Contra el argumento racista

Víctor Fowler

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Al igual que los movimientos racistas representan la síntesis
paradójica y, en determinadas circunstancias, aún más eficaz,
de las ideologías contradictorias de la revolución y la reacción,
el racismo teórico representa la síntesis ideal de la transformación
y de la inmovilidad, de la repetición y del destino. El «secreto»
cuyo descubrimiento representa sin cesar es el de una humanidad
saliendo eternamente de la animalidad y eternamente amenazada
por sus garras. Por ello, cuando reemplaza el significante de la raza
por el de la cultura, siempre tiene que relacionar esta última con una
«herencia», con una «descendencia», con un «arraigo» que son
 significantes del enfrentamiento imaginario entre el hombre y sus orígenes.
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Etienne Balibar, Raza, nación y clase.

 
El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero lo representa invertido.
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Michel Foucault, Genealogía del racismo.

 
Por lo tanto, no obstante las diferencias, en ánimos del debate académico…
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Tomás Fernández Robaina, «Hacia el centenario de la fundación
del Partido Independiente de Color: Aproximación crítica a tres nuevas contribuciones».

   

Las coincidencias, cuando suceden en la esfera social, suelen ser signo de malestar, línea de fuerza latente que pugna por emerger o, aunque sea, dirigen la atención a zonas que previamente es complejo distinguir por lo disperso de sus elementos. Los meses recientes, donde se ubican la aparición del volumen Cuba, personalidades en el debate racial (del investigador Tomás Fernández Robaina, por la Editorial Letras Cubanas), el largo ensayo La nación, el racismo y la discriminación racial en la historia de Cuba y en la contemporaneidad. ¿Otra batalla ideológica-cultural? (de Orlando Cruz Capote, en tres partes, dentro del sitio web de la publicación digital La Polilla) y el estreno del documental Raza (de Eric Corvalán, en el Festival Internacional de Cine de la Habana) marcan uno de estos momentos de nacimiento o reformulación de un campo. Basta conectarlos con acontecimientos anteriores como la creación de una comisión (presidida y orientada por la Secretaría Ideológica del PCC, a través de su Departamento de Cultura, en el año 2007) para la celebración del centenario del alzamiento y posterior masacre contra los miembros del Partido de los Independientes de Color; la inauguración de una tarja en la casa de Evaristo Estenoz, donde en 1908 fuera fundado dicho partido; la colocación de otra tarja, en el lugar de la ejecución de Antonio Aponte, mulato y primer cubano que organizara una rebelión contra el poder español en épocas de la Colonia, y la conmemoración del aniversario de la rebelión de esclavos domésticos en el Palacio de Aldama, hoy sede del Instituto de Historia del pcc. Tal cantidad de sucesos a propósito de un tema que, durante largos años, permaneció prácticamente excluido de la escena pública y muy atenuado dentro de la academia, tiene que significar algo. Es por tal motivo que, en el texto citado, Orlando Cruz Capote, investigador del Instituto de Filosofía cubano, lanza una larga serie de preguntas:

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… ¿ello es parte además de una moda intelectual internacional que se nos indica desde una agenda exterior, específicamente, a partir del auge y repercusión de los «estudios poscoloniales», los «estudios de alteridad» y «los subalternos»?; ¿es consecuencia directa e indirecta de los impactos de los discursos post que aún subsisten en la teoría filosófica-política, económica-sociológica y psicológica social, así como de otras disciplinas científicas y saberes, acerca de la crisis de las identidades-diversidades societales, el denominado fracaso del Estado nación moderno y las contradicciones socioclasistas devaluadas?; ¿o acaso esa eclosión académica y sociopolítica de la problemática identitaria-social y racial, iniciada desde mediados y finales de los años 90 del pasado siglo y que continúa con mayor fuerza en este milenio, corresponde a un inadecuado o insuficiente tratamiento —subestimación y olvido casual o seudo-intencionado—, por parte de algunas ciencias sociales en ciertos períodos de la historia de la nación?; ¿o es resultado de algunas subvaloraciones o inadecuadas implantaciones de la política social y cultural de la Revolución Cubana, basadas en la igualdad y equidad, y a pesar de todo lo alcanzado en este campo a través de estos cincuenta años de proceso transformador?; ¿es motivada por los conflictos de valores en la sociedad cubana actual que se agravaron luego del derrumbe del paradigma y referente histórico del socialismo este-europeo y de la Unión Soviética, y su correlato inmediato que constituyó la crisis económica y social en la Isla, recrudecida por la agresiva política oportunista estadounidense, más la dominación y hegemonía omnímoda del capitalismo-imperialista a nivel planetario?; ¿es acaso también un semi-olvido de las izquierdas en general, que subestimaron en cierto sentido esa problemática a lo interno de sus sociedades?; ¿es tan real su existencia y dimensión en un país en el cual más del 50% de sus habitantes son negros, mulatos o mestizos y un porciento mayor frutos cercanos y lejanos de la hibridación social, racial, religiosa y cultural, aunque no aparezcan así reflejados en los censos de población efectuados?; ¿existe un peligro previsible para la Identidad Nacional y Cultural cubanas por la persistencia de los prejuicios racistas y las formas más sutiles de la discriminación racial? (2)

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Al responder, Cruz Capote apuesta por la necesidad de fomentar comisiones y congresos «para que todos aporten sus diferentes puntos de vista», «en un marco político y jurídico adecuado, que puede profundizarse», al tiempo que mantiene gran cautela en lo que toca a los debates en el espacio público. En este caso, el «todos» imaginado —para que participe de comisiones y congresos— lo sería por delegación, como en un proceso eleccionario, mientras que la legislación particular para ofensas por motivo de raza o discriminación, en general, necesitaría de una muy profunda discusión pública que movilice sensibilidad hacia ella. La razón para pensar esto último es que ya es parte de la Constitución cubana el rechazo a toda forma de racismo, en tanto el malestar o el resultado de investigaciones sociales confirman que sí lo hay; dicho de otro modo, ni las medidas anti-racistas tomadas desde el triunfo mismo de la Revolución, ni la existencia de un marco constitucional al efecto, han sido suficientes para eliminar una convicción y una práctica con hondas raíces en la historia y tradiciones culturales del país.

¿Desde qué ángulo enfocar un tema así? Cuando Cruz Capote se refiere al extendido estudio que el Partido cubano orientó hacer en toda la sociedad cubana hacia fines de los 90 del pasado siglo, y cuyo objetivo primario era valorar el impacto del denominado «Período Especial» en los diversos grupos de la población, y que fue el disparador de la presente «Batalla de Ideas», escribe lo siguiente:

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… arrojó que dentro del cuerpo societario cubano, los individuos y colectivos más pobres —algunos de ellos muy cercanos a la pobreza y en condiciones de precariedad habitacional, laboral y salarial— eran aquellos que tenían una composición social-racial, fundamentalmente, negra y mestiza (aunque no faltaron individuos de raza blanca), por lo que se encontraron en el escalón más retrasado y conflictual de la población. Entonces, no existieron dudas.

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Digo lo anterior porque, como negro yo mismo, vecino de una barriada próxima a Cayo Hueso, habiendo vivido muy cerca del llamado Canal del Cerro, o con sólo caminar la ciudad durante mis años de mensajero de banco, o teniendo un hijo viviendo en Veguita de Galo, en Santiago de Cuba, o participando de experiencias de familias y amigos de mi color, o por mil otras razones, a pesar de que faltaban estadísticas, nunca tuve dudas. Siguiendo igual lógica, y poniendo la mirada en la sociedad cubana contemporánea, no puede menos que tomarse distancia y encontrar otro camino de comprensión que este donde se afirma que «los distintos ámbitos en donde se reproducen las prácticas racistas han sido legitimados como cuasi naturales por la sociedad en conjunto».

En lugar de ello, se puede pensar que la cantidad y el tipo de las libertades que una Revolución socialista propone, incluyendo aquí la promesa de superación (realizada o iniciada en todos los campos, incluyendo el de la raza), son de tal magnitud que atenúan, equilibran o permiten negociar las adhesiones, a pesar de que subsista injusticia asociada a la pertenencia racial. Sean éstas en los mundos del trabajo, las relaciones interpersonales, la reproducción de estereotipos en los medios masivos o el silencio sobre la contribución a la Historia nacional (en el campo que corresponda) de determinada figura, sin ser legítimos ni cuasi-naturales, los individuos beben su amargo y continúan en ese otro nivel donde se les mira, actúan, progresan y son representados como «cubanos». Dicho de otro modo, voluntariamente y sin insistir en el dolor, deciden no enquistar la temporalidad alrededor de la cápsula de la identidad y excluyen entonces variedades de experiencia (que van del asociacionismo racial a la presentación y debate público del problema) para asumir otros modos de elaborar un futuro diferente.
 
 
II
 
Tomás Fernández Robaina, investigador de larga trayectoria en lo que toca a la historia social del negro en Cuba, así como al universo de la religiosidad popular de origen africano, es una de las personalidades más creativas en la bibliotecología cubana contemporánea y el autor de volúmenes como: Bibliografía de temas afrocubanos, Memorias secretas de dos mujeres públicas, Historia social del negro en Cuba, Contribución a la historia de la Biblioteca Nacional, del Índice de publicaciones periódicas, además de las bio-bibliografías de José María Heredia y Antonio Maceo. Una gran contribución al tema que comentamos es la reciente aparición de su libro Cuba, personalidades en el debate racial (Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2007).

Mediante la reunión de artículos, escritos a lo largo de años y dedicados, en su mayoría, al análisis de figuras destacadas dentro de los debates sobre raza en Cuba (en especial, durante el siglo XX), Fernández Robaina entrega uno de esos esfuerzos que dejan con ganas de seguir leyendo. Zonas y modos de pensamiento que permanecen sepultados regresan a la luz y, con su reingreso a la escena pública, podemos reconstruir el pasado y entendernos mejor; por este camino, la fijeza de la mirada encima de procesos escasamente abordados en la investigación (o integrados de forma fragmentaria), obliga a un reordenamiento de la tradición entera. En este caso, la asimilación de actores nuevos, en ocasiones insospechados, agrega escenarios a las visiones que poseemos (sobre el crecimiento en el tiempo del país y su cultura) e impulsa un aumento de la complejidad que nos define y que es ganancia final para una identidad enriquecida. Si bien han sido varios los esfuerzos en semejante dirección, hasta el presente ninguno había intentado el análisis individualizado de pensadores alrededor de la situación racial cubana. Por este camino, a los ya conocidos nombres de Marinello, Juan Gualberto Gómez y Nicolás Guillén, dentro del campo, se agregan otros de menor resonancia, pero igualmente de primer plano, como los de Arredondo, Urrutia y Trelles. La profunda experiencia que acumula Fernández Robaina como investigador en el área de las luchas sociales del negro cubano, le permite moverse con erudición y limpieza en un amplio campo que abarca la historia hechológica, la religiosidad afrocubana y el análisis de los procesos de formación nacional, donde lo histórico y lo cultural se funden. Su pasión como autor define a un verdadero activista, alguien que ha sido uno de los principales responsables del regreso de la atención hacia el Partido Independiente de Color; fundando en 1908, ilegalizado en 1910, reprimido con violencia extrema en 1912 y, a partir de entonces, sepultado en un larguísimo e injusto olvido.

Todo hecho acerca de los Independientes demarca un polo de oposición en el tiempo tanto como en la significación. En verdad, recuperado el hecho, no hay forma de escribir el presente sino como negación de una represión que (pese al desacuerdo en la cifra de muertos) tuvo lugar en medio de una histeria racista, revuelta por la prensa en todo el país, y fue sangrienta. Tampoco, en su reverso, es posible escribir la historia de la Revolución Cubana sino como la superación (curación) de aquella vieja herida que, a lo largo de la República, hubo de permanecer abierta, controlada, y para la cual se demandaba mudez. El acontecimiento ocurrió en el interior de un tejido de circunstancias que, no pocas veces, escapan hacia derivaciones que el paso del tiempo oscurece. Para que ello suceda es necesario combinar el olvido o la erosión de la memoria, como proceso natural; conexiones que lucen remotas hoy, pero que en el instante parecían fundamentales; además de la acción, planificada y continua, de aquellas élites que controlaron –desde la fecha del hecho y durante una larga cantidad de tiempo— la interpretación de la historia. Si se toma en cuenta lo anterior, el arco que va desde el vilipendio (Rafael Conte y José M. Capmany en Guerra de razas, y Gustavo Enrique Mustelier en La extinción del negro) a las recuperaciones más recientes, que pretenden restablecer la verdad histórica y hacer justicia (Castro Fernández, Silvio; La masacre de los Independientes de Color en 1912, y Meriño Fuentes, María de los Ángeles; Una vuelta necesaria a mayo de 1912), dibuja un territorio tan lleno de certezas como de paradojas y preguntas, a la espera de más laboreo por parte de los historiadores.

No cabe duda de que Fernández Robaina comparte la convicción de que los Independientes recurrieron a la revuelta porque entendieron que la República era un momento de negación del derecho (para el grupo de individuos cubanos de la raza negra) y, como tal, daba continuidad a la colonia. Basta, como ejemplo, la siguiente cita que —aunque referida a Juan Gualberto Gómez y en el artículo La presencia del pensamiento martiano en la lucha social del negro cubano— conduce a una toma de partido por los Independientes:

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Su opinión idealista y romántica hacia la hermandad de blancos y negros ganó fuerza: no vio las diferencias clasistas y culturales que ahondaban los prejuicios y la discriminación. No pudo rebasar el marco de su tiempo, de su visión eurocéntrica, porque había sido formado intelectualmente dentro de ella. Sin embargo, la realidad, la vida, imponía sus leyes, y la idea del partido negro no desapareció por completo. En 1908, se funda la Agrupación Independiente de Color como una vía para lograr las reivindicaciones del negro cubano (3).

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La incomodidad del autor para con la renuncia de J.G. Gómez a la acción violenta como manera de obtener derechos abre una diferencia radical (en cuya raíz se encuentra el devenir del tiempo) en lo que se refiere al funcionamiento de las sociedades humanas, el sentido de la labor intelectual, las posibilidades de la democracia representativa, los valores del activismo social y no político, la importancia del asociacionismo identitario y la interrelación entre grupos fracturados por motivos de raza. Sin embargo, la elección aquí es sumamente complicada, pues habría antes que demostrar que la negación de cualquier posibilidad de desarrollo, para los cubanos negros de la época era no sólo lesiva, sino absoluta y —lo principal— sin perspectiva de mejoramiento. Lo que trato de entender son los motivos que, en la circunstancia que sea, pueden ser tales que generen las condiciones necesarias para que todo un grupo social derive hacia una práctica política tan enteramente tajante como es la protesta armada, preludio simbólico de la guerra; junto con ello, por otra parte, «lo político» de la época incluía el comportamiento de grupos que simulaban la revuelta (con lo cual demostraban su fuerza y avisaban de la violencia que podían ocasionar si no eran atendidas sus demandas). Esta escenificación de la revuelta, que supuestamente contenía en potencia a la revuelta real (a la que, en el momento, se le dejaba en suspenso e hipótesis), solía terminar en la abertura de un espacio de diálogo en el alto poder político y, sobre todo, en la redistribución de parcelas dentro de la dominación. Las luchas, por ejemplo, de campesinos y obreros cubanos, demuestran que tal práctica les quedaba completamente vedada, pues allí la condición básica del pacto era justamente la no-realización de revueltas y ni siquiera resultaba concebible la existencia de grupos que recurriesen a las armas para manifestar demanda. La clave aquí es si semejante prohibición realmente «agotaba» la totalidad de cambio y/o mejoramiento concebible dentro de la muy joven República cubana, al tiempo que en cualquiera de sus caminos futuros. De las varias veces que el autor da respuesta a la inquietud en su libro, elijo la que sigue: «Los negros nada habían recibido de la República, a pesar de que ellos se habían hecho acreedores a esos derechos de forma relevante» (4).

 
A este propósito, no alcanza con constatar determinada injusticia (ni siquiera cuando es extendida y en múltiples niveles), sino que el análisis carece de sentido si no se toma en cuenta la temporalidad; en su reverso, el peligro de olvidarlo implica hacer la vulgar lectura teleológica según la cual las condiciones del presente organizan y dan respuestas para el pasado. Pese a la velocidad de eventos sucedidos en los diez primeros años de la República fundada en 1902, es sumamente dudoso hablar de «agotamiento» dentro de un proyecto social que significaba el abandono de un orden colonial y su sustitución por el estatuto republicano. De hecho, va a ser el propio Fernández Robaina quien, en el artículo que dedica a la Bibliografía de autores de la raza de color, de Carlos M. Trelles, destaca el estupor del célebre bibliógrafo al comprobar que quienes más han «aprovechado» el cambio son los individuos de la raza negra. Aunque, a su vez, esto no baste para disipar el comentario acerca del racismo virulento que había en el país en esas fechas, si es suficiente para imaginar que incluso en el interior de semejante ambiente había otros modos de imaginar (o aun poder imaginar) la ciudadanía del sujeto de raza negra que no fuesen, de modo inevitable, los de la revuelta. Un fragmento clave, de la cita en cuestión, es el siguiente:

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El progreso del negro cubano, desde el punto de vista de la instrucción, es hoy más rápido que el del blanco, si se tiene en cuenta que la mitad de los componentes de la raza africana estaban sometidos hace medio siglo al régimen inicuo y embrutecedor de la esclavitud (5).

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La paradoja brota de la fusión de tensiones, hasta cierto punto encontradas, en una misma temporalidad. Para los ciudadanos negros que participaron de modo activo en el mambisado, el daño a una promesa de participación forjada en la igualdad frente a la muerte en los campos de batalla y su posterior postergación sin meta concreta. Para aquel otro sector de negros cubanos, cuya esperanza y lealtad mayores estaban en el arribo de un nuevo orden del mundo (capaz de barrer la dosis de inhumanidad que les era destinada en el espacio colonial), una serie de obstáculos nuevos, pero de intensidad disminuida, la diferencia entre el absoluto del «nunca» y el compás de espera propio del «quizás». Esto último, a fin de cuentas, y más verdadero que nunca durante los primeros años de cualquier proceso social, la promesa exacta que implica el paso desde una colonia a una República. Partiendo de este punto, desde el presente se hace necesario entender y aceptar —más allá de cualquier relativismo minimizador— la posibilidad que existió para los actores de la época de ser cubano, negro, discriminado, digno, no sumarse a los Independientes de Color y rechazar la revuelta. Junto con ello, luego de la desmesurada represión y el consiguiente daño que sufrió el mito de la República como espacio de fraternidad racial, las instituciones de la clase dominante debieron invertir una energía simbólica enorme para borrar las huellas del suceso (huella de lo cual, por ejemplo, es la virtual inexistencia del hecho en el sistema de enseñanza u otro ámbito de la producción cultural nacional), siendo presionados para abrir espacios que fuesen tribunas de la voz del nuevo sujeto racial (ejemplo de lo cual es la columna Ideales de una raza, del periodista Gustavo Urrutia, en el Diario de la Marina, que el propio Fernández Robaina elige como modelo de intelectual negro republicano).

El paso al primer plano de las cuestiones asociadas a la temporalidad permite analizar desde ángulos nuevos lo sucedido entonces, pues la sucesión de eventos de éxtasis popular como fueron la caída del machadato en 1933, la elección de Grau San Martín en 1944 y la prédica de Chibás hasta su muerte en 1951, admiten ser interpretados como ejemplos mayores del enorme capital simbólico que la República conservó, todavía muchos años después de la masacre contra los Independientes de Color. Un capital simbólico cuyo contenido es la idea de que un nuevo espacio de realización humana, nacido de las luchas de anticoloniales y de liberación nacional en el siglo XIX, iba a ser posible, y en cuyo mantenimiento (a lo largo de los eventos señalados) los ciudadanos cubanos de la raza negra no sólo contribuyeron, sino que fueron uno de sus elementos estructurales básicos. Si bien la represión a los Independientes transformó en asunto sumamente espinoso el mito de la fraternidad racial cubana, no fue suficiente para destruir la idea de que todavía había otros caminos para la realización de los negros cubanos. El presente nos dice que apenas hubo cubanos de raza negra entre las figuras principales o como miembros del cuerpo diplomático de cualquiera de los gobiernos republicanos; que escasamente entraron de modo masivo a trabajar en las grandes cadenas de tiendas o en las compañías eléctricas o en las refinerías; que tampoco ocuparon puestos directivos en los centrales azucareros y mil evidencias más del racismo visceral de las élites cubanas. Contrario a ello, en el pasado, centenares de miles de cubanos negros creyeron e intentaron, con toda su buena fe, ascender en la pirámide de una sociedad clasista mediante el trabajo propio e invirtiendo cuanto podían para la educación de los hijos, convencidos de que la superación del nivel cultural iba a garantizarles el mejoramiento. Lo principal es que semejante actitud era posible porque el horizonte de las expectativas, orientado al futuro, tenía como telón de fondo el universo colonial y, por injusta que fuese la República, cualquier cosa era mejor que regresar hacia allí.

Tomando en cuenta que a cada ciclo de ilusión de los anteriores mencionados le sucedió un nuevo período de manipulaciones y violencia esencialmente antipopular, más productiva que la noción de «agotamiento» inmediato es la idea de desgaste para explicarnos las razones que legitiman el triunfo de la Revolución Cubana. Desde este ángulo, igual vale analizar las acciones y esfuerzos de las élites para mantener viva la ilusión republicana, cosa que tuvo que haber sido una de las prioridades fundamentales de la dominación, pues (con independencia de los casos particulares, en los que la historia de Cuba abunda) la cuestión del poder no se reduce a buscar enriquecimiento rápido, sino que pretende una estabilidad en el tiempo y la duración es entonces la mayor necesidad. Después de la histeria con la que reaccionó la prensa cubana ante los eventos de los Independientes, no es tan sencillo eliminar un tema y sus derivaciones como si nunca hubiesen existido; en verdad, el que los de mi edad nos hayamos educado sin la más pequeña idea de aquello o el que, todavía hoy, personas de mayor edad igualmente lo desconozcan, indica que tuvo que ser permanente, tanto como enorme, el trabajo de las máquinas culturales empeñadas, inmediatamente luego del suceso y a lo largo de años, en borrar, silenciar, atenuar, desaparecer lo sucedido allí o transformar su significado. Estas máquinas, dispositivos des-centrados que no controla nadie en particular, sino que se unifican y accionan alrededor un mínimo grupo de ideas compartidas, tuvieron que haber sentido (ante el exceso y, sobre todo, la celebración pública de la represión) que el gesto había tenido consecuencias y que, si bien solucionaba el problema inmediato, también debilitaba el capital simbólico, pues la institucionalización del terror (como reminiscencia del ambiente colonial) era un lujo que la ficción de fraternidad, integrante del estatuto republicano, no se podía permitir. De tal modo, re-construir el pacto con los cubanos de raza negra se tornaba una necesidad acuciante y es entonces cuando el asesinato de los Independientes contribuye a resquebrajar esas mismas máquinas que los sepultaron, pues la prédica de intelectuales como Urrutia (así como el brindarles un espacio central) se convirtió en obligación.

Hoy, luego del silencio, los intentos de recuperación insisten, desde la solidaridad con las víctimas, en centrar la mirada en la célebre Enmienda Morúa (que, presentada por el senador negro Martín Morúa Delgado, sirvió como basamento para ilegalizar a los Independientes en 1910). Por tal camino, y como parte del entramado posible en el tejido de la época, hay quienes consideran que la proscripción de los Independientes tuvo como objetivo principal (puesto que ellos eran una fracción «escapada» del Partido Liberal) detener e impedir la erosión de las bases populares de los liberales. Para colmo de complejidad, la enmienda fue presentada exactamente por el político negro que había llegado a un puesto más elevado durante la época (el más alto que tendría un cubano negro en la República, pues fue Presidente del Senado), y cuya ideología era liberal. Leáse a continuación su texto:

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Por cuanto: La Constitución establece como forma de gobierno la republicana; inviste de la condición de cubanos a los africanos que fueron esclavos en Cuba y no reconoce fueros ni privilegios personales;
 
Por cuanto: La forma republicana establecida por la constitución instituye el gobierno del pueblo para el pueblo, sin distinción de motivos de raza, nacimiento, riqueza o título profesional;
 
Por cuanto: Los partidos políticos tienen la indeclinable tendencia a constituir por sus propios miembros el gobierno que desarrolle en el país sus doctrinas políticas y administrativas.
El senador que suscribe considera contraria a la Constitución y a la práctica del régimen republicano la existencia de agrupaciones o partidos políticos exclusivos por motivos de raza, de nacimiento, riqueza o título profesional, y tiene el honor de proponer al Senado la siguiente enmienda adicional al artículo 17 de la ley electoral.
No se considerará, en ningún caso, como partido político o grupo independiente, ninguna agrupación constituida exclusivamente por individuos de una sola raza o color, ni por individuos de una clase con motivo de nacimiento, la riqueza o título profesional (6).

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Sin embargo, la escritura de la historia no debe ser definida (aunque lo contenga) como una acción solidaria, sino como acto de pensamiento que persigue establecer ciencia y verdad. Esto permite esperar abordajes futuros que exploren otras palabras pronunciadas por el mismo Morúa Delgado en ocasión de presentar su propuesta ante el Congreso de la República, el 14 de febrero de 1910:

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He tenido mucho cuidado en salvar el derecho indiscutible que tienen los cubanos de organizar un Partido obrero. No se trata de la clase de trabajadores, entre los cuales se hallan confundidos hombres de ambas razas, y el fin que persiguen es verdaderamente democrático y moralizador.
 
En la clase trabajadora están todos los elementos de que nuestra sociedad se compone, y se defiende el derecho que el trabajador estima hollado. Los principios que propaga, las doctrinas que defiende y quiere ver realizadas en la administración pública, son progresos que demanda y por los cuales lucha para beneficio del obrero y para beneficio de la Nación en que el obrero se desenvuelve (7).

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¿Por qué este particular destaque en que los cubanos puedan, más allá de sindicatos (que ya existían y que deberían defender los derechos del trabajador frente al patrón), organizar un Partido Obrero (que permite al trabajador transformar su demanda en corriente de movilización política e, incluso, desde un punto de vista técnico, aspirar a la toma del poder)? A una ciencia histórica fina le toca descubrir, más allá de cualquier adhesión sentimental, lo que pueda haber encerrado aquí.

Otro de los grandes polos de interés en el libro de Fernández Robaina: el que se refiere a la existencia y contenido de lo que denomina el «negro deculturado». Sin embargo, el problema de la deculturación sólo como pérdida (préstese atención al matiz negativo que el concepto de asimilación adquiere en el autor) es que obligaría a colocar alguna figura como su reverso positivo; de tal modo, ello nos permite dos preguntas que el autor nunca responde: ¿qué es ser un negro cubano no-asimilado o no deculturado? ¿No nos estaremos refiriendo, con ello al africano original? ¿No estaremos así construyendo el mito de un continente sin contradicciones? En realidad, a este propósito, lo único que ofrece el texto es la sugerencia de conexiones entre la realidad religiosa del individuo con su no deculturación o asimilación.

Es algo que volví a pensar cuando asistí a la presentación del último número de Movimiento, revista del hip-hop cubano, ocasión en la que también fue exhibido el documental independiente Tambores de libertad, del joven realizador Mauricio Rodríguez, dedicado a honrar las raíces africanas de la cultura cubana. De entre los tantos detalles que no comparto en el documental destaco dos: el fragmento donde uno de los entrevistados afirma que los cubanos no consideramos que nos estamos divirtiendo si no suena un tambor, y la manera de representar África mediante repetidas imágenes de pobreza y ceremonias religiosas. Ambos los siento como profundamente reduccionistas, ajenos y explican poco la dimensión o profundidad de mis conexiones con el continente en el cual, también, tengo raíz y es algo que quisiera de inmediato referir a la noción de deculturación. Primero, porque nos acecha el peligro de circunscribir el plus de raza (aquel sentido en el cual la identidad como sujeto negro te marca y hace diferente) a una única y específica conducta que, presuntamente, te definiría. Segundo, porque el tratamiento de la pobreza y su denuncia no puede ser equivalente a que nuestra lectura del Otro (que sea) le impida abandonar el estado de víctima; dicho de otro modo, representar a la víctima bien puede conducir a un nuevo modo de victimización. Tercero, por el desatino histórico de hablar del África religiosa como si hubiese una unidad esencial de las representaciones, mientras que la evidencia nos enfrenta a un complejísimo mosaico de prácticas y lealtades cristianas, islámicas y nativas. Cuarto, porque tanto la victimización, el circunscribir y el desconocimiento voluntario son operaciones intrínsecamente coloniales y entonces la voz, que cree estar haciendo labor crítica, resulta que reproduce la sustancia del orden colonial al esconder la verdadera voz del otro. Quinto, y principal, porque necesitamos entender al otro en su movimiento y desarrollo, que es la única vía para que haya comunicación humana en condiciones de paridad; arribar a una idea de África como algo que no pudo ser detenido en el tiempo, el continente de grandes escritores, músicos, científicos, pintores, productores de teoría. Donde la miseria y el amor a modos de religiosidad coexisten con la búsqueda de caminos de entrada en la modernidad y la erosión de valores tradicionales. Sexto, porque la identidad como sujeto negro implica un tipo de dolor que manifiesta su existencia más allá de las paradojas de la deculturación, pues los pinchazos de estímulo vienen desde la historia, la cultura, los sentidos asociados al color, las narraciones familiares, la vida cotidiana, los medios masivos, de todas partes. Lo que Fernández Robaina denomina «deculturación» nunca va a impedir que sigas siendo negro y pensando como tal.
 
 
III
 
La exhibición del documental Raza, del realizador Eric Corvalán, durante el Festival de Cine de la Habana, es un ejemplo más de malestar en la sociedad cubana del presente. Dos niveles de cubanos ocupan la pantalla: sujetos populares e intelectuales (de estos últimos, la mayoría pertenecientes a la raza negra). Puesto que sólo tres intelectuales blancos son entrevistados (una profesora de Universidad, una profesora de ballet y un viceministro de Cultura) contra siete intelectuales negros (en su mayoría, investigadores, escritores o artistas), es claro que el desbalance obedece a una intencionalidad: la voz que se quiere destacar es la del individuo de raza negra y el discurso crítico (las intervenciones responden a preguntas o incitaciones del realizador) está dirigido a identificar, cuestionar y confrontar prácticas lesivas para los sujetos de raza negra en la sociedad cubana de hoy. De una parte, hay que tomar partido por la sensibilidad y el esfuerzo detrás de obras como ésta (a nivel somático, de censo, el realizador es de raza blanca y su compañera, con la que aparece fotografiado al final, en el pase de los créditos, de raza negra); de la otra, también es necesario mantener ante el documento una distancia crítica tal que permita cuestionar verdades o señalar limitaciones.

Las razones mínimas para ello son dos: primero, porque cualquier documento audiovisual propone una ilusión de realidad doblemente manipulada (durante la selección de los fragmentos a mostrar al espectador y durante su montaje, en lo cual incluyo elementos «ajenos», como la voz en off, la música y posibles efectos en la banda sonora, el uso de archivos fotográficos, etc.). Segundo, porque la interpretación es un acto de libertad autoral que busca interpretaciones conexas; que no sólo intenta descubrir, sino que se conecta a tendencias coexistentes o anteriores, que forma cadenas en el juego de discursos alrededor de Cuba y, como tal, no puede evitar el contacto con lo que se ha convertido en uno de los temas favoritos del presente: el fracaso de la Revolución. Por tales motivos, no es una sutileza gratuita detenernos en la elaboración del discurso por parte del documentalista para responder a una pregunta sobre la figura de Evaristo Estenoz —hecha, en la calle, a un joven de raza negra (1:25’-1:30’)—. Curiosamente, cuando se le pregunta sobre los grandes acontecimientos históricos del año 1912, el joven menciona el hundimiento del Titanic, es capaz de citar la fundación de los Independientes de Color, pero desconoce quien fue Estenoz, líder de ese mismo partido. Pasados unos minutos, el documentalista responde: «Los gobiernos republicanos ejercían la discriminación racial, aun contra los combatientes negros de las guerras independentistas; hostigados por esta situación, los Independientes de Color iniciaron sus operaciones militares el 20 de mayo de 1912» (a los 4:20’, mediante voz en off mientras son proyectadas imágenes de la represión contra el alzamiento de los Independientes). No es casual que, terminado este bloque, el montaje proponga transitar a la entrevista con Fernando Rojas, viceministro de Cultura, de quien ha sido seleccionado un fragmento donde considera que: «Pero, no es el mejor momento, hablando de la historia de la Revolución, de resultados específicos en la lucha contra el racismo o contra la discriminación racial, que es como yo prefiero describirlo».

Puesto que los primeros segundos del documental presentan opiniones tomadas en la calle que comunican malestar, la solución de montaje crea una extraña ilusión de continuidad; dado que hay un mal que en la República condujo a la solución buscada por los Independientes, entonces la continuidad del mal quizás merezca idéntica solución. Allí donde Estenoz aparece como un héroe injustamente olvidado, el análisis revela un punto sumamente discutible, ya que, si se apela a la exactitud, el plural («los gobiernos republicanos») corresponde únicamente a los períodos de Estrada Palma y José Miguel Gómez, los dos primeros. La ilusión de continuidad ocurre porque la evidencia histórica, en el presente, confirma que se practicó discriminación a lo largo de los diversos gobiernos republicanos que hubo; pero en el pasado, cuando tuvo lugar la protesta de los Independientes, era algo que sólo se podía suponer y que sucedía dentro de un país en construcción como nación independiente, aún con un enorme capital simbólico en manos de sus grupos hegemónicos.

El procedimiento de montaje contrastante vuelve a ser utilizado, de nuevo con Fernando Rojas, para enfrentar su opinión acerca de que (23:43’ del documental), si bien todavía no es suficiente, la presencia del debate sobre raza en los escenarios públicos cubanos ha ido creciendo, en particular en los medios impresos. A esta verdad, que ilustra la obra publicada de varios de los testimoniantes (Tomás Fernández Robaina, Tato Quiñones, Roberto Zurbano, Lázara Menéndez y Esteban Morales), se le opone a continuación una intervención de Lázara Menéndez:

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Yo lo que me pregunto es hasta qué punto es importante seguir en el chapoleteo. Es lo que a mí me parece que… Yo insisto siempre en las acciones prácticas, es decir, yo no hago nada con que me lleves a la televisión a decir todo esto que te puedo estar diciendo aquí si yo después salgo de ahí, vuelvo a mí, a oír mis discos de Lázaro Ross, que me gusta mucho, en mi casa y se acabó. No, es decir, si esa discusión va a servir para que se hagan cosas, sí. Porque, yo no sé en otros barrios, pero en mi barrio, ese tipo de problemas la gente no lo ve... no lo ve. Porque eso es como una descarga y la gente está muy cansada de que le estén trovando y que le estén diciendo más o menos las mismas cosas. Entonces, yo creo que hay que cambiar los estilos.

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Para un documental que, con sólo existir y ser exhibido, fabrica él mismo espacio público de discusión y donde tal solicitud está articulada en varias de las intervenciones (Fernández Robaina, Morales, Zurbano, etc.) es un clamor sumamente contradictorio. No sólo porque renuncia al debate (que es la demanda) en función de una llamada «acción práctica», sino porque supone que esto nuevo (el hablar sobre razas y racismo), sin siquiera suceder, provocaría el mismo cansancio que otros contenidos, gastados ya por el uso. Semejante apología de la práctica, cual si careciera de sentido una supuesta época de los discursos (que, por demás, ni siquiera ocurrió), coloca al Estado por delante de la voz; pero, al eliminar la discusión-sensibilización alrededor de un punto social crítico, de manera implícita ansía la presencia de un Estado paternal, protector y —sobre todo— autoritario.

De tal modo, más allá de las múltiples denuncias que el documental reúne e incluso sus manipulaciones, la más atractiva de las intervenciones y el verdadero centro ideológico se encuentra en las palabras del pintor Eduardo Roca Salazar (Choco):

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Y a mí me molesta mucho cada vez que vienen a hacerme una entrevista… «Bueno, Choco, yo quisiera saber tu opinión, con rela[ción a]… tú, como negro…». Ya, ya me pongo enfermo, porque por ahí no está. Porque cuando tú haces y aceptas una cosa así, ya nos estás dividiendo. Yo estoy defendiendo una nacionalidad. Yo estoy defendiendo una cultura que no es negra, no es blanca, no es nada. Una cultura que es caribeña, que es cubana, que tiene todos estos tonos.

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En este punto, la idea de una sociedad culturalmente unificada y multitonal, así como el lenguaje militar que el hablante utiliza, remite tanto a la noción de proyecto compartido como a una problemática mayor asociada a la ubicación geográfico-política del proyecto, al espacio, la temporalidad y, sobre todo, las nociones de soberanía política y cultural. La Cuba reivindicada de este modo, por encima de sus diferencias internas, es un ideal cultural común y no un simple trozo de territorio compartido; es la Cuba de la Revolución, pero también la de los cubanos, donde quiera que se encuentren y reconozcan que sólo hoy, a pesar de limitaciones o fracasos, se crearon condiciones para una superación efectiva del racismo en tanto el proyecto de Nación no necesita negar la contribución de los individuos de raza negra, aun cuando tampoco encuentre todos los caminos para integrar la contribución o ni siquiera conocerla. La paradoja es crucial, pues en las condiciones de capitalismo agrícola subdesarrollado, con estructura económica monoproductora, mercado esencialmente absorbido por los ee. uu., dentro de un orden republicano construido encima de un pasado colonial-esclavista, además de una alta cantidad de inmigrantes provenientes de la antigua metrópoli, el racismo es una necesidad de funcionamiento del sistema y no una casualidad ni consecuencia que obedece a una lógica exterior. De hecho, operando con tales coordenadas, una sociedad con bases demográficas y una pirámide social como la que Cuba heredó de la colonia sería incomprensible sin el componente racista que es parte central de su identidad. Del lado contrario, el tipo de ruptura que la Revolución propone tendrá siempre el componente racista como una línea de tensión que, por persistente que intente o resulte ser, sólo puede ya apoyarse en un basamento cultural ligado a las tradiciones, la cultura heredada y que, en cualquier momento, admite ser trastornado por los nuevos ordenamientos político, jurídico, pedagógico o cultural que emanan del nuevo poder. En este mundo nuevo, por doloroso que resulte para quienes lo sufren, el racismo no puede ser sino residual.

 
En este sentido, la verdadera pregunta y el sitio hacia el cual apuntan el malestar que los documentos manifiestan, así como las manipulaciones alrededor de ellos, es en dirección a saber si los grupos tradicionalmente subordinados (en este caso, sujetos de la raza negra) hoy son sujetos de poder en Cuba, actores hegemónicos de su propio destino, con capacidad para incidir en las tomas de decisiones que afecten sus vidas. Cualquier evidencia empírica nos dice que no, desde las representaciones en los medios de difusión masiva a la integración racial de las altas direcciones (ambas quejas repetidas por entrevistados en el documental, mucho más agudas cuando se refieren al sector de la economía mixta), incluso cuando la misma voluntad partidista de implantar una política de cuotas (para el ingreso al Partido Comunista) hubo de ser promulgada hace pocos años o cuando las investigaciones sobre el impacto del denominado Período Especial confirmaron que el deterioro fue mucho mayor en la población de raza negra. Por una graciosa paradoja de la Historia, en condiciones sumamente distintas, hay una apariencia de parentesco a las vividas en los inicios del siglo XX cubano: la urgencia de reconstruir un país y de darle posibilidad de existencia como nación independiente, conducen a poner a un lado las diferencias o fracturas en una ecuación social gigantesca en la que el tiempo es el enemigo mayor.

Tal impacto del Período Especial en estructuras largamente fragilizadas más la desprotección (de raíz política y consecuencia lógica de una emigración que, además de ser mayoritariamente blanca tiene a los grupos de raza blanca en mejores condiciones económicas) cuando la cultura del dólar entra al país, cierran el círculo cuando el nuevo mundo de economía con divisa extranjera reproduce el viejo patrón cultural de exclusión. Es entonces cuando, bajo presión de una lógica externa, la Revolución comienza a tropezar con los límites de la justicia que ha sido capaz de construir, a descubrir las manquedades del proyecto incluso en el reclamo de aquellos mismos a quienes, sin descanso, intenta beneficiar. Puesto que se discuten ya las lealtades, parece haber un muy estrecho abanico de respuestas: reprimir las voces críticas, activar al aparato jurídico para que la ley garantice igualdad y posibilidad de ascenso social globales en las condiciones nuevas, generar desarrollo y estímulos económicos para los sectores desfavorecidos, reconstruir las políticas de representación (para que el sujeto históricamente subordinado no sólo sea mostrado, sino que cuente quién es y cuáles son sus problemas, esperanzas o fracasos) y desatar opinión y sensibilidad social alrededor del punto crítico. Esto último, que no es sino el debate social, merece la totalidad de los escenarios, la voluntad de que sea el subordinado histórico quien se relate a sí mismo y, lo más importante, demanda un movimiento simultáneo que permita des-racializar el malestar mediante su conexión con cualquiera de los otros grupos del país que vivan en condiciones de pobreza o sean portadores de desventaja. En lo que toca al diseño de las políticas anti-racistas, una combinación de acciones con pretensión universalista con otras localizadas sectorialmente, pero siempre en ambientes de discusión pública de las tradiciones, las raíces de la desventaja social, los logros y los fracasos; ambientes que no pueden sino significar crítica, apertura, diálogo, influencia, aprendizaje mutuo, receptividad a la crítica y voluntad de transformación. Creo que es algo que corresponde con la siguiente idea de Balibar, tomada de una entrevista en la que recurre al pensamiento de Hannah Arendt para vincular anti-racismo y luchas por la ciudadanía:

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… evitó fundamentar la lucha contra el racismo a partir de la identificación empática con las víctimas, criticó la manera en que las víctimas tenían tendencia a representarse y a utilizar su estatus de víctimas a fin de construir una identidad política colectiva, y se resistió a usar el discurso sobre el carácter único de la exterminación de los judíos. Ella formuló lo que yo llamo «el teorema de Arendt», que indica que no hay derechos del hombre fuera de la institución política. Así, lo primero no son los derechos del hombre sino los derechos del ciudadano (8).

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Llegados aquí, donde la cuestión racial nos es revelada como problema de participación y derecho ciudadano, leemos la demanda en su rostro contemporáneo.

Confieso mi total estupor al leer que, como resultado de una investigación concluida en 2007, el primero de los resultados del «proyecto de pensamiento cubano del Instituto de Filosofía» haya sido que:

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La Identidad Nacional es el resultado de una construcción social y cultural, históricamente condicionada, o sea, algo nunca totalmente acabada, construida o determinada a priori, en un tiempo único, aunque con hitos fundamentales; que es el producto de las relaciones entre los diversos actores sociales a través del espacio-tiempo. Por lo tanto, constituye el carácter social de un pueblo, y no es un componente finiquitado de la realidad, sino un proceso en permanente construcción y deconstrucción de representaciones, generadas por la acción combinada de las estructuras y de las prácticas de los actores sociales.
 
E incluso que, para arribar a semejante conocimiento, haya sido necesaria una nueva investigación, independiente de la masa de investigación que, dentro del sector de las ciencias sociales, es hecha en el mundo (9).

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El que sigue es otro fragmento que sorprende en el texto de Cruz Capote, esta vez por su impecable asepsia, pues ¿quiénes componen, en el caso cubano, los grupos en cuestión?

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… si bien las expresiones del racismo varían de acuerdo con el contexto social en el que se desarrollan, se trata casi siempre de actitudes, sentimientos y apreciaciones que justifican o provocan fenómenos de separación, segregación y «explotación» de un grupo por otro, legitimando en cualquier caso las relaciones de poder existentes, a pesar de que en el caso cubano fuera socialista —en transición constante hacia el comunismo.

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Otro momento de difícil metabolización, por el nivel de abstracción manejado, si aceptamos que se refiere a Cuba. ¿Quién es aquí el «otro» del cual habría que apropiarse críticamente y quién el que posee dominio sobre «lo original y auténtico»? ¿Por qué?

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Pero podemos aseverar que la problemática racial no constituye un peligro para la Identidad Nacional en Cuba. Porque si de preservar de lo dañino a la identidad se trata, lo más adecuado es preparar al sujeto popular-nacional como un receptor fuerte, activo, crítico, capaz de aprender, comprender y sobre todo aprehender, lo positivo del «otro», para incorporarlo (apropiándose críticamente) a lo original y auténtico, de hecho enriqueciéndolo con genuinidad y flexibilidad humana universal, sin atavismos ancestrales y cambiando la conformación económica, ideopolítica y cultural heredada y asumida hoy del sistema-mundo capitalista imperialista dominante y hegemónico.

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La discusión acerca del alzamiento de los Independientes de Color y la represión gubernamental que le continuó constituye todavía, pese a la cantidad de trabajo reciente hecho en el país, un desafío para los investigadores cubanos. De ellos, sólo dos (los libros de Silvio Castro y el de María de los Ángeles Meriño) están dedicados por entero al tema y sólo uno (el de Castro) intenta una visión integradora, aunque sin aportar datos nuevos. Los enigmas por resolver son disímiles, pero uno es especialmente inquietante: el que trataría del por qué la directiva de los Independientes no desplazó su lucha hacia los marcos (ampliación de su base social y creación de un Partido Obrero, que integraría a blancos y negros) propuestos por Morúa. Mientras que no pocas opiniones contemporáneas destacan en Estenoz su clarividencia, al comprender que las estructuras de la República sólo podían mantener e incluso intensificar el viejo racismo que sólo cambiaría de vestimenta (con lo cual, desde bien temprano, se adelantaría en el tiempo y conectaría con la mirada que, desde hoy, vertemos sobre el pasado); en paralelo a ello, es también cierto que la incapacidad de dicha directiva para traspasar la barrera racial e intentar una solidaridad de todos los marginados en esa fecha nos resulta extraña y hace del movimiento una jugada política divisoria y regresiva. Portuondo Linares, en su libro Los Independientes de color, cita una carta «dirigida por Morúa a un líder obrero portuario de la Habana», con fecha 15 de junio de 1903, para citar de allí el siguiente párrafo:

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Los obreros de Cuba no pueden, como algunos pretenden, afiliarse a un solo partido político, porque cualquiera que sea su filiación, tienen la necesidad suprema, en su clase, que los obliga a buscar en todos los programas la resolución que a sus intereses colectivos corresponde como obreros (10).

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A reserva de mejor explicación, hay que aceptar la conclusión de Portuondo Linares como un ejemplo perfecto de contaminación o interés personal al interpretar un documento, pues de lo anterior infiere que: «hay que creer más en lo que expresó Morúa en 1903, y mantuvo, hasta 1910, como su verdadero criterio, que en la retirada táctica que hizo en su observación aclaratoria». La mala lectura aquí está en proponer uno de los criterios como el verdadero, con independencia de que fue pronunciado siete años antes que el criticado.

Una muestra última de la clarividencia concedida a Estenoz está en que, según Portuondo Linares, haya figurado entre la minoría que, en la reunión del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Independiente de Color celebrada a inicios de mayo de 1912, se opuso al alzamiento. Sin embargo, igual es posible una lectura que indique la necesidad de profundizar en dirección a las fracturas que había en el interior de los Independientes y sus motivaciones, pues como mismo interesa entonces conocer por qué Estenoz no compartió la idea de recurrir al alzamiento (aunque luego haya acatado la decisión del resto de sus compañeros, cosa que —por demás— se vería obligado a hacer, al menos para no perder su condición de líder principal), igual merecen ser sabidas las razones por las cuales una parte de los clubes fundados en el país —tras la ilegalización del Partido en 1910— aceptan la decisión y deciden disolverse. ¿Significó esto que dichas personas renunciaron a toda forma de lucha por la igualdad racial y el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos negros de la época? ¿O asumieron otras formas ajenas a la revuelta y trasladaron su demanda en unidad con otros sectores pobres del país?

En esta línea de explorar lo posible, igual vale la pena investigar los hechos alrededor de la visita de Orestes Ferrara (por entonces presidente de la Cámara) a Washington, el día 7 de junio de 1912, con la misión de asegurar al presidente de Estados Unidos que no iba a ser necesaria una tercera, e impredecible en sus consecuencias, intervención en Cuba. También la cantidad real de los asesinados es asunto de interés que, si bien no excluye la existencia de una masacre, puede contribuir a atemperar la idea de un odio racial extendido a lo largo y ancho del país, ya fuese de manera activa o cómplice. En relación a esto último, se extraña en el cuadro las reacciones de los distintos grupos que —si bien aceptaron la represión de un hecho que violaba el orden constitucional— pudieron haber estado en contra de la desmesura de la represión. En cuanto a la desmesura, la cantidad y, sobre todo, calidad de la fuerza militar movilizada para la represión (prácticamente todo el Ejército Nacional recién creado), tuvo que dar lugar a un espectáculo impactante por donde quiera que sus efectivos pasaron., Dispersa en decenas de periódicos locales, esa huella de la primera acción militar de dicho ejército merece ser rastreada, así como la presencia simbólica en él de la ametralladora (que igual se utilizaba por primera vez en el país). Las maniobras de los conservadores, tanto para hacer abortar la Enmienda Morúa, como para restar credibilidad a José Miguel Gómez o para conseguir la liberación de los alzados capturados.

En fin, quedemos a la espera de nuevos y más trabajos que aborden, en general, las dinámicas de racialidad tanto en sus manifestaciones pasadas como en la Cuba de hoy.

 

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