Carta abierta del padre José Conrado al general de ejército Raúl Castro, presidente de la República de Cuba

José Conrado

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Jueves, 5 de febrero, 2009

 

 

 

Estimado señor presidente:

 

 

Hace quince años me atreví a escribirle al entonces jefe del Estado cubano, doctor Fidel Castro Ruz, por aquel entonces presidente de nuestro país. La gravedad de aquella hora me lo impuso como un deber para el bien de la patria. La gravedad de esta hora me impone escribirle a Ud. para hacerle partícipe de mis preocupaciones actuales. ¿Debo acaso describirle la situación de nuestro país? La crisis económica afecta a todos los hogares y hace que las personas vivan angustiosamente preguntándose, ¿qué voy a comer o con qué me voy a vestir? ¿Cómo conseguiré lo más elemental para los míos? Las dificultades de cada día se tornan tan aplastantes que nos mantienen sumidos en la tristeza y la desesperanza. La inseguridad y el sentimiento generalizado de indefensión provocan la amoralidad, la hipocresía y la doble cara. Vale todo porque nada vale, más que la supervivencia a todo precio, que luego descubrimos que es “a cualquier precio”. De ahí que el sueño de los cubanos, en especial de los más jóvenes, sea abandonar el país.

 

Parecería que nuestra patria está ante un callejón sin salida. Como hombre de fe, sin embargo, yo creo que Dios jamás nos pone ante situaciones absolutamente desesperadas. Creo firmemente que nuestro camino como nación y como pueblo no acaba en un precipicio ineluctable, en una realidad de desgracia irreversible. Siempre hay una solución, pero se necesita audacia para buscarla y encontrarla. En sus recientes y urgidos llamamientos a trabajar con tesón incansable, creo reconocer una peculiar y certera percepción de la gravedad del momento, pero también, que Ud. considera que la solución depende de nosotros. Pero, como decía aquel eslogan convertido en chiste… “No basta decir palante, hay que saber padónde”.

 

Hemos vivido culpando de nuestra realidad al enemigo, o incluso a los amigos: la caída del bloque de países comunistas en Europa del Este, junto con el embargo comercial de Estados Unidos se han convertido en el totí que carga con todas nuestras culpas. Y esa es una cómoda pero engañosa salida ante el problema. Como decía Miguel de Unamuno, “solemos entretenernos en contarle los pelos que la esfinge tiene en su cola, porque nos da miedo mirarla a los ojos”.

 

No basta, general, con resolver los problemas, ciertamente graves y urgentes, de la comida, o del techo que, en los recientes huracanes, tantos compatriotas acaban de perder “con sus pobres enseres: miedos, penas”. Estamos en un momento tan crítico que debemos plantearnos una profunda revisión de nuestros criterios y de nuestras prácticas, de nuestras aspiraciones y de nuestros objetivos. Y aquí cabría, con todo respeto, recordar aquellas palabras que nuestro apóstol nacional José Martí le escribió al generalísimo Gómez en una situación en cierto modo semejante: “No se funda un pueblo, general, como se manda un campamento”.

 

El mundo está cambiando; la reciente elección de un ciudadano negro para ocupar la primera magistratura de un país antiguamente reconocido como racista y violador de los derechos civiles de los negros nos dice que algo está cambiando en este mundo. La encomiable y fraternal preocupación de nuestros hermanos del exilio ante los fenómenos meteorológicos que recientemente han golpeado a nuestro pueblo, y su ayuda generosa, desinteresada e inmediata, son el signo de que algo está cambiando entre nosotros. El Gobierno cubano que Ud. encabeza hoy debe tener la audacia de encarar esos cambios con nuevos criterios y nuevas actitudes.

 

Nuestro país ha reaccionado con valor cuando un Gobierno foráneo ha querido inmiscuirse en nuestros problemas nacionales. Sin embargo, cuando se trata de la violación de los derechos humanos, no sólo los gobiernos, sino hasta las personas individuales, los simples ciudadanos, de dentro o fuera del país, tienen algo que decir. En su “Carta desde la Cárcel de Birmingham”, Martin Luther King dijo: “La injusticia particular es una amenaza a la justicia universal. Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, unidos en un único tejido del destino. Lo que afecta a uno directamente, afecta a todos indirectamente”. Tenemos que tener la enorme valentía de reconocer que en nuestra patria hay una violación constante y no justificable de los derechos humanos, que se expresa en la existencia de decenas de presos de conciencia y en el maltrecho ejercicio de las más elementales libertades: de expresión, información, prensa y opinión, y serias limitaciones a la libertad religiosa y política. El no reconocer estas realidades, para nada favorece nuestra vida nacional, y nos hace perder el respeto por nosotros mismos, a nuestros ojos y a los ojos de los demás, amigos o enemigos.

 

La causa de la paz, interna y externa, y la prosperidad misma de la nación, se enraízan en el respeto incondicional a esos derechos que expresan la suprema dignidad del ser humano como hijo de Dios. Y guardar silencio sobre esta realidad, pone sobre mi conciencia un peso tal que no me siento capaz de soportar. Y ésta es para mí, mi manera de servir a la verdad y de ser consecuente con el amor que siento por mi pueblo.

 

Le confieso, general, el disgusto y la tristeza que me ha causado saber que nuestro Gobierno ha rechazado, al parecer por razones ideológicas o de diferencias políticas, la ayuda que querían enviar EE. UU. y varias naciones europeas, para los damnificados por los ciclones que azotaron nuestra tierra. Cuando uno cae en desgracia, (y eso le puede suceder a cualquiera, también a los poderosos), es la hora de aceptar la ayuda que se brinda, porque esa ayuda revela un fondo de buena voluntad ante el dolor, de solidaridad humana, incluso en aquellos que considerábamos nuestros enemigos. Darle la oportunidad al oponente de ser bueno y de hacer lo justo, puede sacar a flote lo mejor de nosotros mismos, y del otro, haciéndonos cambiar viejas actitudes y curar resentimientos dañinos. Nada contribuye más a la paz y la reconciliación entre los pueblos que este saber dar y recibir. La frase de san Francisco de Sales, válida en las relaciones interpersonales, también lo es entre países: “más moscas se cazan con una gota de miel, que con un barril de vinagre”. Como dijo Su Santidad Juan Pablo II en su visita a nuestro país: “que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”. Pero si seguimos con las puertas cerradas nadie podrá entrar, por más que lo desee. Un signo de esperanza para mí es la participación y mayor espacio que se le ha dado a Cáritas para ayudar a nuestro pueblo. Eso merece un especial reconocimiento y es un cambio positivo y esperanzador.

 

Créame, señor presidente, no le escribo para presentarle una lista de quejas y agravios sobre nuestra realidad nacional, aunque si así lo hiciera esa lista podría ser muy, muy larga. La verdad, he querido hablarle de cubano a cubano, de corazón a corazón. Un gran amigo mío, sacerdote, ya fallecido, solía decirme: “un hombre vale lo que vale su corazón”. En el entierro de su esposa, al verlo a Ud. rodeado de sus hijos y nietos, conmovido hasta las lágrimas, yo percibí que es Ud. un hombre sensible. Y yo pienso que mayor sabiduría hay en el corazón de un hombre bueno que en todos los libros y bibliotecas de este mundo pues, como dice la canción, “lo que puede el sentimiento no lo ha podido el saber, ni el más alto proceder, ni el más ancho pensamiento…”. Por eso, apelo a su sentido de responsabilidad, a su bondad, para decirle que no tenga miedo, que sea audaz en emprender un nuevo camino diferente en un mundo que está dando tantas señales de cambiar a mejor. Como le dije a su hermano hace quince años, todos los cubanos somos responsables del futuro de la patria, pero por el cargo que Ud. ocupa, por el poder que ahora tiene, esa responsabilidad recae de manera especial en Ud.

 

Si Ud. decide emprender ese camino de esperanza, cuente conmigo, general. Me tendrá en primera fila, para ofrecerle a Cuba, una vez más, lo único que tengo: mi corazón, y a Ud., mi mano franca y mi colaboración desinteresada. Así haremos realidad el sueño martiano de hacer una patria “con todos y para el bien de todos”.

 

Quiero terminar con unas palabras que dijo nuestro actual papa, Benedicto XVI, en 1968: “Aun por encima del Papa como expresión de lo vinculante de la autoridad eclesiástica, se haya la propia conciencia, a la que hay que obedecer la primera, si fuera necesario incluso en contra de lo que diga la autoridad eclesiástica”. Si eso vale para la autoridad eclesiástica, cuyo origen considero divino, vale para toda otra autoridad humana, por poderosa que ésta pueda ser. Con mis mejores votos,

 

 

 

José Conrado Rodríguez Alegre, Pbro.

 

Párroco de Santa Teresita del Niño Jesús.

 

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