Rocío García [ECC 44]

Rocío es consciente del poder de sugestión de la imagen especular, de un erotismo que seduce y desestabiliza, que recaba la mirada para terminar proponiendo una fuerte crítica a los mecanismos de la censura y a la ignorancia ideológicamente interesada.

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Rocío García: Del goce en los límites de la norma

Andrés Isaac Santana

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Rosa Eugenia ( Rocío) García de la Nuez (Santa Clara, 1955), graduada con el rango de Master en Bellas Artes en la Academia de Arte Repin, San Petersburgo, Rusia (1977-1983). Según Sandra Rosa Fernández: "Rocío escandaliza por la subversión de los roles de género. Su serie Geishas, toma la androginia como punta de lanza para atacar los dogmas sociales que la tradición impuso a cada género. Estos seres de cuerpos musculosos, con todos los atributos de la sexualidad femenina, tienen el mismo rostro, sin cabellos, de algunas figuras masculinas de su serie, Hombres, machos, marineros. (…) Los estereotipos de sujeto dominante y sujeto dominado son fustigados desde la ambigüedad". Sus últimas exposiciones personales han sido Rocío: pinturas (Sala Trianón, La Habana,1995); Geishas o estampas de la vida que fluye (Centro de Arte de 23 y 12, La Habana, 1997); Homenaje a Safo (Common Language Bookstore, Ann Arbor, Michigan, EE. UU., 1997); Mis pedacitos en venta (Racklam Building East Gallery, Universidad de Michigan, EE. UU., 1997); Hombres, machos, marineros (Galería Habana, La Habana, Cuba, 1999); Domadores (Centro de Arte, Matanzas, Cuba, 2001); Obra reciente (Alekxey Sabido Studio Miami, Florida, EE. UU., 2002), y El Domador y otros cuentos (Galería Habana, La Habana, Cuba, 2003).

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La obra de Rocío García es, en su género, una de las propuestas más interesantes y soberbias del arte cubano contemporáneo, por más que cierta zona de la crítica insular apueste tan sólo por un tipo de obra y de discurso que no deja de regodearse hasta el delirio en la mediocridad de sus circunstancias.

Desde sus comienzos hasta su trabajo más reciente — El Thriller, exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba—, su obra se ha caracterizado por trazar un mapa visual de perversiones e insinuaciones, de arrebatos y distancia calculada, en el que se descubre una constante vocación psicológica tendente a la introspección y al escrutinio en las paradojas de los comportamientos humanos y de los modelos estandarizados de género y sexo. Su pintura es un ensayo reflexivo, filosófico, de escalofriante frontalidad discursiva en medio de un escenario hastiado por la tropología vulgar y los lugares comunes. Insularidad y balsas a la deriva parecieran ser los únicos pretextos del arte cubano en los últimos quince años. En ellos se ha cifrado buena parte del discurso estético de los 90, en contraste con lo antropológico y el escarceo circunstancial del decenio anterior.

Conocedora de la naturaleza humana, de sus arrebatos y tensiones, Rocío es consciente del poder de sugestión de la imagen especular, de un erotismo que seduce y desestabiliza, que recaba la mirada para terminar proponiendo una fuerte crítica a los mecanismos de la censura y a la ignorancia ideológicamente interesada que afianzan los manejos del poder. Es desde allí, desde la sombra y el silencio de su estudio, entre geishas de gestos dulces y hombres enardecidos por sus falos proyectados en el espejo, que Rocío visita las normas del régimen heterosexual dominante. Advierte las fallas de un modelo de falso humanismo que sustantiva el erotismo heterosexual sobre las muchas posibilidades del deseo. Su obra es, con fuerza avasalladora y a contracorriente de lo que especulen algunos, uno de los relatos estéticos del arte contemporáneo cubano que con mayor gracia y hondura se mueve por esas zonas movedizas del placer y del deseo homoeróticos, tantas veces proscrito por un verticalismo ideológico que no miraba más allá del héroe haciendo el mundo. Por esta razón, y a los efectos de un desmontaje de sus sistemas narrativos e icónicos, interesa más la tensión dramática contenida en cada obra, junto al encumbramiento del deseo en libertad, que la descripción azarosa y cansina de cada serie donde se inscriben esas obras.

Como pocos en el panorama de la plástica nacional, Rocío maneja los recursos del erotismo, los resortes de la perversión y las trampas visuales, para conseguir con ello el extrañamiento y la sorpresa. Ante un panorama de evidencias y de falsos guiños, la artista alcanza a tejer relatos visuales donde el cinismo, la seducción, el suspense y la desarticulación de los estereotipos sexuales más recurrentes son los ejes de su poética. Desde ellos, y haciendo uso de una destreza técnica que conjuga en un mismo plano pictórico, sin prejuicios y con soltura, referencias occidentales y orientales, Rocío hace una revisión crítica de los falsos modelos higienistas del deber ser y de la rancia ética del «hombre nuevo» revolucionario. Frente a ese modelo heterosexual, Rocío reivindica el amor homosexual.

En las aproximaciones críticas a su obra, es frecuente el uso de ardides escriturales para evadir el término «homosexual», pretextando que su obra trasciende la sexualidad a favor de un discurso cultural. Aunque sea cierto, ese escamoteo silencia la voz homoerótica del arte cubano, neutraliza su alcance y legitimidad, sus efectos liberadores. Cuando leo que Fresa y Chocolate no versa sobre la homosexualidad, sino sobre la tolerancia, me pregunto: ¿hablar sobre la homosexualidad abarata el grosor estético y el potencial discursivo de una propuesta? ¿No es legítimo que el discurso homosexual sea objeto de indagación estética en una cultura que ha sabido tanto de represiones, silenciamientos y traiciones al paradigma humanista? El miedo a llamar las cosas por su nombre reduce la lectura del panorama plástico cubano a una plataforma conceptual e ideológica que no alcanza la totalidad del pensamiento estético y de su auténtica riqueza. De espaldas a esta situación, Rocío concibe una obra honesta de relaciones humanas y de amor transgenérico, perspicaz en la representación pictórica y en el manejo de los recursos narrativos. Rocío siempre ha contado historias breves que, con el amor homosexual o sus variantes más libertinas como argumento, logran desentumecer los axiomas de los comportamientos sexuales. Libertad sexual, Eros sin ataduras y disfrute pleno de la vida y del cuerpo son, acaso, algunas de las verdades más recurrentes en su trabajo.

Desde las Geishas hasta El Thriller, ambas concebidas como series del deseo homoerótico, el desarrollo iconográfico de su obra ha protagonizado un despliegue constante del principio de narratividad. Los signos de identidad más notorios de su pintura son las intromisiones en las estructuras del poder, la subversión de estereotipos, el escrutinio en la subjetividad concebida como tránsfuga, el desorden del mapa del placer y del deseo, del modelo socio-sexual hegemónico, y los camuflajes y corrimientos de las identidades sexuales y de género. En ella también se advierte un catálogo escurridizo de escenarios estereotípicos en los que precipita la consumación de los afectos homoeróticos. La playa, la discoteca, el bar, la piscina, el billar, la escalera, la sombra de la esquina, el baño y el espejo, actúan como escenarios de consumación, como testigos silenciosos de un acto maldito en la escena pública, y sobre el que pesan los juicios morales más rancios. Allí se rebaja la autoridad de la mirada heterosexual, se rinden las armas de la hegemonía falocrática.


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