Rotunda piel

Gerardo Fernández Fe

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Uno

Ha entrado por puro azar una pestaña en su boca y, mientras camina, cata la textura de este pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las estrías del velo del paladar. Acaba de asistir a la última presentación de la temporada invernal de ópera en el Gran Teatro y se dispone a pagarse —pestaña en la boca— una mujer de algo más de diez pesos en los alrededores del bar Cienfuegos. Como un asesino de ancianas que llega a casa y se prepara un emparedado con hojas de lechuga y una telilla de jamón barato, mientras camina por la acera del Capitolio este hombre compara a esas mujeres cantoras de busto permanente a las que una zanja profunda les parte el pecho, con los senitos rimbombantes de la mulata ecuestre con la que esta noche pretende negociar, una holguinera huesuda con colmillos superiores enfundados en oro que sale a la calle en días alternos, justo cuando su marido trabaja de custodio en una fábrica de tabacos.

Rogerio —así se llama— es de esos hombres que no tienen reparos en contarnos sobre su vida más íntima, igual que un vendedor ambulante que toca a nuestra puerta para ofrecernos un queso blanco hecho en el campo, se sienta en el sofá de casa y nos cuenta de los dolores vaginales que le han impedido a su buena mujer entregársele durante los últimos tres meses.

Cojea algo de la pierna derecha. En cuanto puede se declara hombre a todo, heterosexual y de izquierdas, aunque su interlocutor no se explique el por qué de semejante trinidad. Cuando habla de mujeres se le tuerce el labio inferior y su mirada se agudiza hacia lo lejos, como queriendo escrutar algo entre los hoyos de disparos sobre la fachada de la Manzana de Gómez.

Tuvo una mujer que se llamaba Mercedes. Se conocieron a finales del verano de 1969. Ella participaba de figurante en los ensayos de Zafra, una zarzuela que finalmente se estrenó ante el público del teatro Martí los primeros días de septiembre.

—¿También repartes agua fuera del escenario?— le preguntó él, entonces macho hermoso recién llegado a la capital, estudiante en un curso acelerado de mecánica naval y utilero ocasional para la zarzuela que en esos días se ensayaba.

Ella, que también venía de provincia para un papel muy escueto de repartidora de agua en nuestros hirvientes cañaverales, se detuvo, colocó la tinaja vacía en el suelo de uno de los pasillos interiores del teatro, apretó su pañuelo con sus dos manos a la altura de la ingle y terminó por sonreír.

Luego, tras veinte años de matrimonio y muchos más de marinería en la ruidosa sala de máquinas, Rogerio la llevó consigo en uno de esos viajes de estímulo en los que todo marinero juicioso se ganaba el derecho de hacerse acompañar por su esposa. Pero un mes después de zarpar del puerto de Matanzas, ya en aguas del Mediterráneo, casi llegando a su primera escala, descubrió en los pasillos del buque que a su mujer le llamaban Rotunda piel.

Ella decidió quedarse en Corfú. Algunos la vieron bajar del barco con un pequeño jolongo y los labios pintados de un rojo hiperbólico. Él regresó a La Habana, se procuró certificados médicos, terminó acogiéndose a un retiro laboral anticipado. Nunca más regresó a la empresa naviera.

Dos

A Esmeralda le aterran las serpientes, la paralizan, provocan en su piel pequeños espasmos que invaden la epidermis de la nuca, allí donde nacen los primeros cabellos, tras las orejas.

Su marido cría una, se pavonea con ella al cuello los días en que no trabaja, complace su apetito con ratones diminutos que compra a los muchachos del barrio y que estos adquieren a su vez en un laboratorio cercano. Alguna que otra ocasión especial se da el lujo de un pichón de conejo, blanco casi en estado puro, con ojillos rosados y mirada escalofriante unos segundos antes de morir.

En días como estos Esmeralda no sale de su casa, no se atreve a acercarse al umbral de la puerta, el sitio en el que su marido suele colocar el cesto raído de imitación de mimbre donde se echa la serpiente después de una mañana intensa.

Al otro día su marido debe retomar el trabajo. Ese día la serpiente permanece encerrada. Ese día Esmeralda sale a la calle.

Tres

Ya es de noche cuando comienzan los ruidos del vecino que corta con un machetín y un martillo enormes huesos de res para sus perros.

Dicen que los consigue en una granja que pertenece al Ejército, que por su condición de oficial retirado le han dado derecho a unos cuantos kilogramos de hueso pelado, hervido ya, sin vestigios de fibra, en un paquete bastante pesado que día tras día debe recuperar en el traspatio de la cocina a la hora en que los reclutas de turno se recogen las mangas del uniforme, raspan las costras de arroz de las cazuelas, meten las bandejas en agua hirviendo y las frotan con un palo de medio metro al que le han atado un rollo de tela vieja en forma de bulbo.

Hay días en que el vecino regresa a su casa, se queda dormido y el agua del bullón se espesa, espumea, y los huesos se resecan y por la ventana del patio se desborda un olor a carne (que no es) hervida, como el olor de un perro que se ha mojado en la lluvia y luego se echa al sol, olor a sofá húmedo, a abrigo sucio de niña, a pantalones de soldador del astillero.

Pero esto tendría lugar más tarde: ahora Artemio espera en una parada de ómnibus a la hora en que en la ciudad la claridad desaparece y sólo queda la luz de los faroles de los autos. Espera en calma con su bulto de huesos de res a un lado, y al otro una carpeta de vinilo gastado que contiene unos documentos a los que Artemio ha dedicado estos últimos años.

Además de procurarse huesos para sus perros, Artemio ha estado afanado en “calcular, diseñar y proyectar la construcción de Motores Coheteriles de Combustible Sólido (MCCS) que se ajusten a las condiciones actuales”, según se explica en la presentación de su tesis. Para ello ha frecuentado la biblioteca de la Asociación de Combatientes, ha entablado largas charlas con sus colegas de siempre, ha meditado más que nada sobre el peso de la veteranía y el deber del soldado. A veces, mientras dispersa algunos granos de tierra de una hermosa tibia de res, incluso mientras la machetea con firmeza para que quepa en el bullón del patio, Artemio ha pensado en el día en que deberá exponer su contribución ante el correspondiente tribunal, el sudor de sus manos —las mismas que ahora sueltan el machetín y terminan bajo el chorro de agua del vertedero—, el aplauso de sus compañeros, la merecida cerveza.

“Sobre la base de la teoría gasodinámica del motor de combustible sólido —insiste el documento— y partiendo de petardos ya construidos de combustible coloide, es posible plantear el nuevo modelo teórico de un MCCS”. Motores, petardos, coloides, flujos de frenado, tamaños de la tobera…, huesos de res: con estas palabras martilleándole el pensamiento ha esperado Artemio en la parada y ha subido al ómnibus de modo mecánico, como impulsado por una rara energía; palabras que desaparecen cuando veinte minutos más tarde el ómnibus se detiene en la esquina de La Sortija y Artemio identifica a Rogerio, allí, tras una de las columnas del edificio, un viejo conocido llamado Rogerio que hacía años no veía y que ahora conversa con aires de corredor de bolsa con una mulata huesuda que lleva una blusa a primera vista de camuflaje, pero que con la avalancha de luces de los autos parece más bien un tejido que imita la piel de una serpiente.

Era la época en que La Habana bullía y los trenes de provincia descargaban hombres de todos los calibres, descongestionados, con un brillo exaltado en la mirada, como el de descubridores de Indias. Artemio manejaba un camioncito Ford que traía y llevaba rollos de tela, cajones vacíos, machetes de madera pintados de plateado, hierba artificial, tarecos para una zarzuela que se ensayaba por esos días en el teatro Martí. Fue allí donde conoció a Mercedes, donde palpó sus pechos a escondidas, a la hora de la merienda, donde descubrió finalmente los ojos globulosos de Rogerio, los mismos que ahora pestañean, insistentes, negociadores, mientras conversa tras la columna. Fue allí donde constató en su propia piel el empuje electrizante de la envidia y de la ira.

Motores, coeficientes de abundancia, teoría de Zhirnij sobre el radio interior del petardo, huesos de res y el cuello de Artemio que gira de golpe, arrastra a su cuerpo hacia el fondo del ómnibus, olvida el paquete húmedo que ya huele a perro mojado y la carpeta de vinilo donde guarda su orgullo de soldado. En un minuto de detención en la parada, mientras unos se bajan a trompicones y otros hacen como que suben, Artemio recuerda el pomo de manzanas búlgaras que comieron con las manos, años después, Mercedes y él, casi desnudos, en un recodo poco frecuentado de la Playa del Chivo. Piensa Artemio y lamenta que ni tan siquiera una foto quedara de aquellos tiempos de fulgor.

El ómnibus acelera, Artemio ve correr las columnas del edificio de La Sortija, ve desaparecer el rostro de aquel viejo conocido. Piensa, busca en su memoria otras escenas con Mercedes a lo largo de algunos años ahora lejanos, retoma su lugar en el pasillo atestado de gente, se excusa con un movimiento de hombros y de su ceja derecha, reacomoda el paquete de huesos entre sus dos zapatos, junta los talones como el soldado que es, lleva la carpeta de vinilo a la altura de su pecho, la aprieta con su mano izquierda y con el brazo derecho extendido a lo alto agarrando el tubo ladea la cabeza en gesto apacible, intenta regresar a la teoría de Zhirnij sobre la viabilidad de ciertos petardos.

Con esos pensamientos camina Artemio dirección a su casa, aunque hay otros, insignificantes, que no sabe por qué también han reclamado su minuto de gloria: las madrugadas de invierno en las que, para que sus perros orinen, suele salir con su gorro peludo, con orejeras, como el de un cosaco irredento; o aquella noche en que producto de los fuertes vientos provenientes del norte un transformador eléctrico despidió chispas como fuegos de fiesta, estalló luego en pedazos y el barrio se quedó a oscuras, y como el ladrido asustado de sus perros lo había despertado sin preámbulos, Artemio salió a toda prisa vociferando un no sé qué sobre el enemigo que ataca y sobre la necesidad imperiosa de la preparación para la guerra, a lo que el vecindario sólo respondió con un silencio rotundo, liso, como el de una piel perfecta, y un jarro de agua antipatriótico, ingrato.

Ahora ríe, se permite una sonrisa en el preciso momento en que introduce la llave en la cerradura de la puerta de casa; una sonrisa que pareciera de locos si algún vecino la atisbara en plena noche, una sonrisa acompañada de algo que masculla, quizás una de esas palabras que no quieren escapar de sus adentros. Artemio ilumina la sala, cierra la puerta a sus espaldas, sacude de sus hombros un par de gotas de una lluvia que afuera ahora comienza. Va a la cocina y coloca en el fregadero su paquete de huesos, siente a sus perros que gimen tras la puerta del patio, pero ni siquiera les dirige su habitual saludo militar.

Esta vez prepara una cazuela de tipo mediano en la que, para evitar una sesión de macheteo, deja caer los huesos menos largos que ha encontrado, un puñado de sal, un poco de arroz que ha sacado del refrigerador y abundante agua. Enciende la hornilla de gas, luego introduce el fósforo y su cabeza humeante en el tragante del fregadero, espera un cuarto de segundo, escucha el sonido del fuego que muere en el agua grasienta de la tubería.

Seguidamente regresa a la sala, enciende el televisor aunque no insiste en aumentar su volumen, se deja caer en el butacón, abre la carpeta de vinilo gastado, extiende sus documentos sobre la mesita de aluminio y cristal que le roza las rodillas, revisa unos apuntes, se levanta parsimonioso, masculla nuevas palabras y se dirige a la única habitación de su apartamento. Pasa un minuto y Artemio ya está de vuelta, revisa el cilindro de su revólver calibre treinta y ocho de viejo soldado y hace sonar un único disparo que rompe la piel sudada de su sien.

Habrá incluso hasta quien pueda pensar que Artemio terminó suicidándose por desengaño político. Quizás ignoren que arrastró durante años el dolor de no poder retener en su memoria aquellas escenas de fulgor que en otros tiempos colmaron su vida; ya no en simples fotos finalmente ocres amontonadas en una caja de zapatos, sino como una película grandiosa que visionamos los días en que afuera llueve.

Llueve ahora con deseos y los vecinos no alcanzan a escuchar el sonido seco del disparo. Los perros primero han ladrado, pero al cabo de un minuto regresan al olor a hueso hervido que les llega por los surcos que el comején ha labrado en las persianas de la puerta del patio. En la sala, la sangre que corre y se estanca en la zona más baja de las losas no emite obviamente sonido alguno. En el televisor, en el noticiero del cierre, reseñan la clausura de la temporada de invierno de la ópera.

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Revista Encuentro de la Cultura Cubana, 48/49, primavera/ verano de 2008