Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Cuba, Emigración, Exilio

Cuba: el transnacionalismo coactado

El Estado cubano continúa siendo un ente hostil a su emigración

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Si algún dato habla hoy de la maduración del pensamiento social cubano —incluido su componente académico— es la frecuencia como trata a Cuba como una sociedad transnacional. No quiero decir que se discuta al nivel del acumulado teórico sobre el asunto, mucho menos que exista un consenso sobre el asunto. Con frecuencia la alegoría a la transnacionalidad parece ser algo así como una salida, tan ansiosa como honesta, a su desafortunada omisión. Un tema que por décadas fue tratado como parte de la agenda de seguridad y en instituciones regidas por los organismos de esa naturaleza.

Tengo en mente dos ejemplos estimulantes recientes. El primero es el dossier publicado por Cuba Posible, y, particularmente, el aporte de Nisvia Brismat, una joven intelectual cubano/mexicana que resultó, con mucho, su voz más precisa y estimulante, algo propio de mujeres y de jóvenes. El segundo, la reciente proclamación por la coalición oposicionista Mesa de la Unidad para la Acción Democrática (MUAD) de un programa, uno de cuyos ejes de acción es precisamente “Avanzar hacia una legislación que garantice el libre tránsito como derecho ciudadano y restituya a los cubanos emigrados todos sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales”. Lo que los opositores reclaman como un nuevo contrato social en el que todos quepamos.

Reconozcamos que se trata de un tema denso y complejo que requiere un debate a muchos niveles, incluido el campo intelectual, más allá de las rigideces académicas y más acá de la carga emotiva que siempre le acompaña. Sobre todo, teniendo en cuenta que la naturaleza transnacional de la sociedad cubana no puede remitirse, sin más, a la vaga noción de la diáspora. Es cierto que hay cubanos por todo el mundo, y que por sus niveles educacionales son muy visibles —periodistas, profesores, artistas— pero la transnacionalidad como fenómeno requiere de masividades y regularidades de contactos que se obtienen par excellence en el vínculo entre Cuba y el sur de la Florida, y en particular entre La Habana y Miami, dos ciudades que tienden a configurarse como un complejo urbano transfronterizo.

De cualquier manera, creo que hay tres ámbitos de relacionamientos que vale la pena discutir:

  1. El ámbito de la cotidianeidad, que implica toda una gama de relaciones familiares, amistosas, personales basadas en expectativas de solidaridad y reciprocidad. Este ámbito, que resistió tozudamente presiones y adversidades de todo tipo —en particular las prohibiciones del Gobierno cubano— para terminar demostrando que aquí, como en todos los lugares, la sangre era más espesa que el agua.
  2. El ámbito de las transacciones económicas, que implica inversiones así como compras de insumos y servicios con fines de lucro. Y que pudiera estar ganando más presencia que nunca con las discretas aperturas mercantiles y hacia la emigración que ha puesto en práctica el Gobierno cubano.
  3. El ámbito de lo que llamaré las comunidades organizadas, entendiendo por tales una serie de organizaciones, instituciones o simplemente espacios medianamente formalizados (sea en las sociedades civil o política), que establecen vínculos y en ocasiones adoptan contexturas isomórficas. En los campos políticos que hoy cruzan a la Isla —a grosso modo, los campos oficial, crítico sistémico y opositor antisistémico— es visible este ordenamiento transnacional con la aparición de grupos, asociaciones, medios de prensa, etc, que actúan en consonancia con contrapartes insulares y eventualmente mediante vínculos formales de cooperación.

Estos ámbitos no son hosterías para el amor, sino relaciones de poder. Implican conflictos —los sistemas no funcionan de otra manera— y complementariedades, enmarcados en historias particulares por donde fluyen los ánimos y retozan Eros y Tánatos. Y contienen diferentes maneras de reconocimientos mutuos, aquí sigo a Axel Honneth, que van desde la compartición de afectos básicos hasta la valoración de ambas comunidades como interlocutores válidos y aportadores de capital simbólico. Pasando, por supuesto, por la mutua percepción utilitaria, el reconocimiento recíproco como contribuidores materiales.

Yo diría que durante las dos primeras décadas del actual régimen político predominó una política de extrañamiento y separación en que fueron negados todos los afectos básicos a los cubanos emigrados. Al calor de los subsidios soviéticos, esta relación no era relevante como dato económico, y en cambio sí lo era como una construcción ideológica antitética.

La crisis de los 90 recolocó el tema, y abrió una puerta al uso de los migrantes como remesadores y pagadores de los servicios consulares más caros del mundo. A cambio, se han mantenido las prohibiciones esenciales a esta emigración —la recopilación normativa de 2013 dejó intacta la situación de los emigrados— y en lugar de un acercamiento mutuamente provechoso, el gobierno ha preferido manipular el asunto mediante relaciones con pequeños grupos de adeptos que aceptan la distancia como condición para el prohijamiento. Una parte relevante de la comunidad emigrada, por su parte, ha optado por verse a sí misma como inversionista, tratando de incentivar el apetito crematístico de la elite cubana en su metamorfosis burguesa. Un paso de avance desde aquellos tiempos en que las puertas permanecían herméticamente cerradas. Hoy tenemos puentes —y es positivo— pero a la cabeza de cada cual persisten trincheras defensivas.

Por supuesto, hay muchos constructores de trincheras. Los hay en los vocingleros grupos extremistas de Miami. Pero no cabe dudas de que el principal actor que entorpece este proceso es el Estado cubano, con sus deplorables prácticas de asumir la ciudadanía como símil de lealtad política y a la emigración como un banco en el exterior. Y en consecuencia, a los emigrados como sujetos de segunda. Lo que ha dado lugar a espectáculos deprimentes de insensibilidad e irresponsabilidad como sucedió recientemente con el paso de los cubanos apaleados por el ejército nicaragüense —con la venia innegable del Gobierno cubano— o como todavía sucede con esa morgue ecuatoriana que alberga varios cadáveres de cubanos que La Habana se niega a repatriar, como la práctica usual manda.

Y no creo que exista una real voluntad política de cambio al respecto. El efecto del reordenamiento normativo migratorio de 2013 tuvo la virtud (colateral) de intensificar los vínculos entre ambas comunidades, pero prácticamente no movió la situación de discriminación que sufre la comunidad emigrada. La única manera de abordar la cuestión de la transnacionalidad coactada de la sociedad cubana —cosa que creo olvidaron los acompañantes de Nivia Brismat en el coloquio de Cuba Posible— es asumiendo críticamente las políticas del Estado cubano.

El Estado cubano sigue siendo tal y como hace algunos años los clasificaron Glick y Schiler: un ente hostil a su emigración, un Estado “denunciante”. Un obstáculo mayor a la maduración de nuestra sociedad transnacional. Y con ello, más sufrimientos, alejamientos, costos humanos, y oportunidades perdidas que, como, las flechas y las palabras, dicen los chinos, nunca regresan.


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