Cultura funcional, Vestir bien, Deterioro
El (otro) nudo de la corbata
Es difícil imaginar cuanto se ha deteriorado la elegancia en vestir y presumir de nuestros compatriotas, para quienes “resolver” el día a día es la meta única, exceptuando escapar del Telón de Bagazo
Hace 22 años publicaba en la revista de la Archidiócesis de La Habana, Palabra Nueva, un trabajo titulado El nudo de la corbata. Era una historia rocambolesca, de esas que suceden en la Isla, y que sin duda superan la fantasía macondiana, la maravillosa realeza de don Alejo.
El día del bautismo y la primera comunión en la Iglesia de Santa Rita de Casia un catecúmeno se había presentado en mangas cortas y sin la corbatica acostumbrada para el evento sacramental. El párroco trato de resolver como pudo. Pusieron al chico un alba y de corbata algo parecido a una estola. Pero iba a comenzar la misa y el padre no terminaba de acicalar —disfrazar— al hijo. El buen padre estaba atascado en cómo hacer el nudo de lo que llamaba corbata. Un señor mayor, no podía ser de otra manera, se brindó para ayudar. Ante los ojos de los curiosos feligreses dio una conferencia de los tipos de nudos y corbatas mientras anudaba la prenda. En su época, dijo, era imprescindible ir bien vestido para ser aceptado en un buen trabajo. De esa manera el niño tuvo su bautismo, primera comunión y primera “corbata”.
Casualmente, unos días antes había enviado a uno de mis hijos para tomarse la fotografía del pasaporte. Le di una de mis corbatas viajeras, pero olvidé hacer el nudo, sencillo, como me habían enseñado en la beca para salir y entrar de pase. Después de más de una hora, preocupados en casa porque el estudio fotográfico quedaba cerca, apareció mi hijo con el relato: allí tenían corbatas anudadas, y ninguna servía; eran de tiempos matusalénicos; hedían a humedad rancia, a despropósito. No había cola. La demora fue porque nadie en el estudio, ni los usuarios que llegaron más tarde, sabía hacer el nudo al corbatín.
Aquellas historias hermanadas por el azar concurrente me llevaron a pensar que si bien en el Trópico, y hoy en medio mundo, la corbata y el traje han quedado en desuso, es difícil ver un comentarista en televisión, banqueros, políticos, hombres de negocios y dependientes de restaurantes que no usen la prenda de origen italiano, puesta de moda en Francia por mercenarios croatas en el Siglo XVIII. Repudiada por unos y celebrada por otros, la corbata puede ser un símbolo de elegancia, de poder, o sencillamente, de respeto. También, como sucedió en la Cuba comunista, denunciaba al “siquitrillado” de Las doce sillas, al “gusano” que no entraba en el redil. Eso fue hasta que el ex Máximo Líder decidió en una cumbre iberoamericana cambiar la casaca guerrera por la roja corbata de seda: ya podía usarse en la Isla sin temor a ser acuñado de pequeño burgués.
Detrás de esa tela hay mucho simbolismo. Su desaparición en la Isla puede mostrarnos el camino de la Involución Insular. La primera generación “descorbatada” en Cuba fue la de los nacidos poco antes o después de 1959 —la “Era” cubana, según el trovador. Los padres y abuelos que vistieran traje y corbata eran sospechosos habituales del buen vivir o el buen dirigir. El pueblo raso debía usar ropa sencilla, cuando no miliciana, y botas de trabajo, “rusas” por más señas.
Pero fue una generación que creció llena de esperanzas y metas. Con una sola tela salían camisas para todos los hermanos y quizás hasta para el padre o una blusa para la madre. “¡La ‘Era’ cubana estaba pariendo un corazón!”. ¡Que importaba una corbata de menos! ¡Mueran los “encorbatados” burgueses! —fue el grito barbárico. De ahí emergió un conjunto de grandes intelectuales, artistas, y científicos que cristalizó gracias a las oportunidades que ya venían de la Republica y que, a pesar de los vientecillos dictatoriales que soplaban con amenaza de tormenta, la Involución en su etapa puberal hizo que se generalizara la enseñanza a todos los niveles y desarrolló la cultura como nunca antes.
La segunda generación seguía teniendo metas y oportunidades. Esta vez los nacidos a finales de los 69 y los 70 conocerían la corbata en las becas y las escuelas formadoras de maestros. Aun había librerías, cines, teatros, festivales internacionales a los cuales asistía lo mejor del arte y la cultura mundial. Un detalle delata la hipocresía del castrismo en aquellos tiempos: en las cárceles-becas se sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. Los muchachos debían aprender a hacer al menos cinco comidas al día, y para reverenciar el fin de semana de pase había que llevar la corbata bien anudada. Todavía quedaban maestros de otra época; cualquier corbata podía contar con su pericia anudadora.
La tercera generación estaba a las puertas del desastre cuando la ubre socialista dejó de amantar el experimento tropical. De pronto los jóvenes no quisieron ser doctores ni abogados, sino meseros y cocineros donde la moneda del enemigo, esa que llevó tantos jóvenes a las prisiones, era más importante que el título universitario colgado en la pared de la sala. Tampoco entrar en la Juventud Comunista era una meta plausible si no servía para trabajar de portero en un hotel, chofer para el turismo. Y a esa altura, aunque para entonces pocos sabían cómo anudarse la corbata, la historia, terca y maestra, enseñaba que decir señor y señora y usar un buen lazo era llevar comida a la familia.
Ausencia de una verdadera cultura funcional
La cuarta generación ha nacido cuando pocos han deseado nacer, al menos en una Isla cuyo futuro, hasta para los que la dirigen, es incierto. La meta compartida de muchos, dígase sin pena demasiados —siguen la predica martiana de ocultar para triunfar— es abandonar el sitio donde la cansada cigüeña los dejo caer “por error”. Ya no hay cines ni librerías. No hay becas donde refugiarse en caso de vivir miserablemente. Los festivales internacionales solo traen a los que nadie recuerda, los que cobran en especies, o no cobran. Hay menos meseros y cocineros nuevos, pues no hay turistas que quieran enfermarse del hígado y de malos tratos. ¡Me importa poco la corbata!, clamaría cualquiera en una cola por una “cosa” que echaron en la bodega de la esquina. El uniforme del cazador-recolector cubano no lleva ningún aditamento que moleste en la faena. Es lo más parecido al de un peleador callejero: camiseta ancha abierta a los lados, pantalón corto o short, chancletas o zapatos tenis, y la quinta extremidad: la jaba. Y así mismo se va a un banco, a la graduación del hijo, a un hospital.
Han pasado más de veinte años de aquellas experiencias de “corbatines”. Es difícil imaginar cuanto más se ha deteriorado la elegancia en vestir y presumir de nuestros compatriotas para quienes “resolver” el día a día es la meta única, exceptuando escapar del Telón de Bagazo. Las últimas dos generaciones van lastradas por la ausencia de una verdadera cultura funcional —implica integralidad y ejecución de los saberes— y que va desde disfrutar una buena mesa hasta saber combinar las medias con la camisa. En veinte años no han conocido la educación formal, hablar y oír otro idioma, lecturas profundas, clásicos del cine, conciertos y ballets de primerísimas figuras. Ni siquiera tuvieron la Libreta del MINCIN —si te toca calzoncillo no te toca camiseta—, Jamón del Diablo por Navidad, una tienda para los matrimonios, el cake y 10 cajas de cerveza. No conocieron las posadas de Marianao ni 11 y 24, los Marinit, los Fruticuba, ni Coppelia, cuando era una heladería de verdad.
El poeta Jorge Valls dijo que el exilio era como un naufragio. Las primeras generaciones de exiliados nacidos poco antes o poco después de la “Era involucionaria” tuvieron al menos una tabla —de corcho, diría el presidente Grau— que por lo menos flotaba. Las últimas dos apenas han tenido sus brazos para llegar a la Otra Orilla. Esas generaciones de jóvenes y no tanto, llegan vistiéndose con lo que han encuentran, sobre todo después del mal llamado Período Especial, y “esta otra cosa que nadie sabe lo que es”, comenta Juan de los Muertos varias veces en la película de Alejandro Brugués.
Por acá les pedimos, con algo de razón, que adelanten: hay que estudiar; comunicarse en inglés; reaprender a hablar castellano; comprar y anudarse una corbata fina. Porque así es como funciona el mundo. Así también funcionaba veinte años atrás, y así seguirá funcionando. Pero hay que ser justos, y dar a cada cual lo que le pertenece. Cada persona necesita un tiempo; quitarse el polvo del camino; volver a nacer. De otra manera, como dijera Santo Tomas de Aquino, justicia sin misericordia es crueldad.
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