Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Globalización

La globalización y la disolución del sistema totalitario cubano

La permanencia de la dictadura garantiza el crecimiento incontrolable de las dos tendencias caóticas

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La fuerza de la globalización radica en una ola de acelerada innovación. Nada queda sin ser sacudido: el autoritarismo, la partidocracia, el Estado de bienestar, la propiedad estatal. Cambia todo en las sociedades, haciéndolas más dinámicas, expandiéndolas e integrándolas al mundo. Sus cabezas de playa, los medios de comunicación modernos, están demostrando ser arrolladores. Sin embargo, tampoco están ajenos a la influencia de la energía renovadora que representan. Constantemente se transforman como dinámicos vehículos de la modernidad que llega a todas partes.

Las primeras bajas que provocan son el aislamiento de los individuos, el desmontaje del conservadurismo disfrazado de tradiciones, el anonimato de las masas. De eso se encargan las ubicuas redes sociales, configurando su segunda línea de avanzada. Se encargan de enlazar esas incontables nuevas voces, ideas y opiniones en incontables contactos. La Humanidad se reencuentra, vibrante de intercambios disímiles. Y surgen nuevos vínculos, impensables hasta hace una década: negocios y amistades, ideas y opiniones, polémicas y matrimonios, novedades e información… Y también redes de pornografía infantil y de drogas, estafas, y hasta nuevas categorías de delitos, como los ataques informáticos lanzados por hacktivistas fanáticos en Estonia, 2007, o en Japón en agosto de este año. Además, el ciberataque del virus Stuxnet en 2010 estuvo a punto de provocar un Chernobyl en las instalaciones atómicas de Irán.

En resumen, bienestar y maldad, lo que acompaña al mundo en valores y miserias desde siempre, más proyectado de una manera vertiginosa, no detentado por una corporación internacional, y para nada guiado y controlado exclusivamente por un gobierno.

En Cuba el pueblo está aislado por su gobierno al acceso pleno a internet y a las redes sociales. Lamentablemente, los represores son tan occidentales como la gran mayoría de los cubanos de la Isla que quiere abrazar y disfrutar esa modernidad, traduciéndola en un muy necesario y siempre postergado progreso. Pero eso es precisamente el opuesto del proyecto nacional de la vieja guardia que rige los destinos del país. Por ello el profundo pavor a perder el poder de tales ancianos controladores los hace identificar claramente que las palancas que los sacarán de su “parapetamiento” en la cima vienen a caballo con la comunicación abierta de los cubanos con el mundo. No quieren cometer el error de sus iguales en Túnez, Egipto, Libia… los que no identificaron en internet y sus acompañantes el antídoto que los desplazaría.

Sin embargo, todos los intentos que llevan a cabo por regular, limitar y aislar a la población cubana de la ola de renovación mundial es, por definición, una contradicción insalvable. De repente, demasiado rápido para sus cerebros represores, el planeta Tierra se ha vuelto pequeño para mantener sociedades cerradas a su plenitud arrolladora. Intentar impedirla provoca la suma de más daños y perjuicios a los ya acumulados sobre el país en medio siglo de desgobierno. También retrasa las posibilidades de desarrollo y aptitud competitiva de las generaciones que van a regir los destinos futuros de la nación.

Es una situación forzada y contranatural. De esta dura contradicción, de este choque entre modernidad y represión, emergen signos inquietantes y desconocidos en la Isla, marcando la posibilidad de un destino totalmente inesperado.

Podemos definirlos como dos fuerzas caóticas y opuestas que empiezan a golpear una contra otra en la dura intentona por prevalecer. Esto provoca una conmoción cada vez más ingobernable en la impuesta rigidez que padece la sociedad en su conjunto. Nunca antes Cuba estuvo tan arrastrada a un cambio radical, ajeno a las decisiones inobjetables del grupo totalitario. Y tampoco nunca antes los gérmenes del Estado Fallido fueron tan virulentos. Las autoridades también perciben el creciente descontrol, pero la perversidad de un poder inicuo los empeña en buscar soluciones, con la persistencia en aumentar el control de la sociedad, no en dar cauce abierto y libre a las necesidades de cambios radicales que se acumulan, sin encontrar salida.

Y precisamente con el pretendido reforzamiento del control de una sociedad ya asfixiada por decenas de años con la misma rigidez de método, sus malas decisiones comienzan a crear lo opuesto: el caos anarquizante, empezando dentro de sus mismas filas y animado por las inevitables conductas más desajustadas y díscolas que ha creado medio siglo de imposición y anulación del derecho de los individuos y la sociedad civil.

En el país predomina la sensación de pérdida de rumbo de la nación. ¿Hacia dónde vamos, con tantas necesidades perentorias que no son siquiera escuchadas, con tanta gente desesperada por largarse a donde sea, con una sociedad envejecida en miembros y hábitat, forzados a seguir enfrascados en la inercia de una fatigosa y enfermiza lucha ideológica sin sentido con el denominado enemigo?

La respuesta a esa inquietante premonición de marcha al desastre es la pérdida del control. Es lo inevitable ante las ineficientes y lentas medidas burocráticas que se vierten desde el aislamiento del poder. En todos los estamentos sociales emerge rampante el robo, el desfalco, la ávida apropiación indebida, la cínica filosofía de “sálvese quien pueda”, que anula poco a poco el sentido de nación y patria. Es la que ahora mismo dinamiza las turbias testas del generalato y de los hombres de confianza del régimen, haciéndoles meter mano a cuanto milloncejo pase cerca.

Los recientes escándalos de estas prácticas, irrumpiendo a retazos en el acontecer nacional, son sólo la espuma maloliente de lo que realmente ocurre. La incontrolable marcha que provoca hacia el caos anarquizante crea otras variantes destructivas, como el vandalismo y la desidia criminal, que lo retroalimentan y hacen crecer. Como ocurre en China, este fenómeno de despojo desmadrado no cejará por el procedimiento de aumentar los castigos, incluso hasta llegar a retomar las ejecuciones, soslayando el mal de origen que es el estado totalitario, el verdadero gestor de la precipitada avalancha de saqueo.

No obstante, otras fuerzas de progreso también están emergiendo en el perfil nacional. Como esperanzador opuesto, aparece en muchos individuos otro caos, el creativo. Brota de las mejores tradiciones de la nación y a pesar de su demonización oficial. Marca el rumbo en la mente y propósitos de muchos cubanos de la Isla. Ellos quieren realmente rehacer sus vidas de tanto desastre y progresar legalmente y no continuar existiendo al pobre nivel de subsistencia que impone el totalitarismo antillano. Enriquecerse, la palabra prohibida, es su lema a sotto voce. Estos individuos, junto a las demandas del Estado de Derecho y democracia defendidas por los más genuinos representantes de la oposición al régimen, constituyen la mejor oportunidad para el país. Y por todos ellos se descubre que está latente, invicto en su idiosincrasia, el individuo moral, que quiere una sociedad democrática para todos, y también el oportuno negociante y avispado empresario.

Estas personas pretenden hacer algo sólido para su existencia, su familia, para el país. Sus esperanzas, tantas veces derrotadas con decretos leyes, ukases y prohibiciones, castigadas una y otra vez con multas, decomisos, persecuciones, abusos físicos y cárcel, renacen de nuevo. Más no por las tímidas medidas y confusas anuencias del Gobierno, que más bien constituyen obstaculizaciones o distorsiones de las verdaderas ansiedades populares, sino por el universo que les van abriendo a todas las posibilidades que defienden esos amagos de la globalización que van penetrando y quebrando el gastado tutelaje del castrismo.

La permanencia de la dictadura garantiza el crecimiento incontrolable de las dos tendencias caóticas. Y el conflicto entre ambas, de una naturaleza opuesta entre libertad y anarquía, entre progreso y desastre haitiano, es una terrible certeza. Y la preponderancia de una de ellas, con elementos en lucha por prevalecer, victimario y víctima mezclados en batalla campal dentro de cada cubano, determinará el destino próximo de la Isla y su capacidad para incorporarse como un miembro vigoroso, o maltrecho; como un país con posibilidades o lastrada como una nación fallida, a la marcha imparable e integradora de modernización mundial.

Y el resultado de este conflicto depende en gran medida de la capacidad y responsabilidad de la propia sociedad cubana, dentro y fuera de la Isla, y de su deseo de salvarse como nación.


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