El cementerio de elefantes
Poco cabe esperar de un congreso partidista, cuando el modelo a seguir ha sido elegido con anterioridad
A mediados de abril —aún se desconocen los días exactos— se realizará el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC). Como suele ocurrir con todo lo que tiene que ver con la Isla, el evento despierta ilusión, interrogantes y escepticismo, tanto en el país como fuera.
Aunque la prensa oficial ha enfatizado que la reunión estará dedicada a establecer los parámetros por los cuales se regirá la “actualización del modelo económico”, algunos han tratado de encontrarle un alcance mayor a la cita: algo así como el momento en que va a definirse el destino nacional por las próximas décadas. Pero lo que tienen unos y otros en común es esa persistencia en darle un valor excesivo a una fecha anunciada.
No suele ser así en Cuba.
Por lo general, y desde la llegada de Fidel Castro al poder en 1959, el historial de acontecimientos importantes del proceso ha sido ajeno a los congresos partidistas, que se iniciaron en fecha tardía, con el modelo o una de las versiones del modelo cubano, más o menos establecido entonces. (Si este párrafo y el texto en general incurren en imprecisiones repetidas es precisamente porque la impresión ha sido y es una de las características fundamentales del proceso cubano.)
La celebración del primer congreso partidista fue no tanto un paso de avance como de sumisión: aparentemente consolidó la pérdida de independencia y los fracasos en la creación de un modelo diferente —tanto en política como en economía— al tradicional esquema impuesto por la Unión Soviética a sus naciones dependientes.
Sin embargo, sirvió al mismo tiempo para reafirmar el voluntarismo de Fidel Castro en una celebración que trazó pautas para luego no ser seguidas o que fueron relegadas.
Igual suerte corrieron los congresos posteriores.
Si la llegada de Raúl Castro al mando creó expectativas de que en lo adelante el aparato partidista iba por fin a ejercer el anunciado papel de vanguardia, que está supuesto a ser su función primordial, ello no ha ocurrido. Si algo nuevo ha sucedido, ha sido el reconocimiento público de que los objetivos creados en el congreso anterior no se ha cumplido por completo ni en un 25%.
Así que el cercano VII Congreso no puede despertar muchas esperanzas ni en los más crédulos, porque tiene detrás un historial de fracasos y omisiones demasiado largo para ser despreciado. Además de que arrastra un pecado original: ¿cómo impulsar las reformas necesarias a partir de un instrumento (la cita partidista) arcaico?
Más allá de posibles sorpresas —un congreso comunista no es ajeno a ellas desde el XX Congreso del PCUS— queda poco margen para especular, si se ve la celebración solo o fundamentalmente como una reunión económica.
Aunque de ello no hay que culpar precisamente al Gobierno cubano, que ha enfatizado no la voluntad de cambio sino de permanencia. Cualquier esperanza en una limitada transformación de la estructura económica, como una vía más o menos inmediata hacia la democracia, carece de fundamento. El cambio económico puede llevar a una mejora en el nivel de vida del ciudadano, pero no necesariamente hacerlo más libre.
En el caso cubano, todos los posibles cambios, ampliación de límites y formas de permisividad, hasta ahora llevados a la práctica por el Gobierno, son fácilmente adoptables en un sistema totalitario pleno o en sus primeras etapas de avance hacia el autoritarismo.
De hecho, reformas económicas parecidas existieron con mayor amplitud en la socialista Hungría, con las tropas soviéticas dentro del país; la inversión extranjera fue buscada por un gobierno tan reaccionario como el de Leonid Brézhnev en la Unión Soviética; y en Praga los supermercados contaban con muchos más productos a comienzos de 1980 que los de Cuba actualmente. Nada de ello significó o contribuyó a un avance democrático.
Si algo no ha logrado el Gobierno de Raúl Castro es llevar a cabo una serie de reformas mínimas, que acercarían a Cuba no al capitalismo, sino al modelo existente en las desaparecidas repúblicas socialista de Europa del Este, que por cierto eran capaces de brindar una mejor vida a sus ciudadanos que la que llevan los cubanos en la Isla.
No hay por lo tanto mucho que esperar del VII Congreso en el terreno económico.
Pero la cuestión es que —y sin decirlo la prensa oficial cubana— en el evento se espera mucho más que un anuncio de medidas y “lineamientos”, y es un cambio generacional.
Por biología, no por política ni economía, este cambio es inevitable.
Además el gobierno cubano lleva años jugando —o entreteniendo— con la idea. Incluso se ha buscado repetidores oportunos en el exterior.
El exmandatario uruguayo José Mujica acaba de decir que Raúl Castro “ya tiene la decisión tomada” de abandonar la presidencia del país debido a su edad. Mujica estuvo recientemente en Cuba en una visita en la que habló tanto con Fidel como con Raúl Castro.
“Fidel (Castro) se fue del Gobierno. Y se fue hace rato. Y Raúl se va, ya tiene la decisión tomada y tiene 85 años (los cumple el próximo junio). ¿Por qué? Porque con la biología no se puede y hay que respetarla porque es determinante”, aseguró en una entrevista con el diario uruguayo La República divulgada el lunes.
El VII Congreso tendría entonces interés no solo por el establecimiento de guías económicas, sino por la creación de una nueva cadena de mando, donde figuras más jóvenes sustituirían a los octogenarios.
Claro que este cambio generacional no implica automáticamente una visión más avanzada, aunque ocurre en ocasiones. El ejemplo siempre socorrido es la llegada al poder en la URSS de Mijaíl Gorbachov.
De ocurrir este cambio generacional en el PCC, se produciría al menos una respuesta una situación existente en Cuba bastante singular: Miguel Díaz-Canel Bermúdez, de 55 años, es por ley quien ocuparía la presidencia del país en caso de muerte repentina de Raúl Castro. Pero ello no resolvería el problema del traspaso de mando, ya que Díaz-Canel no ocuparía una posición similar a Castro en el PCC, cuyo segundo secretario es José Ramón Machado Ventura, de 85 años.
El VII Congreso debe definir entonces lo que se ha estado viviendo en Cuba como una especie de simulacro, en buena medida de cara al exterior. Mientras Díaz-Canel aparece con frecuencia en actividades nacionales e internacionales, su verdadero poder está aún limitado dentro de una estructura política —cuestionada pero presente—, donde cabe siempre la sospecha de estar asistiendo a una especie de feria de disfraces destinada a entretener la opinión nacional e internacional.
Nos encontramos entonces ante la contraposición de dos imágenes, que el VII Congreso debe definir. Cuando el Gobierno cubano trata de vender la imagen de Díaz-Canel como sucesor de Raúl Castro en la presidencia —y busca presentar un tránsito que excluye tanto la permanencia como la herencia— muestra ante el mundo un partido de póker en que los participantes cuentan con dos juegos de cartas diferentes: algunos tienen un tipo de cartas, otros cuentan con otras y los terceros tienen en su poder ambos paquetes.
Porque en Cuba, a diferencia de buen número de países democráticos, la transición de poder no se llevaría a cabo en las urnas y a través de la presidencia, sino en l fundamental mediante la maquinaria partidista.
De no ser así, Raúl Castro no dominaría ambos poderes en la actualidad.
Así que para Díaz-Canel llegar al verdadero poder en Cuba tendría que transitar una larga vía, cuyos pasos aún pendientes son alcanzar la segunda secretaría partidista (abril de este año), luego la presidencia de los Consejos de Estado y de Ministros (febrero de 2018) y por último lograr el cargo de primer secretario del Partido (VIII Congreso, tres años después).
Todo ello es un largo camino de sucesión, de acuerdo a los términos pautados por la Plaza de la Revolución, que prolonga cualquier transformación en Cuba, en el supuesto caso de que Díaz-Canel muestre algo interés en emprenderla.
Lo importante entonces en el VII no es quién continuará siendo el primer secretario del PCC, porque al parecer Raúl Castro continuará en este cargo incluso tras abandonar la presidencia, sino el destinatario de la segunda secretaría.
Por supuesto que todo este proceso ideal guarda pocos vínculos con la realidad cubana. Si Díaz-Canel es el rostro visible en muchos actos y declaraciones de poca importancia, y Machado Ventura aparece de vez en cuando y no dice palabra que valga la pena repetirse, hay otros protagonistas futuros que definen su papel en términos de actuación y no de discurso.
Ellos parecen estar marcados a definir el futuro nacional, no en los términos de Raúl y Fidel Castro, pero tampoco en la comedia de errores de Díaz-Canel y Machado Ventura.
Son dos figuras muy cercanas al actual mandatario, pero cuya gestión no se reduce a los beneficios familiares: el coronel Alejandro Castro Espín y el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja.
De los posibles cargos que ocupen estos dos militares, que en la actualidad desempeñan labores ajenas al mando directo de tropas, depende en buena medida interpretar al VII Congreso como un acto definitorio o clasificarlo simplemente de juego de abalorios.
Porque en Cuba se conjugan tres poderes que con frecuencia se confunden y se ha mantenido unidos en las figuras de Fidel y Raúl Castro: el militar, el político-ideológico y el administrativo.
De inmediato, el cambio fundamental a la salida —por vía biológica o voluntaria—, de los hermanos Castro del poder, será la ruptura de esta triada. Entender este camino evita confusiones sobre el traspaso del mando.
En Cuba no se producirá ni una herencia del poder, al estilo Corea del Norte, ni tampoco una transición generacional que omita los orígenes.
Lo fundamental en esta transición no es detenerse en datos y vericuetos, que permitan afirmar el papel presente o futuro del coronel Castro Espín en ella, y caer por lo tanto en el viejo esquema del Fidel Castro omnipresente tan afín al exilio de Miami (en este caso con el sobrino desempeñando el papel), sino comprender que se está estableciendo un nuevo modelo que subordina ideología, política y administración al poder empresarial, solo que en términos cubanos.
De esta forma, los militares continúan en el centro de la ecuación, pero ahora transformados en el principal poder económico.
Bajo estas premisas, poco cabe esperar de un congreso partidista, cuando el modelo a seguir ha sido elegido con anterioridad. Más que una acción renovadora, el VII Congreso asemejará a un cementerio de elefantes.
© cubaencuentro
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