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Actualizado: 15/05/2024 1:03

Literatura

Pasiones de un horizonte existencial

Enrico Mario Santí, un sentidor de la literatura cubana y su contexto social y político, habla de su experiencia como exiliado.

Estudioso incansable, ejemplo de lo que Emerson definiera como un "american scholar", Enrico Mario Santí es uno de los grandes conocedores de la cultura hispánica; además de un sentidor de la literatura cubana y su engreído contexto social y político.

Su itinerario en las universidades norteamericanas es extenso: Vanderbilt, Yale, Cornell, Duke, Georgetown. Hoy enseña en la Universidad de Kentucky y escribe en su casa de Claremont, California, junto a su familia y una mata de aguacates. Los tópicos que se abordan aquí se centran en su libro Bienes del siglo (Fondo de Cultura Económica México, 2002), que, como él mismo ha dicho, recoge las pasiones de un horizonte existencial: el de ser un exiliado cubano.

En su etapa en Yale University, además del encuentro con José Juan Arrom, le sucedió el destino de conocer a Emir Rodríguez Monegal. ¿Qué pasaba en sus clases?, ¿cómo fue que le convenció para hacer una tesis sobre Neruda?

Emir era lo que en USA llamamos un celebrity. Mitad hombre de letras, mitad empresario cultural. Sus clases eran divertidas e informativas, pero no rigurosas. En ellas aprendí mucho de cómo conducir una clase sin que los estudiantes se aburrieran. Pero no puedo decir que aprendí a leer, propiamente. Eso lo había aprendido antes de llegar a Yale, como cuento en el prólogo de Bienes del siglo. Tal vez fue eso, que demostré en mis trabajos y presentaciones de los seminarios de Emir, lo que nos acercó.

En el departamento de Español había grandes fricciones, no siempre académicas, entre los profesores, y una de ellas era la que rivalizaba Arrom con Emir. Arrom es un viejo bulldog, graduado de Yale y veterano profesor. Vive en Estados Unidos desde los años treinta, cuando su acaudalada familia del norte de Oriente le envió a estudiar a este país y escapar del machadato. Emir, en cambio, era un recién venido al mundo académico americano, aunque había enseñado en Montevideo, París y Cambridge.

Pero la fricción entre ellos era, además, de índole política. Arrom simpatiza con el castrismo, mientras que Emir era su bestia negra, satanizado como había sido por el affaireMundo Nuevo. Pronto me encontré en una disyuntiva: Arrom es, o al menos era en ese entonces, una excelente persona y un amable compatriota; Emir era menos académico, en el sentido profesional del término, y mantenía cierta distancia con los estudiantes, al menos al principio. Pero sus ideas eran más novedosas (eran los años del boom de la novela y del post-estructuralismo en la crítica) y, francamente, me sentía más cómodo trabajando con él.

Todavía recuerdo con angustia el día en que tuve que notificarle a Arrom mi decisión. Puede que se haya sentido traicionado, aunque su integridad como profesor y como persona le impidieron criticarla. Mi primer curso con Emir fue un seminario de literatura comparada sobre Neruda y Whitman. De mi proyecto en el seminario, sobre la imaginación profética y romántica en ambos poetas, nació la tesis. En ello influyeron, sin duda, otros cursos de Yale a los que asistí durante esa época, con Paul de Man y Harold Bloom.

En su ensayo Parridiso hace una interpretación sentenciosa de la estética de Lukács acerca del arte moderno como un reemplazo de "lo típico concreto" con lo "abstracto particular". ¿Comparte esa tesis?, ¿le ha sido útil en el estudio de la literatura hispanoamericana?

No soy filósofo, así que seguramente meteré la pata (no será la primera vez). Alude usted a la segunda nota al pie de ese ensayo, donde me refiero, entre otras fuentes, al "escándalo del arte moderno", que Lukács resume en su ataque a Kafka, y la "ideología" de lo que los anglos llaman modernism y nosotros vanguardia. No comparto, desde luego, esa piadosa diatriba a favor del "realismo crítico", que es tan sólo una apología velada del realismo socialista.

Francamente, nunca me he planteado extender el concepto a otros textos, pero no estaría mal hacerlo, como usted sugiere, sobre todo en lo que toca a la narrativa cubana de la llamada revolución. Los estudiosos que han tratado el tema —por ejemplo, Menton o Souza—, no se plantean el asunto. Sería interesante aplicarlo a la secuela "carpenteriana", que abarca escritores tan disímiles como Benítez Rojo, Díaz y Otero.

En la edición...

En la edición de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Cátedra, 2002), incluyó el prólogo de la primera edición, de Bronislaw Malinowski, quien asegura que Ortiz trabaja sin "pedantería", "con vena volteriana". ¿Se puede entender que el investigador se divierte, que "goza"?, ¿que la sociología está cerca del arte, de la "sabiduría"?

Malinowski y Ortiz eran amigos, aunque la relación entre ellos fue breve —apenas tres años—. La introducción, que Ortiz le pidió, dejó mucho entre líneas, sobre todo el tinglado político que Ortiz debe haberle contado y que, tal vez por acuerdo tácito, se dejó flotar (no olvidemos, también, que Portell-Vilá escribió un prólogo por su parte donde sí abordó lo que en mi edición llamo "la crítica de la caña").

Supongo que Ortiz, y más Malinowski, gozaban de la investigación. Se nota bastante en el tono de sus obras, a pesar de la veta museográfica, restos del positivismo, que afecta gran parte del contenido de las obras de Ortiz. Pero el Contrapunteo…, como algunos han notado, es un texto donde Ortiz se esmeró en su estilo, por lo menos en el ensayo delantero. Al hacerlo, su prosa se acercó, sin duda, al arte literario, en esto tan parecido a Malinowski, aunque no creo, como otros insisten, que eso de por sí lo hace un texto artístico, o literario.

En cambio, Ortiz sí propone y practica —y por eso es tan buena su pregunta— una más amplia sabiduría, dado que estaba muy consciente del efecto que sus observaciones podían tener en Cuba: en la cultura en general y en la política en particular. Más sabía Ortiz por viejo que por sociólogo… En cuanto a mí me toca, sí gozo de la investigación y, sobre todo, de su organización formal en narrativa crítica. Es una de mis adicciones.

En Periodismo y literatura señala el desplazamiento que en el interés del gobierno tuvieron los "intelectuales" a favor de los "periodistas", varios de los cuales, al exiliarse, no han ido a redacciones sino a universidades en calidad de doctorandos y profesores de lengua y literatura españolas. ¿Implica esto un cambio de estrategia política en el enfoque de las disciplinas en la academia norteamericana?, ¿cómo influye en el planteamiento de un intercambio profesional entre la Isla y el exilio?

Divido mi respuesta en dos. Por una parte, lo que digo allí es que al menos en cierto momento, el de la llamada "rectificación", suerte de respuesta al glasnost soviético, el régimen hizo explícita su preferencia por el periodista por encima del intelectual. Dada la necesidad de control, la razón era sencilla: el periodista debe describir la realidad, mientras que el intelectual puede, y en cierto modo debe, decir "no". Es decir, el intelectual es crítico; el periodista no tiene por qué serlo.

No creo, en cambio, que la preferencia haya sido tanto por el periodismo en sí cuanto por cierta anuencia a la política estatal, que es más fácil aplicar al periodismo. No son los periodistas sino su práctica lo que el régimen desea regular. Por otra parte, y en efecto, la diáspora forzó a muchos profesionales cubanos a reciclarse como profesores de español en EE UU y otros países.

Algunos, como Carlos Ripoll, hicieron una gran obra; otros, los más, desempeñaron carreras dignas y, sobre todo, lograron mantener viva la causa de Cuba en el siniestro mundo académico norteamericano. Conozco sólo un par de casos que pasaron del periodismo a la enseñanza: Roberto Esquenazi-Mayo y Antonio Benítez Rojo. Pero Roberto vino a EE UU en los años cuarenta, y el periodismo de Antonio fue una de varias carreras que practicó. Por tanto, los casos a los que usted alude son para mí forzosamente hipotéticos.

Sí observo que la academia norteamericana es demasiado diversa para que un grupo, o escuela, domine una estrategia política, o siquiera un intercambio profesional entre Isla y exilio. Sin embargo, la idea de un intercambio yace al menos implícita en los programas de estudio en Cuba que patrocinan universidades norteamericanas, incluyendo algunas en la Florida, donde enseñan profesores de origen cubano. Pero ni el Estado cubano permite que ellos enseñen allá, ni a las instituciones cubanas les interesa —con contadas excepciones— enviar expertos o especialistas, sino policías disfrazados de humanistas.

Tal vez en...

Tal vez en las ciencias duras se dé más ese verdadero intercambio, sobre todo de allá para acá. Pero en lo que he visto hasta la fecha de las ciencias sociales o las humanidades, el llamado canje ha sido falso.

En la introducción a Bienes… habla del diálogo entre cubanos del exilio y autoridades de la Isla en 1978. ¿Cómo se concibió la presencia de tantos académicos e intelectuales?, ¿hubo algún indicador preexistente a la selección? Los matices y diferencias que hoy se observan entre aquellos asistentes al evento, ¿existían al llegar a la Isla o se forjaron en ese diálogo?

Creo que es en el prólogo a Por una politeratura (Ediciones El Equilibrista, México, 1997), mi libro anterior, donde aludo al llamado "diálogo", aunque en Bienes… sí recojo otro texto, De Hanover a La Habana, donde hablo de ese momento en mi itinerario. El tema, por cierto, empata con la pregunta anterior.

Hablando del llamado "diálogo", todavía recuerdo cómo un eminente profesor, en medio de las discusiones que sostuvimos sobre los acuerdos, le sugirió directamente a Fidel Castro establecer un intercambio que el profesor llamó "profesional" y que podría empezar, a manera de experimento, con profesores universitarios. Hasta se ofreció él mismo como primer voluntario.

Castro se rió de la propuesta y señaló (estábamos en 1978) que en Cuba ya no había "profesionales": se había hecho una revolución de obreros y campesinos. Esa presencia en el llamado diálogo de profesores e intelectuales de buena voluntad y no poca ingenuidad, se debe a que la idea la había promovido, además del banquero Bernardo Benes en Miami, gente como Lourdes Casal y Marifeli Pérez-Stable, en Nueva York, ambas profesoras que en ese entonces militaban en las filas de la revista Areíto, un grupo de jóvenes, no todos profesores, que abogaban por un acercamiento a lo que ellos llamaban "Cuba".

Mis comillas ironizan el concepto porque, al igual que años después haría el grupo Bridges to Cuba (Puentes a Cuba), nunca se plantearon que "Cuba" no existía sin pasar por el tamiz ideológico, o mejor dicho, la maquinaria policíaca del Estado. No tengo idea de cómo se escogieron los que participamos, aunque supongo que debe haber habido una identificación de personalidades abiertas al encuentro y una disposición que hoy llamaríamos "políticamente correcta" (todavía sonrío al recordar a una profesora del grupo que, en la excursión que nos dieron a Tropicana, me señalaba esa noche, extasiada, cómo el show que mostraba una pelea de gallos eliminaba "la obscenidad" y mostraba ¡el heroísmo del pueblo combatiente!).

En realidad, el "diálogo" nunca fue tal. La agenda estuvo controlada por el régimen, y si hubo disensiones abiertas no tuvieron resonancia. Hubo dos grupos: uno que viajó en noviembre, y el mismo grupo ampliado por más participantes que viajamos al mes siguiente. Estuve en el segundo, apenas cuatro días, pero francamente no recuerdo que nadie, ni de una ni de otra parte, jamás me pusiera al tanto de la agenda, aunque sí se habló mucho de los acuerdos, que para entonces era un fait accompli.

Me limité a escuchar, mitad asustado, mitad esperanzado: era la primera vez que regresaba al país desde mi salida, de niño, en 1962, y me movía más el "embullo" que la razón. No creo que el diálogo forjara nada, salvo —honrosa excepción— facilitar el traslado de los ex presos y sus familias a territorio norteamericano. Mucho menos posiciones definidas en torno a la cuestión cubana.

A los dos años, algunos de los que fuimos esperanzados terminamos desilusionándonos con el otro gran evento que le sucedió: el Mariel. Nunca se ha reflexionado, que yo sepa, que el Mariel fue la negación del diálogo (por ejemplo, en el tema de la reunificación familiar, que los barcos atestados de presos y enfermos mentales echaron por tierra). Otros profesores, que hoy abogan por un mayor acercamiento —como Jorge Domínguez, o Alejandro Portes—, ni siquiera formaron parte del grupo del diálogo.

El epílogo...

El epílogo a Bienes… salva con simpatía y autenticidad esos riesgos que existen en toda memoria. Su "mata de aguacate(s)" puede estar ya a la altura de otros árboles literarios, como el almendro, el olivo, la caña, la palma, la yerba buena y el toronjil… ÀLo elevaría al rango de árbol de vida?, ¿dará más cosecha literaria su "aguacatero"?

Como muchos compatriotas que han pasado por el exilio, hace tiempo que escribo unas memorias. Pero como desconfío del yo romántico y siempre lo he visto —con Whitman y Neruda— como un sujeto descentrado o bien por la inspiración o por la retórica, me resisto a explayarme en el tiempo (la vida del profesor, a pesar de lo que dicen los profesores, no es interesante…).

Lo que quiero es contar la historia de mi primer año como exiliado, delimitado por dos eventos históricos: la Crisis de los Misiles (mi familia y yo salimos de Cuba el 16 de octubre de 1962, una semana antes de que Kennedy proclamara la cuarentena) y el asesinato del propio presidente, un año después. El trauma (no hay otra palabra) de ese año en mi vida me dejó recuerdos y angustias imborrables que hace tiempo requieren un exorcismo. El problema para mí ha sido cómo aligerar el tono de este relato. ¡A veces lo que me sale es un remedo de Pedro Páramo!

Bienes… se caracteriza, entre otras cosas, por contener ensayos que lindan entre la literatura y la política. Ese interés por la política resulta, hasta cierto punto, una excepción entre los académicos cubanos que se dedican a los estudios literarios. ¿Cómo enfoca este cruce?

Es cierto que algunos de mis ensayos sobre tema cubano se interesan por la política, pero agregaré enseguida que se ocupan del tema únicamente en cuanto tocan la temática intelectual y literaria o, como diría un burócrata, la "política cultural". No soy ni politólogo ni historiador, pero considero que la política, y sobre todo la moral política, y en el caso de la literatura cubana actual —que tanto abunda en el tema—, es demasiado importante para dejarla en manos de especialistas.

Entre los académicos cubanos dedicados a la literatura, en mi generación al menos, es un tabú escribir sobre política, o mezclarla con la crítica literaria: es más común un tipo "Roland Barthes" que un "Edward Said". De hecho, conozco a algunos que no sólo desdeñan el tema sino que reprochan abiertamente a aquellos que, como yo, nos ocupamos de él (uno de ellos ha llegado a decir, nada menos que sobre el Octavio Paz ensayista, que su obra está llena de "basura ideológica").

En cambio, mi opinión sobre estos colegas es distinta: lamento que no escriban sobre política, pero no los reprocho. Si escribir sobre este tema es una cuestión de conciencia, ¿cómo exigirles lo que no tienen? Aunque tal vez la situación sea aún más complicada. Muchos de ellos sí abrigan las mismas opiniones que yo enuncio, pero no las ponen por escrito por temor a que tengan una repercusión, digámoslo finamente, "profesional". Prefieren la anuencia hipócrita a la articulación racional, y sucumben a las presiones de una academia que se caracteriza por su paternalismo hacia Cuba y América Latina en general y una actitud cínica hacia su cultura. Murmuran sus opiniones, no las piensan…

Con esa complicidad hace tiempo decidí romper. Me ha costado lo que ellos no están dispuestos a pagar. Pero a cambio he ganado no sólo lectores que simpatizan con mis ideas; también una conciencia tranquila de la que, tal vez, ellos carecen.

Para finalizar, le pedimos una exégesis de una afirmación que desliza con mucho cariño en ese mismo epílogo, una hipótesis de "microidentidad": "me siento más cercano a los cariñosos orientales que a los díscolos habaneros".

Nací en Santiago de Cuba, pero me crié en La Habana. Mis recuerdos de Oriente, de donde es toda mi familia, son en cambio mucho más vivos y enternecedores que los que guardo de la capital. A lo mejor me equivoco —la memoria es porosa, dice Borges— pero en mi imaginación Oriente es una mata de aguacates, La Habana una guagua; Santiago de Cuba una sonrisa, La Habana un grito. ¿Son de la loma y cantan en llano?

© cubaencuentro

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