Carballo, Novela, Totalitarismo
Una existencia de renunciaciones e ingenuidad
En su primera novela, Antonio Carballo recrea lo que fueron y aún son los regímenes comunistas en una cautivadora y exacta parábola, permeada de un humor que nunca deriva al sarcasmo
En 2006, Antonio Carballo (Mayarí, 1954) obtuvo en España el Premio Mario Lacruz de Primera Novela con Adiós, camaradas. En las Palabras Necesarias que redactó para que viese la luz bajo el sello de Ediciones Matanzas en 2019, cuenta los avatares que sufrió aquel original. Tras un complicado proceso acerca de las aproximaciones de lo que debía aparecer en la portada y la contraportada, la novela salió de imprenta. De acuerdo a su autor, los editores “demostraron una insólita incapacidad para entender lo que se cuenta en una historia y que lo que expresan sus personajes no ha de corresponderse necesariamente con la manera de pensar de quien la escribe. Al mismo tiempo, problemas internos entre sus directivos provocaron una escisión por infligir un daño irreparable al proceso de promoción y venta de los ejemplares”.
Casi al mismo tiempo, Carballo obtuvo su segundo premio como novelista con La turista rusa. Recibió una cantidad inusual de ejemplares, lo cual le permitió regalarlos tanto en España como en Cuba. Se dio entonces el caso de que, aunque Adiós, camaradas tuvo excelentes críticas en los medios culturales españoles, La turista rusa llegó a un número mayor de lectores. Paralelamente, esta obra fue reimpresa en la Isla, con lo cual su autor tuvo la alegría de verla en las librerías.
Carballo confiesa que, como autor, se sentía muy satisfecho de que su primera novela hubiera recibido tan buena recepción crítica. Pero a la vez sentía la frustración de que no podía someterla al criterio del público lector cubano, que, no obstante tratarse de una “novela rusa”, era el más indicado para valorarla, dada la enorme influencia que en nuestro país tuvieron las relaciones que el gobierno cubano estableció con la URSS, durante prácticamente cuatro décadas. Para su buena suerte, Ediciones Matanzas decidió incorporar a su catálogo Adiós, camaradas y los 1,500 ejemplares que se imprimieron pudieron llegar a las librerías.
Como su autor la denomina, Adiós, camaradas es una “novela rusa”. El protagonista, quien además es quien la narra, es ruso y la historia que cuenta tiene lugar de principio a fin en la desaparecida Unión Soviética. Pero como señala Luis Lorente en el texto que redactó para la contraportada, “su verdadero espacio vital se encuentra en la insensatez humana”. El autor, anota Lorente, “a través de un personaje que simboliza la pureza de ideales y el apego a las lealtades genéticas, apreciamos nítidamente cómo se desmorona una gran potencia y se malogra un esfuerzo de varias generaciones consagradas a la utopía de un mundo superior”.
“Nací en un pequeño pueblo ruso en 1957, justamente el día en que mi poderoso país ponía en órbita el primer artefacto espacial, el Sputnik-1. Ese 4 de octubre mi padre bebió tanto vodka, a resultas de la alegría de un primogénito varón, que olvidó su promesa de llamarme del mismo modo que la prodigiosa nave que circundaba la Tierra, lo cual me habría gustado especialmente, a pesar de que un número acompañando mi patronímico dejaría en boca de todos cierto sabor a época de zares. Una vez pasada la beodez decidió, sin embargo, propinarle una tremenda paliza a madre por no habérselo recordado”.
De este modo inicia Alexéi Konstantinovich, el protagonista de la novela, el relato de su vida. Una vez que salió de la paliza a la cual aludió, la madre le puso la mano en la rubia cabeza de su hijo y le dijo: “Serás un ángel del cielo”. Varios años después, él creyó ver cumplida la profecía materna cuando se convirtió primero en piloto y luego en astronauta. Pero estaba “lejos de imaginar que solo avanzaba por un camino oscuro hacia el significado final de aquellas palabras”.
Cumplir el destino celestial presagiado
Acostumbrado a rendirse al sueño etílico en los más variados sitios y en incómodas posturas, el padre murió arrollado por un tren, que dividió su cuerpo en dos mitades. Su ausencia provocó que a su vez la familia se dividiese en dos. Alexéi, único hijo varón, se convirtió en una especie de trofeo por el cual entraron en pugna su madre y su abuelo. La muerte de este puso fin a las disputas, aunque la madre cayó en el alcoholismo, “cual si una obstinada deidad, san Vodka, se empeñara en apropiarse permanentemente de al menos un alma de la familia”.
La muerte de Gagarin en un tonto accidente de aviación, fue tomada por Alexéi como una exhortación para que cumpliera el destino celestial presagiado por la fecha de su nacimiento. Solicitó las planillas para estudiar en la Academia General de Aviación. No estaba seguro de que aquel era el camino más corto hacia las estrellas. Pero sí de que se trataba de un tren que no podía dejar pasar de largo. “¡Tenía que meterse en su interior sin perder un instante!”. Lo tomó y pudo así llegar a un pequeño aeropuerto. Allí, en una oficina, dos jóvenes tenientes revisaron sus papeles y se tomaron tiempo para observarlo. Finalmente, uno de ellos le extendió la mano y lo felicitó con una franca sonrisa: “Soldado, ¡ha sido seleccionado para pilotear aviones de nueva generación!”.
De la academia, Alexéi reconoce guardar el mejor recuerdo. Él y Nikolai, que se había convertido en su alma gemela durante los estudios, pasaron directamente a la Escuela de Cosmonautas de Moscú. La selección del tercer piloto fue para ambos un verdadero enigma, pues tenía dificultades para despegar y aterrizar. Pero, como hace notar Alexéi, “los muchos mimos y atenciones que le dispensaban profesores y oficiales en general, a quienes solía obsequiar costosas botellas de coñac, relojes suizos y algún que otro favor de los que no se olvidan, hicieron suponer a Nikolai que en esa conducta perruna consistía todo su mérito”.
Convencido de que un piloto de combate es “un ser diferente al mortal común, forjado en las duras privaciones espirituales y en el cuidado extremo de las condiciones físicas que garantizan su vida y la de su avión”, en los dos últimos años en la academia apenas tuvo contacto con el mundo exterior. Renunció además a cualquier relación sentimental que lo distrajese. Solo le quedó el recuerdo y el sabor inextinguible del único beso de amor que había recibido en toda su vida.
Su corazón, en cambio, quedó subyugado por la majestuosidad de Moscú. Tuvo la alegría de que sus botas descansaron en los gloriosos adoquines de la Plaza Roja. En el solemne mausoleo de oscuro mármol descansaba el cuerpo embalsamado de Lenin, “el hombre que inició el heroico viaje desde el lodazal zarista hasta la conquista bolchevique de la tierra y del espacio”. Una noche, Nikolai le confió que había oído que pensaban retirar a Stalin del sitio donde reposaba. Eso hizo que Alexéi se viera atrapado en la magnitud de unas dudas que superaban con creces su entendimiento. Y retornaron las preguntas para las cuales nunca había hallado respuestas definitivas: “¿Cómo alguien puede ser tan bueno y tan malo a la vez? ¿Cómo unos campos de concentración resultaban atroces y otros benéficos?”. Y se dijo que “ya no quería otra justicia que el olvido, nada bueno saldría de andar removiendo tumbas”.
Demorará en tener la intuición de su amigo
Una nueva sombra viene a abatirse sobre los dos jóvenes. Uno de los pilotos reprobados en el anterior curso preparatorio intentó desertar con su Mig hacia Finlandia, pero fue derribado por un misil tierra-aire. Tras ese incidente, la Inteligencia Militar duplicó sus efectivos y las llamadas a sus oficinas se hicieron regulares y llenas de suspicacias. Cualquier sesión con ellos equivalía a un martirio, pues preguntaban tanto por amigos como por desconocidos, aparte de por las cuestiones más insólitas.
Nada de eso, sin embargo, mermaba un ápice las convicciones ideológicas de Alexéi, que creía ciegamente en la causa a la cual se ha entregado. No así Nikolai, que tenía la lucidez suficiente para darse cuenta de la verdad. Un día, al comentarle su amigo que era demasiado mal pensado, le confesó que él y su madre tuvieron que renegar del padre y escupir su fotografía, sin que nunca supieran lo que ocurrió con su vida. Y le pregunta a Alexéi: “¿Te parece que tengo cierto derecho a sentirme indispuesto con nuestros amigos los suspicaces o no?”.
El hallazgo de un aparato de onda corta, cuya posesión era un delito extremo en cualquier recinto militar, decidió el destino de Nikolai. Como castigo, lo enviaron a servir en un submarino. Años después, Alexéi tuvo la inmensa dicha de reencontrar a su querido amigo y compañero de infortunios. Se abrazaron y ambos no pudieron contener las lágrimas. Nikolai parecía diez años mayor y Alexéi comenta: “Se había convertido en un pobre hombre despojado de sus sueños y de todo vestigio de amor propio. Su figura tambaleante se perdió entre el humo de los vehículos y la trama acuosa de la llovizna que se cernía sobre la ciudad y, taimadamente, sobre el futuro”.
Alexéi demorará aún varios años en tener la intuición de su amigo. Su capacidad de obedecer y aceptar las cosas sin preguntar lo mantuvieron a salvo de todo. Pero finalmente comprendió que su vida se había desarrollado por manuales de instrucciones y voces impersonales que le indicaban el camino a seguir. Encerrado en una cápsula de unos pocos metros cuadrados, prisionero de un pequeño espacio vital, olvidado como un desecho incómodo e impresentable, y tras cuatro años en el espacio, acabó por admitirse a sí mismo: “Esto es lo que queda de mí tras casi doce mil quinientos días de una existencia de renunciaciones e ingenuidad”.
Carballo no pudo iniciar de mejor modo su andadura como novelista. Con la que fue su primera incursión en ese género, logró una obra que posee varias de las cualidades de un escritor experimentado. En primer lugar, aplica una fórmula que desde épocas inmemoriales resulta eficaz: contar una buena historia. Lo hace con buen pulso narrativo y desarrolla con fluidez una trama repleta de peripecias y urdida con seguridad y ritmo sostenido. Adiós, camaradas se lee además de un tirón, pues el entramado argumental nunca pierde su interés. Carballo demuestra, asimismo, una encomiable habilidad para amalgamar datos verídicos con otros totalmente ficticios. Como vehículo expresivo, se vale de una escritura clara y directa, pero que no renuncia a la voluntad de estilo.
Su novela aporta una reflexión de calado sin renunciar a la amenidad. Risueña en la superficie, por debajo de ella discurre una historia dolorosa y cargada de humanidad. Carballo hace una certera radiografía del totalitarismo comunista y de lo que puede hacer con los seres humanos. En su infinita inocencia, Alexéi entrega todo a una causa que al final lo traiciona y abandona. Sobre esto, Luis Lorente hace un atinado comentario: al mismo tiempo que la novela trata esto, se percibe cuán nocivo puede llegar a ser para un individuo convertir sus metas en compromisos irrevocables e irreflexivos.
Esta cautivadora y exacta parábola sobre lo que fueron y aún son los regímenes comunistas, está permeada de un humor que nunca deriva al sarcasmo. Carballo prefiere utilizar la fina ironía y los guiños inteligentes, que los lectores avezados sabrán captar. Al autor hay que agradecerle el tratar el tema que es eje central de la novela, sin caer en los excesos ideológicos de otros escritores. Y también el haber escrito una “novela rusa” en la cual las referencias cronológicas y espaciales están bien definidas, pero sin obsesión cartográfica ni más detalles que los necesarios.
Al finalizar la lectura de Adiós, camaradas, uno se hace la misma pregunta que al final de su triste vida se formula su protagonista: “¿Quién habría sabido decir que aquel niño fantasioso, nacido al mismo tiempo que la leyenda del Sputnik-1, ascendería al espacio solo para aniquilarse en él?”.
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