Buena letra

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Navegación riesgosa

Arcadio Díaz Quiñones

Rafael Rojas

Motivos de Anteo

Ed. Colibrí, Madrid, 2008

401 pp. ISBN: 84-934605-4-0

Hablemos del comienzo. En este denso libro de Rafael Rojas, tan poblado de nombres propios, el primero que leemos es el de Antonio Benítez Rojo. En la dedicatoria, Rojas le rinde homenaje al escritor. De ese modo, y al igual que hizo antes con Tumbas sin sosiego, el autor inscribe su nuevo libro en la tradición intelectual del exilio, una de las más importantes en Latinoamérica y el Caribe desde el siglo XIX. Para Rojas, el exilio ha sido, ante todo, México, el país donde completó su formación académica, donde lleva a cabo sus investigaciones y su práctica docente, y el lugar donde escribe y publica. En Motivos de Anteo hay marcas de ese exilio. México es la nación-Estado cuya historia le sirve a menudo al autor como punto de referencia y contraste. Su ensayo sobre el republicanismo cívico de Martí, uno de los más notables de este libro, se publicó primero en México, en el renovador volumen El republicanismo en Hispanoamérica, que Rojas editó en colaboración con José Antonio Aguilar.

El final de Motivos de Anteo es igualmente revelador. Se cierra con la palabra “democracia”, apuntando con ella al proyecto de sus dos libros, que Rojas anuncia como parte de una trilogía. En esos libros se asume la pertenencia a la nación, pero hay una conciencia aguda del autoritarismo de los nacionalismos. No es casual que encontremos aquí referencias al ensayo Retóricas de la intransigencia, de Albert O. Hirschman. Por otro lado, la palabra “democracia” hace más explícito el diálogo que Rojas entabla, a través de abundantes citas bibliográficas, con los estudiosos que dentro y fuera de Cuba asumen el reto de reelaborar críticamente la memoria de la República devaluada por la Revolución.

Motivos de Anteo es, a la vez, un brillante estudio de los nacionalismos de los intelectuales cubanos, una memoria de sus tradiciones políticas, y una sostenida reflexión sobre las poéticas de la memoria de las elites letradas. El mito del gigante Anteo define una tradición intelectual, y plantea, desde el principio, la importancia de la dimensión simbólica en las narrativas de la nación. Es un relato que sirve para introducir los motivos de la tierra y de la sangre presentes en distintas etapas de la historia intelectual cubana. Rojas estudia minuciosamente los textos de escritores e historiadores, cuya memoria, por supuesto, no es la única ni la más generalizada. El libro no pretende ser un examen de otras tradiciones y creencias, ni del nacionalismo popular.

Los ensayos que integran Motivos de Anteo se apoyan en libros clásicos como La patria del criollo, de Severo Martínez Peláez; en la producción de historiadores como José A. Piqueras y Louis A. Pérez, y en la riqueza de trabajos de los estudiosos cubanos. Rojas también instala sus interpretaciones en un horizonte crítico amplio, sobre todo, la discusión actual sobre republicanismo, ciudadanía y nación en los trabajos de David Brading, François Xavier Guerra o Maurizio Viroli, y en la nueva historia intelectual representada por Elías José Palti. Pero lo que le imprime un carácter singular al trabajo historiográfico de Rojas es su pasión literaria, la atención intensa que le presta a los textos de los poetas y ensayistas, y su propio oficio como escritor.

El historiador analiza con sutileza palabras clave: “patria”, “nación”, “república” y “revolución”. Pero no lo hace para restituirles un sentido “correcto”, ni para armar una abstracta historia de las “ideas”, sino con el fin de precisar quiénes han empleado esas palabras, cuándo, cómo se producen sus significados, y qué efectos han tenido. Se detiene en la patria y la nación imaginadas por los letrados, desde la patriacriolla de José Martín Félix de Arrate, en el siglo XVIII, hasta Lezama Lima. El propósito es comprender cómo los mismos vocablos constituyen prácticas políticas diversas y, a menudo, incompatibles.

Rojas estudia una gran variedad de contextos, y brinda al lector retratos penetrantes en los que pone de relieve la posición social de los intelectuales y sus relaciones con el Estado. Lo que curiosamente queda al margen es la guerra. A pesar de que uno de los ejes centrales es la simbología de la sangre, las devastadoras guerras que consolidaron la nación cubana, la forma en que los intelectuales se involucraron en ellas, y los efectos de la prolongada violencia y la muerte masiva en su imaginación histórica, reciben escasa atención.

La guerra que sí se narra en este libro concluye en ocasiones con el desencanto, la marginación o la exclusión de los intelectuales. Rojas explora especialmente los contextos en que la patria criolla se transforma en paraíso perdido y la República en signo de un deseo de imposible cumplimiento y de frustración. Un tema central es que la idealización de la patria del criollo o la desilusión con la República constituyen el motor de la política y de la escritura de la historia. En ese marco, Rojas va interrogando los textos de Fernando Ortiz, Ramiro Guerra y Sánchez, Jorge Mañach o Cintio Vitier, y confrontando sus perspectivas con una riqueza de matices que lamentablemente no puedo comentar aquí. El autor, además, toma posición, identificándose con el nacionalismo republicano “transcultural” de Fernando Ortiz, y con Varona y Mañach, a quienes celebra como fundadores del “intelectual público” independiente. Les dedica a ambos un extenso capítulo titulado “La fe de los escépticos”, en el que destaca su lealtad a la sociedad civil. La imagen final de Mañach, desilusionado y exiliado, pero salvando su dignidad, es emblemática.

Rojas también desea incitar al debate, y lo hace cuando argumenta contra el maniqueísmo de nacionalistas y marxistas, o en defensa del republicanismo de Martí. Se corrobora en su enfático cuestionamiento de la exclusión de anexionistas y autonomistas del siglo XIX, ignorados o descalificados como traidores frente a los héroes. El autor insiste en la necesidad de reconocer la pluralidad de patriotismos, no sólo el separatista. En otro contexto, Virgilio Piñera, estigmatizado por su homosexualidad y por su irreverencia, encuentra en el libro un espacio destacado y una defensa apasionada. En una lectura sofisticada, Rojas extrae la política de Piñera de sus textos, de su poética erótica y burlona, destacando la centralidad del cuerpo en su obra y su lectura desacralizadora de Martí. Ese relato culmina, como la imagen última de Mañach, con el triunfo moral de Piñera, quien, aunque parecía borrado, siguió en guerra.

La reflexión sobre el poeta Eliseo Diego parece ir en otra dirección. En los años 70 y 80 del siglo XX, Diego no sólo contaba con fieles lectores, sino que llegó a ser un poeta católico reconocido por un Estado comunista. Mientras otros eran silenciados, su poesía fue publicada. ¿Qué significaba ese paradójico reconocimiento? Arriesgando una explicación, el autor propone que Diego logró una autonomía singular gracias a su propia poética anti-épica, basada en lo que llama la “domesticación lírica de la historia nacional”. En esa poética, Rojas ve un distanciamiento que le permitía escapar del control del Estado.

Quizás en esos relatos el autor ofrece a sus lectores una clave de la utopía de su proyecto. ¿Quiénes son sus destinatarios? Pienso que una respuesta posible se encontraría en el memorable ensayo de Ángel Rama, de 1978, titulado “La riesgosa navegación del escritor exiliado”, en el cual se refería a la necesidad que siente el exiliado de dirigirse a tres públicos distintos. Uno sería el público del país en el cual se encuentra instalado; el segundo estaría integrado por los lectores de su país de origen, con quienes desea continuar hablando, y el tercero sería el de sus compatriotas que integran la diáspora. Pienso que para Motivos de Anteo tendríamos que agregar un cuarto: el lector académico. El desafío de escribir simultáneamente para esos múltiples destinatarios es enorme. Es admirable la inteligencia y la libertad con que Rafael Rojas navega por todos esos mares.

Águilas y flores de lis

Reina María Rodríguez

Reinaldo Montero

La visita de la Infanta

Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2005

269 pp. ISBN: 959-10-1039-7

Desde mi azotea en Centro Habana he visto la entrada triunfal del vapor Reina María Cristina. Reinaldo Montero me trae su cuaderno de bitácora. Ha removido el actual maquillaje de las fachadas habaneras, levantado las chinas pelonas y recogido aquellos estardantes “con brazos terminados en águilas y flores de lis”. Y, entre águilas poderosas que reflejan desembarco y dominación, y flores de lis que narran cotilleos, 40 vestidos y una bañera con hielo donde se sumerge la Infanta Eulalia contra el calor de la Isla. Un secretario (que es también autor y voyeur) plasma con ligereza, dolor, burla y sarcasmos, cómo fuimos y aún somos los cubanos. ¡El despelote que se arma cuando el vapor atraca en el puerto y sale un chorro de sangre azul, turistas o pólvora del navío!

Qué elegancia, Dios, hay butacas nuevas, hay alfombrado nuevo, habrá música fina, artistas refinados, refrigerio pomposo, luz abundante, Dios, hemos ido más allá del embellecimiento, si ya no sabemos qué más hacer, en qué más agradar, qué más gastar, porque no tenemos que gastar, que se gaste lo que se gaste, si tememos que algo parezca deslucido, Dios, líbranos de esa posible vergüenza, porque la única ley ahora en La Habana… es halagaros.

“Entre agasajos y críticas: el disparate del gobierno es mayúsculo, como siempre”, apunta en su cuaderno de bitácora el secretario del marido de la Infanta. Ésta lleva un traje con vuelos de tres colores: “de un azul como el cielo de la Patria, de un blanco como la pureza de la Patria, de un rojo como la sangre derramada de la Patria”. El traje es levantisco y maldito. “Un traje apóstata”, dice el Gobernador. Pero alguien vocifera: “¡Viva la Simpática!”, y el tono de la llegada va de dramática a jocosa situación. A lo cubano, podría decirse: “De palo pa rumba”.

Las flores lanzadas provocan coriza, y la música —el Te Deum— en medio de “la horda frenética” resuelve cualquier rigidez e intolerancia. Mientras, el velo que cubre la cara de ‘Mi Doncella Zurda’, la sirvienta de Eulalia y amante del secretario, “se levanta sólo por una punta, dice, en la dirección de una sola experiencia, que es siempre personal”. Quiero apuntar que es en esta dirección personal, enfocada en los gestos del abanico que hablan de romance, y en los parlamentos que ocurren entre una y otra penetración, donde el humor erótico y la ironía del autor crecen. Pues el mundo del galanteo, del servilismo, del acercamiento tendencioso del secretario a la Infanta Eulalia es otro mohín para hacernos creer que estamos fuera de época. Nada más actual que “lo retro” de esta novela. Se trata de un pretexto para entrar en la valoración del sujeto que narra, de su servidumbre, que lo lleva a comportarse según leyes que aborrece y a disimular a duras penas su asco. Si Eulalia quiere conservarse en el nombre de una calle habanera y posar allí su inmortalidad, o referirse a la política cuando le viene a la mente, o tomar un baño helado haciendo alardes de una falsa libertad, el secretario (viajero al interior de sí mismo, amante, voyeur) quiere conocer su valor propio, decir y decidir lo que no le está permitido en el “palacio-cárcel”. Decir, sin entrar en las alegorías tan frecuentes en la literatura cubana de las últimas décadas, valiéndose de cambios de fecha que provoquen el equívoco.

Conocemos, con el pretexto de la visita de la Infanta, acerca del estado calamitoso de la hacienda pública, de cómo se cubre la realidad con agasajos en un país llamado Paradoja. A través de breves capítulos abiertos a la memoria, el novelista avanza y retrocede, pese a un aparente orden del día de los sucesos conmemorativos del viaje de Eulalia de Borbón a La Habana. Abundan los cotilleos de alcoba, la opresión, la claustrofobia. La ciudad se desmorona y la monarquía actúa con los mismos presupuestos de vulgaridad y deseos ocultos que los plebeyos isleños. En lugar de contar solamente lo que encuentra al paso de la comitiva real o en sus momentos de escape con las prostitutas, el secretario describe, como un Lazarillo literario, lo que encuentra o no encuentra en los gacetilleros. El lenguaje extrapola épocas, volviéndose muy contempóraneo por momentos. Las palabras también van al burdel.

Y, en un lugar que no quiere ser colonia, sino provincia o nación —como vería con sorprendente claridad la Infanta Eulalia—, donde gusta la complicidad (nada más cómplice que las palabras, creo), y donde Eulalia, sin mucho esfuerzo, podría haber sido la Reina de Cuba si le daba por quedarse aquí (mejor aun, la Reina de la Paradoja) adonde la lleva el autor de esta novela y donde seguirá reinando para siempre. El secretario se sorprende pretendiendo quedarse por más tiempo allí: “Ojalá me hubiera quedado por más tiempo, a ver si delineaban mejor la picazón y la rasquiña, la sumisión y la insubordinación, pero tenía que irme, y rápido”. No sólo por las plagas (que hacen que el marido de la Infanta hable de elaborar un reglamento sanitario para la Isla de Cuba), sino por su aspiración de sanidad moral, por deseo de higienización moral. Porque “la pobreza pasa, pero lo que no pasa es la bajeza de espíritu” (p. 45). De la barbarie a la utopía de la cultura, del águila a la flor de lis…

El personaje que narra La visita de la Infanta trata de apartarnos de lo real, de la verosimilitud de lo real, de lo que aconteció o no aconteció, para acercanos a la moral del asunto. Apresa un ritmo y un tono del aquí-ahora, del presente que no es ficción y es, a la vez, la mayor ficción. Tratando de unir los dos mundos (el hiato, la grieta de la estructura ósea del relato) crea un mundo del sujeto que narra, lleno de sutilezas, y otro, el de la acción en general, ambos mundos empujan al hombre fuera del centro —como diría Schelling, sabedor de que no se puede permanecer en el centro, ese corazón que late con tanta inquietud—. Reinaldo Montero crea un mundo del sujeto que narra, lleno de sutilezas, y otro, el de la acción general. No recrea un conjunto a partir de un acontecimiento, no aspira aquí a la mitificación historiográfica, sino que hace la cuenta inversa: procura todo en función del presente.

El libro no intenta ser un diario íntimo (discrepo de la solapa que así lo encasilla). Quien narra está más interesado en la insinceridad de la puesta que en la veracidad de unos hechos. Habla por muchos, sintetiza un “querer decir” contra un poder de simulación más fuerte que el de la propia escritura. De ahí que asuma una conciencia extrema de sujeto político, y exclame en el baile del burdel. “¿Por fin la libertad no es cual horizonte, que no hay diente ni sexo ni puño ni grafía que la alinee?”. Pero el espacio que habita es música y arte, conversación tras conversación, material efímero, espejos, trivialidades.

¿Cómo salir del sinsentido para que el sabor interno de las cosas prevalezca, y con qué recursos integrar ese sabor en el tejido de nuestra propia y fugaz identidad? Sobrepasado el primer tercio de estas páginas, la novela se traga al pretexto narrativo y a su propia condición de diario o libro de viaje. Rompe entonces el continuum entre temporalidad y eternidad para atender al texto en sí, a su moralidad de texto.

También hay en toda la novela una búsqueda del absoluto femenino, de lo cortés como tacto del corazón y de la mente, de la seducción. Hay una crítica a la moralidad en la que está inmersa Paradoja, la Isla y sus ciudadanos, aunque el propio narrador se imniscuya y comparta esa misma amoralidad. “Ésta es una Isla repleta de secretos, ustedes no pueden imaginar cuántas mamparas hay en puertas y balcones con el doble propósito de que los de afuera no miren hacia adentro, y los de adentro no sepan qué pasa ni adentro ni afuera de sus propias casas”.

El desastre pintado para una época y los accesorios preparados para la llegada de la Infanta Eulalia y su comitiva (más las negociaciones por detrás) se hacen extensibles como pulpos, desde La Habana de entonces a La Habana de muchas épocas posteriores y recientes. Es la ciudad que “toma la apariencia de una cloaca repleta de gente pudriéndose, engreída, de entusiastas sin sentido común, y merced al alcohol dispensado”. Y el narrador vaticina: “en la Isla de Paradoja la desintegración es inevitable, la violencia será desmedida y que son estos los últimos días de paz”. Afirma, con desplante ante los trasnochados nacionalismos, que sólo es posible recobrar el equilibrio y la sensatez abandonando la “desequilibrada Isla”.

La novela no acaba con la partida de la Infanta, sino en un epílogo que avisa de que el cuaderno de bitácora de ese viaje fue subastado por la casa Christie’s en una subasta navideña y “comprado por un multimillonario de nacionalidad rusa, ex camarada del Partido Comunista soviético que facilitó la publicación íntegra del texto”.

No recuerdo quién dijo que la época y la identidad hunden sus raíces en la gramática, que la armazón de una prosa y de un destino es cuestión de gramática y, añado, de morbo. Desprovistos, a veces, de práctica sintáctica y de sensibilidad, apenas registramos las tensiones actuales, lo que es útil e innovador en un texto contra tanto cansancio retórico. Espero que, con la misma pasión con que Reinaldo Montero me contaba hace años que veía a la Infanta Eulalia bajarse de la escalerilla del barco y yo lo miraba perpleja, pensando que estaba ensimismado en alguna locura o delirio, los lectores de este libro perciban que después de cada acto o hecho de la civilización, las palabras y los conceptos adquieren nuevas fuerzas y ya no son los mismos que antes fueron. Bajo apariencia de viajero, Reinaldo Montero pretende reivindicar la lucha eterna del escritor por una mayor civilidad en cualquier época.

¿De dónde son?

Michel Suárez

Radamés Giro

Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba

Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2007

4 tomos, 1167 pp. ISBN: 978-959-10-1400-9

Las compilaciones no suelen ser artefactos de precisión. El Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba, del musicólogo y editor Radamés Giro (Santiago de Cuba, 1940), no es la excepción. Su irrupción alivia la penuria bibliográfica, en la mismísima casa del trompo, sobre música cubana, y reflota el debate sobre la metodología de elaboración de diccionarios, tan dados a la polémica por causa de exclusiones, jerarquías, profundidad o errores biográficos.

Radamés Giro, que inició los trabajos de compilación en 1968, reconoce que un diccionario es siempre "una empresa ardua, meticulosa y hasta riesgosa, que necesariamente lleva implícito, aunque involuntariamente, omisiones y hasta errores". Dice que ha tratado de ser exacto, auxiliándose de otros especialistas y colaboradores, y remata que, "sin embargo, exactitud es un término relativo, casi nunca alcanzable".

No hay duda de que estos cuatro tomos son un formidable vehículo para conocer —e incluso descubrir— muchas interioridades de la música cubana: intérpretes, autores, agrupaciones, géneros, y hasta un breve catálogo de publicaciones sobre el tema. En líneas generales, se impone el regocijo por la aparición de una obra como ésta, que intenta mitigar el déficit acumulado y, sobre todo, superar las lagunas y errores de su antecesor inmediato, el Diccionario de la Música Cubana, de Helio Orovio.

De entrada, tiene la ventaja, sobre Orovio, de haber implicado a colaboradores, lo que se revierte en contenidos más abarcadores y en la reducción del margen de error. No obstante, queda en pie la pregunta incómoda de siempre: ¿Una obra de esta naturaleza, tan abarcadora temática y temporalmente, puede seguir concibiéndose desde posiciones monoautorales?

Hace ya algún tiempo, el propio Orovio ofreció la respuesta al admitir los errores de su Diccionario…, cuando afirmaba que en el futuro sería imposible que una sola persona enfrentara la redacción de una obra como esa; tendría que ser un trabajo de equipo.

Sin perder el hilo comparativo con sus antecedentes directos, el nuevo diccionario enciclopédico repara, todavía mejor que la segunda edición del de Orovio, el genocidio cultural que significó borrar de un plumazo a los intérpretes, grupos y autores que abandonaron la Isla por diferentes motivos. Empleando el giro "se radicó en…", un comodín presuntamente neutral, Radamés Giro evita las alusiones políticas. Está claro que esquivar episodios conflictivos para sortear la censura no invalida la obra, vista como un todo, pero sí produce una distorsión histórica. Es el caso de La Lupe, con una vida artística y personal marcada categóricamente por su expulsión de facto de la Isla, un hecho que difícilmente pueda interpretarse como exilio voluntario. Y como ella, muchos otros. De más está decir que el culpable de la peripecia verbal no es Radamés Giro.

El Diccionario… desempolva un centenar de nombres malditos de la música nacional. Tras casi 50 años de prohibiciones en radio y televisión, probablemente, para los más jóvenes, esos músicos no pasan de ser perfectos desconocidos. ¿Qué significan Fajardo, Xiomara Alfaro o Blanca Rosa Gil para ellos? He aquí otro aspecto positivo del Diccionario…: sirve de acta bautismal, incluso de músicos ya fallecidos, y coloca esa información en manos de los cubanos de a pie. Pues el intento anterior —la segunda edición del libro de Orovio— se vendió solamente en moneda libremente convertible.

Como regla general, salvo excepciones, las entradas sobre artistas exiliados son breves o brevísimas. En una primera lectura no hallé exclusiones clamorosas, aunque sí un criterio discutible. Para el autor, la música de Willy Chirino "está más cerca de la de Estados Unidos que de la cubana"; afirmación que desentona con el espíritu general del libro, más cerca de la exposición biográfica que de la opinión lapidaria.

Una novedad del texto radica en la inclusión de artistas extranjeros con actuaciones relevantes en Cuba. La decisión contribuye a referenciar, desde otro ángulo, las dimensiones del panorama musical isleño en su interacción con el mundo. Los nombres y las épocas hablan por sí solos: Josephine Baker (1950, 1953 y 1966), Caruso (1920), Lucho Gatica (1954, 1957 y 1959) y Pedro Infante (1952, 1953 y 1955), entre otros.

En caso de una segunda edición, sería deseable una reevaluación de las jerarquías. Por más subjetivas que suelan ser las filias y las fobias, no suena convincente que Sara González (78 líneas de texto) pese más, biográficamente, que Celina González (47). O que Argelia Fragoso (41) tenga más destaque que Olga Guillot (38). Tampoco que el Dúo Karma (98 líneas) o el trovador Ariel Díaz (109), por ejemplo, superen en espacio a Juan de Marcos González —el cerebro de Buena Vista Social Club— (16) o a Paquito D'Rivera (26). Esto es parte de una tendencia, desconozco si consciente o no, a engordar las entradas correspondientes a algunos musicólogos, músicos de concierto y representantes de la nueva y la novísima trovas, en detrimento de otros.

Las carencias y desbalances de esta obra, modelada a contrapelo durante casi 40 años, no la descalifican. Rica en fichas biográficas, fotos y partituras, prolijamente compiladas por uno de sus más acuciosos investigadores, es un soplo de aire fresco en medio del desierto editorial cubano y una consulta obligada para quienes desean reencontrarse con la historia musical de la Isla.

Naturaleza y síntoma de una decadencia

Jorge Luis Arcos

Isel Rivero.

Las noches del cuervo

Ediciones Vitruvio

Madrid, 2007, 53 pp.

ISBN: 978-84-96830-13-4

El último poemario de Isel Rivero, Las noches del cuervo, desnuda una poética sesgadamente panteísta. Ya va siendo raro que la poesía contemporánea, al menos en la tradición occidental, y como un signo indudable de su crisis genérica, se amiste con la naturaleza.

Es muy significativa esta actitud, esta manera poética de percibir la realidad, dentro de la última poesía cubana, sobre todo, porque ésta, su mirada religadora, no implica ningún regreso al campo, o alguna recreación paisajística, ni ninguna utopía paradisíaca, y mucho menos cualquier atisbo de trasnochado nacionalismo lírico. Su poesía se establece alrededor de una tradición universal, alejada de cualquier tópico enfáticamente “cubano”. Antes bien, se encauza dentro de un movimiento de la sensibilidad que nace desde dentro de la llamada sociedad posindustrial y que se opone a una suerte de espíritu de la decadencia. La naturaleza, vencida por una ciudad y una civilización devastadora, se hace cómplice de una mirada poética también vencida o, al menos, marginal. Su poesía porta implícita una suerte de regreso hacia los orígenes, hacia una encrucijada mal resuelta, aquel momento en que la civilización occidental se decidió, con merma de innumerables realidades esenciales que quedaron sumergidas, por un camino, si poderoso, unilateral.

Porque la intensidad suele conllevar cierto desdén, cierta prisa, un vértigo de la velocidad conquistada, una arrogancia en el gesto cumplido, un espejismo imperial. La verdadera infancia queda atrás mientras se cometen actos demasiado sensatamente infantiles. Se sacrifica lo desconocido sustancial por unas provincias enfáticamente conocidas o, peor, apresuradamente poseídas. Dice en el poema “En tránsito”: “nunca hay tiempo para dormir / sólo para atravesar realidades / una carrera de obstáculos en un presente que se escapa”.

De ahí que esa naturaleza convocada por Isel Rivero ofrezca sus fulgores, sus avisos, junto a una existencia, la del ser humano (que es, no lo olvidemos, también naturaleza), que a fuerza de distanciarse de su innata armonía cósmica, de su condición material, ha terminado por hacer de su conciencia una entidad monstruosa, separada de la Vida.

En cierto sentido, asoma en este poemario un existencialismo sin sentido trascendente, pero, acaso, no como una opción voluntaria del poeta, sino como un sombrío síntoma, cuya manifestación encarna su más profunda crítica al rostro de una arrogante y casi suicida vocación de progreso sin piedad, sin epifanía, sin “alma”, sin un espíritu integral y consecuentemente creador, genésico. “La monotonía de paisajes desarraigados / de su verdor perenne”, acusa en “Paisajes”…

Siguiendo una antigua saga, su poemario se nutre de incesantes imágenes naturales. En cierto sentido, es una continuadora, dentro de nuestra tradición insular, de Luisa Pérez de Zambrana, por esa ambigua relación casi trágica entre la naturaleza y la existencia, como puede apreciarse en la parte tercera de su poema “A la memoria de Marina Tsvietáieva (31 de agosto de 1941)”. Esa contraposición, o perversa relación, entre la naturaleza y la existencia es recreada en “Misa de los huérfanos”, por ejemplo.

No es casualidad que la propia Historia sea vista, a menudo, con evidente ironía, como se aprecia en “Historia Seria”. Como ha padecido ella misma, que ha conocido del rigor de “su” historia, exiliada de su patria, tema que asedia profundamente en “Exilios”, poema donde también late su oscura vocación por los orígenes, ya comentada (“Llevamos la casa por dentro / y desovamos en nuestra sangre”). En general, este libro despliega una visión harto sombría de la Historia, sólo que lo hace con un discurso lírico de profundo simbolismo, casi onírico, como en el sugerente “Presagios”, donde el sujeto lírico, criatura lunar, evoca (desde dentro de la Noche) la visita entre terrible y luminosa de realidades feéricas, ese “Otro mundo” casaliano, pero “encarnado” aquí en un texto de imagen final casi goyesca…

No es de extrañar entonces sus salidas órficas, pitagóricas (como en “Las Montañas del Reino de la Luna”), reminiscencias de un saber antiguo. Es espléndido y casi lezamiano este final de poema: “Decían que los griegos / pasada la batalla / buscaban entre los cadáveres / desentrañar / los misterios / del cuerpo invisible” (“Michelangelo”).

Justamente, esa cada vez más “racional” distancia de la naturaleza primordial, ilumina también la razón oculta del menosprecio cada vez más inquietante de la Poesía, y no sólo como género literario autónomo, sino, sobre todo, como actitud hacia el conocimiento y hacia la percepción y vivencia de la Vida misma. Por ello, su existencia, su “naturaleza”, parece también devastada: “No se abren mis ojos / pegados por la arena del mal dormir / Las yemas de mis dedos / sienten crispadas las cortezas”.

Por eso resulta, a la vez que comprensible, alentador, que una mirada poética, y profundamente femenina (no feminista), nos muestre los síntomas de la decadencia, con una sencillez y una como naturalidad que la preservan de todo discurso moralizador o panfletario. Su singular defensa de la Poesía es ensayada en el magnífico poema “Galeradas”, donde asume una arriesgada certidumbre: “La poesía está más allá del poder / más cerca de la verdad / que la materia”…

Una cita de Forugh Farrokhzad, que preside el libro: “No olvides el vuelo / ya que el pájaro morirá”, nos advierte del peligro de la jubilosa traición comentada. Tal vez, el texto emblemático de ésta, su actitud, se pueda constatar en “Credo”, de decidida recepción ecologista. Su más severa advertencia (como ante la inminencia del fin) se despliega en “Los magos”, extenso poema que comienza así: “La civilización es una construcción posiblemente / basada en el lenguaje y la escritura pero que no ha ido más allá de la exploración”, pensamiento, por sugerente, con el que quiero finalizar este comentario sobre un libro desde ya imprescindible dentro del pensamiento poético cubano contemporáneo.

De Efory a Atocha: por los caminos de Chago

Néstor Díaz de Villegas

Méndez Alpízar, L. Santiago (Chago)

¿Entonces, qué? Antología

Editorial Verbum, Madrid, 2007

130 pp. ISBN: 978-84-7962-409-5

Una caminata por el Paseo del Prado, desde la Casa de América hasta las inmediaciones de la Puerta de Atocha, me ofreció la oportunidad de conversar con L. Santiago Méndez Alpízar (Chago), que, casualmente, recogía ese día los primeros ejemplares de su libro de poemas en la editorial de Pío E. Serrano. Habíamos asistido al mismo evento por distintos caminos, y durante el receso del mediodía coincidimos en un pasillo, nos presentamos, intercambiamos teléfonos, y salimos a la calle.

Afuera, el cielo gris cernía llovizna helada sobre los árboles del parque. Apuramos el paso, escurriéndonos entre transeúntes sorprendidos por el chubasco, y enfilamos hacia la terminal de trenes, que, según supe más tarde, alberga un jardín de plantas tropicales. El invernadero de Atocha, que ocupa el edificio antiguo de la estación, resultó ser una especie de isla sembrada de altas arecáceas. Una fina capa de churre cubre las hojas de ninfeas y calas, y también el agua muerta que las rodea. De vez en cuando, un pasajero se inclina sobre la baranda y arroja boronillas de pan a las jicoteas que circulan bajo la superficie. Algunas recogen el fiambre, mientras otras dormitan en las mariposas de los aspersores. Desde el techo de vidrio, unos faroles perennes arrojan luz sucia sobre los caparazones de las huerfanitas que los madrileños han abandonado a su suerte, después de haberlas usado como mascotas.

Pensé, en un arranque emotivo, que también las jicoteas de Atocha parecían estar condenadas a la “maldita circunstancia del agua por todas partes”. Y mientras oía a Chago explicar que Gustave Eiffel era el arquitecto del antiguo hangar, ahuyenté la idea con la vista fija en el techo, en dirección del lucernario. Pero más tarde, de vuelta a casa, no me molesté en “googlear” el dato, prefiriendo fantasear y quedarme con la duda.

Recordaré aquí, a propósito de fantasías, la ocasión en que un amigo poco versado en literatura fue a encontrarse conmigo al recital de un libro de poesía. Al término de la velada, los intelectuales hablaron de conexiones y deudas estilísticas, mientras que mi amigo, que era el miembro más joven de una familia de cheos habaneros –y que se presentó ante la concurrencia como periodista “lírico”–, comparó el poema con una supuesta novela francesa que, según afirmó, había leído de niño. No recuerdo el título de esa obra, aunque puedo afirmar que, como el de tantos otros tomos de la biblioteca fantástica que los legos han compilado a espaldas de los especialistas, no me resultó absurdo, sino sólo inaudito.

Refiero estas anécdotas porque, dos días más tarde, cuando volvimos a encontrarnos y Chago me obsequió su libro de poemas, miré la portada, y el título pareció saltar de la carátula: ¿Entonces, qué? Tomé la pregunta por un desplante, de los que se gritan tirando las manos al aire: ¿Entonces, qué? –sólo faltaba añadir la palabra “volá”, o eso me pareció antes de abrirlo por la sexta página y chocar con el exergo de Samuel Taylor Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano, ¿entonces, qué?”. El fragmento pertenece a los Cuadernos de notas del autor de Christabel (quien, con Wordsworth y Southey, forma el trío de los llamados “poetas del Lago”), y, en contraste con tantas citas superfluas que encabezan libros, iluminaba hasta el tuétano la razón de ser de la obra de Chago.

L. Santiago Méndez Alpízar pertenece a la generación que leyó a Virgilio Piñera quizás mejor que ninguna otra, porque llegó a ver el absurdo virgiliano hecho realidad; lo que equivale a decir que la suya fue la primera generación que habitó en las riberas del “lago” de Virgilio. Para ellos, escapar del cerco no era una disyuntiva, sino un imperativo categórico. También, la coyuntura literaria que circunscribió al escritor de esa generación se asemejaba a un cuerpo de agua: era el piélago origenista, o “la sopa de la patria”, como lo ha llamado Chago en alguna parte.

Y, en otra:

A tanto mar

no alcanzo

–acaso–

ser delfín de los cuatro vientos

Cuando ellos llegaron, ya la letra se había convertido en logos, en lago, en segunda naturaleza. Nunca antes Piñera y Lezama habían resultado tan limitadores, tan orilleros, ni habían ejercido una influencia tan abarcadora, ni habían asumido el papel oficial de “fundadores de nacionalidad”. El contacto sostenido y directo con este tipo de literatura universal, por encima de las divisiones de clase, generó en Cuba –y no olvidemos tomar el término en su acepción más mundana una poesía “lírica”.

De la misma manera que Napoleón pretendió hacer del Mediterráneo un lago francés, el Atlántico llegó a ser un lago cubano: un lago ideal, una lacuna mentis. Para nosotros, emigrar significó cruzar “el charco”, ir a habitar la otra orilla. Tampoco hay que olvidar que el cerco sirvió de telón de fondo a la dictadura, y que el “por todas partes” –igual que tantos otros presagios del repertorio virgiliano– podía entenderse como la cábala del totalitarismo. Sólo una extensión enorme, de proporciones oceánicas, daría la medida de lo sucedido: José Bedia pinta un mayombero con la nganga bajo del brazo, que vacila, con un pie en cada orilla, entre el perpetuo aquí y el allá sin más, y Severo Sarduy lamenta la huida de los dioses que “cogieron el barco, se fueron en camiones, atravesaron la frontera, se cagaron en los Pirineos”. El Atlántico es nuestro lago, y es el arco que va de Efory a Atocha.

La generación de Chago no sólo fue testigo de la rehabilitación y renormalización de Lezama y Piñera, sino de la de una caterva de epígonos que había sido “separada” del proceso en etapas previas. Los jóvenes escritores trababan conocimiento con la promoción artística desterrada al gulag oficinesco, la que había permanecido oculta en los infiernillos de las bibliotecas. Fue como si hubiesen soltado a los presos: un pase general de reos de conciencia que, luego de décadas de encierro, veían la luz –si bien no pocas veces sólo en la letra, pues sus restos mortales habían quedado en el camino. La época de esa amnistía coincide con la erupción de una especie de Solaris que marca la apoteosis de los “chaguistas”, pues sólo a ellos les fue dado concebir la isla virgiliana ceñida por una materia gris que era el producto del descongelamiento del Quinquenio que los vio nacer.

Si en el principio era la “maldita circunstancia del agua por todas partes”, para la fecha en que el autor de ¿Entonces, qué? viene al mundo, fue la “maldita circunstancia” a secas. Hay un punto negro allí, que Chago define de varios modos:

Hay un punto

Alrededor del punto

La sombra y yo

Sobre todo fin

hay un

punto

Un punto

negro

Y otra vez en el “Rockasón con Virgilio Piñera”:

Un punto negro en el espacio

es una fuga

Entre una historia y otra

un punto negro

Visto de otra manera: un punto negro separa Efory (el “monte”, la “yerba”, la “cura”, vititi nfinda), de Atocha (el Niño, el Apóstol, Mercurio, Elegguá). Esta “sublimación” es un proceso espagírico, pues las permutaciones del monte nos llevan al santo, por el camino de Chago. Efory es el símbolo de nuestra alquimia, de nuestro conocimiento secreto –del que se dice que “hay que haber nacido allí” (que es una fiesta haber nacido allí) para poder poseerlo. Y también que es una maldición, una maldita circunstancia: el monte del conocimiento del Bien y del Mal.

Es, justamente, la aparición de El Monte, de Lydia Cabrera, la que marca el momento en que la brujería penetra la alta cultura. La brujería tiene ahora una historia y un libro. El bilongo fluye por el cuerpo de la nación, pero ya traducido, sincretizado: Lydia Cabrera es la cifra de una decadencia, y el epítome de una clase social que había arribado, en el año en que aparece su clavícula (1954), al punto que Jean Baudrillard, tarareando a Chago, define como “tiempo del fin, y de un ilimitado suspenderse del fin”:

Yeahbaby

Judas Priest conspira

venga heavy

La tesis de la maldición –del daño: “iká”, “madyáfara”– que Virgilio retoma en su poema, es el tema de la “Rima del antiguo marinero” (“Hay agua, agua por doquier / mas ni una gota de beber”), pues también para Samuel Coleridge el agua se ha convertido en pócima de brujas:

The water, like a witch’s oils

Burnt green and blue and white.

Así, Chago aparece como un poeta del lago que, en sus baladas “líricas”, consigue despojarse del coloquialismo estatal y parodiar al Coleridge de los conversational poems. El hecho de que, en los poemas del exilio, el poeta hable “como si estuviera en Galizia” –que hable como gallego– presupone un viaje de retorno, de marcha atrás como el cangrejo, y un camino al revés: de descubierto a descubridor (“Normal que no entiendas el asombro / Es cuestión de saberse descubierto”). El personaje llamado Chago es un Santiago que desanda el trayecto de Atocha a Efory, un Auaca taíno –de “rasgos atrofiados”– que descubre Compostela. Viene embutido, “atiborrado de ansiedad”, dentro del chourizo de su historia personal, y trae consigo al destierro su “nariz de negro”, y el sarcófago de su esclavitud:

Llegado a un punto / con o sin retorno/

ésta que no tienes es la casa / ésta que nos falta

El poeta retraza el camino de aquel antiguo marinero a quien los discípulos metieron en un sarcófago de mármol, “y éste en una barca cuyo único timonel era Dios”, según reza un prospecto para peregrinos ocasionales. “La embarcación surcó el mar hasta Gallaecia”, continúa explicando el vulgar folleto, “y remontó el río Ulla hasta llegar al puerto de Iria Flavia, capital de esta provincia romana, y allí enterraron su sarcófago en el cercano bosque de Liberum Donum”.

Con un Flashback, Santiago concluye su periplo, regresa a Atocha, y vuelve a ser niño:

Eres un hombre / Todos te lo dicen

Por fin te han pulido las botas montadas / con tacón estilo

Hollywood

Para el undécimo onomástico: un juego de chalequito y

pantalones bataholas

La vida otorga a Chago una venera: concha de Afrodita, Vas spitituale o el “bollo en el horno”, da igual. No hay otro poeta romántico cubano que haya cantado a la hija de la espuma en versos más listos, ni más líricos:

El mar ya está en la mesa / el pulpo feito

No tardará en llegar el chaparrón y con él /

lo que nos une

No mencionaremos el pathos ni a escritores aburridos

pero tocaré / como en el poema / con mis gordos pies

por debajo de la mesa

y tú volarás mareadita y borracha

Chago es ese hombre coleridgeano (“He partido de todo para llegar a ellos / Estoy a salvo de una Patria”) que atravesó el Averno y un Paradiso y regresa empuñando el deep flower de su poema erótico. La voz salta de la tapa y me reprende con un Aye? and what then? que parece estar dirigido al tiempo, a lo que sea que será. Aunque, ya sentado a la mesa de su piso de Atocha, mientras el vate me sirve merluzas y cerveza, me asalta la sospecha de que, en su traducción castiza, quizás se trate también de la pregunta de los sesenta mil euros: ¿Entonces, qué volá?

Hacia la convergencia tecnológica y cultural

David Rovira

Michel D. Suárez Sian

Dramaturgia Audiovisual.

Guión y estructuras de informativos en radio y televisión

Comunicación Social Ediciones y Publicaciones

Sevilla, 2007, 143 pp. ISBN: 978-84-96082-50-2

Los guionistas y realizadores de programas informativos de radio y televisión tienen un punto en común con los creadores de películas de ficción: ambos buscan captar la atención del espectador. Para lograrlo deben contar no sólo con la espectacularidad, sino con la dramaturgia. En un espacio de convergencia tecnológica y cultural, el papel de la dramaturgia debe ser activo, dinámico, pero adaptado a las nuevas exigencias del periodismo. Estos cambios afectan al trabajo de los periodistas y a la organización de las redacciones. La aparición de nuevos canales ha desencadenado profundas transformaciones a la hora de concebir la información.

Las grandes empresas de comunicación tienen dos retos fundamentales: primero, desarrollar su presencia en Internet, con un valor añadido que aproveche los recursos humanos y técnicos de una manera funcional y, segundo, preparar a su personal, desde redactores a reporteros, para que sean competentes en la producción de contenidos en distintas plataformas.

La convergencia no supone un cambio brusco, sino una evolución en la que se producen momentos de convivencia de procesos comunicativos tradicionales con otros innovadores. Aprovechar los aportes de la dramaturgia resulta imprescindible para lograr la calidad comunicativa en los nuevos escenarios propuestos por las tecnologías de la información y la comunicación. Y esa es la principal propuesta de este libro, un primer acercamiento al tema de la dramaturgia aplicada a la programación informativa en radio y televisión. Una de sus virtudes es haber acudido a autores clave que han tratado la dramaturgia en diferentes medios, desde John Howard Lawson y Bertolt Brecht hasta Patrice Pavis e Yves Lavandier, entre otros, pues la dramaturgia se adapta a medios muy concretos: la literatura, las artes escénicas y plásticas, los medios audiovisuales (cine, radio y televisión). Y el arte de conceptualizar los elementos técnico-dramáticos en las nuevas plataformas de distribución de contenidos es uno de los rasgos distintivos de la sociedad de la información. Este texto, realizado en un contexto simulcast (difusión analógica y digital simultáneas), sitúa la dramaturgia en el centro del debate por la calidad de los contenidos informativos.

Partiendo de las leyes de la dramaturgia y del conflicto, puntualizando conceptos cruciales de esta disciplina, el texto se centra en el espectáculo informativo y sus características, en medio de un contexto global que exige en el periodismo, cada vez más, la presentación eficaz del conflicto. El autor combina magistralmente la dramaturgia de los géneros periodísticos con técnicas como la yuxtaposición informativa o la señalética, que estructuran formalmente los contenidos asumiendo la dramaturgia como arte y técnica.

Durante la filmación de Saraband (2003), el cineasta, guionista y escritor sueco Ingmar Bergman comentaba que era necesario distraer en el sentido más amplio; es decir cautivar a las personas, sujetarlas con mano firme y, al mismo tiempo, hacerles pensar. Esta necesidad es uno de los grandes desafíos del periodismo actual y para lograrlo no basta con poseer una dramaturgia intuitiva; es necesario conocer sus reglas y normas adaptadas a entrevistas, reportajes, crónicas y programas informativos.

Suárez nos ofrece un cautivante ensayo sobre la dramaturgia en los informativos de radio y televisión, con un prisma técnico y artístico que subraya la importancia crucial de las investigaciones cualitativas en un universo mediático marcado por lo cuantitativo. En la última fase del libro, el autor expone un proyecto teórico dramatúrgico partiendo de la idea, el argumento y el guión. Este apartado constituye un buen ejercicio metodológico de los mecanismos fundamentales, estructurales y locales de la dramaturgia en su aplicación a contextos informativos.

Con una gran carga empírica, el libro incluye ejercicios prácticos y dinámicas de grupo que ofrecen valiosos recursos nemotécnicos para efectuar el desmontaje de espacios y programas informativos. A lo que se añade una muy útil relación de equivalencias entre algunos términos técnicos empleados en España y los utilizados en Iberoamérica.

Daína Chaviano: una lección de literatura universal

William Navarrete

Daína Chaviano

La isla de los amores infinitos

Grijalbo, Random House Mondadori, Barcelona, 2006

382 pp. ISBN: 978-84-253-4025-3

Haber leído La isla de los amores infinitos, de la escritora cubana Daína Chaviano, después de saber que ha sido traducida a más de veinte lenguas, hubiera podido predisponerme, entre semejante hazaña editorial y lo poco dado que soy a la lectura de best sellers. Saber, además, que la autora fue merecedora del Premio Azorín que otorgó Planeta en 1998 por su novela El hombre, la hembra y el hambre, y que ha sido acreedora de muchos otros premios en Alemania, México y Estados Unidos, hubiera añadido, tal vez, un ápice de aprehensión: sabemos que la literatura cubana ha sufrido en estos últimos años un malsano impulso comercial, alentado por nuestra situación sociopolítica incongruente y sui géneris.

Ninguno de estos prejuicios me sirvió de nada en cuanto empecé a hilvanar —desde la posición del lector— la perfecta filigrana de una novela que desde sus primeras páginas nos guía, como sólo suele hacerlo la música, para llegar, al final de un periplo tan ambicioso como bien trazado, a la apoteosis de un cierre sin más estruendo que el merecido aplauso.

La isla de los amores infinitos es un mural, abarcador y, a su vez, magistralmente condensado, de la cultura y la historia cubanas. Tan abarcador es que, no conforme con relatar nuestra historia desde dentro de la Isla, la autora sitúa en China, España y África nuestros precedentes y la extiende, como resulta obligado en nuestro caso, al exilio de Miami —donde vive—. Un mural condensado, a su vez, porque las múltiples historias y personajes convergen, de una forma u otra, en Cecilia, una joven periodista que los rescata en su afán de querer olvidar la Isla y de renacer de las cenizas de su propio pasado.

Ignoro cuánto de autobiográfico pueda haber en el personaje femenino que se desdobla en las voces de Cecilia y Amalia para narrarnos la trama. Esta doble naturaleza de la voz que cuenta —manifiesta en la periodista que indaga sobre una casa fantasma y en una dama que, acodada en la mesa de un bar de Miami, cuenta la historia de su familia—, supone un extraordinario desdoblamiento de parte de la autora para hacer que coincidan realidad y fantasía en un mismo espacio como Miami, dotado, intrínsecamente, por la corporeidad de lo real y la inmaterialidad de los recuerdos. Cuando el lector descubre al final la verdadera naturaleza de Amalia, Daína Chaviano extrapola la visión fantasmagórica de la casa a los personajes e historias que pueblan la ciudad. El ámbito de lo irreal se apodera —consecuencia, tal vez, de tanto dolor y desengaño (parafraseando sus propios boleros)— de un espacio tangible que parece un aborto de la historia.

Al situar en esta ciudad del sur de la Florida el núcleo que permite que remontemos con la historia de los personajes hacia pasados más o menos distantes en el tiempo y el espacio, Daína Chaviano ha dotado a la segunda ciudad de población cubana en el mundo de un cimiento histórico que se le escamotea. La ciudad y su gente viven en un tiempo marcado por recuerdos (probablemente difusos a fuerza de querer olvidar) del origen de cada uno de los habitantes. La dificultad, en este caso, es poder ofrecer una historia que permita vencer a los fantasmas y que proyecte, al mismo tiempo, luces sobre el presente emergente de ese mismo espacio que es aún, lo sabemos, y quizás por ello, semiurbano. La solución —a mi juicio, magistral— que encuentra la autora, es incorporar un elemento fantástico —una casa fantasma que en cada aparición marca fechas vinculadas con hechos dramáticos de la historia contemporánea de Cuba— como sostén y armazón de la memoria que, guste o no, habrá que asumir y también enterrar, si se quiere construir un mundo en el que tengan cabida, sólo en su justa proporción, los recuerdos y los fantasmas.

Bajo la apariencia de una compleja y muy humana historia de dos familias cubanas, Daína Chaviano, en lugar de remover en el lector sentimientos de barata nostalgia, ofrece, sutilmente y a modo de profilaxis colectiva, la construcción de un futuro en el que la nación y su cultura sirvan de patrimonio común como punto de partida para la invención de "la otra Isla".

No hay concesiones en La isla de los amores infinitos. La autora se documenta y estudia comme il faut fechas, hechos y acontecimientos en los que la licencia literaria no cabe. Nuestra historia ha sido ya suficientemente maltratada como para permitirnos el lujo de añadir notas desafinadas al fandango de la chapucería alentada, con toda intención, por los oficialistas de La Habana.

La música, probablemente la expresión artística más notoria de Cuba, marca cada capítulo. No sólo porque personajes reales (Rita Montaner, Benny Moré, La Lupe, Freddy) participen activa o indirectamente en la trama, sino, también, porque cada capítulo lleva un título de bolero que la autora escoge con delicadeza y nos lo susurra, como si de pronto, confidente, fuera ella quien los cantara. Daína Chaviano sabe que parte de la delicia de nuestra música es la cadencia con que se toca y se baila.

Sucede que, ante todo, estamos frente a una autora que escribe del amor en ese justo medio en que sus remilgos y la crueldad se complementan y, a la vez, se repelen. Daína Chaviano mata cuando tiene que matar, pero deja siempre abierta de par en par las puertas al amor, para que la novela se desoville y crezca infinita como su propia Isla, y en cada uno de aquellos que, estén donde estén, la quieran llevar dentro.

No puedo evocar todos y cada uno de los aciertos de este libro. No cabe aquí mi regocijo ante las descripciones deliciosas y muy cuidadas de la vida en el Barrio Chino de La Habana, de la jerga, el modo de hablar, e incluso, los dichos que en la cultura cubana se refieren directamente a los llegados del Lejano Oriente y de la importancia que estos tuvieron en la vida económica y en las guerras de independencia. Apenas podría detenerme en alabar la exacta descripción de la vida comercial de La Habana de otros tiempos, del esmero con que cada propietario atendía su negocio. Uno siente incluso el crujir (y el perfume) de los papeles de regalo con que los dueños envuelven la mercancía para los clientes. Y qué decir del viaje en retrospectiva con que nos conduce por los mitos y leyendas de la China ancestral, de la supersticiosa cultura castellana en las serranías de Cuenca, de una Cuba prehistórica y secreta que esconden las cuevas y mogotes del Valle de Viñales. No pretendo contar cada detalle, pero sí exponer la justeza con que la autora sabe escoger una casona del barrio aristocrático del Cerro en el siglo XIX, un panteón de la necrópolis habanera, una casa de citas en el barrio de Colón, un sitio bucólico o con reminiscencias europeas en la ciudad de Miami y, en general, un ambiente que sirve, como en las más completas óperas, de telón de fondo al conjunto de su obra.

Quede entonces dicho que esta novela de Daína Chaviano convierte, por muchas razones, lo imposible en probable. Es libro de historia, sociología, pieza dramática, breviario de religiones, leyendas y creencias, cuento infinito, música inmortal… También una lección de literatura universal inspirada, y esto es lo difícil, en elementos muy locales.

Más allá de Giselle, más allá del ballet

Santiago Martín

Isis Wirth

Después de Giselle. Estética y ballet en el siglo XXI

Editorial Aduana Vieja, Valencia, 2007

328 pp. ISBN: 978-84-96846-08-1

A Isis Wirth, la que ayer era una de las anfitrionas del Gran Teatro de La Habana en los 80 y, más aun, de su sala Federico García Lorca, no la ha abandonado ninguna musa al escribir este libro que habla de ballet, pero que también es una cátedra de rigor, profesionalismo, pasión por la música, la danza, el arte y la vida.

Leyendo Después de Giselle, el lector aprende y crece a la vez; se sorprende de la erudición sin alarde de esta chica vehemente, enigmática (sólo en apariencia, porque quien tiene la dicha de conocerla constata enseguida que, como el Kybalión, es hermética solamente para los que no están preparados para “ver” su alma transparente y cálida).

Cuando juntos nos refugiábamos en el Lorca para escapar del reino de la mediocridad y de la libreta de desabastecimiento, confabulados público y bailarines, siempre supimos separar el arte de la política, tanto la autora como yo, y, más de veinte años después, Isis Armenteros, ahora Wirth, mantiene prístina esa lucidez para ensalzar a Alicia por “haber bailado al borde del abismo”, sin ahondar en su caída en el lodo desde el punto de vista político, aunque no teme abordar este tan difícil enfoque para el arte cuando escribe el artículo “El Ballet Nacional de Cuba: votando con los pies”, y cuando cierra sus ensayos con una disertación magistral sobre el tema en “Una metáfora del totalitarismo”, publicado originalmente en la revista Encuentro, donde dice lo que todos siempre intuimos y comentamos, sin haber tenido la osadía de escribirlo.

Pero se equivoca completamente quien piense que Después de Giselle es un libro sobre el ballet cubano, o sobre la imprescindible Alicia Alonso, que puso a Cuba en el mapa del ballet, dándonos la ofrenda de sí misma y sentando cátedra, porque aunque Isis rompe el fuego hablando de ella en los tres primeros artículos, y revela en el cuarto esa anécdota deliciosa de que Alicia “se permitió…regalarle una batuta a Balanchine”, el dominio que posee la autora sobre el tema de la danza es tan completo y abarcador que desborda el insular y casi milagroso nicho del ballet cubano para navegar por mares más lejanos y ser, a la vez, un parteaguas en lo que a estética y crítica de ballet y danza se refiere.

Sus artículos revelan a un crítico de arte que toma partido con conocimiento de causa y que desliza sagaces comentarios e interesantes informaciones, de los que citaré sólo tres, no textualmente, sino como los recuerdo, para darles un cierto matiz “impresionista”:

—Pina Bausch es la coreógrafa del tiempo, en la mejor tradición del Fausto, de Goethe, y de Einstein, tan alemán como judío.

—Balanchine, genio de la coreografía del siglo XX, pese a ser confeso heredero de Petipa, el rey de los ballets narrativos del siglo XIX, es el abanderado de los ballets sin argumento, porque… ¿cómo decir en danza que esa señora es mi cuñada? En este punto me permito discrepar de Balanchine, con un argumento de la vida real, no coreografiada: el Miami City Ballet durante muchos años se dedicó exclusivamente a bailar ballets sin argumentos de Balanchine, hasta que, para tratar de atraer más público, tuvieron que empezar a montar Coppelia, Giselle y Don Quijote. La propia Isis, que primeramente parece concordar con Balanchine en su rechazo a la corriente narrativa de la danza, al comentar luego el trabajo de Boris Eifman con su ballet sobre Chaikovski, documentándonos a la vez de una manera muy seria y respetuosa el tema casi tabú de la tragedia del suicidio del compositor ruso, acaba dándole su beneplácito personal al ballet de Eifman, lo que demuestra que nuestra crítico no es dogmática en sus juicios, ni esclava de sí misma ni de nadie.

—San Petersburgo, una de las capitales de la historia cultural europea, cuna de tantos formidables creadores como Pushkin, Dostoievski y Chaikovski, entre tantos otros, estaba en su cenit cuando fue el escenario, como un castigo divino, de la Revolución de Octubre. En este comentario de Isis puedo adivinar la influencia kybaliónica, es decir, de las enseñanzas de Hermes Trismegistus que aparecen en ese libro, al inducir que tanta grandeza vino a ser “compensada”, o equilibrada, por un período oscuro y nefasto para Rusia, e incluso para toda la humanidad, que aún sufre sus secuelas, como Cuba y Corea del Norte.

Observará el lector toda la riqueza de debate y de análisis político, histórico y social que puede desencadenar un libro sobre ballet cuando la autora posee la madurez y el bagaje cultural necesario para hacernos pensar, e incluso disentir, con sus planteamientos.

Con el privilegio de un prólogo de Zoè Valdés, Isis Wirth, ya desde su misma introducción, y haciendo justicia al título de ésta, ha logrado coreografiar las palabras para que dancen en este ballet literario que es su libro.

Diecinueve artículos, seis entrevistas, veintiuna críticas y siete ensayos se deslizan por el escenario mental del lector para poblarlo de imágenes y hacer bailar de nuevo, cada vez que se leen, por la fuerza y nitidez de la palabra escrita, a los más grandes bailarines mencionados; como cuando, por ejemplo, Isis nos cuenta la anécdota de Nijinski explicando el milagro de su salto como el Espectro de la Rosa, y podemos verlo perfectamente desapareciendo por la ventana después de su hazaña, o cuando nos habla de José Manuel Carreño y de Carlos Acosta, y los podemos imaginar acompañando a Kitri o a Odile, y saliendo a saludar al público con toda la elegancia de ese partenaire ideal que describe la Alonso en su entrevista.

No puedo dejar de mencionar cómo la autora nos actualiza acerca de lo que está pasando en el mundo del ballet, sobre todo, en esa Europa que los latinos siempre hemos idealizado y que desde hace ya algún tiempo algunos de nuestros bailarines están conquistando, y cómo nos alerta de las falsas vanguardias, diciendo “¡Basta ya!”.

Cuando terminé de leer el libro, me sentí como si hubiera acabado de pasar un curso intensivo de Historia del Arte, pero con nuevas perspectivas enriquecedoras, en las que nunca había reparado cuando impartí esa materia varias veces en México, pues Isis relaciona el ballet con la arquitectura y el arte gótico de una manera tan original, cuando se refiere al "goticismo del cuello largo” y a la búsqueda “goticizante” de la elevación por el bailarín, equiparable a la del arco ojival que caracteriza a ese estilo.

Para terminar, quiero aludir, de nuevo de forma “impresionista”, a ese polémico concepto que Isis toma de boca de varios colegas pero que hace suyo sin que nos lo diga claramente: las democracias no se llevan bien con el ballet “clásico”.

Está en nuestras manos, aunque sea ardua la tarea, el romper este “maleficio”, y que el pas de deux del tercer acto de El Lago de los Cisnes, entre esa creación totalitaria de Von Rothbart que es el Cisne Negro, y el príncipe Sigfrido que representa la bondad y la belleza del arte del ballet, culmine con un final feliz, diferente al de la versión actual del American Ballet Theater, en que mueren Odette y Sigfrido; final feliz, donde Sigfrido salve a Odette, el mítico cisne blanco de la cultura universal.

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Poesía y periodismo en edición crítica

Francisco Fernández Sarría

José Martí

Obras completas. Edición Crítica

Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2007.

Tomos 10, 11, 12, 14 y 15

313, 365, 455, 369, 301 y 288 pp. respectivamente

ISBN: tomo 10: 959-7006-65-0; tomo 11: 959-7006-66-9;

tomo 12: 959-7006-67-7; tomo 14: 978-959-7006-69-9;

tomo 15: 978-959-271-010-8, y tomo 16: 978-959-271-011-5

Un balance editorial de 2007 en Cuba destacaría la reanudación de la edición crítica de las Obras completas de José Martí que, con la aparición de nuevos tomos bajo la dirección de Pedro Pablo Rodríguez, publica el Centro de Estudios Martianos.

Los lectores cuentan desde ahora con los tomos 10, 11, 12, 14, 15 y 16, luego de que la impresión de dicha colección se detuviera en 2004. Específicamente, la pareja de volúmenes 10 y 11 recoge el conjunto de crónicas sobre Europa que Martí escribió desde Nueva York, entre 1881 y 1882, como corresponsal del diario caraqueño La Opinión Nacional. El corpus textual de las Escenas europeas, dentro del corpus mayor que son sus Obras completas, ocupa un lugar singular. En el siglo y pico de recepción que han tenido estos textos, nunca hemos percibido que gocen de un favor tan especial como las Escenas norteamericanas, por razones muy precisas, interesadas y difíciles de ventilar aquí. Pero, quizás por esas mismas razones, la lectura de estas Escenas europeas resulte indispensable para un conocimiento global del corpus martiano y, sobre todo, de esas zonas más privilegiadas por la crítica. Además, estilísticamente, dichas crónicas no difieren de, ni restan a, una escritura considerada, nacional y continentalmente, “canónica”. Los textos agrupados en estos dos tomos poseen tanta agudeza en los juicios geopolíticos, estéticos, económicos e historiográficos, como la que consigue la escritura “total” de Martí en otras zonas de su obra. En este sentido, podemos afirmar que las Escenas europeas prueban a cabalidad la eficacia de un molde de escritura periodística —acuñada por la crítica como “crónica”— mediante el cual su autor produjo otros textos importantes. Las preferencias de la recepción y la crítica por las Escenas norteamericanas sólo podemos atribuirla, primero, a la ideología de los propios textos, en los cuales Estados Unidos figura como el tópico básico de una modernidad experimental, imaginada, trasladada a los lectores latinoamericanos en una escritura “modernista” como la martiana, y, segundo, al carácter veleidoso o ligero que recorre algunas de las Escenas europeas, a través del cual el escritor retoca o atenúa su retoricismo y tono oneroso habituales al referir asuntos concernientes a la Monarquía, la aristocracia, las artes, la Academia, lo que, sorpresivamente, nos permite trazar cierta continuidad entre el periodismo modernista, incluido el martiano, y el periodismo rosa actual.

El tomo 12, que incluye textos martianos hasta ahora inéditos, es el primero de los dos —el tomo 13 se encuentra en fase de edición— que compila todos los textos escritos por Martí para la “Sección Constante”, espacio suplementario al de sus crónicas neoyorkinas para La Opinión Nacional, donde aborda brevemente temas muy diversos.

Los tomos 14, 15 y 16 corresponden a Poesía I, Poesía II y Poesía III, respectivamente. Poesía I recoge el corpus lírico martiano más importante: los poemarios Ismaelillo, Versos libres y Versos sencillos. Esta edición toma como referente la edición crítica de Cintio Vitier, Fina García Marruz y Emilio de Armas, publicada en 1985, aunque no de modo acrítico, sino sometiéndola a una profunda revisión y renovación, hasta superarla, de acuerdo a los parámetros más estrictos de una edición crítica. De cualquier manera, esta nueva edición crítica de la poesía martiana renueva nuestra añoranza por una edición facsimilar. Otro aporte del tomo Poesía I es la certeza de que, ante la abundancia y diversidad de fuentes (ediciones príncipe, manuscritos, mecanuscritos, borradores corregidos una y otra vez), la lírica martiana continúa siendo en buena medida una construcción de sus múltiples y sucesivos editores, sobre todo, aquellos corpus tan propicios a tales manejos, como sus Versos libres.Poesía II recoge composiciones líricas manuscritas y mecanuscritas en Cuadernos de apuntes y hojas sueltas; obras aparecidas en periódicos y revistas entre 1868 y 1889; poemas de circunstancias y cartas rimadas. Poesía III contiene composiciones inacabadas que no fueron publicadas o entregadas para su publicación, y que aparecen tanto en Cuadernos de apuntes como en hojas sueltas, además de aquellos poemas publicados póstumamente y cuyos originales no han llegado al equipo realizador de esta edición.

Diario íntimo y totalitarismo

Jorge Luis Arcos

Gerardo Fernández Fe

Cuerpo a diario

Ed. Tsé tsé, Paradoxa ensayos, Buenos Aires, 2007

145 pp. ISBN: 978-987-1057-59-7

Frente al totalitarismo, ¿el cuerpo trascendente o inmanente? Tal parece que es esa pregunta la que se impone cuando uno termina de leer el excelente ensayo de Gerardo Fernández Fe, Cuerpo a diario. El autor realiza un intenso recorrido por aquellos diarios donde, a contrapelo de la historia o, para ser más exactos, como consecuencia de ésta, el cuerpo y sus ficciones (o sensaciones) funciona como un antídoto o como un residuo o, incluso, como una suerte de salida mística, frente a ciertas situaciones o estados límites, dadores de una singular percepción de la realidad inmediata. Benito Kozman, Heinrich Mann, Julius Fučík, José Martí, Marqués de Sade, Ludwig Wittgenstein, Ernest Jünger, Albert Grunberg, Ana Frank, Víctor Klemperer, Hillel Seidman, Jean Jacques Rousseau, Sócrates, San Agustín, Gombrowicz, Kafka, Klaus Mann, Pierre Drieu La Rochelle, Pietro Aretino, Paul Léautaud, Walter Benjamin, Carlos Manuel de Céspedes, Samuel Pepys…, son sus escogidos.

Dice el autor: “Definitivamente el diario íntimo es fragmento, confesión, peligro y vanidad. Sobre todo si estos han sido escriturados —que no es sólo escribir sino rasgar— durante la enfermedad, la guerra, la prisión o los estados totalitarios”. Pero de todas sus aseveraciones, prefiero ésta: “Toda obsesión es perversa. Toda utopía…”, para, enseguida, apuntar: “De todas las utopías, la del cuerpo es la única a la que no le sobra el pathos. Des-esperar. Atribularse, tartamudear ante la piel, ante los pliegues del sexo —cualquiera de ellos—, además ante el tajo que inaugura la herida. Toda otra utopía a estas alturas merece la broma”.

La literatura cubana no ha sido pródiga en diarios —ese espacio privado de la intimidad, si no existe Dios—. Pero tampoco en memorias ni epistolarios. Estos tres géneros subalternos, donde el yo enarca un protagonismo casi obsceno, con ser tan diferentes, tienen muchas comunidades: además de la preeminencia del yo, la tentación terapéutica de la confesión, y la impronta testimonial. La técnica de la epístola la cultivó Domingo del Monte como un experimento racionalista para reconstruir su propia imagen para el porvenir, pero sólo en Martí alcanzó categoría de arte. Precisamente, Martí nos dotó del diario por antonomasia, libro que Lezama consideraba casi sagrado. Contra el Martí canónico (habría que escribirlo en plural por sus innumerables recepciones), que, a veces, cansa o tantaliza o pesa demasiado, hay otro Martí: el de sus diarios, cartas y cuadernos de apuntes.

Tampoco las memorias han sido muy afortunadas. El estereotipo del cubano, como ser abierto, extrovertido y comunicativo, no parece ser más que una imagen externa que, en realidad, denuncia su reverso: no le gusta al cubano mostrar su intimidad radical. Una excepción es el epistolario de Juana Borrero, pero era una adolescente genial y vivía en el exilio un amor romántico casi imposible y, contra la visión de Cintio Vitier y Fina García Marruz, hizo de las nupcias de la carne y el espíritu (el alma, mejor decir) un estado de plenitud pocas veces descubierto en nuestra cultura.

Ahora, Gerardo Fernández Fe nos sorprende con un ensayo sobre los diarios del cuerpo en la cultura universal. Inútil sería buscarlos en la cultura cubana —o iberoamericana— con el vigor y la desnudez con que se encuentran en otras culturas más vanidosas pero también más desinhibidas. Lezama escribió un diario de creación o apuntes de lecturas; Cintio Vitier, de formación tan francesa, ensayó lo confesional con Experiencia de la poesía y los apuntes de estirpe filosófica (aforismos o sentencias a lo Nietzsche o Cioran) en “Raíz diaria”, de La luz del imposible, o intentó una novela como memoria, De Peña Pobre, para finalmente perpetrar unas recientes memorias finales donde el arte del encubrimiento alcanza una cota difícil de imitar. Asimismo, esa autocensura (o, también acaso, previsión constructora de imágenes de linaje delmontino), parece que derivó en moralista censura con ciertas zonas de Martí o del mencionado epistolario de la Borrero. Por eso, Fernández Fe sólo recurre a Martí y a Céspedes en su ensayo. Sin embargo, esa ausencia de Cuba es relativa, como se explicará enseguida.

No es exactamente erótico el objetivo del ensayista al escoger aquellos diarios donde lo escatológico se manifiesta como fiesta o tragedia o imposible compensación. Lo erótico sólo se revela como residuo, porque lo que está en juego en los ejemplos comentados es el sentido de la vida. Es un erotismo entonces casi metafísico, aquel que se revela en toda su intensidad en ciertos estados límites donde la conciencia también suele estar alterada y, de alguna manera, se agudiza o se abre la percepción hacia confines desconocidos u oscuras zonas del ser. Pero ¿cuáles son esos estados límites? Los que provoca el sinsentido de la vida o la vida al borde de la muerte pero, sobre todo, el que resulta de la furiosa confrontación de la vida con la historia. Y éste es, sin duda, el superobjetivo del ensayo de Gerardo Fernández Fe, quien se nos revela como un experto en los profundos meandros del totalitarismo contemporáneo (fascista o comunista, da lo mismo). Es entonces cuando se comprende por qué Cuba no está tan ausente. Es un cubano el que urde las relaciones del libro, y cuando el lector es, también, un cubano, se produce como una lectura secreta o tácita que provoca una sonrisa cómplice una profunda anagnórisis.

Las cartas, los diarios, las confesiones, a veces, las memorias, son un territorio proclive al voyeurismo intelectual. Pero ¿qué relación o percepción en la vida no tiene un componente erótico? Cruzar ese umbral donde al descorrer un velo se muestra la intimidad y la intensidad de una pasión. Ah, pero, cuando lo que vemos —como en ciertos personajes dantescos— es el resultado pavoroso de la historia, entonces ese placer morboso, ese freudiano recorrido por los abismos de la sexualidad, cobra un significado trascendente y, a veces, alcanza la categoría de tragedia, ya que en toda tragedia hay un destino ineludible o un imposible manifiesto, que sirven como catalizadores de la intensidad (a menudo placentera) de la catarsis. Pues, ¿por qué no reconocer que nos gusta ver (o, sencillamente, nos alivia) desenvolverse el mal (la tragedia o el drama) fuera de nosotros? No sólo el mal parece más atractivo que el bien, sino que es síntoma que nos conduce a añorar como otra plenitud posible.

A veces, por esa lectura tácita aludida con anterioridad, este ensayo parece también una suerte de indagación en esas regiones oscuras que algún día serán reveladas cuando la pesadilla del totalitarismo insular sea cosa del pasado. Pero, cuando sobreviene el terror, el presente, el pasado y el futuro ¿no son un mismo tiempo interminable? Hoy día es la historia, más que el otro mundo, la partera de las más atroces pesadillas. Entonces, frente a ese destino imposible de eludir (y ausencia o muerte de Dios mediante), ¿qué nos queda sino el rugoso o escueto o rotundo, o infinito o inabarcable o inalcanzable cuerpo propio o de nuestros semejantes? Como aquel pintor chino que escapó del emperador a través de su propio lienzo, queremos escapar a través de nuestro cuerpo, u otros cuerpos, del afuera sombrío de la historia (o, a veces, de nosotros mismos). Eso fue lo que padeció Raúl Hernández Novás cuando quería reintegrarse al seno materno o anegarse en la materia primigenia, y acaso recurrió al suicidio para intentarlo. Sí, hay otro mundo, como apuntaría Patrick Harpur, siempre latente. ¿No creía Martí, más allá incluso de todo catolicismo, en ese otro mundo? ¿Y Casal? El tokonoma o pabellón del vacío de Lezama, invocado en su último poema, cuando vivía condenado al ostracismo civil —“barroco carcelario”, le llamó él mismo— ¿no es en cierta forma imagen de su añorada resurrección? Y Virgilio —como antes su maestro Gombrowicz—, ¿no trató de hacer de la carne una suerte de viaje trascendente, acaso a pesar suyo? Asimismo, por ejemplo, en pocos libros de poesía tiene el cuerpo, la materia, una presencia más poderosa que en Dador, de Lezama…, y acaso a su zaga despliega una muy interesante poética del cuerpo el poeta suicida Ángel Escobar.

¿Se publicarán alguna vez (¿existirán?) diarios de las cárceles cubanas? Claro, hay muchas formas de cárceles como hay muchas formas de exilio… ¿Se descubrirán alguna vez en toda su vulnerable, carnal intimidad? Una pregunta más: ¿cuál es el saldo que dejará el totalitarismo insular en las mentes de sus víctimas? ¿Habrá una carne resurrecta, suerte de cuerpo glorioso, en medio de tan sofisticada o burda privación de libertad? Cierta obsesión carnal, sexual o erótica en la cultura cubana más reciente así parece manifestarlo. Por lo tanto, habrá que convenir en que, al menos en una avenida de la mente, en un instante fugaz o privilegiado, hay cierto júbilo de la carne, del cuerpo, aun dentro del totalitarismo más atroz. Esa ambigüedad de la carne como dadora de plenitud y como materia corruptible, como imagen, a la vez, de la vida y la muerte, siempre será un territorio donde se decide nuestra salvación o nuestra pérdida, pero ahora y aquí y no en un más allá tan probable como improbable.

Anatomía de un continente

Elizabeth Burgos

Alain Rouquié

Le Brésil au XXIe siècle. Naissance d’un nouveau grand

Fayard, París, 2007, 409 pp.

ISBN-13: 978-2213628639

Ante la inexplicable ignorancia sobre el mayor de los países latinoamericanos, que, además, se cuenta entre las futuras grandes potencias del mundo, la obra de Alain Rouquié viene, sin duda, a llenar un vacío. Sin pretender agotar el tema ni ofrecer las claves de ese país «enigmático», según el autor, estamos ante una obra que se nutre no sólo del rigor de uno de los grandes especialistas franceses en la América Latina contemporánea — L’État militaire en Amérique Latine (1982), Amérique Latine: introduction à l’Extrême-Occident (1987), Guerre et paix en Amérique centrale (1992)—, sino también de su experiencia a cargo del Departamento de América en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y como embajador de Francia en varios países del continente, en particular, México, Brasil, y El Salvador durante el período crucial del fin de la guerra y el desarrollo de los acuerdos de paz.

Le Brésil au XXIe siècle. Naissance d’un nouveau grand surge de una estrecha relación del autor con Brasil; con las singularidades de su historia; con el reto que significa su espacio geográfico; con los contrastes causados por la coexistencia de modernidad y anacronismo. Gracias al diálogo entre la historia del pasado y del presente —desmarcándose de la politología y sociología clásicas, centradas en la historia inmediata—, el autor logra situar al Brasil de hoy en el vasto panorama de su historia, de su evolución, de los contrastes radicales entre sus regiones, de su desarrollo desigual, y de la historia política que condujo a un obrero metalúrgico hasta la Presidencia; acontecimiento que constituye el hilo conductor de la obra.

Indaga en la trayectoria de Luiz Inácio Lula da Silva y la interrogante esencial que plantea: ¿por qué un metalúrgico, hijo de campesinos miserables llegó a ser el primer presidente del Brasil del siglo XXI? ¿Cómo un obrero, miembro de un partido de sindicalistas, pudo acceder a la cumbre del poder en un país considerado el súmmum de las desigualdades sociales, en donde el trabajo manual todavía lleva la marca de tres siglos de esclavitud? Lejos de simples anécdotas, el autor pone de relieve los contrastes y ofrece respuestas a las interrogantes que plantea un país que ha creado industrias siderúrgica, de hidrocarburos, aeronáutica y agroalimentaria de primer orden (Brasil es una de las primeras potencias agrícolas del mundo), mientras reinan la exclusión social y enormes índices de pobreza. Contrastes que inducen al autor a centrar su investigación en el Estado como actor, y en la problemática de la integración social.

La primera parte de la obra gira en torno a la desmesura geográfica, los contrastes regionales y su incidencia en el desarrollo económico del país. Especialmente, la presencia central de la Amazonía, que cubre gran parte de su territorio: una fuente de ingentes riquezas que atrae la codicia de empresas multinacionales, cuando no se trata de la proyección de fantasmas ecológicos que abogan por internacionalizar la región bajo el pretexto de salvar un espacio vital para la humanidad; o los faraónicos proyectos de los diferentes gobiernos. En el aspecto económico, el autor apunta la debilidad que significa la poca continuidad de las elites: la sucesión de ciclos productivos da lugar al surgimiento de una nueva elite que arruina a la anterior. Riquezas recientes y discontinuidad de políticas económicas debilitan a los grupos industriales, vulneran el asentamiento de su poder económico y las colocan en posición desventajosa ante la mundialización y la concurrencia de las grandes empresas extranjeras. Pero es esa misma movilidad social, en una sociedad injusta pero no petrificada, la que permite que una familia rural, muy pobre, procedente de Guaranhús, del sertão de Pernambuco, se decida a tentar suerte en São Paulo. El hijo menor, Luiz Inácio, manisero y vendedor de naranjas, asiste a la escuela. De obrero profesional en la metalurgia, se convierte en sindicalista, funda el Partido de los Trabajadores y llega a presidente de la República. Particularmente demostrativo es el segundo capítulo, “Razas e historia”: el mapa de la composición racial del Brasil, la estratificación social, los ochenta millones de descendientes de africanos —segunda nación negra del mundo después de Nigeria—; la herencia de la esclavitud y de su modelo económico —Brasil fue el mayor importador de africanos, centro y motor de su economía, y el tráfico no dependía del comercio triangular; existía una relación directa entre Pernambuco y Angola, que estableció un espacio comercial bipolar ente ambas regiones—. Muy esclarecedor es el capítulo que trata la cuestión del mestizaje y sus variantes a nivel de las representaciones sociales, y la manera de percibirlo en la sociedad brasileña; algo que podría servir de modelo para el análisis de las relaciones interétnicas en otros países del continente.

La sociedad brasileña es heredera directa de la sociedad esclavista, de modo que el origen racial y el mestizaje han configurado formas sutiles que oscilan entre la exclusión social y la asimilación cultural. No existe un racismo institucional, pero sí un racismo “invisible”. Sin embargo, la pertenencia étnica obedece a factores relacionados con el estatus social, pues “no existe una segregación o una sociedad dual”. No obstante, queda todavía pendiente el advenimiento de una verdadera democracia que salde una deuda inmensa: las desigualdades que no sólo son de índole económica.

El capítulo “Estado y desarrollo” —tema crucial, dado el papel preponderante del Estado para hacer de Brasil la onceava potencia económica del mundo— revela cómo el Estado ha sido el agente indiscutible de la transformación de la economía cafetalera en un país industrial. Sin embargo, la economía es frágil, por su vulnerabilidad externa, debido al endeudamiento pero, sobre todo, debido a su poca inserción en el comercio mundial. El empeño modernizador de sus elites en el ámbito económico choca con la voluntad de preservar el modelo, hasta ahora imperante, que rige las estructuras sociales. País tributario de sus exportaciones tradicionales, agroalimentarias y mineras, enfrenta las prácticas proteccionistas de EE. UU. y de la UE, sus clientes principales. Es la paradoja de un país cuyo desarrollo favorece lo endógeno, pues está orientado por y para su comercio interior, pero a expensas de la financiación externa. El Estado continuará jugando el papel preponderante ante el reto de corregir el dualismo imperante debido a la injusticia social.

En la segunda parte, el libro se centra en las peculiaridades y el desarrollo de la democracia: la presencia constante de los militares en el destino del país; la interrupción de la democracia durante los 60; el regreso del régimen democrático y cómo empieza a instaurarse la modernización y el cambio social con la elección de Fernando Henrique Cardoso, en 1994. Es entonces cuando Brasil entra en el siglo XXI. Las reformas que emprende favorecen el acceso al poder de Lula, quien, pese a la diferencia de estilo y de retórica, ha continuado la política de reformas del primero. La audaz política exterior de Lula, favorecida por la dinámica de la mundialización, se inscribe a la vez en la continuidad y en la fidelidad a los ideales políticos del antiguo metalúrgico. El resultado es que el Brasil ha alcanzado un alto grado de credibilidad, favoreciendo su vocación de gran potencia.

La obra de Alain Rouquié es un instrumento indispensable para comprender la epopeya brasileña, su empeño por lograr el lugar al que, desde sus orígenes, tuvo conciencia de pertenecer.

Página de inicio: 251

Número de páginas: 22 páginas

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Revista Encuentro de la Cultura Cubana, 48/49, primavera/ verano de 2008