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Actualizado: 15/05/2024 1:03

Artes Plásticas-Literatura

«No somos Occidente»

Entrevista al pintor Ramón Alejandro, a propósito de la influencia del francés Louis-Ferdinand Céline en la cultura latinoamericana.

Ramón Alejandro es un artista. Pinta y dibuja con maestría, pero igual porta un credo, una filosofía antigua, una cultura bien sedimentada. Es editor (su Editions Deleatur publicó a notables escritores), viajero, polemista. Ramón Alejandro ha podido consolidar una visión integral de la cultura occidental en sus intra y extra-relaciones. Por estas razones, un diálogo con él, bajo cualquier pretexto, puede aportar claves para entender los tiempos que corren. En este caso el pretexto es la relectura que hoy se hace de la novela de Louis-Ferdinand Céline, Viaje al final de la noche. Se trata de un regreso de mucho interés para los lectores.

Hace un tiempo, el cineasta Orlando Jiménez Leal me habló de cosas que debían estar sucediendo. Por ejemplo, revalorización de Sartre; decidido reconocimiento a la influencia de Céline en la literatura latinoamericana… Supuse enseguida que si alguien podía entender el "asunto Céline" era usted, que conoce desde los sesenta el mundo intelectual francés. ¿Cómo llegó al escritor?

Lo leí en los primeros tiempos que pasé en París. Vivía entonces en hoteles muy baratos en los que generalmente no podía permanecer mucho tiempo por ser sus cuartos demasiado exiguos, en ese París que casi ya no existe. Muchas de esas edificaciones han cedido su lugar a edificios más modernos, menos miserables. Era el 1963, 64, 65… Había entonces enormes barrios populares llenos de argelinos. Las fachadas eran sucias, París era negro de hollín.

Yo iba a leer a los cafés del Boulevard de Montparnasse, casi siempre al Sélect, que todavía existe. Allí leí Camus, Sade, Kazanzakis, Sartre, Lautréamont, Bataille, Teócrito y mucha literatura de la antigüedad, y además todo lo que flotaba en ese ambiente noctámbulo. Leía todo lo que me recomendaban. Porque mucha de la razón de tanto leer era el aprender el francés correctamente. Me esforcé por no leer nada en español durante quince años seguidos.

Andaba siempre por esa zona porque mi centro de actividad "profesional", digamos, era el taller de grabado de Friedlaender, un judío alemán que me acogió muy cariñosamente en su taller sin cobrarme, como solía hacer con los demás grabadores que asistían. Su principal motivo para aceptar "alumnos" era el que ellos sufragaran los gastos de su taller, que le salía así gratuito a él.

Allí conocí a Alighiero Boetti y con él hice una gran amistad que duró hasta su muerte, en marzo de 1994. Él llegó a hacerse muy famoso inventando el "arte povera" y se metió de lleno en el rollo conceptual. Es uno de los artistas más inteligentes que yo haya conocido personalmente. Si no me equivoco, fue su mujer la que primero me recomendó leer a Céline.

Los otros artistas también me recomendaban autores franceses, viendo mi curiosidad e interés por la literatura, y Céline fue uno de los que me recomendaron con más ahínco. Conocía a muy pocos franceses por ese entonces, la mayor parte de mis relaciones eran con otros extranjeros que pernoctaban en esos cafés que permanecían abiertos hasta por la madrugada y estaban llenos de marginales, estudiantes y todo tipo de gente de paso, mucho loco por la literatura y las demás artes, era la época de los "beatniks".

Saint Michel y Saint Germain eran barrios bastante pobres al nivel de las calles, si bien los buenos edificios estaban llenos de familias burguesas, pero merodeaban por fuera de ellos los vagabundos, y todavía se sentía la llamada "Après guerre", las secuelas de la Segunda Guerra Mundial eran todavía muy sensibles. Había mucha vida de café, mucha salita de cine, mucha librería. Y por la noche mucho ligue homosexual alrededor de las meaderas o "vespasianas", como les decían, que existían en abundancia por toda la ciudad. Eran de varias plazas, generalmente tres, pero siempre sobresalían por debajo de la valla protectora para impedir ver lo que pasaba adentro; más pares de pies que el número de plazas disponibles. París olía a meado por aquel entonces.

Pero insisto en lo afirmado por Jiménez Leal: ¿Hay insuficiencia en la aceptación de la influencia de Céline, incluso de "lo francés", en el ámbito latinoamericano? ¿Cree, como la mayoría de la gente, que se debe a un prejuicio político?

Lo que de verdad no estamos dispuestos a reconocer es otra cosa más importante y más grave para nosotros. Es el hecho de que no somos parte integrante de Occidente, como queremos creer que somos. Los hechos demuestran que no nos consideran más que como un apéndice atrofiado de la civilización europea, y no un retoño vigoroso como el norteamericano. Somos una rama que se fue a menos.

Las élites de nuestros países se hacen los chivos locos y consideran que son occidentales, es decir, que participan del prestigio de "occidente", porque saben que en el corte vertical de nuestras sociedades, esa rama podrida empieza por debajo de su clase social. La alta burguesía se cree occidental y sabe que de ella para abajo en sus propios países comienza otra civilización.

Una civilización condenada al fracaso y abandonada por ellos a la evangelización de los fanáticos protestantes, de los que esperan que inoculándole a las masas (que ellos consideran incultas porque ni siquiera conocen su cultura autóctona) el virus de la "american way of life", que comienza por el protestantismo y continúa por el uso cada vez más generalizado de la lengua inglesa, van a "civilizar" este traspatio decrépito del mundo, ese terreno baldío de lo que fue un día el arrogante imperio español. Pero volviendo a tu pregunta, te diré que es verdad que el latinoamericano está nutrido para bien o para mal desde hace tres siglos, o dos siglos y medio, por la literatura y el pensamiento francés.

Es normal que entonces Céline, quien provocó un gran escándalo con la confesión pública de su cobardía, como otros lo provocan confesando sus vicios sexuales u otra extravagancia desde el punto de vista siempre estrecho de la "normalidad" social, haya impactado igualmente a esos epígonos natos que son nuestros intelectuales y artistas, siempre prendidos y chupándole las "mamelles", es decir, las tetas culturales, a "La France".

En este terreno no se puede olvidar tampoco al anglo Faulkner y al cubano Novás Calvo. Ya Carpentier en su búsqueda desesperada de una identidad propia se había nutrido de Novás Calvo con provecho. Luego pasó con sus obras algo de esa sustancia a los del boom. Pero con menos efervescencia que Novás Calvo, que, sin embargo, no fue tan leído como él por esas cosas que suceden del mercado y la crítica y toda esa maquinaria que se crea espontáneamente para ocultar talentos en vez de promoverlos y que a veces se nombra "los intereses creados", y que es tremenda maquinaria de moler el arte en general.

Destruye lo que pueda destruir a su paso para que los "hombres de letras" y los "pintores oficiales" puedan medrar. Como en política los "generales y doctores" eliminan a los Maceo, Martí, Mella, Guiteras y Chibás para poder atracarse con la riqueza nacional y seguir yéndose a París a hacerse los occidentales. En París, Offenbach los ridiculiza caricaturizándolos con gracia, inventando ese personaje del rico brasileño de "La Vie Parisienne", donde se muestra de manera bien brillante el desprecio que siempre sintieron por nosotros los "rastacueros".

Es muy posible que Jiménez Leal tenga mucha razón, pero es mejor que se lo preguntes a un crítico especializado. Yo leo por puro gusto y no soy estudioso en ese campo. Para mí todas las formas del arte son placer inmediato y no rompecabezas investigativo. Acuérdate que soy pintor y la mayor parte de mi energía se me escurre pintando. Cuando me pongo a leer no quiero romperme el coco. Si entiendo algo es lo que se me da naturalmente en la intuición.

En Viaje al final de la noche hay singularidades muy interesantes. Una de ellas es el profesor Princhard, que ya adelanta los temas "postmodernos". Entre ellos la crítica radical de la Ilustración y el nacionalismo. ¿Le simpatiza el personaje? ¿Cómo siente el asunto de la relación entre el pacifismo y el patriotismo?

El profesor Princhard aparece y desaparece para siempre de esa novela en unas breves páginas. De la 63 a la 71, de las Ediciones Gallimard. Sucede su aparición en un asilo para soldados que se desinflaron ante el combate y esperan ser juzgados para ser reformados por enfermos, fusilados por traidores o vueltos a mandar al frente de batalla, del cual estaban tratando muchos de ellos de escapar haciéndose los locos. Es como el propio reflejo en un espejo del mismo protagonista, es decir, el autor de la novela, el mismo Céline, pero bajo la especie de un intelectual, culpable a los propios ojos de Céline de todas las falsedades y vergüenzas que le confieren el haber aprendido a manejar el intelecto.

Céline tiene, entre otros tantos prejuicios, un enorme prejuicio antiintelectual. Y le echa a ese personaje encima su propio desprecio o despecho ante aquel que sabe manejar sofismas y enunciar sutilezas y matices con elegancia formal. Eso es para Céline "falso", porque es "artificioso" y él pretende ser "emotivo" y, por lo tanto, "verdadero". Auténtico en su bilis y resentimiento social.

Te voy a contar una anécdota para que entiendas hasta qué punto Céline es ambiguo dentro de la compleja maraña de sus sentimientos nacionalistas. Esto lo dice un tal Paul Chambrillon, que testimonia así: "Una tarde de verano, estábamos en el jardín de Meudon, con Albert Paraz, tomando el té, que es la base de la alimentación de Lucette y su marido (es decir, Céline). Como a veces cuando se sentía rodeado de un ambiente amistoso, Céline se puso a conversar despreocupadamente sin ocuparse demasiado de los demás presentes. Se puso a recordar a los soldados de los años cuarenta de esta forma: "¡Ah lala! Si hubieran actuado como nosotros en el año catorce… En la boca del 'Gran Lúcido' esto parecía extravagante, pero nadie se quiso meter con él. Pero de todas formas en cierto momento, Paraz se aprovechó de un silencio para sugerir con su voz rota por la laringitis: Chico, es que a lo mejor ellos ya habían leído el Viaje al fondo de la noche. Céline se calló la boca… y se cambió de tema".

En esta instantánea se puede ver que ese "pacifista" acérrimo, que se enroló voluntariamente en el ejército a los 18 años, estaba orgulloso de sus heridas de guerra y de su "Patria" francesa. Aquí podemos ver hasta qué punto el sentimiento patriótico es irracional, es una fe y antes que nada una emoción epidérmica. Como todo fenómeno afectivo, es algo ambiguo y dotado de dos caras opuestas, la positiva y la negativa, ambas son su esencia misma, como las dos caras de la moneda son la moneda. Y que no hay moneda que no tenga dos caras opuestas y de espaldas la una con la otra.

El resentimiento social de Céline es cosa natural cuando se ha nacido dentro de las clases desfavorecidas de una república burguesa como es Francia. Y si queremos sondear la profundidad abismal de lo que esto implica, tenemos que volver a leer La lucha de clases en Francia, del genial Karl Marx, que describe admirablemente el crucial momento de La Comuna de París, durante la cual se fraguó la sedimentación social definitiva de la Tercera República en la que nació y vivió la mayor parte de su vida Louis-Ferdinand Céline.

Y el orgullo irracional de su identidad francesa se entremezcla en el alma de este individuo, confuso intelectualmente aunque dotado de un sentido prodigioso de la lengua maternal, eso que él llama "el estilo", con su también ambiguo amor y odio cuando habla de la civilización francesa y le reprocha no estar a la altura de su glorioso pasado y de su frustrado glorioso destino.

Él no está contra el nacionalismo francés, como tú pareces creer; él lo que admiraba en los nazis y en el ejército alemán era la organización vigorosa y eficaz para mantener los privilegios colonialistas e imponer al mundo nuevas conquistas. Él admiraba la organización y la determinación de ese formidable enemigo. Dice que las colonias se empezaron a escapar del imperio francés cuando se dieron cuenta de la debilidad de Francia, con la derrota del año cuarenta. Francia se había debilitado según él, entre otras razones, con la ideología izquierdista del Frente Popular de entreguerras.

Por supuesto que se contradice a menudo. Céline confiesa no tener ideas ni interesarse por las ideas. Su objeto de estudio es la emoción, es decir, básicamente el miedo. Su atención se concentra en perfeccionar "su estilo" sin ocuparse del contenido ni de la anécdota. Lo que le repugna al profesor Princhard es la hipocresía del humanismo iluminista, que, según él, comienza con Goethe. Reconoce en el discurso paternalista de los déspotas ilustrados el desprecio del pueblo envuelto en la vaselina del romanticismo idealista, ese populismo de los privilegiados. Se da cuenta del engaño del elogio de los valores populares, que en realidad esconde el interés de utilizarlo para sus fines rapaces de clase dominante.

La política es el arte de agitar al pueblo antes de utilizarlo, como dijo algún otro lúcido por ahí, puesto que yo recuerdo haberlo leído en algún sitio. Dice también que la vida no perdona a los débiles y tiene muchísima razón. Tú me preguntas si yo me siento concernido por este discurso y te tengo que explicar antes cómo yo me sitúo frente a la civilización europea para que me puedas comprender. Nosotros los caribeños estamos aquí de refilón, colados en una fiesta en la que nosotros estábamos tan sólo destinados a quedarnos en la cocina, o a la entrada, como palafreneros. Somos los negros caleseros de Landaluze en este cuadro.

Yo comprendo las razones, hartazgos y frustraciones que hicieron que la juventud europea de después de la Primera Guerra Mundial se lanzase en ese intento vano de recrear su cuadro cultural con ese fenómeno que se llamó el vanguardismo. Dada y los surrealistas y todos los ismos sucesivos. Lo que no comprendo es que nosotros, que no somos europeos, nos pongamos a imitarlos en esas actitudes que les son propias y legítimas tan sólo a ellos, con su sobrecarga de civilización encima de sus lomos. Porque esa problemática no nos concierne para nada. No es nuestro problema.

Nosotros adolecemos de falta de formas, ellos sufren de exceso de ellas. Nuestra actitud ante la cultura no puede ser la misma que la de ellos. El nacionalismo francés no es comparable al nuestro. La originalidad el nacionalismo cubano es única porque para Carlos Manuel de Céspedes la justicia social, es decir, la liberación de los negros esclavos, es intrínsecamente idéntica al deseo de soberanía nacional. Ni Estados Unidos ni Brasil tuvieron esta característica específica.

La revolución cubana, es decir, el espinazo de nuestra nacionalidad, tiene como eje primordial esta indisoluble exigencia, no hay soberanía sin justicia social. En Francia, como podemos observar, la soberanía nacional fue una maraña con la que las clases dominantes se aprovecharon siempre del sentimiento nacionalista, natural a todos los pueblos del mundo, en su propio beneficio. Eso es lo que se llama una "república burguesa". Cuba nunca llegó a poder constituirse formalmente en una república de ese tipo, porque nuestras clases altas, esos "generales y doctores" y sus subsiguientes émulos de después de la frustrada revolución del año treinta, siempre fueron tácitamente anexionistas.

Discretamente convencidos por lo bajo, y con el mayor sigilo y subuso, siempre consideraron que la República cubana era una cómoda escenografía en la cual fingir una independencia que ellos mismos sabían mejor que nadie que era sólo apariencia. El trasfondo era la integración económica generadora de riquezas y bienestar material, para empezar. Luego ya se vería cómo entrábamos a hacer parte plenamente de Norteamérica. La finalidad era acceder al "american way of life", con soberanía si fuera posible, pero sin ella si llegase el momento en que hubiese que renunciar en aras del sacrosanto desarrollo económico.

Narciso López no está muerto. Ni nunca murió. Su fantasma anduvo deambulando por los lujosos pasillos del Capitolio Nacional y el Palacio Presidencial durante los cincuenta años de esa independencia de mentiritas, que se disolvió en el aire cuando llegó al poder la revolución, que todavía lo tiene firmemente agarrado en su puño. Sobre todo, después de la sorprendente desaparición de la difunta Unión Soviética, que también se disolvió en el viento de la Historia. Hoy, Cuba está magníficamente sola, firmemente asentada en el sueño de soberanía nacional que la hizo surgir de las tinieblas de la colonia española, desde los inicios del siglo XIX. Y pagando el precio de su descomunal pretensión.

Habla en el caso de Cuba de una pretensión histórica "descomunal", como si no se hubiera calculado bien la relación entre el tamaño de la fuerza y el alcance de la misión. ¿Aplica ese juicio para juzgar la crítica radical del capitalismo que buscó la revolución?

Cuando califiqué de "descomunal" la pretensión cubana, quise poner énfasis en algo que me parece es también específico de la revolución cubana. Y tiene dos aspectos diferentes, aunque por supuesto ambos estén relacionados entre sí. Y sobre todo son consecuencia de un factor fundamental, en nuestro caso, que es la originalidad de la personalidad de Fidel Castro, quien ha sido el motor de toda esta última etapa que culmina el proceso de afirmación de nuestra soberanía y que se desarrolla sin interrupción, a la mayor sorpresa general desde hace ya medio siglo. Pasando imperturbable entre los cambios espectaculares que ha sufrido el mundo durante estas últimas cinco décadas.

Estos dos aspectos de los que hablo son, por una parte, una antinomia marcada entre la búsqueda de una mayor riqueza y bienestar económico, que es el ideal de las sociedades occidentales, con la búsqueda de un ideal de igualdad y fraternidad —llevado incluso a escala planetaria— que cae dentro del campo de la utopía más descabellada. Entrando en el campo del idealismo casi religioso, que es lo que le ha garantizado, hasta hace poco, la adhesión de una gran parte de los intelectuales de todo el mundo y el de amplios sectores de la población desfavorecida socialmente de Latinoamérica y también, aunque en menor escala, en el resto del planeta.

El otro aspecto es el de la marcada asimetría entre los medios al alcance del nuevamente constituido Estado "revolucionario" cubano y la talla del enemigo que se buscó, o más bien del mismo enemigo que generó esa aparición del fenómeno revolucionario cubano. Porque la aparición del fenómeno cubano no se explica sin la excitación provocada por la agresividad del expansionismo económico, político, militar y hasta cultural norteamericano. Es como la generación de una rara perla, que no es posible sin el granito de arena contra el cual el molusco comienza a secretar su nácar.

Como decía más arriba, la originalidad de estas formas manifestadas por la revolución están directamente relacionadas con la personalidad de Fidel Castro, y aún más, precisamente con la filiación de maestro a discípulo que este último afirma cuando reclama las enseñanzas que expresan los últimos escritos de José Martí en relación con el destino universal de la lucha iniciada en Cuba contra el imperio español y la relativamente modesta, pero insoslayable, resistencia de los pueblos latinos de América ante la natural expansión del poderío militar, económico y político del emergente imperio angloamericano que se les vino encima por el hecho de compartir el continente con este retoño virulento de las sociedades de la Europa occidental.

Especialmente de aquellas que después del protestantismo accedieron al desarrollo económico acelerado con el naciente capitalismo de los siglos XVIII y XIX. La educación recibida por el joven Fidel Castro en el Colegio de Belén es, a mis ojos, de una manera evidente la fuente inspiracional de su ambición política. La espiritualidad de San Ignacio de Loyola dio forma a ese exacerbado idealismo que llevó a este individuo a asumir el papel de salvador de la humanidad a través de la salvación de los frustrados ideales de la guerra del 95.

Que una nación de la talla de Cuba haya asumido la tarea, no sólo de expulsar de la Isla al capital norteamericano, junto con su incómoda influencia política, sino la de promover con su alianza táctica con la Unión Soviética la derrota final nada menos que del capitalismo mundial, es signo de que Fidel Castro está buscando realizar un sueño demasiado grande para ser llevado a cabo por un ser humano promedio. E igualmente por una nación de la talla y características culturales como la nuestra. Es un ideal de santidad imbuido de una espiritualidad que no puede venirle más que de su educación jesuítica.

Las dificultades por las que atraviesa la economía de la Isla actualmente y su rechazo total a todo tipo de apertura de los mercados nacionales a la pequeña empresa privada, que una mayor parte del propio personal revolucionario considera prudente adoptar, son el signo del carácter espiritual de sus motivaciones. No es Marx quien lo inspira: es San Ignacio. Es también el delirio patriótico de ese poeta que se sacrificó descabelladamente por fundar una nación con un pequeño pueblo desorientado y reducido a la miseria por la tiranía española.

El ideal de las misiones jesuíticas que existieron durante un tiempo en el Paraguay se transluce detrás de la incapacidad que hasta ahora ha tenido el régimen cubano a adaptarse a este difícil momento de la economía mundial, por el cual están pasando todas las sociedades del planeta. Es esta profunda atipicidad de la personalidad de Fidel Castro y, por lo tanto, de la forma que ha adoptado la revolución socialista en Cuba, lo que hace que la "gente razonable" lo tilde a él de loco y a su empresa de locura.

La propia sobrevivencia del régimen, estos últimos quince años transcurridos después del derrumbe de la Unión Soviética, deberían permitir comprender a esta gente razonable que el fenómeno cubano no obedece solamente a motivaciones económicas, sino que es el síntoma de una manera completamente diferente de concebir la realidad y la historia que está más enraizada en los ideales cristianos de San Ignacio de Loyola, que en la lógica que preside el ideal de desarrollo económico tal cual lo conciben los europeos y los norteamericanos y que ha conducido a la globalización actualmente en curso a escala planetaria.

Rechazo de la modernidad sería una manera de definir esta actitud cubana. Supremacía de lo espiritual sobre los imperativos materiales, sería otra manera de ponerlo. En todo caso, representa una búsqueda dentro del humanismo del cual anunció reclamarse al principio de la instauración de su poder revolucionario, antes del paso a través de la larga aventura socialista en simbiosis con el fallido proceso soviético.

Su programa necesita de más tiempo que el que la biología le permite esperar tener para llevar por otros cauces originales su búsqueda para instaurar esa utopía jesuítica en Cuba. Esa misión atea mundial con la que soñó en su juventud. Sin embargo, cabe sorprenderse ante la amplitud de la transformación que logró llevar a cabo en la mentalidad del pueblo cubano. Y de la solidez y permanencia de un régimen que ha sobrevivido toda especie de embate y la hostilidad del Estado y la economía más poderosos que han aparecido sobre la faz de la tierra desde el inicio de la Historia.

Hay ahí un legado que nos es difícil valorizar en lo inmediato, pero que representa lo esencial de su obra. El pueblo cubano no es el mismo que era en 1959. El papel jugado por nuestro pequeño país en la escena mundial, a nivel simbólico, cultural y político, gracias a su revolución, es difícil de minimizar. Que nos pueda o no complacer este hecho, no tiene incidencia en su contundente realidad.

¿Qué puede descubrir tras la peculiar biografía intelectual de Céline, en relación con las determinantes señaladas?

Hay un punto muy importante que aclarar en cuanto a las motivaciones que hicieron que Louis-Ferdinand Destouches, ese muchacho de los arrabales periféricos de París nacido en la última década del tumultuoso siglo XIX francés, poco después de los estertores de La Comuna, que vieron aparecer el primer "soviet" histórico y que tuvieron por trágico final la más brutal represión contra un movimiento obrero que haya tenido lugar en la historia de la humanidad, desde la derrota de las desorganizadas huestes de Espartaco en la ya lejana antigüedad, se pusiese a lanzar como un escupitajo a la faz de la inteligencia de su país su primera novela, Viaje al final de la noche.

Fruto amargo que la decepción brutal de su inocencia patriótica sufrida a través de su experiencia como soldado y mutilado de guerra, durante la constante carnicería que por cuatro años ensangrentó a Francia y Alemania, la llamada Gran Guerra, hasta que otra mayor hiciera palidecer sus horrores con mayores y más catastróficas barbaries, pocos años después, entre los mismos dos contrincantes. Sartre tuvo la grosería de acusarlo de venalidad suponiendo que estaba pagado por los alemanes, además de ponerle el nombrete de La Ténia, como venganza. Céline nos dejó en una entrevista, conmovedora, como todas las pocas que concedió, tan sólo cuatro que yo sepa, una explicación bastante graciosa.

Con ese humor amarillo e incómodo que fue el suyo, nos dice que él es una "Femme du Monde" y no una puta. La puta se va con cualquier cliente que le pague, y eso a él no le interesó nunca, ya que vivió de manera extremadamente frugal con su mujer, Lucette Almanzor, hasta el final de su existencia en su casita de Meudon, como si no se atreviera a volver a entrar de nuevo en París después de su largo período de ostracismo e infamia pública. Y desde su nacimiento en el seno de una familia muy humilde en otro barrio periférico. Médico de los pobres, siempre vivió al límite de la necesidad, ganando apenas para sobrevivir y, a pesar de su descomunal orgullo de artista consciente de su prodigioso talento de escritor, siempre afectó una humildad aparente, en todo caso en la esfera de su comportamiento social.

La Femme du Monde escoge a su amante a su gusto, con todo su libre albedrío y se entrega a él por amor o deseo, pero nunca por interés. Sus opiniones siempre fueron gratuitas y reconoce que tan sólo le hubiera bastado con callarse la boca en 1939 para no tener el trágico destino que fue el suyo.

¿Le parece extrema la valoración de Céline sobre Proust?

En una de sus entrevistas, Céline ataca a Proust con argumentos "ad hóminem" y no con críticas hacia su estilo, que supongo que seguramente tenía que apreciar por su sensibilidad. Lo que Céline detestaba en Proust es el "contenido". La arrogancia de clase que desenfadadamente exhibe esa mariquita "fisna", sin nunca mostrar en lo más mínimo sensibilidad por el sufrimiento y las dificultades en que vivían las clases populares de la "Belle Epoque". Ese niño bitongo y enfermizo no es un personaje que Céline pueda considerar con ternura.

Además, la exhibición de medio lado, fingiendo tapujo pero dejando bien saber toda la sabrosura que encuentran los homosexuales de las clases privilegiadas a aprovecharse de las posibilidades de satisfacción de sus fantasmas, que les ofrece la desigualdad de fortuna de esa parte de la población sumida en la miseria o la necesidad. Carne barata y fácilmente dispuesta a servir de objeto sexual a sus "señores". E inclusive a considerarse honrada por este favor del "amo".

Todo eso tenía que provocarle al pobre diablo un asco comprensible. La frivolidad y la insubstancialidad de los personajes de Proust son exactamente lo que dice Céline. No tienen nada de admirables. Es natural que inspiren un sano desprecio. Y pintarlos en su nimiedad con tanto regodeo, es causa suficiente para provocar el resentimiento y todo el disgusto de alguien tan adolorido por ese drama social de que él mismo fue trágica víctima. Lo extraño fuera que Céline hiciera el elogio de Proust. Es la lucha de clases, camarada.

¿No hay demasiados dogmas modelando la "crítica de arte" que Céline desliza en su novela?

Céline tenía ilimitadados prejuicios. Fue misógino, homófobo, anticomunista empedernido. No fue un hombre inteligente. Nosotros tenemos el prejuicio de que un buen escritor tiene que ser inteligente. Grave error. Un buen escritor puede ser un imbécil dotado del don de la palabra. Pero puede ser alguien sujeto enteramente a sus más bajas pasiones. Puede ser un sujeto lleno de prejuicios, y de resentimientos. Olvídate del criterio de corrección política vigente entre los intelectuales norteamericanos. Eso y todo lo que piensan es mierda.

La tan cacareada democracia no es más que el gobierno de los peores, los que el pueblo elige son el reflejo de su mediocridad. Eso lo dijo Platón, pero es del dominio del sentido común. Estamos dentro de un sistema de referencias estúpido, basado en ilusiones sentimentaloides. Nos hacemos los disimulados para no ver la ferocidad con la que la naturaleza nos ladra, como dice tan exactamente Lucrecio en su De Rerum Natura. Nos hacemos los sordos y fingimos creer las tonterías con que las democracias europeas nos duermen.

¿Qué es lo que más valora en Céline? ¿Dónde está la trascendencia de su obra?

Céline es un artesano talentosísimo del lenguaje. Supo poner en sinfonía el habla de la región parisina de esa época. Cuando nació, sólo habían pasado veinte años desde que la represión de la Comuna había ensangrentado la ciudad y la había dejado con profundas heridas que tardaron años en poderse disimular. Ardieron suntuosos palacios repletos de obras de arte y cayeron al suelo espectaculares monumentos. Cientos de miles de obreros fueron asesinados cobardemente y otros cientos de miles deportados a la Guayana.

Fue el frenazo que la burguesía dio para que el poder no se les fuera de las manos. Los sueños de Libertad, Fraternidad y de Igualdad encontraron sus límites. Las clases dominantes dijeron: "hasta aquí" llegó el relajito. Lo que siguió fue todo amargura y resignación. El sentimiento nacionalista se echó hacia afuera, contra el Imperio Prusiano, que bregaba por unificar a todos los germánicos bajo un mismo Estado, y en ayudar a Italia, donde luchaba Garibaldi por sacarse de encima al Papa y crear un Estado italiano moderno.

Los franceses estaban naturalmente orgullosos de tener el Estado mejor constituido y más viejo de Europa occidental, con gestas gloriosas llenas de victorias, emperadores, universalismo, filosofía de las luces, pintores, escritores y todas las oriflamas de una gran civilización en plena ebullición y creatividad. Pero el pueblo miserable no recibía ningún beneficio concreto de tanta grandeza, tenían que servir a los burgueses como estos habían tenido que servir y humillarse ante los aristócratas anteriormente.

La inmensa amargura que rezuma de cada frase de Céline viene de eso, de esa condición servil. La brutalidad de las condiciones del capitalismo incipiente era percibida como un "empeoramiento" de las condiciones de vida del pueblo, y no como un "progreso". Los sueños de progreso eran para los privilegiados. La naturaleza personal de Céline era mezquina, se confiesa cobarde sin disimulo alguno y dio muchas pruebas de ello durante su vida. Era misántropo. Misoginia, antisemitismo, homofobia, xenofobia y todo tipo de resentimientos y envidias son efectos colaterales de esa naturaleza estrecha, poco inteligente y también de sus condiciones sociales.

Su nacionalismo fue defensivo y su admiración por Alemania era envidia de la capacidad de organización que él percibía en ellos y su rabia de que los franceses fueran incapaces de organizarse eficazmente. Hubiera querido una alianza entre Francia y Alemania para conservar el imperio colonial de ultramar. Hipócritamente se decía pacifista, pero sólo admiraba la fuerza. El culto al más fuerte y el desprecio al débil está subyacente en cada una de las anécdotas que van estructurando la trama de su primera novela.

Nietzche ya había destapado la olla de lo oscuro, y el culto de la fuerza y lo irracional había cundido por el continente. La sentimentalidad cristiana se disolvía ante los progresos de la ciencia y el descubrimiento del "inconsciente". Marx señaló la importancia del capital y de las relaciones de fuerza entre los pudientes y los sirvientes. Toda esa lucidez era nueva y brutal. Siglos de fantasías místicas se desvanecían ante estas nuevas luces, enceguecedoras. Y ese joven desposeído y despreciado en su propia tierra se tiraba a morder a lo primero que le pasara por delante. El demonio de la negatividad y el pesimismo, tan cantado por los románticos, le tocaba su siniestro violín al oído. Dramatizó con su certero talento verbal este remolino de emociones confusas y parió esta obra mayor de literatura.

No fue un pensador. Fue el hijo de ese momento que preludió el desmadre de las dos guerras mundiales y al publicar el Viaje al final de la noche le cayó encima prácticamente todo el mundo. Algunos años más tarde sus compromisos políticos con el fascismo y su saña antisemita lo hicieron el blanco de todo el odio que él mismo echó sobre su prójimo. Es quien mejor ha descrito esa mentalidad pequeño burguesa francesa, biliosa y resentida, que ha hecho que este país tan rico en todos los sentidos viva refunfuñando e insatisfecho por no ser hegemónico, por no ser el más rico, por tener más pasado que presente o futuro. No sé cómo se podría sacar de su tipo tan particular de nacionalismo provecho para comprender el nuestro. Occidente no tiene una filosofía de la guerra como la que expone el Mahabharata hindú.

El cristianismo no tiene una metafísica racional como la tienen los orientales. Tampoco tiene una psicología como la tiene el budismo. Al derrumbarse el autoritarismo vacuo de la Iglesia Católica, el europeo quedó desnudo mentalmente. Europa trata en vano desde entonces de constituirse una visión cósmica que es incapaz de producir. Por eso los creadores occidentales producen obras patéticas, llenas de sonido y furia, que la mayor parte de las veces no significan nada. Son bellas y vacías porque no tienen sustancia filosófica. Las vanguardias han llevado esta tendencia al paroxismo.

Céline está enfrascado en esa lucha por dar sentido a lo que no tiene. Pero no cuenta con medios para hacerlo. Su obra es un grito de impotencia y desesperación.

A pesar de la desvalorización del orgullo militar nacional, y en consecuencia, del patriotismo que emana de la novela de Céline, parece que esas sensibilidades van a persistir todavía; al menos en países como Cuba. ¿Es así?

El francés contemporáneo no parece resignarse a vivir en sociedad. Compartir le parece escandaloso. El egoísmo individualista le hace percibir los deberes que impone la vida en común como un ultraje a su libertad individual. El individuo corriente está acostumbrado a considerar que la sociedad le debe todo, inclusive su felicidad, que no sería ya el resultado de sus propios esfuerzos, sino un servicio gratuito garantizado por el Estado. De ahí que la actitud de Céline se produzca con bastante frecuencia.

La promesa de la Revolución Francesa que haría a cada individuo un aristócrata, o por lo menos esa versión de la aristocracia extendida a la masa de la población que promete la burguesía, es decir, un ser privilegiado con todas sus necesidades materiales satisfechas, al no poder realizarse en la vida real provoca una frustración que envenena a ese mismo individuo. Igualmente, la misma falacia de que todos los países y sociedades del mundo, si se esfuerzan lo suficiente en la penosa vía del desarrollo capitalista, llegarán un día a beneficiarse de los privilegios que hoy disfrutan los países ricos, provoca a nivel geopolítico una frustración similar.

La creatividad que genera en un primer tiempo el egoísmo individualista en su dinámica se convierte al encontrar el tope de sus posibilidades en rabia y rebeldía, en cólera guerrera. Esa podría ser una de las conclusiones a las que podríamos llegar releyendo a Céline. Teniendo en cuenta siempre nuestro punto de vista de tercermundistas, podríamos considerar las características propias a nuestro legítimo nacionalismo, necesario para cimentar el desarrollo de un pueblo aún joven y en entusiasta proceso de mestizaje para alcanzar una homogeneidad que le confirme en el plano étnico la originalidad que culturalmente ya ha alcanzado. Nuestro nacionalismo es el síntoma saludable de la vocación de vivir natural en todos los seres. Es la identidad de nuestra comunidad. Y para lograr forjar el camino, aunque corto, ha sido difícil.

El obstáculo generador de energía ha sido el hecho geográfico de que estemos con México y Canadá en la inmediata periferia del mayor fenómeno económico, político y militar que se haya producido en toda la historia de la humanidad. La emergencia del Estado norteamericano, dirigido por una élite de raíz anglosajona que hizo suyas las experiencias sociales y políticas de Francia y de Inglaterra conjuntamente, y de sus revoluciones burguesas, aplicándolas a un territorio nuevo, verdadero terreno apenas poblado del que previamente en su arrollador avance hacia las costas del Océano Pacífico "limpiaron" demográficamente asesinando a los indígenas, lograron constituir ese prodigioso fenómeno que han sido los llamados Estados Unidos de América.

Y tomemos conciencia de que América engloba "todo" el continente así llamado. O sea, que tácitamente está en su nombre incluido el concepto de que la América Latina será un día parte de esos Estados Unidos. A escala subliminal, esto es importante porque está "dicho" por defecto de precisión en el término de "América". No se llaman Estados Unidos de "Norteamérica", sino de América. Detalle esclarecedor. Por eso me gustó tanto la frase de la entrevista que le hicieron a Víctor Fowler durante el filme Crónicas Martianas, en la que este intelectual cubano expresó claramente nuestro dilema actual: "Nuestro dilema no es entre socialismo y capitalismo, sino entre soberanía nacional y dependencia de los Estados Unidos".

Ahí está la clave de nuestro nacionalismo sano y legítimo, necesario. Añádele, como ya te dije, que nuestro nacionalismo fundado por Carlos Manuel de Céspedes hace indisociables la justicia social y la soberanía, para que tengas como resultado evidente lo que podemos constatar hoy en día.

Esto explica, a mi manera de ver, el hecho sorprendente de que una gran parte del pueblo, probablemente una gran mayoría, a pesar de las deficiencias de funcionamiento y privaciones subsecuentes que ha producido el colosal intento de crear una sociedad socialista, en un país prácticamente en estado de sitio ante el intransigente interés económico norteamericano, aún furioso de haber perdido este apéndice tan cómodo y una republiquita tan dócil políticamente como fue la cubana antes del 1959, dentro de su sistema económico con vocación continental. El individuo cubano experimenta una satisfacción de pertenecer a una comunidad, que no tiene el francés. Hay una solidaridad entre cubanos, inclusive de opiniones políticas divergentes, que yo no siento entre los franceses. Aquí todo es desconfianza, resentimiento, desesperanza. Crítica destructiva. El modelo de psicología celiniano es muy común.

Esos núcleos nacionales fuertes, que a veces retoman la energía de los imperios, ¿dependerán en algún sentido colateral de las zonas periféricas? ¿Pueden, por ejemplo, sobrevivir moralmente los intelectuales del Primer Mundo sin sus expiaciones multiculturales?

Volvemos a la primera pregunta, y a eso que nos resulta muy duro de aceptar. Tánger para los europeos, La Habana para los norteamericanos, son lo mismo. Un sitio para ir a relajarse, para salir de su inhumanidad opulenta y encontrar relaciones humanas fáciles. Dejar sus casas llenas de aparatos y tarecos y encontrar gente. Eventualmente, aprovecharse de los favores sexuales de sociedades en las que la gente tiene energía disponible para malgastar en "eso". Existe en esas márgenes del Primer Mundo gente que baila, va a la playa, hacen el amor sin enamorarse necesariamente, sin complicaciones afectivas inextricables y penosas, sin más cálculo que algún dinerito de bolsillo y pasar un buen rato, y no un compromiso carcelar para toda la vida y parte del más allá como en Occidente. A lo más, como una manera de cambiar de papeles contigo y a través de tu cariño colarse en el Primer Mundo e irse a vivir a Nueva York o París.

Tú estás buscando escapar a la encerrona de la felicidad planificada, y al papeleo administrativo y al aburrimiento endémico que flota como negra nube sobre los países desarrollados. Y ellos están envidiándote todos esos aparaticos niquelados y de vidrio, que chisporrotean de lucecitas de colores que tú tienes en tu casa. Pantallitas con imágenes que no tienes tiempo para ver. Tú vas en pos de algo de aventura emotiva y sensual, en medio de una vida parametrada desde el nacimiento al asilo de ancianos, con cuotas mensuales y sindicatos peleones y beneficios e inversiones azarosas, y todo ese estrés que se llama la libertad y los derechos humanos y lo demás.

La democracia que hay que imponer por la fuerza en el Medio Oriente y donde quiera que la gente no quiera entrar en ese jueguito obligatorio, esa felicidad a la fuerza, el paraíso a contrapelo, que es la única forma de vida que es la correcta, porque el progreso no se puede detener y se tiene que imponer porque tiene que ser así, porque hay que producir más y más riqueza y acumularla para reinvertirla y hacer más riqueza aún. Y encontrar maneras de protegerla y protegerte y acumular más y más de todo.

Cuando la vida pierde el sentido, a fuerza de seguridades y obligaciones, la gente frustrada se va a buscar un poco de humanidad, deriva, azar y desasimiento. Cuando todo se convierte en felicidad a la cañona, la gente se va a Tánger o La Habana a recordarse de cuando la vida era un regalo gratuito, y vivir una aventura maravillosa. Y que te podían pasar "cosas". Inclusive necesidades.

Conoce Miami y La Habana. Ambas muy bien. ¿Cree que, respecto a otras ciudades del mundo, estas apenas sobrevivan "en tempo de crepúsculo"?

El único sitio crepuscular que yo conozco es París. Miami tiene su ilusión, su mito de cartón. Su disneylandia cultural. Su baro recio y su prisa y su estrés. Su playa y sus ciclones y su llegada en masa de masas, huyéndole al fracaso de toda una civilización que se derrumba, la que impusieron las armas de los conquistadores, hace ya cinco siglos, y que se desguabina ante el empuje de la modernidad. Los gobernantes se dan a la fuga con el tesoro nacional en los bolsillos y los caudillos populares mulatones meten a las criadas respondonas en los palacetes de las señoronas que se fueron a París a escapársele al diablo.

Y a Miami llega la pequeña burguesía que aspira a vivir el sueño americano, ahora que el sueño católico se destimbala a toda velocidad. Llena de ambiciones, a romperse el espinazo para tener una casa comprada a crédito durante treinta años, y cuidado con que no te falle un pié y el banco que te prestó el dinero te la birle. Y tremendo maquinón, no, mejor dos maquinones, o quizás tres o cuatro, que con las tarjetas de crédito se puede. Avaricia pura.

La Habana tiene su sueño cultural, sus pretensiones colosales, su profusión musical y sus deseos frustrados de bienestar. La Habana se sabe "importante", aunque no sepa muy bien de qué. Está llena de sí y que eso no sea cuantificable no le preocupa mucho, porque aunque el futuro sea de lo más incierto, si es "suyo" tiene que ser "importante". De todas formas, todo el mundo tiene que volver a La Habana. Por mucho que refunfuñen, allá van a volver. Ella sabe desde siempre que "magna aliena parva" y que "parva propia magna". Lo suyo es grande, porque es "lo suyo", y lo ajeno no es nada porque le es ajeno. París es la que no está en nada. Con todo lo que tiene se siente pobre.

Su primera exposición en París, con palabras de Roland Barthes en el catálogo, debe haber sido un hecho significativo en su vida…

Aparentemente fue una serie de encuentros fortuitos los que me llevaron a tratar de cerca a Roland Barthes. Pero por adentro de la trama del encadenamiento causal anecdótico, aventurero y novelesco —del que le di a Francisco Morán un resumen de treinta páginas, en una entrevista que publicó en La Habana Elegante hace algunos años—, lo que me llevó a encontrarlo, tengo que precisar, fue mi deseo profundo de entender de qué se trata esta vida que estamos viviendo, este fenómeno sorprendente que me deja perplejo y al que cada día amanezco boquiabierto. Incrédulo de que eso que tengo delante mío sea una "realidad".

Desde que yo era muy pequeño, lo que los mayores llamaban "ganarse la vida" me parecía perder lamentablemente el tiempo. Sin embargo, los mayores consideraban "perder el tiempo" lo que para mí era intensa especulación sobre el posible sentido de la existencia misma, todos estos fenómenos maravillosos que nos rodean y a los que la mayor parte de la gente llamada "seria" no presta la más mínima atención; como por ejemplo, el sol que parece surgir del horizonte y la luna que cambia de fase y posición constantemente.

Me decían que eso era "pensar en las musarañas", o en "la inmortalidad del cangrejo". O que yo estaba "en la luna de Valencia". O cosas peores que no vale la pena recordar. Esa curiosidad y deseo de entender me impulsaron a vivir todo lo que he vivido y a encontrar toda esa gente maravillosa que he conocido. Han sido el eje de mi vida. Ese perder el tiempo ha sido mi mayor ganancia.

Después que mi hermana mayor me echó a la calle con dieciocho años, en Buenos Aires, porque se llevó tremendo susto al yo caer preso por veinte días en el barrio de Avellaneda, no te puedo contar todas las peripecias porque no vendría a tocar el tema que te interesa más que dentro de cien páginas, inicié unos seis años de vagabundaje fecundo a través del Uruguay, Brasil, España, Italia y Francia. Sin domicilio fijo ni medios de subsistencia confesables.

Una serie de encuentros fortuitos con individuos que se convirtieron en amigos o amantes, iniciados en el café Sorocabana de Montevideo, en 1961, y en la Piazza della Signoria de Florencia, en 1964, resultaron en que a la larga Emir Rodríguez Monegal, quien dirigía por aquel entonces la revista literaria Mundo Nuevo, llevara a Severo Sarduy al vernissage de mi primera exposición en marzo de 1968, cinco minutos antes de la explosión de la pomposamente llamada Revolución de Mayo.

Por otra serie rocambolesca de encuentros, resultó que Severo y yo coincidimos en Tánger varios veranos consecutivos; él con su grupo de intelectuales en el que Barthes era un sol rodeado de numerosos satélites. Y yo, con el grupo más mundano, jodedor y frivolón, que regía Fabrice Emaer, quien era el rey de la noche con su restaurant a la moda que abrió decorado con varias pinturas mías, en el "Sept" de la Rue Sainte-Anne.

Y aquí vuelvo a responderte una de tus preguntas anteriores sobre el papel que juegan las ciudades de esparcimiento de las periferias del Primer Mundo, para los privilegiados y atareados trabajadores intelectuales de las metrópolis culturales del Primer Mundo. Allí es donde la gente que en "El Centro" no tiene ni tiempo para frecuentarse, logra encontrar la actitud de apertura mental y afectiva para poder relacionarse entre ellos, amarse, conocerse, "vivir" por fin, a fin de cuentas. Esa vida, siempre postergada en aras de la "carrera", los "imperativos económicos" o las "causas políticas decorativas". Después de haber estrechado los lazos de amistad en el ambiente propicio de ese prodigioso salón al aire libre que es el Zoco Chico de Tánger, donde por cierto se inspiró Saint Saëns, quien se alojó un tiempo en un hotel cuyas ventanas aún dominan este espacio urbano ideal, para componer la famosa "bacanal" de su ópera Sansón y Dalila.

Perdona esta digresión, pero a mí me encanta ese detalle. El caso es que al dárseme la ocasión de hacer mi primera exposición en París, por otra serie de acontecimientos tan fortuitos como los encuentros anteriormente mencionados, por medio de un crítico que vivía con Leonor Fini, que evolucionaba en el elegantísimo medio en el que por esas cosas locas de la vida yo me encontré involucrado durante una década, después de mi período de marginalidad más absoluta, yo le pedí a Patrick Waldberg, quien había conocido en casa de la famosa viscondesa Maire-Laure de Noailles, que me hiciera un texto de presentación.

Pero ya al año siguiente, 1969, más seguro de mí mismo, me atreví a pedirle el mismo favor a Barthes, que ya conocía mejor. Patrick Waldberg acababa de hacer una gran exposición retrospectiva del surrealismo y a mí me habían regalado un librito extraordinario sobre el surrealismo en Montevideo, que Waldberg había publicado años antes. Ese libro me había inspirado mucho y para mi, de cierta manera, Waldberg era más importante que Barthes, porque además tenía a mis ojos el prestigio de estar en emponzoñada polémica con André Bretón, al que nunca logré tomar en serio.

Mi segunda exposición fue en Bruselas. Mis tres primeras exposiciones se vendieron enteras. Hasta el último cuadro. Cuando hice la tercera, de nuevo en París, retomé el mismo texto que Barthes había tenido la gentileza de escribir sobre mi incipiente obra, más por amistad personal que por verdadero interés intelectual, supongo yo. O quizás peque de modesto. Eso lo dejo al juicio de quien quiera pronunciarse al respecto, porque a mí lo que me incumbe es que ese hecho tan importante se produjo naturalmente, prácticamente sin hacer yo ningún esfuerzo.

Lo que está para uno, nadie se lo quita, ni en la felicidad ni en la desgracia. Y como el esnobismo es un motor tan importante en el interés que la gente le presta al arte, me fue muy provechoso ante los ojos del público, porque se tomaron más en serio mis inventos de entonces. Esas extrañas maquinarias que yo llamaba "aparatos". Me compraron dos museos de primer orden. Me cayó del cielo el éxito y el texto. Y el mismo contenido de esas pinturas, ni hoy mismo yo te pudiera decir en qué consiste.

No sólo no entendía el texto de Barthes, sino que tampoco entendía lo que yo estaba pintando. Como me acababa de ganar la beca Cintas, invertí el dinero en ese catálogo tan bello que conoces, en el que van también un texto de Severo Sarduy y uno de Bernard Noël. Porque en Bruselas el texto de Barthes fue publicado de una manera muy modesta. Indigna de su importancia, por el reconocimiento y la fama de la que ya gozaba su autor.

Yo no entendía muy bien lo que escribía Roland Barthes en esa época. Ese tipo de autopsia de la modernidad estaba por completo fuera de mis preocupaciones. Me parecía un marivodaje analítico exacerbado de eso que yo trataba de ignorar por todos los medios. Esa modernidad que me importunaba. El termina su texto, por cierto, situándome de pleno dentro del combate de la modernidad. Me dio cita en el Sélect de Montparnasse, en ese mismo café en el que yo me sentaba durante largas horas a leer cuando recién había llegado a París y no conocía a nadie. Y me entregó su texto. Lo leí y me quedé totalmente en blanco, sin saber qué carajo decirle. Y le solté: "Me da risa, pero no sé por qué". Y él, muy comprensivo, me respondió: "Te da risa porque habla de ti". Y ahí quedó la cosa.

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