Alter Cuba

Raúl Aguiar propone una historia contrafactual en la cual ninguno de los atacantes al cuartel Moncada sobrevive y ocurre en 1965 una nueva intervención norteamericana

Raúl Aguiar

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El sueño esta vez consiste en un grupo de jóvenes desconocidos, vestidos de negro y con cabellos hasta los hombros que, en pleno torneo de agudezas, le dicen adiós a unas muchachas que se alejan en dirección contraria hacia el otro lado de la calle. Muy pronto reconoce el lugar. Es la Avenida de los Presidentes, haciendo esquina con la de 23. Lo extraño es que ambas sólo son de dos carriles, sin la vía central para el transmetro y surcado por automóviles de la década de los 50. ¿Estaré en el pasado?, piensa un instante pero de inmediato rechaza la idea al descubrir también automóviles de último modelo disputándole el espacio a los antiguos. Los motoristas tampoco usan chaleco con el número de las placas en el pecho y la espalda, como es de rigor. ¿Qué pasa? ¿Habrán quitado la ley? Y siente un poco de temor por la posibilidad de una vuelta a la época de los sicarios motorizados pero no, porque se respira un ambiente pacífico y esa situación no parece importarle a ningún alma viviente. De todas formas se siente débil, desprotegido, y aun todavía más cuando uno de los jóvenes se dirige a él, diciéndole algo así como “Oye Eduardo, ¿qué coño te pasa? ¿Te has quedado mudo, o qué?” y entonces es cuando comprende que él es uno más de ellos, ha rejuvenecido milagrosamente hasta la adolescencia, unos veinticinco años menos, qué maravilla, y también lleva el pelo largo atado en una trenza pero vamos, esto es absurdo, piensa, esto no puede ser real, y entonces descubre que está dentro de un sueño.

—Dale, nos vamos para el malecón —dice el otro y echa a caminar delante de él.

—Oye, espera —Eduardo piensa que no puede dejarlo ir así—. ¿Dónde estamos? —le pregunta—. Digo, ¿en qué año?

—Coñó. Te dio fuerte. ¿Dónde vamos a estar? En El Vedado. ¿Cuántas pastillas te tomaste?

—Dime, ¿en qué año estamos?— insiste.

—En el 2006, viejo, no jodas más. Dale, vamos.

Concuerda. O sea, que no es el pasado. Echa a andar en pos del otro. Ahora tiene deseos de preguntar miles de cosas.

—¿Y de quién es la estatua esa?

—Asere, ¿de quién va a ser? De Allende.

¿De Allende? Por lo que él recuerda, en ese lugar había un busto de Eduardo Chibás, el primer presidente por el Partido Ortodoxo, uno de los pocos que intentó acabar con la corrupción. Como la vez pasada, algunas cosas concuerdan, otras no. La diferencia esta vez es que se trata de un sueño autoconsciente. Y si todo es un sueño, entonces puede hacer cualquier cosa que desee. Como volar, por ejemplo. Da un saltito pero no pasa nada. La fuerza de gravedad sigue portándose exactamente igual que en el mundo de la vigilia. Observa al muchacho. Esa es otra diferencia. Los seres de este sueño parecen completamente reales, igual que las calles, los autos, los edificios. No se ven diluidos ni fantasmales como las otras veces. La sensación es sumamente agradable, piensa, siempre y cuando se mantenga así y no se convierta en una pesadilla con monstruos, psicópatas o caníbales persiguiéndole con lanzas.

De todas formas se siente eufórico, con la embriaguez de un turista en una ciudad nueva por conocer, aunque ésta no sea tan alta ni con tantas luces como su homóloga en el mundo real. Aquí una estatua ecuestre, ¿quién es? Bolívar. Muy bien. Muy bueno eso de tener una estatua de Bolívar aquí, sustituyendo la de Prío, ese descarado. ¿Y esta avenida es Línea? También. Menos mal. ¿Y aquí no había una iglesia grandísima de cienciología? ¿Nunca? Qué raro. Continúan bajando en dirección al mar. Es cierto que hay menos esplendor, pero se nota a la gente más segura, sin temor al prójimo. Pasan por el costado del hotel Presidente que está idéntico excepto en el color y en que no hay lumínicos anunciando el Casino, luego la estatua de Estrada Palma, pero de ésta sólo quedan un par de zapatos y por fin llegan al malecón. Eduardo respira aliviado. Por lo menos la estatua ecuestre de Máximo Gómez sigue en el mismo lugar.

—Aquí no hay nadie —dice su guía—. Deben estar para la Tribuna, seguro que hay concierto. Vamos.

Caminan a lo largo del muro, en dirección al monumento del Maine. Un grupo de jóvenes están sentados en el muro, o en los bordes del monumento, conversando a viva voz, jugando con sus amigos a perseguirse entre risas, una especie de hermandad rockera de la cual supuestamente él es parte integrante. Su guía le dice que espere y se aleja a saludar a unos conocidos. Eduardo se dedica a observar el monumento, muy poco iluminado, y cuando su mirada llega a la cima descubre que el águila ha desaparecido y ya no sabe ni qué pensar.

—¡Eduardo! —escucha que llaman y de pronto es Alicia, que llega corriendo, lo abraza y se sienta a su lado—. ¡Mira lo que conseguí! —dice eufórica, rebusca en su mochila y saca un cuchillo, que luego resulta una especie de daga medieval—. ¿Te gusta?

Él no logra salir del ofuscamiento. Sí, es Alicia, hasta tiene la misma edad, pero es una Alicia en versión punk, con el pelo verde y llena de piercings en la nariz, orejas y labios. Casi ni se atreve a preguntar:

(…)

—¿Qué pasó con el águila que estaba aquí?

—¿Qué águila?

—La del monumento. La que estaba allá arriba..

—¡Ahora sí! —ella mueve la cabeza con incredulidad—. ¿Tú estás hablando en serio?

—Sí. De verdad no lo recuerdo.

—Pero Eduardo, si todo el mundo sabe que al águila la tumbaron cuando triunfó la Revolución.

—¿Cuál Revolución?

(…)

—Explícame eso de la Revolución.

—Ya. Primero de enero. ¿Te dice algo?

—No.

—¿Y Fidel Castro? ¿Y el Cuartel Moncada?

—Si, algo, pero no lo recuerdo bien. Un asalto ¿no?, pero no tuvo éxito. Los mataron casi a todos.

—Bueno, por lo menos te acuerdas de eso. ¿Sierra Maestra? ¿Playa Girón?

—Son lugares de Cuba.

—Cojones, qué loco estás.

Ella ahora lo mira con lástima, sin embargo él miente. En el mundo real, su mundo, la Sierra Maestra, así como las otras cordilleras, el Escambray, la Sierra de los Órganos, hasta los bosques del cabo de San Antonio se han convertido en un campo de batalla entre los traficantes y cultivadores de datura, los guerrilleros y el ejército gubernamental. Esta guerra ya lleva cerca de 40 años, desde que se descubrió la maldita planta de flores violetas, datura cubensis, en aquel momento endémica y a punto de extinción total y de pronto, a partir de las invasiones hippies de los 60, la droga asombrosa, número uno en el mercado underground, superando ampliamente otras sustancias menores como la coca o la heroína.

(…)

Siente nostalgia por las edades perdidas y los amigos ausentes. La mayoría de ellos se largaron cuando imperó el último régimen militar, otros desaparecieron sin dejar rastro, los sobrevivientes decidieron enterrar la ideología e identificarse con cierta lógica nihilista, la vida aplicada al consumo como objetivo primario, y al demonio los fusiles y aquellos vientos de banderas. ¿Cómo habría sido Cuba si hubiera triunfado una Revolución? ¿Peor?, ¿mejor? Ucronía. Debería anotar esos sueños, piensa, mucho más ahora que han aparecido elementos concretos. Por suerte todavía los recuerda. ¿Qué nombres había dicho la Alicia del sueño? Fidel Castro, Moncada, Playa Girón.

(…)

Suena el celular y es Ramón, profesor de Historia de la Universidad del Este, antiguo colega de la Colina.

(…)

—¿Tienes información sobre un tal Fidel Castro? Dirigió un ataque a un cuartel en Oriente, en Santiago de Cuba.

—¿En qué época?

—No estoy seguro. Década del 50, creo. Cuando Batista.

(…)

En las avenidas, la eterna estampa de la desolación. Gente pobre, afluencia de los suburbios, que vienen al centro a ganarse la vida buceando entre la basura algún objeto para revender, limpiando ventanillas de autos, o si no como mercaderes ambulantes de cigarros, chicles, periódicos o cualquier tipo de baratija. En cada semáforo varios negritos hacen juegos malabares sin importarles el peligro, actos difíciles y no muy bien ensayados, vigilando el cambio de luz en los postes para pedir limosna a tiempo antes de que vuelva la verde. Alicia llama a uno de los negritos y le da unas monedas. Eduardo de pronto se siente miserable y en el próximo semáforo hace lo mismo. Claro que esto no basta para irse a dormir tranquilo, piensa.

—Este país es un cementerio de vivos —murmura el chofer del taxi y Eduardo se sorprende por lo certero de la metáfora.

(…)

El apartamento de Ramón queda al otro lado de la bahía, un barrio nuevo de edificios poco elevados al estilo Miami para familias de clase media. Muy cómica la carita de inocencia del bebé que de pronto no sabe como reaccionar ante ese nuevo objeto de colores brillantes que le han regalado.

Luego de la cena, con el bebé ya dormido y una botella semivacía, Ramón va en busca de unas hojas impresas y al regresar, se pone las gafas y entra directamente en materia.

—Lo averigüé. Fidel Castro, un abogado proveniente del Partido Ortodoxo, fue uno de los revolucionarios que dirigió el asalto al Cuartel Moncada, de Santiago de Cuba, en el año 53. La acción no tuvo éxito y, después de retirarse, muchos de esos jóvenes fueron detenidos y masacrados por la policía de Batista. Fidel Castro y unos pocos lograron escapar a las montañas y allí ofrecieron resistencia hasta el final. Ninguno sobrevivió. Uno de los primeros grupos guerrilleros que se formaron en los 60 llevaba su nombre. Este grupo se disolvió después de la segunda intervención norteamericana en abril del 65. Hasta ahí los datos que tengo.

(…)

Llegando a la universidad hay una aglomeración de personas curiosas alrededor de algo que después resulta ser un muerto tirado en la calle. El lugar está acordonado por la policía y él le pregunta a un viejo lo que ha ocurrido.

—Le metieron tres tiros. Uno en la cabeza —le contesta el anciano.

(…)

Por lo visto, el mundo del lado de acá sigue tan mediocre como siempre, llenándose de muertos, drogas y chimeneas y la única opción en el futuro, por lo menos para él, es acabar de jubilarse y terminar convirtiéndose en un escritor empedernido, eso en el mejor de los casos, con esposa e hijos —preferiblemente Alicia—, recordando aquellos sueños gloriosos en que una Revolución se hace posible, y a cada uno le toca lo que le corresponde, así sea un plumero, un helicóptero, cien lingotes de oro o un horno de microondas.

Todavía falta una hora para su clase, por lo que al llegar a la Colina decide visitar la biblioteca y revisar un poco en los libros de historia, para precisar algunos datos y compararla con la de Cuba de sus sueños.

Por lo visto, un buen punto de bifurcación entre ambos universos es la acción de un grupo de jóvenes universitarios, quienes atacan el Palacio Presidencial en marzo del año 57 y logran ultimar a Batista. Al no recibir el apoyo esperado, muchos de esos jóvenes, incluyendo a su propio dirigente, José Antonio Echevarría, son asesinados por la policía minutos después de retirarse de Palacio.

(…)

Durante el verano de 1958 la OEA intenta negociar un acuerdo entre los leales a Batista y los dirigentes de los partidos opositores. A finales de agosto las facciones acuerdan establecer un gobierno provisional y posteriormente, se celebran las elecciones presidenciales, en las que el conservador Carlos Prío, por el Partido Auténtico, gana con el 56 por ciento de los votos. Bajo su Administración, la fuerza mostrada por la economía, con la ayuda de la inversión extranjera —en muchos casos provenientes de los grupos mafiosos norteamericanos—, el incremento del turismo y los altos precios del azúcar, producen una relativa estabilidad política en el país. Cuatro años después, en 1963, le toca a Orestes Noceda, por el Partido Ortodoxo, tomar el Gobierno de Cuba.

Ese mismo año se produce el descubrimiento, nefasto por sus consecuencias, de la Datura Cubensis, planta endémica a punto de extinción y —como se sabrá algunos años después—, con propiedades psicoquímicas tan poderosas que se convertirá, a partir del procesamiento de sus principios activos, en la droga más codiciada por todos los narcotraficantes del mundo. Comienzan a desarrollarse grupos mafiosos nacionales que establecen guerras entre ellos para controlar el mercado. Poco a poco la corrupción y la violencia se adueña de todos los estratos de la sociedad. La situación se torna insostenible y se suceden unos gobiernos tras otros, cada cual más corrupto que el anterior. Las huelgas y manifestaciones de obreros y estudiantes son tema casi cotidiano en los diarios y noticieros de televisión. Cada cierto tiempo surgen grupos guerrilleros en las montañas y movimientos de liberación clandestinos en las ciudades que son rápidamente reprimidos por el ejército y los grupos paramilitares, pero estos vuelven a brotar como hongos después de un aguacero. Y así hasta hoy. Cuba, la puta adicta del Caribe, como la llaman por todos lados.

(…)

Cuando ya Eduardo está seco y envuelto en la toalla, se abre la puerta del baño y entra Alicia.

—Mira, ponte esto.

Ella vuelve a salir conteniendo la risa y él enseguida comprende. Es un T-shirt negro de esos que se ponen los rockeros, con la imagen de una banda cubriendo casi toda la parte delantera. Homeostatic Universe. Una broma. Lo curioso no es eso, sino que se trata del mismo pulóver que usaba en el mundo del sueño. ¿Simple coincidencia o algo más profundo? Al final, resignado, se pone el disfraz y sale del baño. Felipe y Alicia rompen en carcajadas pero es una risa sana y por ello no se enoja.

—Te ves hasta más joven —dice ella y Eduardo comprende que lo dice en serio.

Mientras Alicia se ducha, Felipe invita a Eduardo a tomar cervezas.

—Mi hermana me contó lo de tus sueños. Es muy interesante. Casi de ciencia ficción, ¿no? Universos paralelos.

(…)

Mientras cenan, y a petición de Alicia, Eduardo cuenta los avatares de su último sueño.

—¿Y dices que te salió algo en el cuello? Déjame ver… —Ella se acerca y exclama—: Sí, lo tienes inflamado. Después recuérdame ponerte hielo.

Él sigue contando y Alicia se interesa especialmente por la parte donde aparece su padre.

—¿Y cómo era? Descríbemelo.

Eduardo la obedece y ella va asintiendo con cada detalle y su rostro se torna triste. Luego se marcha a su cuarto y regresa con una foto.

—¿Era así?

Él reconoce el rostro, afirma, aunque en la imagen está mucho más joven y el padre de Alicia sonríe al pie de una columna de mármol quebrada.

—Es de su viaje a Grecia —aclara ella y se marcha otra vez al cuarto.

(…)

—Existen tantos universos como opciones cósmicas haya habido hasta ahora, y en uno puede haber una Cuba donde triunfó una revolución socialista, y en otro estamos nosotros tres conversando y tomando cerveza, y en otro mi padre nunca conoció a la madre de Alicia, y en otro eres famoso, y en otro estás muerto y así, hasta el infinito. Esa sería la respuesta final a la pregunta de por qué este universo es como es y no de otra manera: porque existen también todos los otros.

Felipe se calma, sonríe y mira a Alicia que ya casi se ha quedado dormida. Baja la voz.

—El otro día me leí Cuarentena, de Greg Egan, donde también se habla del principio de superposición. Lo interesante es que en esta novela, los observadores tienen el poder de elegir y colapsar aquellas bifurcaciones que más les convienen. ¿Quién sabe? A lo mejor eres el único ser humano que tiene la capacidad de experimentar esa superposición y observar otro de esos mundos. (…) Imagina ahora un punto de gran bifurcación —dice—. De pronto el pueblo judío elige que sea Barrabás y no Cristo el crucificado. O que Pilatos no se hubiera lavado las manos. ¿Hubiera sido posible? ¿Entonces Cristo también fue una especie de gato de Schrödinger? Sacrilegio como función de onda. A nivel cuántico, Cristo no estaría ni vivo ni muerto. ¿Cómo se interpreta? ¿Cuál es la significación de un Cristo bifurcado? ¿La Resurrección? Tonterías. No es Dios, no es el Universo el que termina por joder a Cristo (o al gato de Schrödinger) es el colapso de mentes unidas. Los observadores. El paradigma, que de cierta manera se defiende cruelmente de todo aquel trasgresor que ose dinamitar sus estructuras, aunque después se haga culto y se exalte a la figura sacrificada. Siempre es igual: mira la historia: Aristóteles, Nietzsche, Mozart, Lovecraft, Van Gogh, Giordano Bruno. Los locos.

(…)

Esta vez no se dio cuenta de cómo llegó. Baja el telón, sube el telón y ya está del otro lado. Se encuentra en un dormitorio desconocido, las paredes repletas de fotos y afiches de bandas de rock. A su lado, cubierta por una sábana hasta los hombros, duerme una muchacha cuyo rostro le resulta familiar. La reconoce. Se trata de Sonia, aquella chica con la que conversó en la fiesta de disfraces.

Escucha el timbre de un teléfono y pasos afuera, en lo que debe ser la sala del apartamento. Alguien descuelga y percibe una voz apagada, de mujer, que contesta la llamada. Luego, los pasos se acercan a su puerta.

—¡Eddy! Es para ti.

Él reconoce en el acto la voz de su madre, una voz que no escuchaba desde que murió de cáncer seis años atrás y que ahora lo estremece por completo. El corazón comienza a bombearle con fuerza.

—Creo que es Alicia. ¿Vas a contestar? —y él le responde que sí, se pone un pantalón a toda velocidad y sale del cuarto preparado a duras penas para enfrentar su rostro.

—Hola, mamá —tartamudea y ella se encoge de hombros y entra en la cocina. Todavía temblando, Eduardo toma el auricular y se lo lleva al oído—. Dime.

(…)

Se acerca a su madre, que está de espaldas, fregando la vajilla, y se queda mirándola con atención. Sí, es ella, mucho más joven, un poco más delgada de lo que recuerda por las fotografías. Ella parece que se ha percatado de su presencia inmóvil en la puerta porque le pregunta sin mirar:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Sólo quería verte.

(…)

Luego se acerca y la abraza.

—Eh, ¿qué haces?, ¿te volviste loco? —pero él la aprieta fuerte y siente que los ojos se le humedecen.

—Te amo, mamá.

—Ya, ya, déjame, estoy toda mojada. Algo malo debiste hacer para que estés ahora tan cariñoso.

Se separan y ella vuelve a su labor.

—Estás muy raro.

Pero él, de pronto, se siente feliz.

—¿Y papá? —pregunta.

—Trabajando. ¿Dónde iba a estar? Tú sabes que él es más comunista que nadie.

—¿Sí?

Eso le extraña realmente y lo hace sonreír. Qué curioso. En su mundo su padre era “más capitalista que nadie”, hasta el punto de que no pudo con el estrés y murió antes de cumplir los 60. ¿Tendría tiempo para verlo o regresaría a su universo sin haber tenido la oportunidad?

(…)

Alicia está echada en la cama, contemplando el techo mientras fuma, luego se incorpora y se apoya contra la cabecera. Aplasta lo que queda del cigarrillo contra el cenicero y sonríe:

—¿Sabes? Estás más loco que el carajo, con todas esas historias de universos paralelos, y de una Cuba capitalista y todo lo demás, pero me gustas también con esta otra personalidad de profesor de Literatura, con 43 años, me resultas muy interesante.

Pone la almohada a su espalda, bebe un poco y sonríe:

—No te voy a negar que me preocupaba con quién en realidad había templado esta noche, pero ahora no me importa, ni tampoco me arrepiento, hasta te confieso que lo disfruté bastante, sobre todo al final.

Eduardo la mira fijamente, atento a lo que pueda venir después.

—Lo que te quiero decir es que te estaré esperando.

Ella se aparta de la almohada inclinándose hacia delante y se rodea las piernas con los brazos.

—Bésame.. —le pide y acerca sus labios con los ojos cerrados, pero no llega a rozar los suyos porque de pronto todo se desvanece de golpe en la ya conocida bruma gris.

Está sonando el celular. La otra Alicia duerme en su lado de la cama, acurrucada junto al borde mismo del colchón. ¿Quién será el que llama a esta hora? Mira el reloj: las cuatro y media de la mañana. No tiene ningún deseo de levantarse. Espera un rato que el importuno se rinda y termine de colgar pero la musiquita insiste, una y otra vez. Por fin se llena de valor y se incorpora. Toma el aparato y se lo lleva al oído.

—Dígame.

—¡Eduardo! —reconoce la voz excitada de Felipe— ¡Rápido, despierta a Alicia! ¡Dile que haga lo que acordamos y que venga después para acá! ¡Sólo eso, no tengo tiempo para explicarte! ¡Ella te lo dirá todo! —Felipe cuelga y él se queda unos segundos con el celular al oído, escuchando el tono, sin entender.

Por fin se decide a actuar. Zarandea suavemente a Alicia hasta que logra despertarla y le da el mensaje de su hermano. Al instante ella se despabila por completo y así mismo, envuelta en la sábana, y al parecer bastante asustada, va corriendo hasta la computadora y la enciende.

—¡Rápido! —le dice ella—. ¡Vístete que nos vamos!

Alicia manipula un rato en el ordenador, posiblemente borrando algunas carpetas, apaga, saca el disco duro y luego regresa al cuarto. Ya para entonces Eduardo está completamente vestido y le pregunta con nerviosismo:

—¿Qué sucede?

Incluso en estas condiciones ella le da un beso.

—Ahora te lo explico todo, mi amor —antes de correr a vestirse con lo primero que encuentra—. En la cocina busca un pote que dice “Arroz integral”; tráeme lo que hay dentro.

Él obedece sin rechistar. El recipiente es un poco grande para lo que dice contener. Lo abre y encuentra arroz. Piensa por un momento si es una broma. Luego, hunde la mano y toca algo sólido, como metal. Lo extrae y confirma sus sospechas. Un bolso de nylon, con dos pistolas dentro y cargadores para cada una. Siente olor a papel quemado y plástico derretido. Regresa con el bolso al cuarto y ve que Alicia está en el baño, quemando documentos y discos de datos.

(…)

Casi la rechaza cuando ella viene enamorada a darle el beso de los buenos días. Allá afuera parece que se está acabando el mundo, con fuertes ráfagas de viento golpeando las ventanas. Eduardo comprende. El ciclón. Ya está de vuelta. Suspira con alivio pero se siente más triste que nunca e inmensamente cansado.

—Qué falta de pasión —dice Alicia en son de broma pero él no sonríe.

—Acabo de ver tu muerte. Y la de Felipe. En otro universo. Ustedes eran guerrilleros urbanos.

—Coñó.

(…)

—¿Y qué va a pasar ahora?

—Ahora tu capacidad se ha multiplicado. Eres el observador perfecto. Es como poder atravesar las bifurcaciones. Ves el gato vivo y el gato muerto. Y al otro, al que nunca cogieron para el experimento. Y también al que se teleportó fuera de la caja. (…) Por alguna causa que desconocemos no puedes viajar al pasado ni al futuro. A lo mejor es que no existen, sólo el instante presente, en sus infinitas variantes (…) El universo tendrá que encontrar el equilibrio de nuevo. Por lo visto no pueden eliminarte. ¿Serás inmortal? Creo que no, que al final morirás de viejo en todas las dimensiones

(…)

—Tampoco tengo un lugar de regreso. Ni siquiera estoy seguro de que éste sea mi mundo.

—Lo importante es que tengas gente esperándote. Y aquí tienes dos. A mí y a Alicia.

Los tres quedan en silencio, mirándose durante un rato. Alicia viene y se abraza a él, recuesta la cabeza en su hombro. Allá afuera sigue el viento batiendo con fuerza, pero ya se siente un poco más débil.

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