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Actualizado: 21/05/2024 22:00

OPINIÓN

Una casa en Coyoacán

El asesinato de Trotsky en México. Una historia de intriga y horror en la que el nombre de Cuba aparece más de una vez.

Nada recuerda a la historia o la política en las primeras horas de la mañana, cuando se camina por el patio de esta casa de la calle Viena, delegación Coyoacán, en el Distrito Federal. Sobre todo si uno prefiere ir hacia las conejeras, se detiene a contemplar las escasas plantas y no entra en la cochera; elude mirar hacia lo alto y contemplar las fortificaciones agregadas a la vivienda; pasa por alto las aspilleras y las huellas dejadas en los muros descascarados por los impactos de las balas de ametralladora.

Pero hay que tener mucho cuidado de no subir la escalera y entrar al despacho —con los objetos que permanecen en la misma posición desde el día del crimen— y mucho menos desviarse ligeramente entre los arbustos y llegar hasta un árbol y la tumba de quien fuera el exiliado más célebre del siglo XX. Ahí están sus restos y los de su esposa, Natalia Sedova. El 20 de agosto se cumplen 65 años del asesinato de León Trotsky en México. Una historia de intriga y horror en la cual —primero de forma algo ajena y luego nada casual— el nombre de Cuba aparece más de una vez.

Una mezcla de destino trágico, afán intelectual e inteligencia superior convirtieron a Trotsky no sólo en una referencia obligada para los intelectuales, sino también en icono y profeta. Creador de una revolución inacabada, todavía apasiona a universitarios y aspirantes a escritores, aunque estos posteriormente lo abandonen. El hecho que no se limita a Latinoamérica y Europa —donde tiene más fuerza— y está presente en el historial de algunos de los neoliberales que tienen una gran influencia en la ideología de la actual administración norteamericana. Trotsky —en ocasiones por su vida, otras por su obra— no yace olvidado.

Stalin logró expulsarlo del poder en los años de formación de la desaparecida Unión Soviética, lo persiguió sin descanso por todo el mundo, asesinó a sus familiares y no cesó hasta acabar con su vida. El mito ha sobrevivido no sólo a la desaparición de la dictadura estalinista, sino también al fin de la URSS y el campo socialista. Trotsky muere sin tener que arrepentirse de sus culpas —que no son pocas— y pasa a la historia como el hombre que logró prever pero no evitar la apoteosis de un régimen de terror, al que contribuyó desde que fundó el Ejército Rojo. El golpe de piolet del español Ramón Mercader alivió el juicio de la historia y convirtió el fracaso en martirologio.

No es extraño que un nuevo documental — Dos revoluciones del siglo XX, del director argentino-mexicano Adolfo García Videla—, una radionovela y una exposición — En defensa de la patria: 150 años de luchas revolucionarias en México— vuelvan sobre los hechos. Hay dos antecedentes: Asaltar los cielos, el excelente documental de los españoles Javier Rioyo y José Luis López Linares, y El asesinato de Trotsky, la película de ficción del realizador inglés Joseph Losey.

El destino de Ramón...

El destino de Ramón Mercader

Mercader tuvo suerte en el cine al ser representado en la pantalla por Alain Delon —en una cinta que no es de las mejores de Losey—, pero no en la vida. Al salir de la cárcel mexicana, tras cumplir una condena de veinte años, viajó a Cuba en 1960, de paso hacia Moscú vía Praga. En la URSS recibió la condecoración de Héroe de la Unión Soviética y fue reverenciado por la KGB, pero nunca logró ingresar al Partido Comunista.

Luego regresó a la Isla a mediados de los años setenta. Allí vivió, en el bario del Vedado, hasta su muerte en 1978. Dejó su bastón en herencia al cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, y este lo utilizó en los últimos años de su vida. Está enterrado en Moscú, pero no en las murallas del Kremlin, como le hubiera gustado a él y a su madre cubana. La tumba de aquel que se valió de la persuasión, su figura y varias identidades se identifica por un nombre corriente y un apellido ajeno: Ramón López.

La madre del asesino tuvo —si se quiere— un destino más favorable. Al menos está enterrada en su patria. Sin embargo, pese a que nació en Santiago de Cuba, descansa —aquí esta expresión común carece incluso más de sentido— en el cementerio de Colón, en La Habana. Aunque al final poco debió importarle podrirse en cualquier parte, porque siempre vivió condenada al resentimiento.

Pese a todo, disfrutó de una vejez mejor que la de su hijo. Caridad Mercader —a la cual se le atribuye inculcarle a este la fe revolucionaria y el odio despiadado— fue durante varios años la recepcionista de la embajada cubana en París. El compositor y ex embajador Harold Gramatges la evoca en Asaltar los cielos. Guillermo Cabrera Infante narra en Mea Cuba cómo esa "vieja seca y desagradable" servía de portera a los trotskistas ingleses y alemanes, quienes venían "a buscar su visa cubana y ninguno siquiera sospechaba que quien le abría la puerta era la autora intelectual del asesinato de Trotsky".

No había sólo ironía en tener a Caridad Mercader en una embajada del régimen. Los trotskistas nunca fueron bien recibidos en la Isla y más de un cubano terminó en la cárcel por manifestar —siquiera en grupos reducidos— el menor contagio con un pensamiento catalogado de herejía por la escolástica soviética y de sumamente peligroso por los órganos represivos.

La mano del asesino

Sólo hay un hecho que puede considerarse de justicia hacia el líder revolucionario, en tantos años del régimen de Fidel Castro. Le ocurrió a un mexicano. El muralista estalinista David Alfaro Siqueiros —quien tuvo a su cargo el primer atentado contra el exiliado ruso: los impactos de los proyectiles permanecen en los muros de la vivienda— recibió al menos parte del castigo que merecía. De visita en La Habana por el Salón de Mayo de 1967, Siqueiros sufrió una paliza propinada por un grupo de pintores extranjeros simpatizantes de Trotsky, entre ellos el chileno Roberto Sebastián Matta.

Hace unos años, de regreso de México, Sara y yo llevamos a enmarcar un cartel traído de la Casa Museo León Trotsky. El empleado todavía se empeñaba en ajustar cristal y marco, cuando casualmente —¿o fue otro golpe, esta vez del destino?: los fantasmas que conocieron el poder persiguen ciertas simetrías— nos encontramos con un ex coronel de la Seguridad del Estado, exiliado en Miami. "Trotsky", nos dijo el ex oficial, que ahora vive discretamente en esta ciudad y se gana la vida honradamente en una labor alejada del bullicio político. "Yo fui uno de los que fue al aeropuerto a recibir a su asesino". El criminal recordado sólo por la importancia de su víctima.

"Vimos venir sonriente a un hombre corpulento, de impecable uniforme y cuartelera azul marina que nos tendió la mano. Después supe que Frank Jacson o Jacques Mornard o Ramón Mercader, a quien había yo saludado con una sonrisa, no era sino el asesino de Trotsky y me dio horror su mano en la mía, la lavé y la lavé a grandes aguas y comprendí a Lady Macbeth mejor que nunca".

Así describe Elena Poniatowska su encuentro con Mercader en la prisión mexicana de Lecumberri. Dar la mano a un asesino. Sólo queda la esperanza de poder limpiarla lo más rápido posible, aunque no se puede borrar lo ocurrido. El grito de Trotsky —la punta del piolet perforando su cabeza— aún retumba en la casa de Coyoacán.

© cubaencuentro

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