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Actualizado: 16/05/2024 10:29

Crónicas

Inmortales por casualidad

Si no fuera por los descubridores extranjeros, muchos artistas y escritores cubanos hoy famosos habrían muerto en el olvido.

Gracias al guitarrista estadounidense Ry Cooder ha conocido el mundo por estos días la noticia de la salida de un disco póstumo del sonero Ibrahim Ferrer. No es que él la haya dado a conocer. Es que Ry Cooder convirtió en noticia a Ibrahim Ferrer. Sin él, Ferrer habría sido uno de esos tantos cristianos que mueren a diario, familiares y amigos del barrio lo llevan al cementerio, y cuando el tiempo pasa no existieron. Fueron como el viento que pasó una tarde levantando las faldas de las muchachas.

Por falta de obra no habría sido. Cuando Cooder lo descubre, lleva Ferrer cincuenta años largos haciendo música unas veces y otras interpretándola. Pero no ha tenido suerte. Es uno de los del coro. Otro más.

No fue el único descubrimiento de Cooder en su célebre visita a La Habana en la década pasada. Ni tampoco el más notable. Ferrer al menos estaba en activo. Pero cuando Cooder llega a la calle Salud a rescatar al luego legendario Compay Segundo, veinte años hacía que desilusionado el Compay le había dicho adiós a la música y recuperando su chaveta de otro tiempo se había puesto a envejecer haciendo tabacos en una famosa fábrica.

Eliades Ochoa, otro de los descubrimientos de Cooder, en esa aventura que fue el Buena Vista Social Club, era de hecho un desconocido, uno de esos nombres que uno oyó tal vez una vez pero que no recuerda, un artista municipal por completo. Omara Portuondo, en cambio, llevaba cincuenta años ocupando espacio frente a las cámaras. Todos aquí, y muchos en México, la sabían una de las mejores voces del siglo, pero ahí quedaba archivada su excelencia.

Tan desconocida como Ochoa, eran la Caturla y los demás nombres que harían de la visita de Cooder a La Habana un acontecimiento en cierto modo comparable, en otro orden de cosas, al de la visita del Barón de Humboldt al comenzar el siglo XIX.

El primer descubridor

No era, sin embargo, la primera vez que nos descubría un extranjero. Treinta años antes, el también norteamericano Peter Seeger descubrió a Joseíto Fernández. Aquel mulato alto y flaco que parecía haber nacido vistiendo guayabera y tocado con sombrero alón de jipijapa, llevaba una eternidad cantando La Guantanamera. Hasta de tema musical para un programa de crónica roja radial que fuera muy popular la utilizó. Pero sería Seeger quien en cierto modo la "oyera" por primera vez. Gracias a él, hoy la oye el mundo entero.

Tampoco fue Seeger el primer descubridor de talentos cubanos. En el momento de recibir Nicolás Guillén la carta de don Miguel de Unamuno alabándole su hallazgo poético en Motivos de son, hasta Nicolás Guillao le llamaba alguna prensa.

Años más tarde, ya famoso en los medios literarios habaneros por sus publicaciones y su aventura al frente de la revista Orígenes, también el entonces vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, José Lezama Lima, necesitó el aval extranjero. Primero, para obtener la liberación de su novela Paradiso, que al salir de imprenta cayó prisionera. Y después para que le fueran reconocidos sus valores literarios. Pues en su país ni siquiera quienes después más la ensalzarían, la tuvieron en cuenta.

"Una de esas herejías de Lezama", desdeñoso me decía hablando de ella un crítico muy lúcido, en cuya casa la vi por esos días, colocada sobre una mesita de una sola pata en un rincón de la sala, muy presilladito el capítulo VIII del escándalo, de modo que su esposa, que empezaba a leerla, no pasara por el mal momento de dar con aquellas páginas "lamentables, además de ociosas", según el decir textual de mi crítico.

Otra gloria que tuvo que esperar por su Barón de Humboldt mágico, fue el meteórico Polo Montañez, que había venido cantando con su grupo a la orilla de un camino que conducía a un restaurante campestre al cual, por músico callejero, no lo dejaban acercarse las autoridades turísticas de la localidad.

Y cuando de "afuera" no llegó el descubridor, afuera lo tuvo que ir a buscar el creador. En el XIX, Heredia y la Avellaneda hicieron su obra afuera. Después Alejo Carpentier, que no toda la escribió afuera, porque afuera, donde era amigo de media humanidad literaria, tenía sus editores. Igual Dulce María Loynaz, a quien ya en 1928 le publicó Aguilar sus Obras Completas.

Coyuntura política descontada, afuera serían confirmados Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Jesús Díaz, Manuel Díaz Martínez, Zoè Valdés y, últimamente, Raúl Rivero. Y sin coyuntura política, Abilio Estévez y Pedro Juan Gutiérrez. Virgilio Piñera estaba ya en los planes de Gallimard y de Feltrinelli cuando de repente entró en su noche cubana de la que no saldría hasta morir.

No han sido los únicos casos. 400 años de colonialismo español primero y 52 de neocolonia norteamericana después (total, los 36 primeros y al 10 por ciento los últimos 16), han dejado su huella en el país. Si de afuera no llega la noticia de que el compatriota tal es de primera, cómo saberlo.

En otro tiempo, el artista tomaba el barco y salía por su cuenta a buscar ese certificado de calidad. Fue el caso del Trío Matamoros, Bola de Nieve, Rita Montaner, Wifredo Lam y Alejo, entre otros. Anarquía a la que la Revolución le puso fin, a fin de proteger al creador del hambre y el frío si fracasara afuera.

Además, no todo el mundo tiene alma de argonauta ni tiene suerte en el sorteo de los viajes oficiales, ni un promotor inteligente, ducho en las artes del mercado. Algo de eso debió de faltarles a Ibrahim Ferrer y a sus compañeros del Buena Vista Social Club, hasta que raudo llegó un día por ellos, como en un cuento de hadas, casi a bordo de una alfombra voladora, Ry Cooder, dispuesto a hacer de aquellos ancianos aparentes los jóvenes del momento.

© cubaencuentro

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