuando ridiculiza al trajinado personaje hasta convertirlo en centauro.
Los modos paradojales de la escritura de Gastón merecen un estudio específico; baste cerrar esta zona de la analogía vallejiana con una ilustración perteneciente al poema “Himno y escena del poeta en las calles de La Habana”. Allí, Federico García Lorca recibe la picardía que hermana, cuando Gastón le hace preguntarse: “¿Pero dónde, dónde estoy? ¿De dónde aprendió esta gente/ a marcar ritmos así, a trenzar de ese modo las piernas, a mover/ la cintura con la exactitud de una melodía enmendada por Manuel de Falla? ¿Será que estos no son sino/ andaluces disfrazados de niños de azabache,/ y nosotros/ no somos sino esclavitos de ébano disfrazados de andaluces?”.
La diferencia entre el diminutivo de Vallejo y el de Gastón se muestra diáfano en el poema precedente y en “Manuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia”. La caracterización no puede ser más ingeniosa, dice: “La mujer de voz de contralto/ decía poemas, repetía proclamas y ardientes textos de amor/ que le enviara un hombrecito endeble pero resistente a extinguirse,/ un hombrecito fosforescente de quien ella había sido/ la esposa y el marido, la emperatriz y la esclava”. Baste recordar que ese hombrecito se llamaba Simón Bolívar...
Mientras que el atormentado poeta de alucinaciones premonitorias reserva el diminutivo para caracterizar situaciones afectivas de cariño o de nostalgia, de amor o de identificación, como en “Verano”, de Los heraldos negros, con el “vaporcito encantado” y con las “manitas sumisas”; Gastón abre el diminutivo a la burla encubierta y a la crítica despectiva, a la mordacidad de quien sabe herir con estocadas sutiles, sin que por tales usos olvide el sentido aproximativo y el toque volitivo que un diminutivo bien usado puede alcanzar. De este último uso, el cercano a Vallejo, es buen ejemplo el que aparece en “Canción sobre el nombre de Irene”, cuando “las salamandritas del fuego se te quedan mirando”.
De las rupturas de sistemas, neologismos y provincianismos, así como de la asociación insólita de palabras por su sonoridad y de las deslexicalizaciones de frases coloquiales, da buena cuenta “Con Vallejo en París —mientras llueve”. Otra preciosa ilustración del empleo de tales recursos se halla en “Himno y escena del poeta en las calles de La Habana”, tan cercano y paródico al “Son de negros en Cuba”, de Nicolás Guillén, al movimiento que el poeta camagüeyano encabezara junto a Palés Matos y Emilio Ballagas.
Del endecasílado baste citar tres ejemplos mayores del excelente oído que poseía Gastón, cultivado a partir de su melomanía. No creo que el célebre “Soneto a la rosa” exija mayor argumentación que la eufonía exacta de sus encabalgamientos. Tampoco creo que el monumental “Epicedio para Lezama” necesite análisis de sus períodos rítmicos para verificar que se trata de endecasílabos en la mejor estela de los siglos de oro. O que el “Madrigal para Nefertiti”, con sus mezclas cadenciosas de endecasílabos y otros versos de arte mayor, escanciados como si fuese un compositor romántico, pida más argumentos.
El parentesco aquí con Vallejo no por ser menos singular deja de tener correspondencia, pues es evidente que de la admiración que le suscitara también formaba parte el respeto al talento eufónico del poeta peruano. Que la precipitada vida de Vallejo —maltratada, empobrecida y segada en plena madurez— le dificultara revisar sus textos, eliminar evidentes ripios, quizás le facilitó a Gastón sobreponerse a su filoso bisturí, a su despiadado sentido crítico y autocrítico —y los que tuvimos el privilegio de tratarlo lo conocimos muy bien—, y pasar por encima de tales baches expresivos. Quizás el contraste con sus excelencias versales le producía el mismo estupor que a nosotros, quizás también razonara lo común que resulta la presencia de cascajos en poetas de cualquier lengua o época, sobre todo, en los líricos.
La densidad de Vallejo, su audacia sin dicha ni sonrisa, tuvo en nuestro coterráneo uno de esos lectores con los que sueña cualquier escritor. El azar de las recepciones se detuvo felizmente en las desoladas ternuras que los dos compartieron, en el estoicismo que demostraron. “El alma que sufrió de ser su cuerpo” —aquel poema que Vallejo escribiera el 8 de noviembre de 1937— coincide en fecha con “El álamo rojo en la ventana”, donde Gastón dice en la estrofa final: “¡Álamo ardiendo en mi alma,/ álamo rojo que estallas/ cuando la muerte amenaza/ colocarse en mi ventana,/ pon tu nieve en la solera/ de mi casa amenazada,/ vuelve de nieve tu roja/ cabellera que hace noche/ y hace día y hace alma/ debajo de la ventana”. Hubo un instante, pues, donde los dos —en París y en La Habana— estaban enfrentados a la hoja en blanco, estaban acariciando los abismos de la poesía. Desde ese momento, real o imaginario, comenzó a erguirse el álamo que hoy los cobija, que hoy los protege contra las inconmensurables tristezas.
Los peculiares gestos de Charlot que los dos admiraron parecen reírse ahora del absurdo juicio pendiente en Perú que obligara a Vallejo a sobrevivir sus últimos quince años fuera de casa, del absurdo exilio que obligara a Gastón a sobrevivir sus últimos treinta y ocho años lejos de casa.
Dicen que Trilce puede venir de triste y de dulce; así también parecen el bastón y el sombrero de Charlot ante el mundo, ante la existencia. Así quisiera que este paralelo también fuese un clamor para que ningún ser humano vuelva a morir asesinado como Federico García Lorca, añorando su patria como Luis Cernuda, en la miseria como César Vallejo, en la diáspora cubana como Gastón Baquero. ¡Que así sea!

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