Ir al menú | Ir al contenido

Actualizado: 10/05/2024 11:46

Boxeo

126 libras de chocolate

Eligio Sardiñas Montalvo: De campeón mundial de boxeo a una vida sin Esperanza.

Para mi hermano Rapi, campeón.

El campeón mundial de los pesos plumas entre 1930 y 1933, también monarca indiscutible de los ligeros, el atleta al que Nat Fleischer (editor de la Enciclopedia The Ring) considera "el mejor boxeador de todos los tiempos, libra por libra", el guerrero que sólo cayera vencido en fragorosos combates cuerpo a cuerpo contra los cuerpos caldeados de ciento once mujeres, ante quienes el artífice de la riposta no tenía defensa, "el hombre más elegante de Estados Unidos de Norteamérica en 1928" según encuestas de las revistas de moda, el cubano que paralizaba el tráfico en el cruce de Broodway y la 47, Nueva York, cuando los agentes de la autoridad le exigían que garabateara un autógrafo en sus cuadernos de multas (hazaña igualada por Rodolfo Valentino, Charles Lindbergh, Babe Ruth o Jack Demsey, el "Matador de Manassa", entre otros pocos elegidos), ese protagonista irrepetible del Siglo XX, ese buscavidas del barrio Belén, esa leyenda, ese loco de atar fue mi amigo al menos durante setenta y dos horas —apenas nueve semanas antes de su muerte. Se llamó Eligio Sardiñas Montalvo pero en 1988 medio mundo (la mitad del mundo que recuerda aquello que la otra mitad olvida) aún le decía Chocolate, Kid Chocolate o simplemente el Rey.

Chocolate vivía por entonces frente al Parque Japonés de Marianao, en la misma casa de dos plantas que mandara a construir para su madre cuando, irresponsable y botarate, dejaba propinas de cien dólares en los mejores y en los peores restaurantes de París —ciudad que odiaba. Venida a menos, la mansión era un mausoleo en ruinas. Ninguna puerta tenía cerradura, "ni falta que hace", pensé al verlo venir hacia mí con la mano del saludo extendida, porque qué habanero se atrevería a desafiar a un negro de 77 años que olía a mermelada de muerte desde lejos. Ese jueves de verano, lo primero que hizo Kid fue enseñarme sus dominios. Sin sujetarse del pasamanos, subió las escaleras bien despacio, como si arrastrara el grillete de su gloria peldaño tras peldaño. En el dormitorio, presumió un ropero donde alguna vez colgaron ochenta trajes de solapas anchas, cortados a la medida en sastrerías de Londres. Ochenta perchas (vacías) ensartadas al tubo de acero. Ochenta murciélagos de alambre.

"La ropa me caía del cielo", sonrió en voz baja: "Si estas paredes hablaran, blanquito, yo estaría preso por el delito de haberme acostado con un ejército de mujeres, ciento once hasta donde saqué cuentas: 111 es un número difícil de olvidar". Sobre la cama, escoltada por dos mesitas de noche, había un póster de Fidel Castro, joven; encima del póster, una cruz. En la mesa de la derecha, un altar a Babalú Ayé, protector de los artríticos, los cojos, los lisiados; en la izquierda, tres trofeos de oro falso y una foto coloreada de su primera novia, una mulata de ojos azoradamente verdes —de nombre Esperanza, si no me equivoco, pues tal vez ahora la llame así porque recuerdo el brillo que iluminó los ojos del campeón en el momento que besó los labios de la fotografía. "Esta niña quiso impedir mi pelea contra Johnny Cruz. De alguna manera ella sabía que el mundo del boxeo iba a resultar demasiado tentador. La noche que cambió mi vida, la muy bicha cerró las maletas y se alejó cincuenta y cinco años. Debí haberte hecho caso, Esperanza". Creo que dijo Esperanza, ¿o murmuró la palabra Fe, quizás Caridad? Seguimos el recorrido (el baño de mármoles mugrientos, la cocina ahumada por los vahos del kerosén) y acabamos en el garaje, al fondo del patio. Sobre bastidores de madera, descalzo de llantas, canibaleado, mordido por el salitre y las ratas, había un Cadillac color platino, de dieciséis cilindros, descapotable. Nunca había visto un automóvil triste. Después de medio siglo en cuatro patas parecía el fósil de un escarabajo. "De vez en cuando, me siento al timón y manejo con los ojos cerrados; mi sangre es gasolina", dijo Kid. Con un ronroneo de garganta imitaba el sonido del motor. ¡Runrunrun! Al cruzar el comedor, se detuvo ante un cartel con la imagen de un desnudo suyo, a tamaño natural, enmarcado tras un acrílico opaco, y le habló a la imagen cara a cara, sin ocultar cierto resentimiento: "Tú dime, ¿cuándo diablos me puse viejo?". Kid conversaba con los retratos.

El viejo era meticuloso, en lo que cabe. Su desorden estaba perfectamente ordenado. En el dormitorio enderezó la verticalidad de un calendario, detenido en la hoja del lunes 4 de junio de 1934 ("esa noche se capó mi compadre Black Bill... Sírveme un trago de aguardiente, anda"), y en el garaje sopló el guardafangos del automóvil para sacudirle polvos de la República. De regreso a la sala, se inclinó para recoger una colilla de tabaco y se le trabaron los goznes de la cintura. Pidió ayuda. Tiré de sus hombros. Traquearon las vértebras. Daba pena el forro ceniciento de su piel. Se veía esquelético, mal embalsamado. Ya derecho, casi marcial, asumió una postura defensiva, hizo girar la cadera y disparó una ráfaga de jabs. El alma, ágil, pujaba dentro de su cuerpo. "Yo tenía dos pulgadas de ventaja: mi brazo derecho es más largo que el izquierdo, por eso mis contrincantes nunca supieron medirme la distancia". Al cuarto o quinto golpe, su puño de huesos rompió el vidrio del tiempo que protege el pasado y ante mí se transparentó la imagen de un invierno en Nueva York. Por lo reluciente del Cadillac color platino, estacionado allá entre dos fotingos (¿no lo ven?) y el ritornelo de un villancico que Al Jolson cantaba detrás de la nevada (¿no lo escuchan?), comprendí que corría la Navidad de 1929 y supe que Kid Chocolate iba a confesarme el rosario de sus pecados, hasta noquearse de tristuras sin dar ni pedir perdón.

II

Bonnie Flinn, la manicura, lima las uñas al campeón. Son uñas gruesas, como escudos. Eligio está nervioso. Va a cumplir veintiún años. Algo en la cara de Bonnie recuerda a la actriz Greta Garbo, con quien Chocolate estuvo coqueteando en el estreno del largometraje El beso. La pícara Bonnie sabe del parecido: cuando Kid la piropea, hace un gesto muy sueco. Cuatro meses antes de esa nevada de 1929, la noche del jueves 29 de agosto, Bonnie Flinn había visto a Kid Chocolate derrotar a Al Singer, el Rey de los Judíos, en doce asaltos peleados de campana a campana. Ella y su novio eran dos gotas de adrenalina en medio de un mar de treinta y siete mil setecientos trece espectadores. "Mi novio había apostado por Al", dice Bonnie a Kid mientras le corta las cutículas: "Fue agradable perder, viéndolo ganar a usted". En la taquilla se recaudaron doscientos quince mil doscientos sesenta y siete dólares, y cincuenta mil de ellos irían al bolsillo de aquel cubano bailarín que sonreía al voluntarioso Al Singer mientras esquivaba uno tras otro sus ataques de soberbia. Chocolate había cobrado una recompensa mil veces menor por descolgarle el hígado al sargento Eddie Enos, en una pelea celebrada un año atrás a cielo abierto, en el Campamento Militar de Mitchell Field. Ese día de Navidad, sin embargo, no quiere que la manicura le descubra el miedo en las manos. Siente frialdad aunque viste una bata de felpa, que lleva su nombre de guerra a la espalda. Trae una gorra de gamuza en la cabeza, color crema. Tiene los pies menudos en comparación con las manos, propias de un estibador. Bonnie Flinn habla español, mal pero sin pena.

Un chinito maquillista, de modales livianos, le dice a Kid que debe untarle vaselina para que el cuerpo brille ante las cámaras de los fotógrafos. Se detiene al embadurnarle el pecho. Se entretiene. Lo tiene. No puede evitar un suspiro. Nunca había maquillado a un negro tan musculoso. Tampoco a Dios. Bonnie Flinn sonríe, zalamera. El maquillista alza las cejas y entrecierra los ojos, concentra los otros cuatro sentidos en el tacto de sus yemas: no pide mucho más. Le basta el roce. La imaginación hace el resto. Sus dedos atisban, olfatean, entreoyen, liban, toquetean. Kid comienza a contar hasta diez. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. En el nueve, entra un hombre delgado como un hilo de humo: "Eligio, deja la sonsera. Te esperan allá afuera", dice. Es Luis Felipe Pincho Gutiérrez, el manager. Kid llena los pulmones de aire, aguanta la respiración y abandona el camerino con las nalgas apretadas. Luis Felipe le quita la gorra de gamuza: "Eres el mejor, eres el mejor, eres el mejor", repite para darle ánimo. A través del espejo, Bonnie Flinn hace un guiño de ojo, cómplice. Cuando el campeón abandona el camerino, el chinito se asoma a la puerta. Si lo empujaran, cabría por la rendija.

Kid Chocolate avanza hasta el centro del estudio. Jabea por jabear: no encuentra otra manera de sacudirse la timidez. Alguien enciende las lámparas. Los representantes de una marca de golosinas presencian la escena desde el fondo. La asistente de producción pide a Kid que se quite la bata. En la pupila del chino maquillista se refleja el negro de cuerpo entero, encuero. El fotógrafo busca la mejor pose para ilustrar el lema de la campaña publicitaria: 126 libras de chocolate. El campeón está incómodo. Clik. Fotos de frente. Sentado. Perfil derecho. Pensador. Perfil izquierdo. Se repite el ciclo. De frente. Sentado. Perfil derecho. Los potentes focos calientan su piel. No puede evitarlo: después de sesenta exposiciones, pierde el control de sus músculos y tiene una leve pero visible erección. No fue el único. Clik.

"Listo, Eligio", dice el entrenador y le lanza la gorra de gamuza para que se cubra el sexo. Kid se viste de traje, cuello y corbata, pero no se anuda sus zapatos de dos tonos. Rumbo al Cadillac color platino, un niño de ocho años se les atraviesa y cierra la guardia, con buen estilo. Luis Felipe entra en el auto para protegerse del frío. "¡Ay!, Eligio, tú no cambias: no entiendo qué tanto hablas con los niños". Enciende un cigarro de picadura negra. Aspira. Exhala. El humo se acolchona contra la capota del Cadillac y la bruma de nicotina lo lleva de recuerdo en recuerdo hasta La Habana, para detenerse en el preciso instante que ellos se vieron por primera vez en la Arena Colón. El pasado se proyecta en la pantalla de sus párpados. Un pasado perfecto.

Cinco años atrás, Johnny Cruz exponía su corona ante un gladiador de nombre Eugenio Molino. Camino al cuadrilátero, el rabillo del ojo izquierdo de Luis Felipe había descubierto la presencia del jactancioso Eladio Valdés, alias Black Bill. Estaba en tercera fila, en compañía de dos mulatas atractivas (una regordeta de pasas rebeldes y otra de ojos azoradamente verdes); a su derecha, un negrito bailarín disparaba una metralla de golpes contra su Ángel de la Guarda. Al sonar la campana, Johnny se lanzó como una maldición contra Eugenio y lo desplumó en el mismo primer asalto. Necesitaba ganar rápido porque tres prostitutas almendradas aguardaban por él en el hotel. Johnny Cruz era candela. Cuando los preparadores intentaban reacomodarle la quijada a Eugenio, que yacía como un saco de papas sobre la lona, el negrito subió al cuadrilátero para desafiar públicamente al neoyorquino. En su caótico alegato, dijo merecer la oportunidad, por su condición de invicto en cien combates: "Johnny Cruz será el campeón metropolitano de Estados Unidos pero yo soy Eligio Sardiñas Montalvo, el campeón de los periodiqueros del Cerro", proclamaba. Johnny Cruz se ensalivó las manos. Luis Felipe recogió las cubetas y fue tras su pupilo, sin evidenciar la menor simpatía por aquel buscavidas que seguía escupiendo retos desde el ring ya a oscuras, bajo las rechiflas del público. Por el pasillo de platea, al sobrepasar la tercera fila, las pupilas de águila de Luis Felipe descubrieron que la mulata de ojos azoradamente verdes permanecía sentada en su butaca, con el rostro escondido entre las manos —y a esa imagen apeló su corazón cuando, una semana después, le dio al negrito bravucón la oportunidad de enfrentarse a Johnny Cruz por una bolsa escuálida. La mandíbula de Eugenio Molino se había quebrado como una copa de bacará y no podía presentarse a la revancha. "Así que Eligio, Eligio Sardiñas... Te anunciaré con un buen nombre, muchacho. Mi bodeguero se llama también Eligio. A partir de este momento, serás Kid Chocolate".

Back Bill, vencedor de Izzi Schwart y Panamá Al Brown, se hizo cargo del entrenamiento en el Gimnasio de los hermanos Clemente, y condujo a Kid Chocolate hasta una victoria por decisión unánime —tan inesperada como rotunda. Johnny Cruz, al igual que Kid, era un estilista de fina técnica (no en balde Luis Felipe pensaba convertirlo en una nueva estrella, luego que Black Bill había malbaratado prestigio y fortuna en apuestas de caballos), pero pronto debió comprender que su rival lo aventajaba en movilidad. Perdió la paciencia. Al insolente negrito sólo parecía preocuparle que alguien lo despeinara sobre el encerado. Cuidaba de sus cabellos más que de la boca de su estómago, protegida tras muralla de músculos. Desde esquinas contrarias, Luis Felipe y Black Bill se telegrafiaban mensajes gestuales: Luis Felipe alzó las cejas ("no hay mucho que hacer"), Black encogió los hombros ("lo siento, la suerte está de nuestra parte"). Ese día, a Eligio Sardiñas Montalvo se le abrió la puerta de la suerte, aunque nadie podía asegurar que tal vía de escape condujera a sitio seguro. El último pórtico que acababa de cerrarse era el de un estudio de fotografía donde lo habían desenvuelto como un bombón. Fin del pasado.

De todo ello se acuerda Luis Felipe en el interior del Cadillac. Baja la ventanilla para advertirle a su pupilo que va a pescar un resfriado, justo en el momento que Chocolate se quita la gorra de gamuza y la encaja en la cabeza del niño que, brazos en cruz, hace la pantomima de haberse quedado ciego. Luis Felipe tira el cigarro a la calle. El campeón se acomoda en el puesto del chofer. Antes de colocar la llave en el interruptor de marcha, ronronea el sonido del motor. ¡Runrunrun!... Al alejarse el Cadillac, zigzagueando, ninguno de los dos pasajeros ve que Bonnie Flinn cruza la resbaladiza calle, del brazo del chino maquillista —como si ambos aprendieran a esquiar sobre un espejo.

III

Black Bill se miró al espejo del baño y apenas reconoció aquel rostro hinchado que a su vez lo contemplaba con un poco de inmisericordia. El ojo derecho fijó la atención en el reflejo del izquierdo, el nublado, el inútil, el vago. Con el dedo índice, subió el párpado para revisar cuánto había avanzado la neblina de sangre desde su último pugilato, y tanta roña le dio calibrar la invasión de la ceguera que se echó agua en la cara porque no soportaba el llanto de su ojo tuerto. Se puso lentes oscuros para ocultar su vergüenza. Regresó al vestíbulo. Kid Chocolate iba entrando en el Hotel y le dio alegría ver a su ídolo de juventud trastabillando con los bordes de los muebles. Al abrazarlo, Black se protegió el rostro con los puños, como un niño sorprendido en una travesura. Kid creyó que el gladiador andaba subido de copas, por lo que propuso seguir la parranda en el bar del mezanine, lejos de los reproches de Luis Felipe. "Te extrañaba, hermano", dijo. No habían vuelto a encontrarse desde la pelea contra Johnny Cruz, y al saber que Black había llegado de La Habana la noche anterior, Kid quizás pensó que le traía noticias de Esperanza. Pero no.

No. Black lo había esperado seis horas en el vestíbulo del hotel porque necesitaba una pelea, una más, por favor, unos pocos minutos para defender su matrimonio con aquella mulata regordeta que ahora cargaba en la panza un hijo suyo. Nada dijo del ojo roto. Durante la cena, en el restaurante del Hotel París, Kid le mencionó el tema a Luis Felipe y ambos estuvieron de acuerdo en echarle una mano. ¿Quién de ellos se atrevería a tirar la primera piedra? A pesar de su vicio por el juego de dados o su total debilidad ante unos pechos redondos ("tuvo una infancia tan triste: el barrio de Jesús María no perdona", dijo Luis Felipe), a pesar de sus arrebatos de violencia o sus broncas en tugurios de manoplas y rameras ("una vez destartaló a seis borrachos, en defensa mía, y no dejó que yo interviniera porque debía boxear el próximo fin de semana", recuerda Chocolate), a pesar de su injusta suerte en el póquer o de las noches que perdió bailando charlestón en antros de quinta clase, a pesar de su excelente mala vida, el inocente Eladio Valdés merecía otra oportunidad, siempre y cuando les prometiera soñar en grande.

Black Bill volvió al establo de gladiadores de Luis Felipe, un rancho en las afueras de Nueva York, y con esmero propio de adolescente se entregó en cuerpo y alma a la hazaña de mejorar su alma y su cuerpo, aunque a Chocolate le llamó la atención que prefiriera correr sólo por los senderos del bosque y que, al término de las sesiones de entrenamiento, se encerrara en su dormitorio, negándose a socializar con sus compañeros. Así lo comentó con Luis Felipe. "Todo hombre tiene derecho a guardar secretos. En lo único que tu amiguito debe pensar es en la cara de perro de Midgest Wolgast y en el Madison Square Garden, que esa noche va a reventar de burlones", respondió el entrenador y no le concedió mucha importancia a las rarezas de Black. El cara de perro de Midgest Wolgast acababa de ganar el cinturón mundial de peso mosca, y había aceptado esa pelea contra Black Bill, pactada quince rounds de tres minutos, sin conteos de protección, porque pensaba seguramente que el famoso mujeriego sería una leyenda fácil de desacreditar sin poner en peligro la corona. Cuatro días antes de la fecha marcada, Chocolate acompañó al malgenioso Black Bill a la barbería, pues por órdenes del entrenador debía presentarse en público con un rostro más amable: "Éstas son cosas de maricones", se defendía Black mientras el peluquero le aplicaba fragancias mentoladas en el cuello y las mejillas. En una pausa cualquiera (la irrupción de un cliente, un poco más de filo en la navaja) Kid notó que el párpado izquierdo de su amigo se había quedado en vela, como una cortina a la que se le hubiesen aflojado los resortes. Acercó su mano a la cara. No obtuvo respuesta. Entonces Black olfateó el aliento de Kid, giró la cabeza y le clavó en la conciencia de su amigo la estocada suplicante de su único ojo vivo; el ojo muerto, en su brutal indiferencia, parecía transplantado de un asno: "No le digas a nadie", dijo: "Prométemelo". A Eligio Sardiñas no le alcanzaría la vida para arrepentirse de aquel pacto.

IV

La mulata regordeta de pasas rebeldes estaba en primera fila, ecuánime, frotándose la Lámpara de Aladino de la barriga: el duende de su hijo ya pateaba el fondo del ombligo. Corría el jueves 27 de marzo de 1930. En el último de los dos combates estelares del programa, Kid Chocolate debía enfrentar a un contrincante marrullero, Al Ridgeway, temido en los círculos boxísticos por la maña de desinflar a sus rivales con trompones bajos, relampagueantes e invisibles. En el penúltimo duelo, Black Bill subió a la esquina azul y tuvo que ladear la cabeza a la izquierda para poder ver cuánto odio traía entre ceja y ceja el tal Midgest Wolgast, a quien ellos en el rancho habían apodado El Buldog. Black era de los grandes. La mulata regordeta lo saludó con un abanico de dedos. Durante los primeros asaltos, Black Bill logró mantener la iniciativa y sin duda llevaba cierta ventaja en las tarjetas de los jueces, gracias al principio de pegar sin que te peguen, pero a partir del séptimo episodio algún gesto traicionero hizo saber al sabueso de Midgest Wolgast que debía concentrar sus rectas sobre el ojo derecho de su oponente, el único que parecía alerta pues el izquierdo estaba cubierto por un velo de sangre.

Los últimos novecientos segundos, Black Bill batalló desde el fondo de una cueva contra novecientos alacranes que le picaban la cara. La noticia de la paliza corrió por los vestidores del Madison Square Garden y, al escucharla en su camerino, Chocolate se abrió paso hasta el cuadrilátero para animar a su amigo desde la esquina. "Para la pelea, Eligio", suplicó la mulata regordeta, que se retorcía de dolor. "Tira la toalla, Pincho, tira la toalla", suplicó Chocolate. Luis Felipe se negaba a claudicar; en veinte años de pugilatos, jamás pidió clemencia para un soldado suyo. Midgest Wolgast había arrinconado a Black contra las cuerdas y le martilleaba la calavera sin piedad, como si quisiera enterrarle un clavo en el cerebro. "Midgest era un leñador que corta un roble con un hacha: los robles no se defienden", escribiría un periodista al narrar los hechos. Black se orientaba por el zumbido de avispa de los trancazos. "¡Carajo, Pincho, el viejo está tuerto!", gritó Kid. Cuando Luis Felipe echó a volar el trapo de rendición, el campanazo final suspendió la toalla en el aire y la hizo gravitar un instante, soplada como una pompa de jabón por los vítores del auditorio. Black Bill estaba de rodillas, los brazos caídos, la mandíbula descolgada, los ojos reventados. "No importa, tú sigues siendo grande", dijo Chocolate al abrazar a su ídolo. La mulata regordeta estaba sentada al filo de la butaca: un hilo de líquido grasiento mojaba sus muslos. También había perdido al crío. "Mátalo", balbuceó Black Bill.

Mátalo. Chocolate salió a pelear con la camiseta salpicada de sangre. Cada gancho, cada recta, destilaba odio. Al Ridgeway perdió el protector de boca. A mitad del segundo round, tanta era la rabia de los golpes que Al Ridgeway se desinfló con un sonido de gaita y estuvo boqueando ahogos los diez segundos que el réferi tardó en decretar el nocaut. Kid le exigía que se incorporara, que diera pelea, cabrón, que lo dejara aniquilarlo a trompones para vengar de algún modo la puñetera suerte de los pobres. Los comentaristas de la radio no podían explicar la metamorfosis del cubano: todos reconocían la exquisitez de su técnica, la perfección de su sistema defensivo, la movilidad de sus piernas, la indulgencia con que trataba a rivales menos aventajados; nunca antes lo habían visto maltratar a un hombre con semejante furia. Cuando Kid regresó al camerino, Black Bill y la mulata regordeta se habían ido sin dejar más pistas que unos lentes abandonados sobre la silla y un escurridizo rastro de brandy en el ambiente. "Se los tragó la tierra", dijo Luis Felipe. Chocolate no volvería a ver a Black sino hasta la mañana del jueves 14 de junio de 1934, y sería en un oscuro departamento de una pensión de Harlem (East 110 street, número equis, noveno piso, a cien metros de Lexington Avenue), media hora después de que la esposa de Black lo llamara por teléfono para rogarle a gritos que fuera corriendo, por amor de Dios, corre, Black está mal, Kid, muy mal, borracho y con una pistola calibre 38 Especial en la mano: "Pide verte. Vuela, coño".

Kid voló. A saltos subió los cuatro primeros pisos del inmueble, pero al atacar el quinto tramo de escalera las piernas se le doblaron y tuvo que requintarse en la pared. Sintió mareos. Todo daba vueltas de carrusel. De la cadera hacia abajo apenas sentía un calambre escalofriante. A duras penas alcanzó la séptima planta, donde ya oyó claramente los insultos de Black Bill y la voz de la esposa que imploraba misericordia. "Sigue vivo", pensó y esa convicción lo impulsó hasta la próxima escala. Allí escuchó el primer disparo. Silencio. Tres disparos más. Los últimos escaños los gateó en cuatro patas. De repente, la mujer de Black saltó sobre él, escaleras abajo —impulsada por un alarido: "Está ciego, Dios, está loco". Lo estaba. Cuando Kid entró en la habitación, sin aliento, vio a su amigo recostado a una columna de la sala, desnudo, diabólico, con una banda en los ojos: era un espantapájaros azotado por la ventolera de la demencia. "Lo único que brillaba era el metal de la 38. Traté de convencerlo de que no valía la pena jalar el gatillo, que él era un hijo de puta, el hijo de puta predilecto de Jesús María, mi socio, mi hermano, mi ambia, no sé ni lo que dije, para qué te digo. Se le había trancado la mandíbula. Yo temblaba, cómo temblaba". Al reconocer la voz de Chocolate, Black Bill debió haber sentido una vergüenza insoportable porque masculló una frase, se apuntaló el cañón en el bosque del vientre y, sin encomendarse a nadie, en pleno dominio de sus fracasos, se desgajó la pinga de un balazo. Cuando lo subieron a la ambulancia, ya estaba vacío. "Era un guante sin mano". Cinco litros de sangre goteaban por los escalones.

V

"Black se había vaciado, blanquito: era un guante sin mano, una alpargata sin pie, un bolsillo de carne. Lo extraño. Mucho. Me duelen las piernas cuando pienso en él. A partir de aquella escalera interminable ya nada fue igual. Voy de recuerdo en recuerdo, de rama en rama. ¿Puedes imaginarte lo que se siente ser Campeón Mundial tan jovencito? No. No puedes imaginarlo. Ponte en mi lugar. Inténtalo. ¿Puedes imaginar lo que se siente al amarizar en la bahía de La Habana en un avión privado, como un cisne de alas grandes, y ver a miles de personas aplaudiéndote desde las dos orillas? Qué privilegio. Hay una película de ese recibimiento. Yo voy en ese avión, el que amarizó entre barcos. Un avión blanco. Y luego perder tanta gloria ante un espantapájaros llamado Frankie Klick, un perfecto desconocido, y todo por culpa de la temblequera de mis patas. Que te gane el incansable Benny Blass o Jack Kid Berg no es pecado, ¡pero Frankie Klick, si Frankie Klick era un bulto! Mira, Benny Blass solía terminar sus combates antes del tercer asalto. Tenía un martillo en cada puño. Me dio un mandarriazo en la tabla del pecho que me puso en órbita. Mis rodillas estaban hechas de merengue. De esa pelea sólo recuerdo la cara de Benny bajo el cono de luz. No me explico cómo pude vencerlo. De milagro. Yo acostumbraba a persignarme antes de que sonara la campana. Sé que a Dios le gusta el boxeo. A veces, pocas, Él me ayudaba. Ese día, por ejemplo. Yo no vencí a Benny Blass en Filadelfia: no hubiera podido. Ganó Dios. Otra fue la historia ante Jack Kid Berg, el caballeroso inglés, un atleta de cuerpo entero. Todas las noches, desde aquella noche de agosto, sigo golpeando a Jack Kid Berg. Llevamos cien mil rounds peleando. Pega duro. Hasta en sueños pega durísimo. Despierto sudando, aterrorizado. Perdí sin perder. Me robaron la pelea. Lo mismo me sucedió contra Battalino, meses después. Lo tumbé. Cayó redondo. Los italianos caen bonito, ¿sabes?, con estilo, grandilocuencia. El réferi lo ayudó en el conteo. La gente en el Madison Square Garden lo sabe. Dos veces le gané a Battalino el campeonato mundial, en una sola pelea, pero los jueces le regalaron el combate, también dos veces. Battalino lo reconoció. Me lo dijo en un bar: me dijo que el réferi contó lento, muy lento. Battalino siempre pagaba sus deudas. Era un buen hombre, de principios, gran señor. También fui amigo de Tony Cazoneri, Fidel La Barba, Lew Feldman, a quien le arrebaté la corona de los ligeros que puso en juego la Comisión del Estado de Nueva York. Yo prefería la trusa negra, con listas rojas. No sé, me inspiraba confianza. Hablo como los locos. Sin ton ni son. Pero tú entiendes, ¿verdad, blanquito?

"El boxeo es un arte; el boxeador, un artista. Luis Felipe me llevó al médico. Estaba liquidado. En la fuácata, como decimos los cubanos. El doctor me preguntó si había pasado mucha hambre en mi infancia, y le dije que para mí un caramelo era un banquete. La hambruna me enfermó. Padecía tuberculosis ósea. Mis huesos estaban faltos de sopa. No sólo de pan vive el hombre: también necesita proteínas, vitaminas, minerales y un buen bistec de vez en cuando. La tuberculosis ósea es enfermedad de hambrientos. Luego vino la sífilis, pero a ese mal no le guardó gota de rencor porque era el precio que entonces debía pagar por amar a ciento once mujeres. La huella de las tripas sí que duelen; las del corazón, acompañan. Son cicatrices de guerra, cruces en la culata del revólver. La penicilina llegó tarde para mí. La última vez que fui a Nueva York me invitó Kid Gavilán: iba a discutir un campeonato mundial y me pidió que lo acompañara para darse 'brillo'. Yo era un cadáver. Gavilán medía cinco pies pero tenía la fortaleza de un toro. Asimilaba hasta el atropello de una locomotora. Nunca lo noquearon ni visitó la lona. ¿Por qué menciono a Gavilán? Ya sé: por mi encuentro con Sugar Ray Robinson. Quiero decir, mi segundo encuentro. Una buena anécdota, de esas que parecen de película. Sugar la relata en sus memorias. Tengo el libro por ahí. Recuérdamelo, para contarte después. ¿Qué te decía?

"¡Ah!, las mujeres. No me arrepiento. Si volviera a nacer, me robaría pollos de las carnicerías. Por tres asuntillos pendientes quisiera otro chance: para buscar a Esperanza, para desquitarme de Frankie Klick y para cobrar el cheque que me ofreció Sugar Ray Robinson aquella tarde. Odio la pedantería. La principal virtud del hombre es la sinceridad. Y te soy sincero, aunque parezca pedante: yo fui el mejor boxeador del mundo. De verdad. Dios lo sabe. Pregúntale cuando te mueras. Háblale de mí. Dile que debo estar en el infierno. Mi carrera acabó de repente, de golpe y porrazo, en plena juventud. Así es el mundo, una caja de sorpresas. Qué cosa. Pobre Black. Tuvo cojones para volárselos. De cuajo. ¡Táyaba!".

VI

Chocolate se aburre en el gimnasio: tiene poco que hacer. El día del combate estará sin mayores responsabilidades en la esquina del camagüeyano Gerardo González, alias Kid Gavilán. Llevará el cubo de agua, por ejemplo, o le echara fresco con la toalla. A fin de cuentas, su compromiso es posar junto al campeón —a quien le gusta ser complaciente con los fotógrafos, mucho más ahora que va a defender por séptima vez la corona de peso welter. Jonnny Saxton no parece un rival de consideración, así que tampoco hay por qué preocuparse demasiado. Las apuestas hablan claro: el desconocido Saxton va en desventaja, cinco a uno. Si fuera contra Sugar Ray Robinson o Doug Rafford otro gallo cantaría porque el camagüeyano ha perdido ya dos veces ante ellos. Le tienen cogida la baja. Lo que no sabe Chocolate es que el apoderado de Gavilán ha vendido la pelea y piensa cobrar un dineral por la traición. Pero para qué contar esa historia.

Lo que sí sabe Chocolate es que una Coca Cola caliente es un purgante. Almuerza pollo y papas fritas, en un rincón del gimnasio. Entonces se le acercan tres negros enormes, perfectamente vestidos. Traen polainas aristocráticas, zapatos de dos tonos, chalecos italianos y sombreros de ala discreta, ladeados a la derecha. Esperan a que el veterano gladiador trague la pechuga y el que parece de mayor jerarquía (un hombre de ébano con espejuelos de plata, bifocales) le pregunta si puede acompañarlos, pues hay un admirador que quiere saludarlo. Chocolate se apura el fondo del refresco: "Andando", dice. En la calle le espera una limusina que si no fuese blanca la habría confundido con un carro fúnebre. Es verano en Nueva York. Casi cuarenta grados a la sombra. El cubano reconoce el cruce de Broodway y la 47: ríe solo, de sus maldades se acuerda. Con disimulo, el dedo índice estampa su firma al vuelo.

Ahora Chocolate está de pie ante la barra de un bar lujoso. A esa hora, pocos parroquianos frecuentan el lugar —todos negros, de buen porte. Actores de Hollywood, trompetistas de Brooklyn, abogados de Harlem, héroes del desembarco por Normandía. Hasta el aire que se respira huele a billetes. No hay cristal que no sea bacará ni metal diferente al oro. La vida brilla. También brilla el whisky triple a las rocas que ha encargado al barman en un inglés callejero, mientras espera ser recibido por el misterioso admirador. Sus tres acompañantes le habían dicho que podía pedir el trago que quisiera, cortesía de la casa, y la última vez que se emborrachó con ese veneno de malta acababa de colgar los guantes para siempre, así que saborea cada sorbo para quitarse aquel mal sabor de boca. El hombre de los bifocales viene por él y con un gesto amable le indica que lo siga, cabaret adentro. Por los pasillos interiores trotan mulatas delgadas y traviesas, en mallas de bailarinas; el cubano las evalúa con el olfato: son joyas. La excursión termina en un despacho propio de un banquero. "El jefe no demora", dice el de los bifocales y se retira. Chocolate apenas tiene tiempo para recorrer con la vista la habitación porque segundos después se abre una puerta secreta, bien disimulada en la estantería del librero, y entra un negro en mangas de camisa y tirantes, de noble cara. Es el jefe.

— Hola —dice el recién llegado.

— Hola, campeón.

— ¿Me conoce?

— Quién no... ¡El gran Sugar Ray Robinson, vencedor de Jake La Motta y verdugo de Gavilán! Después de mí, tú eres el mejor boxeador del mundo, libra por libra —dice Chocolate, confianzudo, y hace un gesto chistoso para restarle grandilocuencia a sus alardes. Los dos intercambian risotadas, como jabs.

— Míreme bien. De veras, ¿no recuerda cuándo nos conocimos?

— No. No lo recuerdo.

Sugar Ray Robinson busca en la primera gaveta del escritorio y saca una gorrita de gamuza, color crema. Abre los brazos en cruz. Da vueltas en redondo, como un muchacho.

— ¿Tampoco le dice nada esta gorrita? Un día, hace muchos años, usted iba saliendo de un estudio de fotografías y se le acercó un niño de ocho años... ¿Recuerda? 1929... Navidad.

— Lo siento. De allá a acá, ha llovido mucho.

— Aquel niño le preguntó si en el boxeo podía ganarse mucho dinero... Y usted le dio una respuesta que cambió su vida... Dijo que sí, que con un poco de suerte y entrenamiento, dedicación, entrega, podía abrirse una buena cuenta en el banco y construir una casa para la familia y comprar un automóvil del año y tener una corte mujeres...

— Hasta ciento once, según mi cuenta. Uno, uno, uno, 111.

— Pero también dijo que la fortuna o la pobreza no era el tema importante. "El boxeo es un arte...

— ...y te da la posibilidad... —añade Chocolate como quien repite un parlamento de teatro.

— ...de convertirte en artista" —terminan de decir a dúo.

Chocolate toma la gorrita en la mano. La revisa. La huele. La dobla. Le queda grande en la cabeza.

— Eso es lo importante —dice Chocolate: —Está chula la gorrita.

— Ese niño soy yo.

— Ya lo suponía.

Sugar Ray Robinson le tiende un cheque en blanco, ya firmado.

— Sé que no ha tenido suerte. Ayer me enteré que estaba en Nueva York. Leo los periódicos en las mañanas. Llamé a Gavilán y me dijo dónde encontrarlo. Desde aquel día...

— ¿Dices que nevaba?

— Caía una cortina de nieve... Usted andaba en un Cadillac color platino.

— Dieciséis cilindros, descapotable. Aún lo conservo. No camina. Me lo han querido comprar pero hay cosas que no se venden. También hay cosas que no se compran.

— Escriba la cifra que quiera y mañana cobra el cheque, a primera hora.

Chocolate recorre el despacho. Arrastra los pies.

— El cabaret es de primera. Me recuerda uno que solía visitar en París. Odio París. Tus bailarinas son más lindas que las francesillas... Huelen a... ¿a qué huelen? A piedras preciosas, si fuera posible un aroma así...

— Todo esto es mío, gracias a usted.

— Las peleas las ganaste tú, no yo.

— Soy rico.

— Se nota. Cuidas la imagen.

— Desde aquel consejo le estoy en deuda. Déjeme pagarla, ahora que todavía puedo.

— De ninguna manera.

— No sea soberbio.

— Ya me acuerdo. 126 libras de chocolate. Esta gorra me la regaló una amiga de Greta Garbo, el día del estreno de El beso. Cubana ella. Digo, la amiga de Greta. Me la ganó. Se llamaba Mercedes. Soy como soy.

Sugar Ray Robinson destapa su pluma fuente, punto de oro.

— Lo dejo solo. Escriba un número. Cualquiera.

Chocolate sonríe.

— Hagamos una cosa —dice—. Algo más simple, campeón. Si me pides otro whisky a las rocas, de malta, como el que me enseñó a beber Jack Kid Berg, liquidas tu cuenta pendiente. Luego me devuelves la gorra y seré yo quien te quede en deuda, artista.

Cuando Kid Chocolate abandona el cabaret, un golpe de aire caliente abofetea su cara y le hace perder el equilibro. "Carajo, estoy mareado", le escuché quejarse. Se apoyó en el respaldo de una silla. En La Habana de aquel 1988 también hacía mucho calor. Yo le ofrecí otro trago de aguardiente.

— ¿Se siente mal? —dije.

— Total, se me perdió la gorrita. Soy un berraco.

— No diga eso.

— Debí haber escrito una cifra de cinco ceros. O de seis. El cheque tenía letras doradas.

Me hizo gracia el comentario.

— Regresé a La Habana, después de la derrota de Gavilán. Desde entonces, apenas he salido de esta casa. No tengo amigos ni mujer ni nada —dijo.

— ¿Y qué ha sabido de su novia?

Chocolate se sacudió un escalofrío.

— Te dije que no tengo mujer. ¿Estás sordo?

— La muchacha de la foto. La que besó en el cuarto. ¿Qué pasó con ella?

Chocolate demoró medio siglo en responderme —medio siglo y cinco años, para ser preciso.

— ¡Ah!... Hace poco nos encontramos, después de cincuenta y cinco años. En la guagua. La ruta 22, que llega a La Lisa. Estaba igualita. Un poco más gorda, pero linda cantidad. De tranca. La reconocí enseguida. Iba en el fondo. Atrás. Ella también me reconoció. Cruzamos miradas entre las nucas de los pasajeros, a pedazos: la nariz, la oreja, la clavícula, su risita. Avancé como pude. Permiso. Permiso. Gracias. Muy amable. Ya la tenía a tiro, cuando se bajó en la siguiente parada. Yo me quedé arriba, sujeto al tubo. Encaramado. Me miró desde la acera. Qué ojos. Verdes, verdes. El corazón me latía. La puerta se cerró. Seguí a bordo. Por la ventanilla del fondo, la miré y miré y miré hasta que se puso chiquita al final de la calle, enanita. Al carajo y la vela. Lo que pasó, pasó. Agua que no has de beber, déjala correr... Jaja. Canto horrible.

— No lo entiendo. ¿De qué se ríe? No creo una palabra, salvo lo del comercial de chocolate, porque vi el cartel en el comedor. La muerte de Black Bill también es mentira, ¿verdad? ¡A quién se le ocurre suicidarse de esa manera!...

— A Black...

— Usted está inventándolo todo. He investigado sobre Jack Kid Berg, por ejemplo, y nadie afirma que fuera un caballero. Más bien tenía malas pulgas. Usted lo confunde.

— Tú me confundes.

— ¡Un cheque en blanco, firmado! Puro cuento. A ver, ¿cómo se llamaba el cabaret de Sugar Ray Robinson? ¿Acaso Cotton Club? No me cuente la película, Kid. No puedo escribir una historia si no me la creo. Con suerte, será el reportaje a un viejo loco que le habla a los retratos. ¡Vaya fantasía!

— Pregúntale a Pincho, chico: él estaba ahí.

— Pincho se murió hace mil años.

— Pregúntale a Black Bill.

— Se suicidó... ¿Recuerda? Se capó de un balazo. ¡Táyaba!

— Soy la última carta de la baraja. Piensa lo que quieras, blanquito. No escribas nada. Loco o no... la Historia habla de mí. Estamos borrachos.

— ¡Borracho, usted!

— Dame un trago, por favor —dijo y estiró la mano. El vaso temblaba entre sus dedos. Las uñas arañaban el cristal—. Respétame. Estoy viejo. Merezco respeto.

— Dice que buscó a su novia en ciento once mujeres...

— No jodas. Deja la descarga. Hablas mucho. Créeme y ya.

— Dice que nunca la ha olvidado, y a la hora de los mameyes se le escapa, la deja ir. Raro, ¿no?

— No la dejé ir.

— Claro sí.

— ¿Quién te crees?

— Debería estar acá, con usted.

— No entiendes nada. Estás trocado, blanquito. Te digo que no, carajo, que no la dejé ir —dijo y golpeó sus puños, nudillos contra nudillos, como quien se ajusta unos guantes—. Yo fui el que se fue.

La confesión me pegó en la cara.

— ¿Por qué? —quise saber, recostado a las cuerdas.

— ¿Por qué lo hice? No sé...

Chocolate echó al suelo un chorrito de aguardiente —el homenaje cubano a nuestros muertos.

— ¡Por el viejo Black Bill!

Kid me miró a los ojos. Tenía las pupilas amarillas, venosas. Tuve la impresión que había un niño al otro lado de sus párpados. Bajé la guardia. Yo estaba derrotado.

— Mentira. Sí sé. Me acobardé... Soy hombre. Ya no tengo ganas de pelear. No hay nada más triste que una pinga muerta.

Eligio Sardiñas Montalvo se retiró del boxeo en 1938 con récord de 135 victorias, 9 derrotas y 6 decisiones nulas. Murió en La Habana el lunes 8 de agosto de 1988 —sin Esperanza.

© cubaencuentro

En esta sección

La vida siempre te da una revancha

Miguel Cabrera Peña , Santiago de Chile


Subir