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Actualizado: 18/04/2024 23:36

Literatura, Literatura cubana, Novela

La cubana que pudo ser reina

En su última novela, Roberto G. Fernández recrea la historia real de los amores de Edelmira Sampedro y Robato y Alfonso de Borbón y Bottenberg, quien debía asegurar la continuidad dinástica de su familia paterna

Cuando salió de la imprenta El Príncipe y la Bella Cubana (Editorial Verbum, 2014), tenía mucho interés en reseñarla para este diario. Pero antes de que empezase a leerla se publicó un breve texto de Jorge Febles (en realidad, un fragmento de uno mayor), y no me pareció prudente volver sobre esa misma obra algunas semanas después. Desde entonces ha pasado un tiempo más que suficiente, así que ahora puedo hacer lo que entonces quedó frustrado.

Tras treinta y cuatro años de pausa, desde que dio a conocer la icónica Raining Backwards (1988), el cubano-americano Roberto G. Fernández volvió a la novela con El Príncipe y la Bella Cubana. En varios aspectos, es una obra que marca un notorio cambio de tuerca en su producción narrativa. En primer lugar, abandona el inglés y la diversión que le permite el biculturalismo para retornar al español.

A nivel temático, hasta ahora se había dedicado a recrear la vida de las primeras generaciones de exiliados cubanos en Miami. De ellos ha trazado lo que Gustavo Pérez Firmat define como un retrato cariñoso pero burlón. En El Príncipe y la Bella Cubana rompe con esa tradición y traslada al plano ficticio unos personajes históricos. Asimismo, el estilo fragmentario pasa aquí a adoptar un relato de desarrollo cronológico lineal y una estructura que lo acercan a la novela tradicional. Por último, si antes la mayoría de sus textos la trama estaban narrados desde la omnisciencia o bien de manera polifónica, ahora la voz dominante es la primera persona.

Según ha declarado González, de niño oyó hablar de las relaciones amorosas de una cubana de Sagua la Grande y un heredero al trono de España. Incluso recuerda que su padre era amigo de un hermano de ella. Años después, pudo ver en Miami la tumba del hombre, quien murió en esa ciudad en un accidente de automóvil.

Escuchó además el rumor de que la mujer había dejado inéditas unas memorias, y eso le sirvió de estímulo para emprender un proyecto narrativo. Se dedicó entonces a recopilar información sobre los dos personajes: revisó periódicos y revistas de la época, consultó libros sobre la familia Borbón. Vio videos de la pareja, así como una entrevista a ellos. Y además leyó diarios y memorias escritos por mujeres entre la primera mitad de los años 20 y la primera mitad de los 50.

Acerca de por qué eligió el español para escribir su novela, Fernández comentó que fue algo que el propio tema pedía. Argumenta que, para él, existe un nexo directo entre el asunto de una obra y el idioma en el cual está escrita. Otro aspecto que tuvo en cuenta fue que una historia como esa no interesaría al público angloparlante. En cambio, podía encontrar una audiencia interesada en los lectores del ámbito hispánico, por lo cual consideró conveniente que su novela se publicara en Cuba o en España.

Los protagonistas reales fueron Edelmira Sampedro y Robato (1906-1994) y Alfonso de Borbón y Bottenberg (1907-1938). Este era el primogénito de Alfonso XIII, y en él descansaban las esperanzas de ver asegurada la continuidad dinástica de los Borbones. Pero no tardó en descubrirse que el príncipe padecía hemofilia, una enfermedad heredada de la familia materna y para la cual no había tratamiento alguno. La proclamación de la Segunda República y la partida al exilio de la Familia Real, en 1931, cambió la vida de todos y de, modo especial la del hombre que estaba destinado a ser Rey.

Alfonso XIII nunca aceptó aquel matrimonio

Una vez instalados todos en París, los Reyes enviaron a su hijo a un sanatorio cerca de la ciudad suiza de Lausana.Ambos se recuperaban de una leve dolencia pulmonar, y allí Alfonso conocería a una joven hija de un próspero industrial azucarero cubano, Edelmira Sampedro y Robato. Ambos se recuperaban de una leve dolencia pulmonar, y el príncipe se enamoró de ella. Para su padre, aquella relación, además de escandalosa, era impensable: el futuro rey de España no podía casarse con una plebeya. A pesar de que la Familia Real estuviese en el exilio, él mantenía intactas las esperanzas de regresar al trono, y su primogénito hemofílico seguía siendo su sucesor. Pero ni chantajes ni amenazas lograron disuadirlo, y en junio de 1933 Alfonso renunció formalmente para él y sus descendientes, caso de poder tenerlos, a sus derechos a la Corona de España. Sí conservó el tratamiento de Alteza Real y su padre le otorgó el título de Conde de Covadonga.

Días después, Alfonso y Edelmira se casaron en una sencilla ceremonia en Lausana. A la misma no asistió Alfonso XIII, quien nunca aceptó aquel matrimonio. De acuerdo a algunas fuentes, sí asistieron la Reina Victoria Eugenia y sus hijas. Al principio, los Condes de Covadonga fueron felices, y aunque sus recursos eran escasos se instalaron en París, donde se movieron en los círculos sociales. Pero pronto la pareja empezó a tener problemas, y la Puchunga, como se conocía a Edelmira entre la Familia Real, decidió volver a Cuba. Partió sola, dejando atrás a su esposo, aunque luego se reconcilió con él en Nueva York. Finalmente, se establecieron en La Habana, donde, tras numerosos desencuentros, se divorciaron en mayo de 1937.

Alfonso pasó entonces a residir en Estados Unidos, donde vivió con la pensión vitalicia que le había asignado su padre. Al poco tiempo se volvió a casar, con la también cubana Marta Esther Rocafort Altuzarra, hija de un dentista de La Habana y modelo de alta costura en Nueva York. Sin embargo, fue Edelmira quien conservó el título de Condesa de Covadonga y también el cariño de la Familia Real española. El matrimonio duró muy poco y a los dos meses se separaron.

La noche del 6 de septiembre de 1938, mientras conducía un automóvil por las calles de Miami Alfonso se estrelló contra un poste de teléfono y murió. Fue sepultado en esa ciudad y a su entierro no asistió casi nadie. Varias décadas después, el rey Juan Carlos I decidió rendir tributo a su tío, y dispuso todo para que en 1985 su cuerpo fuera trasladado al Panteón Real de El Escorial. En esa ocasión, Edelmira, que tras 1959 tomó el camino del exilio, acudió al aeropuerto de Miami para despedirse por última vez del hombre que había renunciado al trono de España por ella.

Parece que la relación de Edelmira con la Familia Real, especialmente con la reina Victoria Eugenia, fue buena. De hecho, fue la única a quien se la reconoció como esposa y tras el divorcio con Alfonso, le permitieron seguir usando el título de Condesa de Covadonga. Incluso le concedieron una pensión de viudedad, así como algunas joyas que habían pertenecido a la Reina. Para Edelmira, Alfonso fue su único amor.

Unas memorias apócrifas

Los hechos que antes he resumido aparecen recreados en El Príncipe y la Bella Cubana, a través de las memorias que redactó Edelmira. Se trata, por supuesto, de unas páginas apócrifas, que Fernández ha armado a partir de información y datos recopilados por él. Sin embargo, su intención no fue escribir una novela histórica al uso. Su acercamiento a la historia no busca ahondar en ella, sino satirizarla, distorsionarla, contaminarla de ficción. Eso se materializó en una obra en la cual lo real está hábilmente entretejido con lo inventado, pero de modo tal que esto último resulta verosímil.

La elección de la primera persona para llevar el relato es uno de los aciertos de la novela. Edelmira no solo registra cronológicamente su vida a lo largo de varias décadas, sino que además de hacerlo embellece la realidad. En ese sentido, emplea un lenguaje y un estilo que son reminiscencias de las novelas románticas del siglo XIX que probablemente ha leído. Así, cuando Alfonso le expresa que nadie podrá interponerse en su amor, ella le recuerda la oposición de su padre. La respuesta de él es:

“Mi padre tendrá que acatar mi decisión. En mi corazón mando yo. Nadie se podrá atravesar. Me haces dichoso. No comprende que mecido en tu regazo mi hasta ahora triste corazón olvidará sus penas. De las aguas milagrosas de tus ojos beberé tanto amor que he de quedar curado. Voy a seguir los impulsos de mi corazón. Vamos, mi Puchunga, subamos”.

González completa aquella historia con hechos ficticios y logra que parezcan verdaderos. Tras su separación de Alfonso y sin que él llegase a saberlo, Edelmira queda embarazada. Muriel, una amiga a quien conoció en Europa, le advierte que la familia del padre no puede enterarse de que tendrá un hijo, mucho menos si es varón. Y le argumenta: “Su vida peligrará. Si el depuesto rey de los españoles se entera, te haría la vida imposible, y están sus otros hijos en línea de sucesión. Buscarían a tu hijo debajo de la tierra si es preciso para evitar una futura interferencia de su parte”.

Tras parirlo, la madre se ve obligada a abandonar a su hijo, al que dio el nombre de Pío. Lo entrega a una mujer, a quien pasará una mensualidad para que pueda mudarse y criarlo. Una vez que crece y se hace adulto, Pío demuestra que nada sacó de su origen aristocrático. Es grosero, desfachatado, populachero, tiene una sexualidad desaforada y acaba alcoholizado. Llega a Miami en una balsa, y como no ha recibido instrucción ni conoce ningún oficio solo halla trabajo en el mismo cementerio donde descansan los restos de su padre.

La Edelmira real pasó sus últimos años en Miami. Nunca se volvió a casar y llevó una existencia apartada y discreta. En los capítulos finales de la novela, Fernández retoma su habitual tono satírico y se vale de la ficción para llenar los espacios correspondientes a esa etapa que la documentación no pudo registrar. Edelmira y su hermana Eli salieron de Cuba disfrazadas de monjas a quienes el régimen castrista había expulsado. Solo pudieron llevar con ellas algunas joyas que ocultaron debajo del hábito.

Carnavalización e hipérbole

Al principio, pudieron mantener un buen nivel de vida gracias a la venta de las joyas. Pero como anota Edelmira, “a medida que se refugiaban más gente de bien, y que también empeñaban o vendían sus joyas, la compensación que le daban por las mismas descendía a tal punto que casi no valía la pena venderlas”. No les quedó más opción que mudarse a un desvencijado edificio de apartamentos. Los vecinos siempre tienen las puertas abiertas, hablan a gritos y lanzan improperios. Las mujeres les tocaban la puerta a cada rato, “siempre a pedir algo, que si un huevo, que si un puñado de sal, que si una taza de azúcar, que si un poco de café. Vivíamos en el purgatorio”. Edelmira nunca llega a comprender el exilio, ni tampoco ese mundo al cual ni ella ni su hermana pertenecen.

Cuando el dinero empezó a mermar, también tuvieron que buscar trabajo. Solo lo encontraron en una empacadora de rábanos, aunque Eli no duró mucho. Eran controladas por un capataz que aprovechaba cualquier oportunidad para restregarse con las trabajadoras. Esas vejaciones remiten a las que sufrían los caracteres femeninos en Holy Radishes! De esa novela proceden Mirta Vergara y Barbarita, quienes ahora interactúan con Edelmira. Al igual que a sus vecinas, esta las trata con menosprecio.

La carnavalización y la hipérbole alcanzan su momento de mayor apogeo en el capítulo titulado “El mercado transformista”. Se desarrolla en el Pepe’s Grocery, cuyo dueño es Pepe Gabilondo. Se trata de un escenario y un personaje recurrentes en la narrativa de Fernández. El comerciante ha decidido que cada sábado, a partir de las nueve de la noche, convertirá la tienda en una sala de fiestas, con bar y orquesta incluidos. Edelmira vive allí una experiencia que califica de desconcertante, aunque el adjetivo que le viene mejor es delirante.

A todo lo anterior se suman otros variados recursos, como incorporar personajes que se expresan a través de letras de boleros, crímenes que se vienen a resolver al final, tópicos de la narrativa romántica como el del recién nacido al que su madre debe renunciar y la revelación del gran poder curativo del ajiaco cubano, entre otros inusuales recursos. Eso ha llevado a Pérez Firmat a calificar a Fernández como “un goloso exponente de la cocina del arroz con mango”. Por su parte, Jorge Febles ha hecho notar que, de algún modo, El Príncipe y la Bella Cubana significa, paradójicamente, tanto una marcada ruptura con su quehacer anterior de su autor como la imposibilidad absoluta de divorciarse por entero de él.

Con su última novela, Fernández ha vuelto al español después de varias décadas de vivir y desenvolverse en un medio angloparlante. Ese alejamiento de su lengua materna le ha hecho perder parte de su dominio. Incurre en incorrecciones al emplear unas palabras por otras (propicié por propiné, excavadora por arqueóloga, arrastro por a rastras, sin sabor por sinsabor…). En otras ocasiones utiliza términos inexistentes en nuestro idioma, como atocinado y enmusgadas. Asimismo, un detalle que resalta notoriamente a lo largo de la novela es el escaso empleo de las comas. Hay, por último, oraciones en las que la sintaxis es más propia del inglés.

Son objeciones que afean la novela, pero que no la descalifican y que pueden disculparse en virtud de unos valores y aciertos literarios que es imposible negarle. A los ya mencionados, a El Príncipe y la Bella Cubana hay que sumarle su solidez narrativa y su seguridad formal. Constituye además una obra que, sin renunciar a la amenidad, permite varias posibilidades de lectura. Y a González hay que reconocerle, por último, que en lugar de repetir las marcas formales y temáticas de su producción anterior, se arriesgue a transitar otros caminos.

© cubaencuentro

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