Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Cambios

La intolerancia y las malas políticas

Mientras que el sistema político cubano avanza hacia un estatus autoritario, en que más que la empatía se necesita la obediencia, la élite conserva su vocación totalitaria

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La élite política cubana —viejos generales, burócratas ateridos y tecnócratas advenedizos— tiene un serio problema de identidad.

Para ella, hace algo más de dos décadas, todo estaba claro, pues administraba un país absolutamente subsidiado, cuya producción económica dependía de los vínculos políticos con Moscú. Y temas como la productividad, la eficiencia y la rentabilidad eran consignas baratas para los desfiles del primero de mayo. Luego cesaron los subsidios soviéticos, pero quedó en pie un discurso de protección social y una intensa y costosa movilización nacionalista. Y en el centro de todo, la figura de Fidel Castro, decadente pero con una aureola de fundador que una parte de la población —entonces relevante estadística y políticamente— todavía aceptaba como fuente de inspiración. O, al menos, de consolación.

Su problema ahora es otro: ya no puede gobernar como antes. Pero quiere seguir haciéndolo. Ya no ofrece protección efectiva, pero sigue reclamando lealtad sin fisuras. Denuncia el paternalismo, pero reclama el clientelismo. Los actuales “líderes” (para llamarles de alguna manera) no convencen a nadie de nada. En términos técnicos, mientras que el sistema político avanza hacia un estatus autoritario —en que más que la empatía, se necesita la obediencia— la élite conserva su vocación totalitaria, como si efectivamente estuviera en condiciones de exigir el alineamiento entusiasta de la gente en torno a la promesa de un mundo nuevo que ya ni siquiera pueden prometer.

Y de esta incongruencia sistémica brota el particular celo represivo que intenta devastar a la oposición, no importa su signo, tratando de guardar “las apariencias adecuadas”. Primero, siempre que se puede, dejando el trabajo sucio a las pandillas de-acción-rápida —cada vez más pequeñas y más deplorables—, o cambiando las condenas de 25 años por decenas de detenciones de algunas horas (con dormidas incluidas) en un proceso de desgaste sicológico y ético que parece no tener fin.

Para la élite política esta ambición totalitaria sin suelo firme representa una resta permanente de apoyos y oportunidades en los momentos en que más los requiere.

Veamos dos casos, sin detenerme en detalles que los lectores conocen y que ya discutí en otro artículo.

Primero, el asunto suscitado por la presentación de Pablo Milanés en Miami. Las declaraciones críticas de PM, aún en sus momentos más ríspidos, estuvieron siempre acompañadas de peros y sin embargos que reafirmaban la lealtad del trovador a lo que llamaba revolución; lo que significa, en última instancia, el proceso político cubano, la admiración por los llamados líderes históricos y la no compartición de los credos políticos de la oposición. PM nunca se confundió: su acercamiento a las Damas de Blanco fue un rechazo solidario a la bajeza ética del acto represivo, no un apoyo a sus demandas.

La coyuntura fue particularmente favorable a una buena jugada política. Si por buena política entendemos maximizar las oportunidades y reducir al mínimo los problemas, lo juicioso hubiera sido sacar ganancias mayores del recital y de sus pormenores. Por ejemplo, resaltar la fidelidad esencial de PM, recabarlo como producto neto de la revolución, enarbolar la velada como un signo de quiebra política de la “mafia de Miami” y proclamar las diferencias como un ejemplo de tolerancia y libertad dentro del sistema. Y en poco tiempo nadie se hubiera acordado de ello.

Pero los dirigentes cubanos no se gastan estas sutilezas e hicieron justamente lo opuesto: echaron encima del trovador a la jauría de los blogueros mal pagados que actúan como insultadores procaces y oficiosos del sistema, a sus portavoces en la emigración, y hasta supongo que habrán hecho su guiñito a Silvio Rodríguez cuando continuó cubriéndose de lodo atacando descarnadamente a su antiguo camarada de cantatas.

En otras palabras, pisotearon la oportunidad y agrandaron el problema.

Otro caso me lo recordó un inteligente analista de Havana Times (Boda gay cubana: Yoani Sánchez saca la victoria del refigerador), Alfredo Fernández, en relación con la boda de Wendy Iriepa e Ignacio Estrada. Una boda que fue absolutamente política. Pues solo esa determinación política puede explicar que la joven Wendy —que cambió de sexo atenazada por sus irreprimibles instintos femeninos— haya terminado casándose con un homosexual, lo haya hecho un 13 de agosto y haya dedicado su boda a un enemigo político y ferviente homofóbico como Fidel Castro.

Pero así es la política. Y también la vida. Y en contra de una buena apuesta, Mariela Castro y el CENESEX sacaron a Wendy de su plantilla y se negaron a presenciar la boda. Y a pesar de que Wendy era un producto de las gestiones del CENESEX y de sus influencias positivas en la política cubana, dejaron todo en manos del disidente Observatorio LGTB —al que acusaron de recibir dinero de la USAID— y de Yoani Sánchez, quien tiene un particular olfato para identificar las buenas oportunidades. Como dice el comentarista de HT, Yoani Sánchez “sacó la victoria del refrigerador” y se ganó otros quince minutos de fama.

Aunque en verdad no lo hizo sola: Mariela se encargó de la parte sucia.


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