Cuba, Intelectuales, Ideas
La guerra contra las ideas en Cuba
Cambios se han visto, pero la naturaleza del sistema no ha cambiado
Controlar a los intelectuales siempre ha sido uno de los mayores esfuerzos del régimen cubano. También uno de sus fracasos más manifiestos.
El gobierno de La Habana siembre se ha mostrado preocupado frente a quienes piensan y crean. Una y otra vez resurge el temor de que escritores, pintores, periodistas, economistas, ingenieros, profesores y hasta bibliotecarios, en algún momento cuestionen el sistema.
Bajo su punto de vista, no le falta razón. La oposición en Cuba, en estos momentos, no se define en la lucha armada, sino en la confrontación política. No hay simplemente una batalla ideológica: hay una lucha contra las ideas.
Esta confrontación no se limita a no perder el control de la calle. Va mucho más allá: se dirige al control de las ideas. No importa que no se compartan, basta que se acaten.
Por décadas esta premisa ha sido uno de los pocos dogmas mantenidos sin variación, mientras se ha ido desarrollando un ajiaco ideológico que permite asimilarlo todo, siempre y tanto esté previamente autorizado.
Este dogma siempre se ejemplificó en manifestaciones burdas, como las famosas reuniones laborales y estudiantiles para “discutir el último discurso de Fidel”, pero también tuvo momentos canónicos, como las tristemente célebres “Palabras a los intelectuales”:
“¿Sentimos el temor de la existencia de un organismo nacional, que es un deber de la Revolución y del Gobierno Revolucionario contar con un órgano altamente calificado que estimule, fomente, desarrolle y oriente, sí, oriente ese espíritu creador? ¡Lo consideramos un deber!”, escribió Fidel Castro en dicho folleto.
“Si nosotros impugnamos ese derecho del Gobierno Revolucionario estaríamos incurriendo en un problema de principios, porque negar esa facultad al Gobierno Revolucionario sería negarle al gobierno su función y su responsabilidad, sobre todo en medio de una lucha revolucionaria, de dirigir al pueblo y de dirigir a la Revolución”, añade.
El entonces gobernante estableció muy claro lo que consideraba los derechos de la revolución. Es decir, sus derechos. Y por supuesto, no todos los derechos eran iguales: unos estaban apoyados con cañones, policías y cárceles y otros dependían simplemente del individuo.
Así que a partir de ese momento todo el mundo debía saber a qué atenerse. Y el principio no ha cambiado hasta hoy. Podrá haber desaparecido físicamente su autor, pero su obra continúa.
Lo que nunca admitirá el régimen es una renuncia a sus “derechos”. Lo que nunca estará dispuesto a ceder es en poder de decisión.
Cambios se han visto. Por años estuvo prohibida la exhibición de la mayor parte del cine norteamericano y perseguidos los homosexuales, para citar dos ejemplos siempre repetidos. Ya no, pero la naturaleza del sistema no ha cambiado.
Lo anterior lleva a reconocer —aunque nunca a compadecer— el triste papel de los represores de todo tipo, que por miedo llevan a cabo tareas que pueden resultarles desagradables —o gustosas, porque para todo siempre hay alguien dispuesto— y que saben, ya que a estas alturas no queda la posibilidad de duda al respecto, que en el futuro enfrentan la posibilidad de ser criticados, separados o incluso sancionados.
Los escritores y artistas de la isla no deben olvidar que, a los ojos del régimen, es igualmente sospechoso un disidente que se cuestiona el curso del proceso social que un creador interesado en difundir su punto de vista.
La única diferencia aceptada es el grado de encubrimiento a la hora de exponer una opinión.
En ambos casos, el grado de distanciamiento del punto de vista oficial lo establece el sistema. No son solo las circunstancias las que hacen más o menos permisible una crítica. El régimen se reserva el derecho de dictaminar sobre qué protestar, cómo y cuándo hacerlo.
Todo escritor y artista honesto que vive en la isla está ante una situación sumamente difícil. Guardar un silencio culpable ante cualquier acción represiva compromete la dignidad intelectual. Manifestarse abiertamente implica no solo un peligro personal, sino también la posibilidad de ver interrumpida la labor creativa. Queda a cada cual determinar qué es más importante.
Como nación, Cuba atraviesa una crisis cultural sin salida. Por décadas el país se ha caracterizado por la existencia de un gran número de intelectuales silenciados o silenciosos. No se puede arengar desde el exterior el asumir un compromiso que se negó al abandonar el país. Sí se puede sugerir que, al menos, se practique un retraimiento decente.
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