Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Exilio

La libertad de emigrar: derecho universal y humano

Emigrar es un proceso natural-histórico-cultural, prácticamente consustancial a la naturaleza de diversas especies

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Un amigo que emigró de Cuba valoraba con acritud lo que, a su juicio, viene ocurriendo en materia migratoria en diferentes partes del mundo. Me decía — con bastante amargura— que emigrar se ha convertido en un fenómeno cada vez más complejo, bien contradictorio y, por lo general, bastante vejaminoso para muchos individuos que, por alguna razón, deciden tomar dicho camino.

Tras escuchar con interés sus argumentos, le manifesté que, hasta donde conozco y desde tiempos inmemoriales, las personas han necesitado y poseído la capacidad de desplazarse de un territorio a otro, de emigrar, al igual que lo hacen muchos animales y aves en cada estación.

Le añadí que, en ese sentido, los seres humanos parecemos no ser muy diferentes a ellos.

También que era muy probable que se tratase —sin pretender encontrarle mayores complejidades al asunto— de la búsqueda permanente de la supervivencia humana y de que cada quien pudiera seleccionar las condiciones más satisfactorias o favorables para lograr el desenvolvimiento más pleno de la vida.

Porque si esto no hubiera sido así, no se habrían mezclado las tribus, no habrían surgido las razas, no conoceríamos las guerras de conquistas que se produjeron a lo largo de siglos en la historia, y muchas poblaciones, culturas y civilizaciones actuales tendrían características muy diferentes a las que hoy poseen.

Tampoco se hubieran descubierto los nuevos continentes, sobre todo, de la manera en que lo hicieron los colonizadores, ni la historia hubiera conocido los procesos de dominación y posterior transculturación que tuvieron lugar hace más de quinientos años en diferentes regiones del mundo.

Probablemente, la raza humana no hubiera sufrido la metamorfosis positiva de un mejoramiento fisiológico continuo, hecho al que se oponen ciertas ideas reaccionarias y fascistas.

Por tanto, a mi juicio, emigrar es un proceso natural-histórico-cultural, prácticamente consustancial a la naturaleza de diversas especies; un fenómeno permanente a lo largo de siglos y expandido por todas las regiones del mundo; inscrito, por demás, con suficiente claridad a través de la prolongada historia que ya posee la civilización humana.

Sin embargo, en los tiempos actuales, la emigración es, sin lugar a dudas, un fenómeno mucho más común y de mayores proporciones que en épocas pasadas, en lo que influyen, lógica y fundamentalmente, nuevos problemas demográficos, económicos, ecológicos, culturales, sociales y políticos aún más críticos.

Para los países subdesarrollados o en vías de desarrollo, este ha sido y continúa siendo, sin discusión alguna, un factor de gran actualidad e importancia. Sin embargo, los procesos migratorios no son exclusividad de nadie, y resulta evidente que cada vez asumen mayor intensidad y mayor número de conflictos, sobre todo, durante las últimas décadas.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM), de manera conservadora, sitúa en más de 25 millones el número de ciudadanos latinoamericanos que residen fuera de su país de origen, principalmente por razones económicas o motivos laborales. El último censo realizado en EEUU así lo confirma, e incluso sobrepasa la cifra estimada por la OIM.

Lo lógico y más deseado es que cada ser humano pueda encontrar en el país que lo vio nacer y crecer las condiciones económicas, culturales, políticas y sociales necesarias para desarrollar a plena capacidad sus potencialidades humanas y construir una existencia de vida plena, satisfactoria y digna.

Lamentablemente, no es lo que ocurre, pues el atraso económico/tecnológico, las diferencias económicas y sociales entre países, y en el centro de sus sociedades, son, en general, abismales, lo que hace imposible que ese fenómeno desaparezca.

Se desprende, entonces, que tratar de estigmatizar y, peor aún, de condenar al individuo por su decisión de emigrar con consideraciones políticas o de otra naturaleza, cualesquiera sean las causas de tal decisión, no resulta un criterio aceptable y justo.

Considero además que es arbitrario e insensible hacia la naturaleza humana y posee un elevado componente antidemocrático y sectario desde el punto de vista político.

Analizando lo sensible e importante que es garantizar los derechos humanos y el respeto a la libertad de los individuos, siempre he pensado que no es válido, ni se puede utilizar la política para condenar a una persona por su decisión soberana de emigrar; ni tan siquiera cuando se trata de un país donde se polarizan los antagonismos políticos, económicos o sociales y se mantienen criterios o valoraciones fuertemente encontrados sobre todas las circunstancias que involucran a un pueblo; ya sea de la nación, la patria, la misma historia, el papel de la democracia, las libertades, la justicia social, los derechos humanos, el desarrollo económico, o cualquier otro aspecto.

En política esto supondría acudir al golpe bajo, a la descalificación del hecho y al individuo, lo que, por lo general, sucede cuando se quiere “justificar” lo injustificable, o desvirtuar, por medio de la manipulación, las verdaderas y objetivas razones que originan tales decisiones de los ciudadanos.

La descalificación, de origen, al emigrante, implica no querer reconocer las causas objetivas y subjetivas que existen o existieron para que el emigrante tomara tal determinación; es proceder con elevado grado de unilateralidad, miopía política, o incluso comprensión histórica. De esa manera, se asumen posiciones “ilegalmente morales” y abuso de autoridad, lo que evidencia otras intencionalidades y dañan las posiciones políticas de los que así actúan.

A las ideas o acciones del contrario que se nos opone, hay que enfrentarlas con ideas y acciones que se correspondan ética y moralmente, también, en el campo específico que origina el conflicto, y no otro.

Las contradicciones que surgen en el seno de cualquier sociedad, se enfrentan y resuelven buscando los caminos lógicos y más apropiados, fundamentalmente los que unen y cohesionan a un pueblo, no los que lo apartan y dividen.

Los excesos de autoritarismo y las llamadas burocracias políticas, tan frecuentes en muchos países, actúan, por lo general, de forma arrogante y triunfalista; se consideran siempre en posesión de la verdad; y son renuentes a reconocer sus excesos y errores, menos aún cuando alguien se los saca en cara o los ventila públicamente.

No existe para ellas la razón y la tolerancia, son renuentes a admitir los criterios que tienen las otras personas para determinar sobre sus vidas y tomar sus propias decisiones. Entonces, con frecuencia, se acude al tan socorrido pero repugnante golpe bajo, de descalificar, patrióticamente, al que no piensa o actúa como ellos. Esa forma de proceder, en cualquier parte que se manifieste y por el bien de todos, debe sencillamente desaparecer.

El patriota y americanista, más bien universalista cubano José Martí, nos dijo: “patria es humanidad”, pero por sus ideas y su amor a la patria fue, precisamente, emigrante una buena parte de su vida. Y nadie pone en duda la admiración y el reconocimiento de todos sus compatriotas, independientemente del rincón del mundo donde uno se encuentre.

En ocasiones, para los que lo conocen, este importante pensamiento martiano se dice o se piensa —si bien muchas veces se olvida—, o se analiza solo a partir de un enfoque político determinado o parcializado.

Resulta muy doloroso para cualquier ser humano que toma la decisión de abandonar su país (por las razones que sean), además de tener que distanciarse de la tierra y los ambientes que lo vieron nacer y crecer, alejarse de sus familiares y amigos, y tener que recibir de otros compatriotas el impacto adicional de una crítica política peyorativa, no solo injusta, sino a veces desmedida, descalificadora de sus sentimientos humanos y patrios.

Son conocidos los riesgos y discriminaciones que el emigrante asume en el país que lo recibe, no todo es una panacea, ni un lecho de rosas.

Son conocidas, además, las trabas legales, los inconvenientes para encontrar trabajo —en muchos casos labores que la población autóctona no quiere realizar—, y también son muchas las discriminaciones que surgen por ser extranjero.

Si a todo ello se suma —tomando en cuenta las aportaciones económicas y sociales (remesas)— que los emigrantes (legales o ilegales en todo el mundo) envían a sus países respectivos, sacrificando muchas de sus necesidades, resulta comprensible suponer que los sentimientos, sinsabores y angustias que sufren en su situación no son siempre reconfortantes y, más bien diría, que en muchas ocasiones son para ellos desgarradores.

Emigrar es una decisión muy dura y deja una fuerte secuela de desgarramientos emotivos.

Por ello, creo que se le debe hacer justicia al emigrante: valorar o al menos respetar mejor su determinación y tomar más en consideración el aporte que los mismos le hacen no solo a sus familiares, sino a sus propios países.

No abrigo dudas de que la mayoría de los emigrantes llevan su patria en el corazón y constantemente la recuerdan y anhelan, son los menos los que así no reaccionan. Todo nos muestra que la mayoría no se desarraiga, aunque dejaran atrás sus raíces y mejores sentimientos y recuerdos. Estoy seguro de que muchas lágrimas se acumulan o se han derramado en la lejanía y la nostalgia ha rondado su existencia a lo largo de los años y sus propias vidas.

Emigrar transitoria o permanentemente no es traicionar la tierra que nos vio nacer, pues patria es humanidad. Menos aún para quien desde sus más caros sentimientos y valoraciones siempre la lleva en su corazón.

El desarraigo es un asunto individual que no debe ser violentado por políticas de ningún tipo. Tampoco es ético arrebatarle derechos de nacionalidad a ninguna persona; y peor aún es pretender aprovecharse, injustificadamente, de determinadas circunstancias económicas o políticas complejas, imponiendo regulaciones fuera de la lógica y lucrar a costa de ello.

La decisión humana de emigrar, sencillamente, merece el respeto y la consideración de todos.

Otra cosa es cuando se desdeña la patria, se atenta contra sus intereses como nación y sus más caros valores autóctonos y socioculturales, o cuando una persona anterior y adicionalmente a su abandono del país, le ha jurado fidelidad a la misma, ha adquirido un compromiso moral o legal, o existe un elevado comprometimiento formal y específico que se obvia y se lanza por la borda.

Entonces y solo entonces, en mi humilde entender, cabría la razón del rechazo y la descalificación del individuo en su calidad de emigrante.

No obstante, se debe tener mucha precaución política, sobre todo en estos tiempos, donde las corrientes migratorias se han generalizado en todas las regiones del mundo y es un fenómeno contemporáneo.

Alentar el rechazo y perseguir tales decisiones personales no es lo más justo ni recomendable políticamente.

Como hemos dicho, la libertad de emigrar es un derecho individual y humano, este se ejercita por múltiples razones, amén de una necesidad económica o de causas políticas o sociales específicas que existan en cualquier país.

Es conocido que muchos patriotas latinoamericanos, en diferentes circunstancias y momentos históricos, emigraron, y a nadie se le ocurre acudir a calificativos excluyentes o denigrantes sobre las decisiones tomadas por ellos. Por el contrario, en general, su imagen se proyecta de manera más universal.

También se sabe que las guerras y revoluciones casi siempre provocan ciertos éxodos de población, sean estos de civiles o militares, pues su naturaleza y carácter las hacen generar fuertes conflictos y tensiones sociales.

Tampoco se justifican los resentimientos por el éxodo, ni que se reaccione de la misma manera que sus injustos detractores. Ello solo hace generar más recelos, separación y descohesión en el seno de una sociedad.

Los humanos, que somos seres sociales, también derivamos de la evolución constante y las leyes de la dialéctica, por suerte. Ese movimiento social o natural constante e indetenible, en el que nada es para siempre y todo se encuentra permanentemente sometido a cambios, también nos sirve hasta para hacer caducar la fuerza y vigencia de ciertos conceptos, ciertas políticas o usos de calificativos equívocos y/o peyorativos que se ponen de moda, sobre todo en el lenguaje y en determinadas acciones de los políticos actuales.

Por ello, es necesario que se tenga una sensata comprensión del fenómeno contemporáneo de la emigración y se haga una valoración integral, desapasionada y cuidadosa de un tema tan sensible.

Porque si la sociedad soñada o esperada nunca llegó, si las condiciones de vida en muchos lugares son muy adversas, si las promesas de políticos o revolucionarios no se hicieron realidad en tiempo y forma, si fracasaron proyectos económicos o se estancaron otros, si las condiciones de vida en vez de mejorar han involucionado, si los más importantes logros sociales de una nación se ven deteriorados, si el ciudadano ha visto limitados sus libertades o sus derechos; si la democracia representativa o participativa, supuestamente, a nombre de las mayorías, le niega participación a la otra parte, si se incrementan las insatisfacciones y la pobreza; si la violencia, el crimen o la corrupción crecen sin detenerse, ¿por qué sorprenderse de que muchas personas, conocidas o no, destacadas o simples, con trabajo o sin él, de cualquier parte del mundo, quieran emigrar buscando otros derroteros y mejores opciones de vida?

Cuando en un país las cifras de sus emigrantes, de todos los sexos, edades, actividades laborales, nivel sociocultural y poder adquisitivo se incrementan y se hacen relevantes, es porque, evidentemente, algo no anda funcionando bien.

Me pregunto: ¿A cuántos ciudadanos más —que no han podido abandonar su país, que posiblemente acaricien la idea de hacerlo y las circunstancias no se lo han propiciado y que, encima, continúan laborando y participando socialmente dentro del mismo— los políticos o las autoridades de turno, les van a endilgar un apelativo discriminador por su intencionalidad de emigrar?

Detrás de cualquier emigrante se esconden muchas causas que lo impulsan a ello; cada uno tiene muchos rostros y matices diversos.

Condenar al emigrante es pura demagogia y esta es siempre repugnante y repudiable; en política, es actuar de manera ingenua y torpe, lo que también deja un mal sabor de fondo.

Por desgracia para muchos países y pueblos, la emigración ha hecho una metástasis negativa.

Las lecturas cotidianas de la prensa y el acontecer noticioso de carácter económico y político, de cualquier parte del planeta, se encuentran saturados de problemas migratorios.

La política es el arte o la ciencia de la negociación y el diálogo, de la flexibilidad y la tolerancia, del análisis objetivo de los hechos y las situaciones, de la reflexión y la cordura, de la comprensión de las coyunturas y las realidades.

Se pueden y deben defender con pasión los principios en que se cree y por los que se ha luchado un tiempo o toda la vida. Sin embargo, el uso de calificativos extremos o no siempre adecuados y justos descalifican más al que los promueve que al que va dirigido, se pierde la elegancia y compostura política y, por lo general, no ayuda a la comprensión de los problemas a la ciudadanía.

De esa manera se desatan más pasiones, se regodean los extremos, crecen los abismos políticos, los antagonismos y las rivalidades florecen; se exacerban las emociones encontradas, crecen los resentimientos, y la intolerancia se convierte en el eje de las relaciones políticas entre los contendientes.

Abundan sobre todo ello lamentables experiencias.

Por la parte que me toca, como cubano, lo que recomiendo a todos mis compatriotas es rectificar… es lo único correcto, valiente y honesto que podemos hacer.


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