Un cierto modo de ser brasileño
Una identidad es una comunidad simbólica de sentidos que se inscribe en el orden de las sensibilidades y no en el del mundo racional; es una sensación de pertenencia, una percepción de la realidad y de sí misma; una “invención” o una construcción imaginaria de significado. Las identidades tienen la tendencia a afirmar una perennidad: todo había sido así desde tiempos inmemoriales.
Una serie de estereotipos rodea al Brasil contemporáneo, delineando una manera brasileña de ser: “alegre y sensual”, en su sesgo positivo, pero, asimismo, “poco serio”, apuntando manifiestamente hacia una negatividad. Pero en sus primeros siglos de existencia, el Brasil no se veía, sino que era visto[1]. Si el país era “inventado” por las miradas extranjeras, ¿qué dirían las posibles miradas desde dentro, las de los habitantes del país?
Para fundar una cultura a semejanza de Europa, llegó a Brasil, en 1816, la Misión Artística Francesa, creando en Río de Janeiro, sede de la Corte, un islote de civilización, diferente del Brasil profundo. Y los ojos extranjeros vieron, sobre todo, a los negros. En el reencuentro de las miradas extranjeras, de un Brasil holandés del siglo XVII al Brasil de principios del siglo XIX, llamaba la atención un país mestizo y negro: eran muchos, estaban por todas partes, parecían dominar el paisaje urbano.
En ese mismo momento, nacía oficialmente la nación. Desde la llegada de la Corte portuguesa en 1808 hasta la Independencia, en 1822, y de ésta a la Abdicación y a la Regencia, en 1831, se consolida un país, con su casa reinante de familias nobles europeas, y sus elites aristocratizándose. En el seno de este Imperio tropical y esclavista, con el enunciado de un pueblo llamado brasileño, se experimentaba el sentimiento de pertenecer a otra realidad, diferente de aquella de los portugueses colonizadores.
En el proceso de la construcción nacional de una identidad positivada con el propósito de unir un país tan vasto y tan dispar, en los nuevos tiempos del Imperio, se crearon algunas instituciones: en 1826, la Academia Imperial de Bellas Artes, fruto de la presencia francesa en Río; en 1838, el Instituto Histórico y Geográfico Brasileño; en 1897, una Academia Brasileña de Letras, que ya contaba con un cortejo de poetas y novelistas con prestigio dentro de la literatura nacional.
Se consolidaba una identidad fabricando el cuerpo y el alma de la nación. El brasileño necesitaba tener antepasados, y tanto el historiador Francisco Adolfo de Varnhagen como el novelista José de Alencar señalaban al portugués conquistador, que parecía salir de la reconquista ibérica, de la lucha contra los moros, para conquistar la terra brasilis, del otro lado del océano, combatiendo contra los franceses, contra los castelhanos[2] y contra los indios feroces. Estos eran los malos indios, por cierto, ya que los buenos se mezclaron con el portugués, dando origen al pueblo brasileño.
La historia es conocida y permite la elaboración de una saga que une a los lusitanos emigrados con Europa, otorgando antigüedad, raíces y buenos orígenes a los pobladores del país-continente. Por otro lado, el “buen salvaje” de Rousseau es redefinido dentro de la ola romántica para componer al indio que se coloca al lado de la también “buena” causa y colabora en la construcción de Brasil. Y los portugueses, que en el movimiento independentista fueron elevados al estatus de alteridad frente a la identidad nacional emergente, regresan, mediante las artes de la retórica literaria e histórica, como padres ancestrales y fuentes de virtudes. En ese contexto, el negro era invisible para el perfil identitario del país esclavista.
El mestizaje aceptado era con los antiguos señores de la tierra —el mestizaje que legitimaba los cruces raciales y era portador de los nobles valores de conducta atribuidos al indio glamourizado—. Es evidente que el cruce con el indio dejaba en su herencia racial un número menor de rasgos visibles, y no era portador de los estigmas de la esclavitud, aunque en reiteradas ocasiones fuera reducido al estado de servidumbre. Sin embargo, este siglo XIX llega, incluso, a registrar no pocos casos de familias que, por orgullo “nativista”, adoptaban un apellido indígena, demostrando la legitimidad de la inclusión de este elemento en la formación nacional.
Rasgos señalados desde hacía mucho tiempo por las miradas extranjeras eran la miscigenación, el mestizaje, los abundantes cruzamientos raciales. Pero, ¿dónde se halla el vigor de la naturaleza, lo exótico de la tierra y de la fauna? En el siglo XIX, aparece expuesto en el paisaje, pictórico o literario, o descrito con precisión científica en los textos elaborados según los dictados del Instituto Histórico y Geográfico Brasileño (IHGB). La celebración de la naturaleza era un plus de positividad para añadir al kit identitario brasileño, ¡como una gracia de Dios concedida a la nación!
Una pintura de tema histórico —Pedro Américo, Vítor Meirelles— reforzaría el carácter apologético de los grandes hombres, de las causas nobles, de los momentos únicos, celebrando una identidad cantada en himnos y óperas, como las de Carlos Gomes. Las corrientes neoclásica y romántica dejaron una visión placentera, optimista, del perfil nacional, conciliaron a Brasil con sus orígenes, y negaron, en el nivel de la cultura y de las elaboraciones simbólicas, la existencia de elementos indeseables, como la esclavitud.
En un mundo de elites globalizadas, con una comunidad de saberes y sensibilidades, la elite brasileña del siglo XIX, artífice de la identidad nacional, poseía antepasados dignos del Imperio que se levantaba, y componía una figura híbrida y rara: la cabeza en Francia, el cuerpo demostrando el cruzamiento racial con el indio, y el alma, brasileña.
Había una manera brasileña de ser, un modo nacional que se insinuaba y que se presentaba como una forma desacralizadora, demostrando que en el reverso del orden, un modus vivendi muy especial, sui géneris, regulaba las relaciones sociales y los valores. En ese Brasil que había pasado de colonia a Imperio, de un rey lejano, en la metrópoli, a un rey presente en el país, comienza a captarse una manera irreverente de ser.
Ésta sería, por ejemplo, la lectura de Manoel Antônio de Almeida en su obra satírica Memórias de um sargento de milicias, escrita a mediados del siglo XIX, donde se revela la muy brasileña tensión entre el orden y la transgresión, con la victoria de ésta y la práctica del “malandraje”. El crítico literario Antônio Cândido, en un texto clásico[3], analiza este comportamiento y este perfil asociados por la literatura a una manera brasileña de ser. Si la ley prohibe algo, se burla a la ley; si la norma molesta, se transgrede; si un proceso tarda en decidirse, se habla con alguien, un conocido influyente, que dará un “ jeitinho” [resolverá]. Las relaciones personales son más importantes que las institucionales y las leyes; tiene lugar una invasión de lo privado en lo público; uno de los ingredientes fundamentales —y poco lisonjeros— del perfil nacional.
En el último cuarto del siglo XIX, un escritor como Joaquim Machado de Assis, con su escepticismo e ironía, amplió este perfil acentuando el sesgo petulante del alma nacional, dispuesta a ser cautivada por las apariencias en detrimento de las esencias. Ambivalencias y ambigüedades de una nación que los caricaturistas difundieron en periódicos y revistas: la ridiculez de las conductas y la tendencia nacional a burlar normas y leyes. A los ojos de los extranjeros, el país parecía moverse en una especie de desorden y confusión permanente. A los nacionales les correspondía imprimir respetabilidad, mediante las instituciones y con el auxilio de la elite ilustrada, colaborar en la “invención” de Brasil.
A medida que avanzaba el siglo XIX, entre la historia y las artes plásticas, por un lado, y una cierta literatura, por otro, diferentes Brasiles y perfiles contrastantes se enfrentaban. El movimiento abolicionista, al culminar con la extinción final de la esclavitud en 1888, trajo al negro al orden del día en poemas de un romanticismo tardío que lo glamourizaron, igual que se había hecho antes con el indio. Pero el problema de la identidad se agravaba, ya que las teorías cientificistas y raciales de finales de siglo enfatizaban los males del mestizaje.
El Brasil que proclamó la República en 1889 era, por tanto, un país con un futuro comprometido ¡justo en el momento en que el deseo de ser moderno recorría la nación! Era necesario participar en exposiciones universales; solucionar el problema de la ciudad de Río de Janeiro, bella, pero sucia y aquejada de fiebres tropicales; derogar la imagen exterior del país, una nación llena de negros y enfermedades; conquistar un espacio mayor en el mercado internacional y, en el concierto de las naciones, tener acceso a la tecnología.
Para las elites, la verdadera causa de los males del país se encontraba en el “ser nacional”: el mestizaje, el “ablandamiento de la raza”, la debilidad del carácter. ¿Perezosos, indolentes, holgazanes? ¿Incapaces de acceder a tecnologías más avanzadas? ¿Propensos a paludismos y malarias? El pueblo era mestizo; he ahí el pecado original. La ciencia de finales de siglo, la Sociología y la Antropología, establecían jerarquías de razas. De acuerdo con ellas, Brasil era un perdedor nato. De la abolición a la República de los señores del café, la caída de la Monarquía transmitió esta herencia. ¿Qué hacer? Ni siquiera los indios escapaban a la condena fatal. Si bien una parte de ellos se había quedado en el bosque, en “estado salvaje”, el resto había legado a Brasil el tipo mestizo del caboclo, que sería inmortalizado años más tarde en el caipira Jeca Tatu, símbolo de la indolencia. Y los subalternos de las ciudades eran satirizados en el Zé Povinho, tipo raquítico, amulatado, siempre explotado, sufriendo. Al mismo tiempo, oleadas de inmigrantes europeos ofrecían un panorama diferente desde São Paulo a Rio Grande do Sul, proporcionando un contorno nítidamente blanco.
Si la ciencia condenaba al pueblo y, junto con él, a la nación, el texto amargo e irónico del escritor mulato Afonso Henriques de Lima Barreto confirmaba el abismo entre una elite que se quería blanca, moderna, culta, y el pueblo amulatado y pobre de las favelas y los morros. Con su obra Os bruzundangas, que empleaba el recurso literario de Montesquieu en las Cartas persas para satirizar el espíritu nacional, regresaba el bovarismo: un pueblo que quería ser otro.
Estos primeros años de la llamada República Vieja, inaugurada bajo la consigna Orden y Progreso, oscilaron entre posturas optimistas que se enorgullecían de su país —Afonso Celso y su libro Porque me ufano de meu país— y un malestar ante los callejones sin salida creados entre la civilización y la barbarie internas, o entre la modernidad deseada y las herencias de un pasado colonial y esclavista, manifestadas en Paulo Prado, Manuel Bonfim y Euclides da Cunha.
En esta reinvención de Brasil y en la redefinición del tipo nacional, se manifiesta un exceso de naturaleza, al lado de un barniz de cultura; el mestizaje difundido como la marca de un pueblo; enorme dificultad de realización de la esfera pública, dejando sin sentido conceptos como ciudadano y ciudadanía. El resultado era un perfil incómodo, casi capaz de inviabilizar la existencia de la nación. Era necesario, por tanto, reinventarla. Y fue lo que hicieron los jóvenes, radicales e irreverentes modernistas embelesados por las vanguardias europeas. Surrealismo, cubismo, dadaísmo, futurismo eran, en realidad, los verdaderos interlocutores de la intelectualidad modernista brasileña, que reactualizaba, en el universo mental intercomunicante de las elites, su sintonía con los pensadores de ultramar.
Entre la recuperación del primitivismo, entonces de moda en Europa, y el deseo de romper con los paradigmas estéticos, atrapando el tren de la historia, los modernistas redescubren Brasil sumergiéndose en los orígenes. La realidad mostraba un país mestizo, donde al sustrato indio de los primitivos habitantes de la tierra se había sumado una pesada contribución africana, mezclándose todo con el elemento lusitano y confrontándose con la expresiva inmigración llamada extranjera y europea en el sur del país. Una nación mestiza, por tanto, definiéndose entre el color de la piel y el deseo del alma, en lucha contra la imagen del espejo identitario. Si en los cuadros románticos esta cuestión se solucionó mediante la celebración idealizada del indígena, las posturas cientificistas y raciales de fines del siglo XIX veían en el negro un elemento que perturbaba el futuro del país.
Las oposiciones presentes en la formación histórica brasileña constituían elementos de tensión: cultura/naturaleza y rural/urbano. ¿Cuál era, en definitiva, el verdadero Brasil? ¿El de los ingenios, haciendas y plantaciones? ¿El de las selvas? ¿O el Brasil urbano que se insinuaba a lo largo del siglo XIX, con sus fábricas, su creciente población y su comercio, los centros de difusión cultural y receptores de novedades de ultramar? ¿Admitir que nos sobraba en naturaleza lo que nos faltaba en cultura, como comprobaban quienes asistían a las exposiciones universales? Costaba trabajo admitir que Brasil fuera una nación-naturaleza, una especie de país-paisaje; pensando, sobre todo, en la explosión urbana y en el progreso industrial de São Paulo, cuna del movimiento modernista de principios del siglo XX. Un Brasil-ciudad: máquina y velocidad componían un nuevo paisaje, culturalmente revolucionario, en consonancia con las sensibilidades de lo moderno. Sin embargo, ¿qué fue lo que caracterizó la modernidad cultural en Brasil, individualizándola como una forma diferente de comprender lo nacional?
La incorporación de lo primitivo por las vanguardias brasileñas puede funcionar como una de las claves para la comprensión de esta modernidad, endoso éste que, de cierta forma, conjugaba las tensiones antes anotadas. El redescubrimiento de lo primitivo, el rescate de las raíces de la nación, permitió la creación de una nueva sensibilidad, que implicaba una noción positivada de pertenencia, dotada de la cohesión social necesaria para la composición identitaria, la revaluación de la realidad nacional desde sus orígenes, y el sumergirse en el Brasil profundo, en el retroceso del tiempo y en la interiorización del espacio, en el reducto de lo original y de lo genuino, además de renovar la mirada y la estética, la sensibilidad.
Por un lado, podría decirse que hubo una especie de repetición abusiva, un énfasis exagerado en busca de una pureza original de esta manera “Brasil”, que, en un momento dado, puede ser confundida, inclusive, con una relativa ingenuidad de expectativas hacia lo auténtico. Tal preocupación aparece con insistencia en el Manifiesto de la Poesía Pau Brasil, de 1924, de Oswald de Andrade, y en su libro Pau Brasil, de 1925. En curiosa versión rousseauniana, buscaba en el hombre primitivo, cercano a la naturaleza, ¡una verdad intrínseca!
Por otra parte, se trataba de fabricar un nuevo auténtico, actualizado en su época, en un ajuste de cuentas con el pasado y en un discurso que se anunciaba al mundo con el fin de ser legitimado y reconocido. Y había un tono marcadamente panfletario en la celebración de ese modo brasileño de ser, único, original, individualizado, característico, como una especie de marca registrada del espíritu nacional. La noción de primitivismo, ya incorporada por las vanguardias europeas, implicó una serie de reconfiguraciones por parte de las elites modernistas: temporales, de espacio, de personaje símbolo y de definición de una práctica cultural que, en su conjunto, articularon un nuevo imaginario de Brasil.
La redefinición del ser Brasil exigía, verdaderamente, recrear el pasado, buscando en los tiempos del Descubrimiento los primeros documentos que habían relatado las impresiones sobre la nueva tierra. Es esta búsqueda del pasado la que hace a Oswald de Andrade volver a montar en su obra Pau Brasil —cuyo título ya evoca la realidad material de la época de los indios y la primera forma de intercambio con el mundo— pasajes ancestrales de la Carta de Pero Vaz Caminha, de Pero de Magalhães Gandevo o de Frei Vicente de Salvador, quienes habían registrado las primeras impresiones sobre el país. En su viaje en el tiempo para rescatar la memoria de Brasil en su cuna, los modernos encuentran el tipo primitivo que proporcionaba la clave para interpretar el tiempo presente: en el indio se encontraba la verdad de la nación. Tupy or not tupy, that is the question, era la blague que orientaba el nuevo libelo por la nacionalidad nuevamente fundada, según las palabras de Oswald de Andrade[4], en una versión brasileña del dilema existencial shakesperiano.
El viaje en el tiempo en busca del Yo primitivo era también un viaje por el espacio, por el interior de Brasil, para encontrar las manifestaciones más puras de este ser nacional genuino, en aquellos espacios donde la naturaleza se sobreponía a la cultura y donde lo urbano se hallaba subyugado al peso de lo real. El modernismo redescubría el folclor y reinventaba lo barroco como forma estética patrón del Brasil colonial. El Brasil presente se reencontraba con su pasado y se reconocía en él. El primitivismo ancestral conservaba formas creativas originales y fuerzas vitales que los modernos-primitivos del presente continuaban, imaginando otro futuro.
La intelectualidad modernista brasileña, que clamaba por nuevas y osadas formas de expresión, sería la responsable de instaurar una política de preservación y defensa del Patrimonio Nacional, con la creación del Instituto de Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (IPHAN), en 1937.
Oxímoron de la modernidad, Brasil era, al mismo tiempo, indio y máquina, arco y flecha y cine, carreta de bueyes y automóvil, folclor y progreso, ritmo de tiempo casi detenido en el interior y velocidad vertiginosa en la metrópoli, unidad múltiple, contradictoria y desafiante que permitía una nueva mirada sobre la nación. En Paulicéia desvairada, de Mário de Andrade (1922), la modernidad urbana de São Paulo se impone como tema central en una metamorfosis acelerada. Lo caótico, el desorden y lo inusitado de la ciudad que crece rápidamente permiten que ella se vuelva objeto de construcción poética.
En Macunaíma (1928), también de Mário de Andrade, se presenta este entrecruzamiento de tiempos, espacios y evaluaciones[5]. Todo parece estar moviéndose en desorden y desvarío, acentuado por la presencia de lo maravilloso que va a la par con la revelación de otra lógica para la comprensión de lo nacional: la que procede de la apreciación del primitivo Macunaíma, en inversión de significados. Por otra parte, Macunaíma, llamado héroe sin ningún carácter, se mueve por la libido y por todas las manifestaciones sensoriales; es egoísta, pero capaz de afecto, aunque carezca de escrúpulos para conseguir lo que desea; no posee carácter ni moral, es perezoso y realiza las mayores maldades y trampas, pero es simpático. Es el prototipo del malandro nacional, que demuestra una gran capacidad para seducir a los otros y lograr llevar adelante sus metas. Emotivo, llora y conmueve a los demás. Tramposo, engaña a todo el mundo. Su línea de conducta está dictada por el mundo mágico en el que nació —la selva, donde los hombres se mezclan con la naturaleza y los animales— y obedece a otras lógicas.
Pero regresemos al dilema propuesto, tupy or not tupy, tal como fuera enunciado por Oswald de Andrade. ¿Serían los brasileños, en el fondo, todos indios, si no en la piel, por lo menos en el alma y en las costumbres? En rigor, ellos, los indios, estaban allá, en la época de los orígenes, cuando los otros, los europeos, llegaron allí. Tupy or not tupy era el desafío que obligaba a la nación a encarar, de frente, su pasado, reconociéndose en el antepasado primitivo que había dejado una herencia.
Caníbales, sí: nosotros, los brasileños, éramos antropófagos todos, devorando la cultura de los otros y metabolizándola en un resultado original, sui géneris. Antropófagos, sí, dando al mundo la lección de la que éste carecía. El indio es rescatado, precisamente, en su práctica demonizada: el canibalismo. He ahí el verdadero mestizaje, expresado en la idea, de largo alcance y significado innovador, que fue la de la “antropofagia cultural”. Así como los caníbales del Brasil de antaño devoraban a sus prisioneros no con fines de subsistencia, sino rituales —incorporar las cualidades de los bravos guerreros capturados—, la cultura brasileña deglutía a las otras, transformándolas en una nueva composición, más rica y peculiar. La originalidad de lo primitivo, manera de ser intrínsecamente nacional, que postulaba este pensamiento modernista, se expresaba por medio de esta verdad primera, aquello que Oswald de Andrade había designado como “única visión, frente a la diversidad”, como “única ley del mundo”[6]. La alteridad y el deseo de incorporarla, de comprenderla, deglutirla era la regla universal: “Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”[7].
El hombre nacional no se definía por el logos, y sí por la fagia, por la capacidad de incorporar lo que era bueno y despreciar lo que no le interesaba. El antropófago era, por tanto, la consagración de la “ existenciapalpablede la vida”, de la materia, del olfato, del gusto, de la emoción. La antropofagia era antilógica, antirracional, antigramatical, antiordenada, incluso antivestuario. Brasil era mágico, no era lógico. Brasil era, al mismo tiempo, aquello que devoraba, y era también lo nuevo que fabricaba en esta amalgama metabolizadora. Ambivalencia de ser, al mismo tiempo, devorador y devorado, pero, sobre todo, ambigüedad de ser un tercero, diferente de las entidades formadoras. Ser antropófago era, por consiguiente, ser un plus: era ser los otros y ser él mismo, era ser uno y ser varios, era ser creativo.
En cierta medida, el modernismo es heredero de esa irreverencia nacional, desacralizadora, burlándose de sí mismo, en una actitud irónica, marcada, tal vez, por el escepticismo. Sin embargo, por otra parte, la combinación del primitivismo con la antropofagia introduce, a nuestro modo de ver, una clara positividad. El ethos nacional redescubierto por el encuentro de Brasil con sus orígenes conduce a la constatación de la presencia de una fuerza vital, de una manifestación de energía, de la marca de una trascendencia. “La magia y la vida”, anunciaba Oswald de Andrade en su Manifiesto, mostrando las expresiones humanas más primitivas, fuente de toda energía[8]. Y, en este culto de las fuerzas vitales primeras, se impone la comparación con el pensamiento de Nietzsche[9].
La consagración de esa energía, presente en el inconsciente colectivo de la nación, opera como una especie de compensación simbólica a los traumas identitarios del país. Su positividad renovadora, apuntando hacia otras formas de aprehender el mundo, aparece dotada de la capacidad de eliminar resentimientos ante la cultura universal —con la que Latinoamérica experimentaría un vacío—, o frente al mestizaje generalizado, que compromete el futuro del país. El binomio primitivismo-antropofagia se constituiría en un fenómeno compensatorio al alcanzar otras verdades.
En resumen, la identidad nacional revelaría una fuerza casi mágica. Con su joie de vivre y con su creatividad y su sensualidad, el brasileño revelaría un carácter casi dionisíaco. Este homo ludens, sensible y emotivo, era capaz de producir un conocimiento sobre la realidad más allá de la aprehensión cognitiva y racional del mundo, anterior a cualquier formulación teórica. Más punctum que studium, para precisarlo en los términos de las dos formas de conocimiento de lo real, según la proposición de Roland Barthes[10]. Más sentimiento que razón, para remontarnos a Jung cuando se refiere a otra forma de aprehender el mundo más allá del intelecto[11].
Intuición, emoción, sentimiento, creatividad, capacidad de producir formas originales, he ahí la clave para la comprensión de la antropofagia cultural. Dionisio, el dios de la revelación, de la naturaleza, del placer, parece ser la fuerza fundadora de la nación. Su carácter excesivo lo hace atravesar fronteras y abolir las reglas de organización del mundo, registrando, e incluso exponiendo, sus contradicciones. Dionisio, el dios bárbaro, es también múltiple en sus manifestaciones. Es contraste de sentimientos simultáneos: magnánimo y cruel, alegre y sufridor, exultante, delirante y melancólico.
La identidad nacional brasileña, surgida de ese fondo ancestral, superaría la manera corriente de conducir la vida más allá del ordenamiento racional. En este sentido, el pensamiento modernista inauguraría un reencantamiento del mundo producido por el despertar de las reservas dionisíacas presentes en la formación de la cultura brasileña. Aunque los modernistas de los años 20 no tuvieran, de inmediato, amplios seguidores, fueron revolucionarios, sometiendo a juicio el eurocentrismo aceptado. ¿Acaso no había afirmado Oswald de Andrade que, a fin de cuentas, el Viejo Mundo era tributario de Brasil? “Sin nosotros, Europa ni siquiera tendría su pobre declaración de los derechos del hombre”[12].
Los años 30 y 40 del siglo XX marcarían un nuevo redescubrimiento de Brasil, a través de autores que crearían sus propias invenciones nacionales, bastante diferenciadas entre sí. Si el historiador marxista Caio Prado Júnior definió para Brasil una condición de ser —colonial, esclavista y dependiente— basada en la dominación sobre los negros, internamente, y bajo el yugo del capital internacional, a nivel mundial, la versión elaborada por el sociólogo Gilberto Freyre ( Casa Grande & Senzala, 1933) proporcionaría una explicación optimista a los traumas del país. Tanto la vanguardia modernista como Freyre, atribuyen positividad al mestizaje. Sí hubo diferencia de alcance: si la unión metafórica de la antropofagia cultural y la alegoría de Macunaíma se circunscribió a un público más erudito, la construcción identitaria de Freyre alcanzó mayor difusión.
Gilberto Freyre pareció encontrar la solución al problema nacional. Ser mestizo era ser fuerte, bueno y bello, y de esta condición Brasil extraía su fuerza. La visión de Freyre construía un Brasil sensual y colorido, que tenía futuro. Según él, la formación histórica nacional no estaba marcada solamente por la dominación brutal de la casa-grande [casa de vivienda] sobre la senzala [el barracón], sino que también se había realizado como interacción entre las dos partes. De los amores del señor de ingenio con la negra había nacido la mulata, símbolo sexual nacional.
Hasta ese momento, las invenciones de Brasil habían contemplado tres vectores básicos en sus sucesivos patrones identitarios: naturaleza, tipos humanos, relaciones sociales. A los ojos de los extranjeros de los primeros siglos, la naturaleza era exótica y exuberante, los tipos humanos, igual. Con la llegada de la visión romántica, el país sigue siendo exaltado en su vigor y se convierte en paisaje; el tipo brasileño es el portugués blanco y conquistador, que se une al buen salvaje en condiciones de superioridad cultural. El negro es invisible. Las relaciones sociales son visualizadas según dos modelos contrapuestos: el de la natural sumisión de los inferiores a los blancos, superiores por naturaleza y representantes del orden instituido, y el de la inversión de los valores y de la desacralización del orden, que revela a otro brasileño, desvergonzado y marginal moviéndose entre las capas de la sociedad y de las razas. No obstante, incluso en este caso, todavía se podría decir que hay un pacto social. La llamada “buena” sociedad convive con esta otra, este Brasil dotado de otras normas y códigos.
En la siguiente visión identitaria del país, cientifizada y realista, la tierra vuelve a aparecer con otras facetas, más amargas, tal vez, como la aridez del sertão, insinuando otros paisajes de un Brasil más allá del litoral civilizado. Los tipos humanos, nítidamente indeseables, son visibles ahora, causando malestar, y el pacto social parece decir que es necesario dominar a los bárbaros internos por medio de técnicas diferentes al látigo que imperaba en la senzala. Sin duda, el movimiento migratorio europeo ofrece un aliento de esperanza a un posible blanqueamiento, pero la herencia del pasado esclavista marca igual que un pecado original de difícil redención.
Gilberto Freyre se vale de una curiosa articulación entre los elementos de la tierra, de los tipos humanos y de las relaciones sociales. Su corpus de análisis es el Nordeste, erigiendo este medio tropical en metonimia de Brasil; entre los tipos humanos, trata a los blancos portugueses, los indios y los negros en el interior de una sociedad patriarcal, la del binomio formado por la casa-grande y la senzala, lo que remite al tipo de interacción entre ellos marcada por la miscigenación y por una visión sensual y sexuada. El resultado, como se sabe, es la minimización del conflicto y la aparición de otras formulaciones de la sociedad brasileña más allá de la violencia pura. Ésta existe, pero hay atenuantes y grietas en ese orden establecido que pasan por la familia —la cama del señor y su fruto, los mestizos y bastardos— y por las variopintas gradaciones del tono de la piel, que permiten el ascenso social por las fisuras del sistema. Se legitiman los caminos y los vericuetos que recorren lo social de punta a punta, sin mayor connotación moral. Existe un pacto y todos son conscientes de él.
Del Nordeste a Brasil, la visión conforta, pues Freyre celebra la obra del portugués conquistador —una sociedad multirracial, donde conviven las diferencias— y acentúa la presencia y la contribución de los no blancos en la formación de Brasil. El país es mestizo y puede convivir sin traumas con esta condición, pues el análisis socioantropológico encuentra amparo en la estética: somos así y estamos bien, ¿por qué no? Un Brasil lusitano y de herencia esclavista se redime de sus culpas. Las mulatas de Emiliano Di Cavalcanti refuerzan esta imagen, mostrando un país idealizado a través de su personaje símbolo.
Durante el período autoritario del Estado Novo, el Gobierno se empeña en exportar la imagen de un Brasil cautivador, aceptable y mágico. La graciosa figura de una Carmen Miranda, que con su Bando da lua encantará a Estados Unidos en los años 40, es un buen ejemplo. Con su bahiana estilizada —moderna, distante de la madre negra y también de la mulata, pues la cantante es blanca— y el recurso del encantamiento por medio de lo exótico, se consolida una visión edulcorada for export. Y, a nivel interno, la visión del Estado Novo trabaja con la tierra, los tipos sociales y las prácticas a través del prisma de la diversidad. No se habla de diferencias sociales, sino de tipos regionales y la variedad racial, que forma el pueblo brasileño, el alma de la nación. En los medios de comunicación y en el sistema de enseñanza se difunde la idea de un país que adquiere su fuerza del hecho de ser inmenso y variado.
Sergio Buarque de Holanda, historiador contemporáneo de Freyre, con su obra Raízes do Brasil (1936), presenta una visión que, en términos de identidad nacional, establece un arreglo diferente del propuesto por Freyre. Buarque ofrece un cuadro del territorio nacional donde quedan fuera algunas áreas, como el sur. En lo tocante a los tipos humanos, o al pueblo brasileño, posee una visión negativa de la herencia ibérica y, específicamente, de la lusitana. Su positividad la cifra en la figura mayor del bandeirante paulista, constructor de fronteras y, por extensión, del mismo Brasil. De él vendrá la regeneración nacional en este país cuyas instituciones, en vísperas del golpe de Estado de 1937, están amenazadas.
De São Paulo, el autor espera la articulación de otro pacto social, forjado a partir de la herencia ibérica, más allá del que han sacralizado los intereses de lo privado sobre lo público. O sea, que su visión de Brasil pretende el derrocamiento de los jeitinhos y desprender de la esfera pública el poder de mando de los “grandes de la tierra” que aún persiste. Si Freyre da ánimos, por la manifestación de aprecio y valoración positiva de un orden establecido, en Buarque de Holanda la visión es utópica y politizada, apuesta por una revolución básica. La temporalidad de Freyre ve en el pasado la garantía del presente y la posibilidad de un futuro. Según Buarque de Holanda, el presente se debe liberar del pasado para tener un futuro.
Los años 50 de la democracia populista iban a profundizar una visión crítica de Brasil, y la idea guía que preside la composición de las imágenes identitarias es la de la revolución, que combina el negativismo de la apreciación del presente con el optimismo de una superación y reformulación de aquel orden.
La tierra, el medio, el paisaje apuntan en el sentido de la herencia del pasado, mostrando un país que tiene sus deudas con la historia. El cineasta Glauber Rocha señala la presencia del latifundio, de la miseria, de la opresión y del embrutecimiento, con su lenguaje cinematográfico que es un clamor por la justicia y que posee un mensaje que incentiva la acción. La idea de un pueblo al margen de la ciudadanía, mostrando la cara de un Brasil verdadero, puede asumir, a veces, el sesgo satírico y gracioso de un Ariano Suassuna, con su Auto da compadecida, pero ésta es una línea de continuidad con los escritores del pasado, críticos y ácidos en su denuncia, en combinación con la irreverencia y el humor que suelen ir paralelos a las posturas de lucha. Únicamente éste puede ser el sentido de la acción social, donde es urgente denunciar y aniquilar un pacto vicioso, interesado en perpetuar la miseria. De las artes a los científicos sociales, tomando como referencia el Instituto Superior de Estudios Brasileros (ISEB), una cultura de izquierda muestra en los años del populismo que el modo de ser brasileño sólo puede tener una performance: la lucha social y la afirmación de una brasilidad ante la fuerza del capital extranjero.
De cierta forma, la nación se vuelve hacia dentro. En una de las puntas de ese proceso, el Nordeste, región de Brasil que exhibe su drama de la sequía y de la falta de tierras, se convierte en una especie de símbolo de una cuestión nacional por resolver; en otra punta de la misma reorientación identitaria, Brasilia se convierte en otro símbolo: el de un país moderno, que asocia el atrevido proyecto de la construcción de una nueva capital con las iniciativas de renovación de su parque industrial.
Así, este período que se ha convenido en llamar democracia populista puso el pasado del país en las manos del presente: tierra, hombre y acción social son movilizados para el enfrentamiento de una crisis: afirmación de la ciudadanía por medio del voto. El populismo fue la expresión de ese pacto social y mostró, asimismo, sus límites y la capacidad de sus políticos para batallar e involucrar al pueblo.
Esa postura de acentuada crítica social llegaría a su fin con los años de plomo posteriores a 1964, cuando el Gobierno toma la delantera de una visión eufórica y confiada en el futuro del país, apoyado en las grandes obras internas, en el control de la inflación, en una intensa campaña publicitaria, reforzando algunos sectores de la música popular brasileña —¡quién lo diría!—, afirmando la nacionalidad y contando también con otros momentos de euforia popular, como la Copa Mundial de Fútbol de 1970, en México.
Nos acercamos ahora al Brasil contemporáneo, al que han vivido todos los que están ahí, desde las dos últimas décadas del siglo XX, cuando se redemocratizó el país. Hoy preguntamos: ¿qué país es éste? ¿Qué se hizo de la tierra, de ese Brasil paisaje, de ese Brasil gigante, variado, inmenso, sublime? Las playas son cada vez más lindas, cada vez más estilo Bali, y atraen caravanas de turistas extranjeros. Vienen buscando las arenas doradas o blancas y el mar verde y límpido, el sol caliente de los trópicos, sin duda; pero algunos vienen también en busca de nuestra infancia y adolescencia desamparada, en el llamado turismo sexual. ¿Y la Amazonia? Cada vez más devastada, con sus árboles frondosos abatidos; el lindo jaguar moteado ya se está haciendo raro, por no decir que está, prácticamente, en extinción. ¿Los indios? ¿Qué se ha hecho? ¿Qué hacen? ¿Cómo son tratados los “primitivos habitantes de la tierra”? Como objeto estético, atemporal, inmersos en la vida de la selva, como en la bella exposición del Grand Palais, de París, que celebró el Año de Brasil en Francia, en 2005. Un bello cliché del que se arrancó la historia; historia que se hace presente en el modo brasileño de tenerlos en el país, en nuestra contemporaneidad. ¿Y los demás tipos humanos, los tipos sociales, el brasileño, delineándose en términos de perfil nacional? Sin duda, tenemos iconos de exportación —Giselle Bundchen, Ronaldinho Gaúcho—, en los dos extremos de este Brasil multirracial. Pero, cuidado: también somos conocidos en el exterior por los niños de la calle, por las niñas prostitutas, por las guerras de bandas que se disputan el mercado de la droga en las grandes ciudades. Qué decir entonces de otras celebridades, del tipo del capo Fernandinho Beira-Mar, o del líder del Primeiro Comando da Capital, Marcola, vips de otro Brasil estremecedor que traga el país. ¡Francamente, esto llega a causar añoranza de los malandros de antaño!
Y las relaciones y los acuerdos o pactos sociales, ¿dónde están? Nuestra alegría contagiosa, nuestro buen humor, nuestra joie de vivre, que estalla en el carnaval y en la radiante música popular, nuestro amor febril que se exterioriza en el fútbol. ¿Todo esto basta o define un modo brasileño de ser? Si entramos en el terreno de las prácticas que actualmente definen las relaciones políticas y sociales, entre los grupos, el desastre es mayor: la corrupción se vuelve un lugar común, las identidades partidarias se deshacen, ¡ya no hay más pacto! La antropofagia cultural, tan bellamente creada por los modernistas, ha sido sustituida por una barbarie literal.
Hace algunos años, la televisión divulgaba una publicidad que socializó la expresión “ley de Gerson”, en la que el personaje decía: “¡el asunto es tener ventaja!”. Viva el interés privado, que se fastidie la norma y el interés público, ¿a quién le importa? Bobo es el que cree o el que respeta la ley. ¿El malandro de ayer se convirtió en eso?
La “ley de Gerson” nos recuerda una expresión de tiempos pasados: “Aprovecha mientras Brasil es tesorero”. Una frase que, por otra parte, inspiró una vieja marchinha de carnaval, que recordaba que “si Brasil es tesorero, al final uno sale ganando.”. En fin, son indicios de que una cultura de engañar al otro —ya que estamos evocando expresiones vetustas— ¡parece que medraba en este país desde hace mucho!
El anecdotario político nacional conserva la expresión más antigua, empleada por el general De Gaulle para referirse a Brasil: “este país no es serio”. ¿Dónde está la gracia? ¡Hay que llorar con una definición como ésta! ¡Brasil urgente! ¡SOS Brasil! Necesitamos volver a inventarlo. Necesitamos decir al mundo, y a nosotros mismos, en primer lugar, y también a nuestros hijos, que van a heredar este país, que hay que buscar la identidad dondequiera que esté. Del modo que está, no queremos, en definitiva, este modo brasileño de ser.
[1] Belluzzo, Ana Maria de Moraes; O Brasil dos viajantes; Metalivros, São Paulo, 1999.
[2] Denominación genérica que daban los brasileños a argentinos, uruguayos y otros americanos del cono sur descendientes de españoles.
[3] Souza, Antônio Cândido de Mello;”A dialética da malandragem”; en Cândido, Antônio; O discurso e a cidade; Duas cidades, São Paulo, 1993.
[4] Andrade, Oswald de; “Manifesto Antropófago”; en Revista de Antopofagia; Anno I, n.º 1, São Paulo, mayo, 1928, p. 3.
[5] Andrade, Mário de; Macunaíma; Garnier, Belo Horizonte, Río de Janeiro, 2001.
[6] Andrade, Oswald de; ob. cit., p. 3.
[7]Íd.
[8] Andrade, Oswald de; ob. cit., p. 3.
[9] Nietzsche, Friedrich; La naissance de la tragédie; Livrairie Générale Française, París, 1994.
[10] Barthes, Roland; La chambre claire; Gallimard/Sevil, París, 1980.
[11]Jung, Carl Gustav; “Types psychologiques”; Le Play, Ginebra, 1958.
[12] Andrade, Oswald de; ob. cit., p. 3.
Página de inicio: 120
Número de páginas: 11 páginas
Descargar PDF [102,99 kB]