En paracaídas o con paraguas

Iván de la Nuez

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—La política es el arte de lo posible.
Así disparaba Bismarck a la línea de flotación de los maximalistas. Pero esa apuesta instrumental y maquiavélica llega algo gastada a nuestra época; de tan utilitaria, ha dilapidado su utilidad para estos días. Entre otras cosas, porque los ámbitos aludidos en ella —la política y el arte (no hablemos ya de lo posible)— han perdido capacidad para ofrecer alternativas a la incertidumbre en la que estamos atrapados. Política y arte —arte y política— parecen bailar, hipnotizados, la coreografía de su enfrentamiento; el simulacro perfecto de sus mutuas gratificaciones.
En los préstamos sucesivos entre estos mundos, la política parece estetizarse.
—Se ha convertido en la esfera de los puros medios, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres— sostiene Agamben.
En sentido contrario, el arte se ocupa de establecer legitimidades políticas, superpoblado como está de discursos y programas dedicados a apuntalar asuntos tales como la reunificación de países divididos o el rostro amable de dictaduras diversas, nacionalismos o cosmopolitismos, transiciones a la democracia o estrategias turísticas. En este intercambio, a menudo los artistas se contagian con algunos virus de la política —retórica, demagogia, mesianismo—, que se añaden a aquellos que nos suenan como más propios del arte, especialmente, el de la representación.
—Esa indignidad de hablar por otros— la definía angustiado Foucault.
Como la política está cada vez más alejada de la vida, el más reciente arte político asume, entonces, el deber de acercarse a ella por cualquier camino.
—El arte con la vida.
Esta ecuación tiene sus décadas. Peter Burger trabajó arduamente en ella durante los años 70 del siglo pasado, hasta concluir que el norte de la vanguardia artística no era otro que romper la frontera entre el arte y la vida, de manera que su fracaso radicaba, consecuentemente, en no haber conseguido ese propósito.
Pero, ¿de qué vida nos hablaban, y nos hablan aún, estas y otras teorías? Sin duda, no de la actual, sino de la vida de antes. Aquí y ahora, y a contracorriente de lo que propone el sueño de la vanguardia, lo que marca la experiencia del mundo no es la vida, sino la supervivencia, que es la continuación de la vida por otros medios (eso sí, más precarios). En las formas extremas de apoteosis global —tecnología o precariedad, desesperación o seguridad, turismo o éxodos forzados— el arte de sobrevivir sería, tal vez, el de una política de adaptación a esta situación en la que no se encuentran formatos institucionales que consigan alojar con solvencia las nuevas variantes vitales. Por otra parte, si bien es cierto que Duchamp, Tzara o Beuys se habían lanzado con ardor a quebrar ese muro entre el arte y la vida, también es verdad que ésta no ha sido una batalla exclusiva de los vanguardistas. Un decadente como Oscar Wilde avanzó lo suyo en amalgamar los dos mundos y pocos han pagado tan caro el experimento de esta fusión. No hablemos ya de Gilbert K. Chesterton, quien consiguió —siempre mediado por su colosal ironía— una fábula sobre el arte como anarquía. Alguna novela de Chesterton podría ser materia obligatoria de estudio por parte de las actuales agencias del arte político que crecen en Occidente.
—Cambio tres Toni Negri por un solo Chesterton —digo yo—. Todos los Negri —remato— por El hombre que fue jueves.

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La siguiente coincidencia no puede ser del todo casual. Una reafirmación tan enfática del arte político como fue la penúltima Dokumenta de Kassel, y un ataque tan feroz a este tipo de arte, como el que suele esgrimir el novelista francés Michel Houellebecq, escogieron la misma figura para nombrar sus antitéticos alegatos: Plataforma. Esa similitud nominal entre una estética de izquierdas y una cínica de derechas nos induce a considerar las cosas de otra manera. Probablemente, las plataformas que más nos convengan no sean las que aluden a su aserción como programa o estrategia, sino aquellas que aluden a su sentido físico. A esas balsas capaces de ofrecer parada y resuello a los supervivientes. Aquellos que se han movido entre la diferenciación zoológica del multiculturalismo (cada bestia en su jaula) y la disolución absoluta del estándar global. O los que se han sacudido de encima el comunismo real y les ha venido encima el capitalismo real e intentan mantenerse a flote sin muchas alforjas: a veces, tan sólo con la imaginación que da la supervivencia. Desde ese panorama, tanto la política como el arte encuentran protección para sí mismos. Una cae lenta y cuidadosamente sobre el terreno, protegida de los impactos abruptos. El otro pone la revuelta sobre la mesa, pero a resguardo de cualquier consecuencia, con el paraguas a punto, mientras llueve sin contemplación para los otros.
En lo que llamamos arte contemporáneo encontramos, desde su misma definición, un leninismo inquietante y amnésico, que subestima las zonas más tenebrosas de esa tradición en la que se reconoce y de la que se nutre para su crítica del statu quo del capitalismo de hoy. Crítica imprescindible que, sin embargo, acostumbra a pasar por alto, como si se tratara de una nota al pie o un accidente menor, el hecho de que la relación entre la política y el arte ha estado arbitrada, desde la izquierda en el poder, por una censura estructural que engrana la lógica del funcionamiento de la cultura. No es creíble un arte político, ni una política artística, desde la izquierda, que no se desmarque de esa historia censora. Se llamen Rusia, China o Cuba los países. O Gulag, Revolución Cultural o UMAP sus estructuras represivas. O Lenin, Mao o Fidel Castro sus artífices. Sólo entonces se podrá volver el rostro hacia las democracias occidentales, e hincarles el diente de la crítica a conciencia.
—Ladies and gentlemen, the Wall went down!
Así hablaba Reagan. Así anunciaba, con euforia, el derribo del Muro. Un hecho al que se le sigue llamando “caída”, arrebatando todo protagonismo a las sociedades que lo echaron abajo, como si de algo mesiánico se tratara. Apenas un par de décadas después de aquel anuncio, las democracias occidentales son cada vez menos transparentes y menos solidarias. Y ello, pese a que glásnost o Solidarnosc fueron algo más que lemas para lanzarse al derribo de las dictaduras en Europa del Este: el punto de partida en la energía interna que provocó la debacle del imperio comunista. Un vistazo hacia allí nos muestra a esa democracia extasiada en la representación, abonada a la fugacidad electoral y empaquetada con los adornos más infantiles del entertainment y el consumo. Desde uno y otro lado del derrumbado Telón de Acero, avanzan unos seres desconcertados, que han visto el fracaso de las dos utopías modernas, portadores de esta tragicomedia: necesitan aprender a toda velocidad y, al mismo tiempo, están saturados de tantos conocimientos inservibles.
Por eso son tan abundantes los niños en el arte de nuestros días. Por eso, también, suelen ser desproporcionados, como los Big Baby de Ron Mueck, las figuras mórbidas de Jenny Saville, los niños precoces de Boris Mikhailov, los adolescentes clónicos de Anthony Goicolea, las caperucitas perversas de Kiki Smith, los infantes siniestros de Loretta Lux... Como niños “viejos”, son malvados e ingenuos, a la vez. Hay en ellos, simultáneamente, un exceso de aprendizaje y una experiencia insuficiente, un desgaste tan excesivo como su inocencia. Especímenes que tienen, como los niños, que aprender a hablar (a expresar sus deseos), a caminar (ruptura de las fronteras) y a jugar (la incorporación masiva de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana). Han pasado, bajo una terapia de choque, del hogar imperfecto a una intemperie perfecta. Desgajados, en fin, de su pequeña vida anterior para entrar en una supervivencia inabarcable.
Desde esa situación, las tramas urbanas apuntan a una cierta atopía. A ciudades algo deslocalizadas que han desembocado en lo que bien pudiéramos llamar una entidad poscapital, en el doble sentido que podríamos darle a este concepto. En parte, por alusión al hundimiento de su antigua función de representación (la ciudad como capital de un país, un Estado, una nación, una comunidad) y, en parte, por el sentido de su ubicación en el poscapitalismo, en este tiempo en el cual los hechos urbanos están marcados por nuevas economías en las que el ritmo del capital, como sucede con la música electrónica, en vez de producirse se programa; en lugar de reproducirse, comienza a reiterarse. La ciudad, como la máquina de escribir, o como una cámara fotográfica en manos de un turista, ha pasado a convertirse en un “útil”; un avío. Como el antiguo disco de vinilo en la maleta de un dj.

3

—El que ve mal, siempre ve algo de menos; el que oye mal, siempre oye algo de más.
Y así hablaba Nietzsche. Así enfocaba su linterna para dar un poco de luz a estos tiempos en los que la cultura visual comienza a sustituir, lenta pero inexorablemente, a la cultura escrita como transmisora de saber en las sociedades occidentales. Esta mutación cultural no sólo incide en las artes visuales, que inundan la ideología, la documentación, el activismo social, la moda, la publicidad o las reivindicaciones políticas, sino también en la literatura, que se ve obligada a manejar de otra manera sus esquemas creativos. La cultura visual, en su invasión total de nuestros modos de vida, arma nuevos discursos y otros usos en la condición de eso que en otros tiempos se llamó “el intelectual”. En Normas para el parque humano, Peter Sloterdijk es elocuente sobre este asunto. Bajo los efectos de esta transformación, se rompe la tradición epistolar que fue la filosofía durante 2.500 años, así como la posibilidad de “síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares y humanísticos”.
—Es el fin de la literatura como portadora de los espíritus nacionales— así de rotundo.
En esta encrucijada, los artistas tienen ante sí una tarea mucho más importante que la de suturar las heridas abiertas desde la política. Esa encomienda les conmina a convertirse, sin complejos, en los intelectuales de la era de la imagen; tal vez, a dejar de ser artistas, tal y como han venido siendo hasta ahora, para convertirse en intelectuales. Esta condición suicida ya fue avistada por Hegel, quien consideraba al artista como el “hombre sin contenido”, por el hecho de ir “más allá” del propio arte, de desaparecer después de dotarnos de un conocimiento visual, de una emoción estética. Lo que pasa es que el arte, después de abismarse a otros mundos —la política, los media, la tecnología— regresa tarde, y regresa mal, a la domesticación de su Ítaca de siempre: la protección del museo y las formas de gratificación tradicionales. Esa falta de coherencia entre un viaje de ida pletórico y un viaje de vuelta menguado hace increíbles algunas propuestas del arte contemporáneo. Y no es porque no tenga el valor de desbordarse —“más allá de sí mismo”—, sino porque no consigue llevar hasta el último puerto la envergadura radical que requiere semejante expansión. Como en la antigua metáfora hindú, le sucede a muchos creadores lo que al jinete que cabalga sobre un tigre: alcanza cotas inéditas de velocidad, extensión y aventura, pero termina abdicando. Un error, pues eso es, precisamente, lo que está vedado en la leyenda: alguien que monta sobre un tigre no puede desmontarse, porque éste lo devoraría de inmediato.
Bien mirado, lo reprochable del arte actual no es, como dicen algunos conservadores, que se haya aventurado más allá de sí mismo, sino que no lo haya hecho suficientemente, que no haya completado del todo su gesto. Que después de haberse explayado en territorios ignotos, regresara a su lugar de siempre, bajo el paraguas de la protección que otros no tienen.

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Mientras tanto, la fascinación mutua entre arte y política no cesa de vivir nuevos capítulos, pese a las previsiones tan lúcidas que pesan sobre ello. Giorgio Agamben —El hombre sin contenido, Homo sacer o Lo que queda de Auschwitz—, Miguel Morey —Deseo de ser piel roja— o Don Delillo —en una novela sobre un vídeo porno protagonizado por Hitler—, se explayan en la relación entre fascinación y fascismo, algo machihembrado por mucho más que una raíz lingüística común. Ellos han proyectado su doble mirada tanto hacia el origen y persistencia del fascismo como hacia los límites del arte, una unión medular para entender lo que ahora nos ocurre. Así, no han dejado de alertarnos sobre el hecho de que Auschwitz no es exclusivo de un momento acotado de la historia. Todo lo contrario: Auschwitz marca los usos políticos de la modernidad antes y después del nazismo. Desde la aparición del campo de concentración a finales del siglo XIX (en la Cuba colonial o en los asentamientos bóers en África) hasta las actuales zonas de reclusión para inmigrantes en las ciudades occidentales. Así que hay una continuidad fascista que se sigue respirando en ámbitos que abarcan la vida privada y los refugiados, la jurisdicción y el lenguaje, los pueblos elegidos y los pueblos marginados, Timisoara y Tiananmen, la policía o el pensamiento.
Agamben aprieta un poco más, e interroga el presente en la era posterior a la caída del imperio soviético, para descifrar uno de nuestros retos más importantes: que la reiteración neoliberal sobre el fin de la historia se vea acompañada por la olvidada propuesta socialista sobre el fin del Estado.
Ahora que los políticos prefieren un museo a un mausoleo, y que las figuras públicas, en lugar de clamar por una estatua, lo hacen por una exposición biográfica, es un buen momento para discernir entre estos mundos y evitar que la política se mantenga como el arte de lo posible... pero sólo para los políticos. También son buenos estos días para oponerse a ese acto narcisista mediante el cual el arte se convierte una y otra vez en la política de lo imposible... aunque sólo para los artistas.

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