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Actualizado: 15/05/2024 1:03

Literatura

Una vocación infernal

«La buena literatura puede darse bajo tiranía, pero nunca sometida a ésta». Entrevista con el escritor Armando de Armas.

Miami devora a sus escritores. En sus universidades hay sitio para espías, pero no para estos incómodos especímenes. Estoy encaramado en el Palmetto, atrapado en un atasco monstruoso. Suerte que el aire acondicionado del coche funciona a la perfección. Pero hay escritores que no se dejan devorar y continúan trabajando como posesos. Realizan trabajos ingratos y agotadores y, terminada la jornada, van a lo suyo, a su obra. Nada los detiene. Saben que la literatura es una vocación infernal. Que fuera de la literatura sólo cabe esperar el Infierno.

Uno de esos escritores es Armando de Armas, autor de un contundente, volcánico libro de cuentos, La mala jugada, y de varias novelas inéditas. Perdido en este mar de coches hirvientes concluyo que no llegaré a tiempo a la entrevista. Agarro el teléfono.

Armando, ¿quién es usted? ¿Qué busca? ¿Qué le impulsa? ¿Adónde quiere llegar?

Mira, no sé. En una época creí saberlo. Pero un día entendí de golpe que el autoconocimiento, si se alcanza, corresponde ya a un estadio de la sabiduría. La comprensión de ciertos aspectos suele llegarme de pronto, no por intelecto, sino por intuición. Iba por la vida muy seguro de quién era hasta que, envuelto en una de esas situaciones límites, de vida o muerte, me ocurrió eso que los ocultistas denominan "salirse del cuerpo".

Me vi desde atrás y en un punto encima de mi cuerpo, sufrí una sensación de extrañamiento y una pregunta tremenda: si yo estaba en un punto en el espacio fuera de mí mismo, ¿quién carajos era aquella especie de pelele violento que atacaba y se defendía como un poseso?, ¿poseído por quién?, ¿quién reflexionaba en tanto el otro accionaba?

Entonces, lo que busco es dar respuesta al menos a esas tres simples preguntas anteriores. Me impulsa una pulsión; pudiera decir que la patria, el mejoramiento humano, cualquier bobada de esas que los humanos intelectualizados encuentran para edulcorar o embellecer sus acciones, para dar sentido a sus vidas. Quiero llegar lejos, o, no lejos, sino hondo, al autoconocimiento, a la sabiduría, y, desde ese estadio contribuir al autoconocimiento, a la sabiduría de los otros, mediante el uso eficaz, ¡todo lo eficaz que pueda!, del instrumento narrativo y ensayístico; quiero llegar a iluminar ciertos rescoldos de la realidad, del hombre en su oscura y resbaladiza realidad.

Háblenos de sus años de formación, de sus experiencias como escritor en la Isla.

Me crié en una finca cerca de Santa Clara, en un lugar llamado Malezas; un sitio, por así decirlo, fuera del tiempo; en que los muertos y los vivos, la realidad y los sueños, se interrelacionaban en un maridaje sin rupturas; crecí oyendo historias de aparecidos y tesoros escondidos, historias a las que se daba tanta credibilidad como a las historias de una realidad dura y escabrosa, marcada por peleas de gallos, incestos, raptos de mujeres y duelos a machete, además del trabajo cotidiano y embrutecedor.

Allí, una noche, mi madre embarazada de mí, asaltaron la casa los terroristas del 26 de julio, y le pusieron una pistola en la sien a mi padre para quitarle una escopeta 16 de dos cañones; mi madre por poco aborta. Eso, creo, marcó mis relaciones con el poder que se acercaba.

Nací un 15 de octubre de 1958, ese día, para colmo, la misma gentuza había volado los puentes de acceso a Santa Clara y mi madre estuvo a punto de parirme sobre unos racimos de plátano en el Jeep que la llevaba; había, además, los ríos crecidos por un temporal de 15 días de una lluvia pertinaz.

Esa escopeta había pertenecido a mis antepasados desde la Guerra de Independencia. Mi abuelo había estado en la guerra y en la misma perdió 8 hermanos. A mi abuelo el régimen no le perdonaba que fuera anticomunista; él, inconscientemente, desmentía el dogma de que la revolución castrista era la continuidad del ideal de los mambises. Entonces, con 10 años, supe quién tenía la escopeta y un día salté por una ventana y me la robé con dos cartuchos.

Robé algo que era mío, relacionado de manera tremenda con la historia de mis antepasados; refugiado en un bosque pasaba los días imaginando los españoles que pudo haber mandado al otro barrio aquel artefacto, hasta que un día se me ocurrió disparar y por poco se me desprende la clavícula, y se descubrió que era yo el autor del robo que no era robo. Tuve muchísima suerte, la verdad, todo quedó como una chiquillada. No obstante, siempre hubo en la zona quien señaló, para congraciarse, que yo era un pichón de terrorista.

Había también en mi casa un machete paraguayo que era el arma que usaban los insurrectos. La gente cree que el machete de las cargas es el machete con que se chapea un patio; nada de eso, es un arma formidable, ya le faltaba un pedazo y era de mi tamaño con trece años y ni pensar que pudiera levantarlo, una cruz plateada en la empuñadura y pesaba una enormidad. Eso explica que esa arma se llevara las cabezas de un tajo y que en la primera carga al machete, la de Máximo Gómez, quedasen en el campo carabinas españolas con el cañón limpiamente trozado de un machetazo.

Conocí otro veterano de la independencia, hizo la invasión a las órdenes de Gómez con el grado de sargento. Él me curó el asma, un infierno el asma, la medicina no pudo y aquel hombre, blanco y de ojos azules, que se había iniciado en Palo Monte con los congos insurrectos, me curó. En mi casa no había libros, es más, leer era una actividad sospechosa.

Mi abuela materna había sobrevivido la reconcentración de Weyler e integrado las células de acción del ABC contra Machado. De ella escuché las historias de Genoveva de Brabante, Tirante el Blanco, Amadís de Gaula y el Cid Campeador, historias que para ella eran todas verídicas. Es curioso, ya hombre, vi a dos presidiarios que, retándose a muerte, escupían parrafadas enteras de La Iliada de Homero, uno en el papel de Aquiles y el otro en el de Agamenón, ambos analfabetos totales.

Es como si yo, en plena mitad del XX, tuviera el privilegio de experimentar lo que sería el origen mismo de la literatura, su oralidad; ver que la vida no sólo influía en la literatura, sino que la literatura de insospechadas maneras influía también en la vida, y más extraño aún, el privilegio de ver cómo determinaba en las vidas de los seres más alejados del intelecto, mucho más que en las vidas de la gente que se tiene por culta, puesto que para ellos la literatura era realidad histórica, no ficción.

Allí, en aquel lugar atemporal, presencié la resistencia de los guajiros a la implantación del comunismo, en las noches vi los cañaverales ardiendo en lontananza, un espectáculo de belleza sobrecogedora; fuegos de artificio de mi niñez. A veces en la madrugada me despertaba un susurro de voces, misterios, tráfago de sombras, de hombres armados que tomaban chocolate en la cocina de mi casa (¡todavía había chocolate!).

Dos amigos de mi padre, Gerardito Pérez y Víctor Echeverría, intentaron volar a Castro en una de sus visitas a un lugar en la carretera de Malezas llamado La Granjita. El primero era un hombre afable que siempre llegaba con algún juguete para mí y para mi hermano, el otro un tipo cerrero que bajaba a pico una botella de aguardiente como si tal y que en la tormenta de truenos, en medio de una planicie frente a su bohío, desafiaba a Dios para que lo fulminara.

Víctor murió en la cárcel y Gerardito al poco tiempo de salir, viejo y enfermo. ¿Quién sabe hoy que una vez existieron Víctor y Gerardito?; ¡si no escribo yo de ellos, quién coño lo haría! Ahí tienes, quizá, una buena motivación para escribir, escribir la historia que nadie escribiría, la historia de la infrahistoria. Víctor es el tipo de personaje que prefiero novelar, un renegado, alguien que para nada es lo que llaman una persona decente, pero que en un momento dado tiene la decencia suprema en nuestro contexto: procurar volar en pedazos a Castro.

Toda esta vitalidad anómala, más el aprehender la novelística de la caballería y la picaresca, la simbiosis del pícaro y el caballero en el Siglo de Oro Español, es lo que vengo a reconocer como el fundamento de mi formación de escritor. Mi experiencia como escritor, y como escritor contestatario, es, por un lado, la de una bohemia desaforada y desafiante en la ciudad de Cienfuegos (adonde tuvo que emigrar la familia cuando yo tenía 16 años), a la vez que lograba un ritmo y una disciplina en la escritura (¡tenía tiempo, el Estado socialista no me aceptaba como empleado y yo, francamente, no lo deseaba como patrón!), y por el otro, la de mi vinculación al movimiento de derechos humanos y cultura independiente, la de los arrestos, los registros y los enfrentamientos, la de los juicios y las fugas.

En 1989 caí preso en Minas, Camagüey, provoqué un acto de desobediencia cívica; elementos de Tropas Especiales me atacaron con porras, adiviné darle un silletazo en la jeta a un teniente, en mala hora, se enfurecieron, rodé por el piso abracado a un milico, y el miedo, te juro, no a que me mataran porque yo estaba un poco enloquecido en la Isla, pero sí a que me desfiguraran la cara, el miedo hizo que me hiciera con la Makarov del que rodaba conmigo y entonces el miedo era de ellos.

¡Vieras las caras!, pero no pude disparar, no supe montar el juguete, no tenía instrucción militar alguna, ¡suerte, porque me hubiesen fusilado!, y entonces me cayeron a culatazos en la cabeza, me patearon en el piso, la gente empezó a gritar 'esbirros, ¡abajo el comunismo!', y los presos me recibieron golpeando las rejas en solidaridad, tenía la cabeza partida, cojeaba, y la ropa enchumbada en sangre, no me dieron atención médica.

El teniente al que di el silletazo había matado, ¡ese día!, de un tiro en el abdomen a un joven ya esposado; ¿por qué a él y no a mí?, qué misterio, ¿no?, el de la vida y el de la muerte. En un calabozo de Minas escribí mentalmente partes de la novela La tabla. De allí, en complicidad con un carcelero, escapé una madrugada descalzo y por sobre un muro preñado de picos de botellas y una alambrada. El miedo, la verdad, a podrirme en la cárcel me impulso a hacer aquello.

¿Escapó en una balsa?

No. En un barco bajo fuego de ametralladora y persecución de helicópteros, 600 millas por el sur de la Isla (la revista Lettre International de Berlín, tradujo y publicó una crónica mía sobre ese episodio).

¿Qué le parece la literatura cubana actual? Hágase dentro o fuera.

La verdad, bastante desabrida, como todo lo que se hace hoy en Occidente. Nos salva quizá, paradójicamente, el hecho de padecer por medio siglo la tiranía más feroz del hemisferio. Ese horror determina que dentro y fuera de la Isla haya al menos dos o tres voces, ¡lo cual es bastante!, que distanciadas del discurso al uso puedan decir algo realmente genuino. La literatura es hija de la desgracia; de ahí su inequívoca vocación infernal.

¿Cómo ha afectado a esa literatura la represión, la falta de libertades, el chantaje ideológico institucionalizado?

Ha domesticado, aherrojado y envilecido a la mayor parte. Hay otra que fue a parar a los archivos secretos de la Seguridad del Estado, la mejor tal vez, sólo leída por oligofrénicos agentones. Y otra parte que, al margen o en contra de la inquisición marxistoide, ha logrado cierta dignidad. La buena literatura, creo, puede darse bajo tiranía, pero nunca sometida a la tiranía. Por otro lado están los escritores, el rabo caracoleante la mayoría, marginados muchos, presos unos, exiliados los otros; en fin…

Sus relatos reflejan ambientes enrarecidos, atravesados por personajes atormentados y en gran medida envilecidos por la sociedad…

Un amigo, Mokongo de la Sociedad Secreta Abakuá, me dijo un día respecto a su díscola existencia: 'viví lo que me tocó'. Yo puedo decirte lo mismo con el agravante de que, ¡con ese impudor que ha de caracterizar a todo escritor que se respete!, no sólo viví lo que me tocó, sino que lo escribí.

Por otra parte, en una sociedad regimentada como la comunista (regimentación, hay que decir, que cada vez más sufre la sociedad moderna en general). Es ahí en los ambientes enrarecidos que escapan al ojo orweliano donde se puede encontrar cierta originalidad y clase; es ahí donde, por ejemplo, encontré reminiscencias vivas de los códigos de honor del caballero medieval.

El sexo es importante para sus personajes…

Heráclito dijo que la guerra era el padre de todo y Freud elaboró su modelo teórico en base a que el sexo sería la madre. Yo me inclino a creer que detrás se encuentra el Demiurgo manifestándose a través del sexo y la guerra, de Eros y Thanatos. Las relaciones de sexo donde se expresa el misterio fundamental de la divinidad en clave de geometría, La Trinidad, y aun La Cuaternidad que el dogma procura eludir, es una experiencia que no debería perderse un escritor genuino; se dotaría así de una linterna eficaz para que sus personajes escudriñen en la oscuridad de la condición del Hombre.

Vive en Miami, ¿cómo trata esta ciudad a los escritores cubanos?

No los trata. La que si los trata, y muy mal por cierto, es la izquierda convenientemente atrincherada en los medios académicos y las casas editoriales europeas que por acá acampan.

Mira en FIU el caso de los profesores Elsa Prieto y Carlos Álvarez, acusados ahora de espiar y reclutar para Castro. Cualquiera diría que eso conmocionó a dicha Universidad, que es pública y se encuentra en la ciudad donde más víctimas del régimen sobreviven. Nada de eso, no había pasado una semana y ya FIU prestaba sus instalaciones para un evento donde castristas y chavistas promocionaban esa especie de Granma de la pantalla que es Telesur.

Los cubanos, a mi juicio, estamos enfermos de patrioterismo (que es la vileza del nacionalismo, exacerbada). En el exilio, a esta endogámica, victimista y rimbombante visión de nosotros mismos, se añade el servilismo en la relación que mantenemos con Estados Unidos, que se dedica desde hace muchos años a coger nuestro dinero y darnos de vez en cuando una patada en el trasero. ¿Vislumbra alguna esperanza en el futuro?

Nadie escapa a su destino. Ese patrioterismo (izquierdizante por cierto, y tanto que al menos de la Revolución del 33 para acá, las lides electoreras y los cuartelazos en la Isla se libraron siempre entre la izquierda y la izquierda) nos llevó a salirnos de una relación conveniente con Estados Unidos en la República y a la condición de satélite soviético.

La historiografía a uno y otro lado del espectro ideológico suele asegurar que con la derogación de la Enmienda Platt comenzó nuestra mayoría de edad como nación. No estoy tan seguro. Y en el supuesto de que tan entusiasta afirmación fuese verdad, qué clase de adultos irresponsables fuimos que a los pocos años de ganar la mayoría de edad entregamos alegremente la nación a un gángster político; a unos poderes internacionales contra los cuales, precisamente, preveía la denostada enmienda; un apéndice que, por otra parte, no nos ataba más al imperio norteamericano que lo que, ahora mismo, ata a los libérrimos canadienses a la corona británica su pertenencia al Commonwealth.

¡Pero qué va!, eso era mucho para nuestros patrióticos corazoncitos antillanos. Hoy, por ley pendular, los cubanos están, a una y otra orilla, más determinados por los designios estadounidenses que nunca.

Nadie respeta a los que pierden su libertad, aunque hay gente en la Isla y en el exilio que lo ha entregado todo por recuperarla (las cárceles están llenas en Cuba y, curiosamente, hay cubanos presos en Estados Unidos por buscar esa libertad). La verdad es que los poderes establecidos, sobre todo en la Europa solidaria y en la Latinoamérica hermana, prefieren pactar con el vencedor: ese macho viejísimo que provoca orgasmos múltiples a progres y retros por igual.

Y si nadie escapa al destino, menos a la geografía, o a la geografía como destino. ¿Esperanza? La que se vislumbra pasa, quizá, por asumir la geografía y fortalecer la cultura; la Cultura como patria posible.

© cubaencuentro

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