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Washington, Relaciones, La Habana

La paciencia de Washington y el estancamiento de La Habana

El esfuerzo saludable iniciado por el presidente estadounidense Barack Obama ha tenido resultados muy limitados hasta el momento

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Para quienes llevan décadas viviendo fuera de Cuba, la elección al salir de la Isla fue fácil y difícil al mismo tiempo: empezar de nuevo. De una forma u otra todos lo hicieron. El restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos cambió esa ecuación.

Puede que no tanto en lo personal, y seguramente no en muchos recuerdos. Hay una miniserie de la televisión alemana que posiblemente les traiga más de un recuerdo a quienes desde hace años viven fuera de Cuba. En una escena de Unsere Mütter, unsere Väter una mujer recibe una visita inesperada y desagradable en su nuevo apartamento. Una muchacha llega preguntando por quienes vivían allí antes. La residente actual contesta altiva y acusadora. ¿Quién es esa que se interesa por los judíos que ella nunca vio, pero a los que despojaron de la vivienda donde ahora sobrevive con varios hijos, mientras su marido se encuentra en el frente? La escena se repite luego, tras la caída de Berlín, solo que quien viene ahora es el hijo de esos judíos, que seguramente murieron en un campo de concentración, y fueron los residentes originales de la vivienda. De amenazadora, la mujer ha pasado a estar temerosa, a ignorar cualquier conocimiento del pasado. De interrogadora pasa a ser interrogada. Y no responde. Simplemente niega.

Todo el que vivió en Cuba y tuvo que dejar su casa, sus muebles, hasta sus platos y cubiertos, sin esperanza de recuperarlos, conoce bien las dos escenas.

Escenas de este tipo no han ocurrido en Cuba, ese país donde la permanencia continua en el poder del mismo grupo contribuye a una patina de nostalgia, olvido, resignación y mirar para otra parte. Luego de la euforia inicial, ante la falsa ilusión de que un anhelado levantamiento del embargo/bloqueo estaba a la vuelta de la esquina y resolvería todos los problemas, ha vuelto a imponerse la espera.

No, no es lo mismo, La Habana no ha “caído”. El restablecimiento de vínculos diplomáticos se produjo con el mismo gobierno que tomó el poder el 1ro. de enero de 1959 y con igual sistema imperante a 90 millas en esa fecha. No fue un encuentro entre nuevos amigos, sino entre viejos enemigos, en parte cansados y también transmutados, pero sin perder el apego al poder y compartiendo el temor ante lo desconocido, el posible caos futuro y la inestabilidad que no se desea ni se busca en ambos extremos del estrecho de la Florida.

Quizá lo principal ha sido la reafirmación de la preponderancia del ámbito familiar. La familia es el factor que define esa porosidad fronteriza, que ha convertido a Miami en una especie de puesto de abastecimiento para la Isla, donde el exilio —en su caracterización ideológica— se ha estado diluyendo, tiende a desaparecer, aunque perduran tanto las causas que les dieron razón de ser como las que hacen que en la actualidad continúe.

Entre ese existir —y el aprovecharse de las leyes y medidas que lo facilitan aquí en Estados Unidos— y la desvirtualización de sus supuestos objetivos primarios se define este instante aquí y en Cuba.

Lo más socorrido es decir entonces que se ha producido una transformación, en la que más que hablar de un exilio activo hay que mencionar que se trata de una emigración.

Añadir que esta emigración cada vez más se asemeja a la que por muchas décadas han realizado quienes llegan a este país en busca de una mejor vida, no importa si desde México, Centroamérica u otro país. No se debe condenar a nadie que intente mejorar su vida, sobre todo si uno hizo lo mismo antes.

Sin embargo, esta explicación adolece de un problema, y es que enmascara el hecho de que el éxodo cubano continúa respondiendo a razones políticas. Al igual que La Habana, Washington actúa de acuerdo a sus intereses: mantener una estabilidad social y política, forzada en ambas costas.

En este punto todos, cubanos de aquí y de allá, han optado en común por la válvula de escape, como solución a los problemas cotidianos. En la Isla se prefiere pedir ayuda a los parientes antes que enfrentar cualquier protesta, simple pero no exenta de consecuencias. En el exilio se vuelve, pero no se regresa.

El presidente estadounidense Barack Obama ha intentado, en cierto sentido, cambiar esa ecuación, no en el ámbito político sino social y económico. Permitir que la ayuda para el establecimiento de ese pequeño negocio familiar, o la forma en que puedan lograrse los medios para ejercer un oficio no dependan solo de la familia sino de la propia iniciativa ciudadana. Sentar las bases para que el individuo se independice no solo del Estado sino también de la familia. Es un esfuerzo saludable, pero hasta ahora con resultados muy limitados. El régimen de La Habana ha logrado desarrollar un camino a dos vías, donde al tiempo que se busca la participación económica con grandes empresas, estadounidenses y europeas, se mantiene un férreo control donde resulta imposible que el familiar residente en el exterior deje de ser, en gran parte, rehén del ese gobierno, del que pretendió liberarse al salir del país.

Los temas pendientes se acumulan, pese a las frecuentes conversaciones entre Washington y La Habana, y las soluciones no están a la vista. En muchos casos, el Gobierno cubano no muestra la menor intención de resolver los problemas pendientes. En un mundo cada vez más globalizado, el régimen de La Habana se encierra en un concepto de nacionalismo decimonónico, propio a su conveniencia.

Si un aspecto resulta sobresaliente esta mentalidad decimonónica es en lo que respecta a las consideraciones hacia quienes han nacido en Cuba pero adoptado otra ciudadanía o sencillamente desarrollan su vida en otros países. La recién concluida cita olímpica, donde deportistas nacidos en la Isla han participado bajo otras banderas ha vuelto a colocar el tema en la palestra. El gobierno de La Habana continúa otorgando categorías de “cubanos” y “excubanos” según criterios ideológicos y no legales.

El nacer en Cuba implica una serie de responsabilidades —dicen desde Cuba y repite aquí su coro de seguidores—, y bajo el mantra de la “patria” hay que defender, respetar y contribuir en favor de algo que no es patria ni Estado, sino simplemente gobierno y en última instancia un apellido: Castro.

Al igual que el gobierno cubano lleva años aprovechándose de la priorización de los valores familiares entre sus residentes aquí y allá —en un cambio a conveniencia del rechazo inicial de la familia frente al Estado, por otro en que la familia debe colocarse en beneficio de este y no a la inversa— ha convertido a la patria en una especie de madre o padre a la que siempre hay que servir, obedecer y ayudar, por deber elemental filial, no importa las boberías que diga, más si se ha deteriorado con el inevitable paso de los años.

Solo que quienes ahora son estadounidenses u europeos por adopción, no se caracterizan simplemente como hijos de Cuba, aunque la nación de origen aparezca en el pasaporte, sino son ciudadanos con plenos derechos. Y el deber del país de adopción es reclamar por esos derechos.

Ese reclamo corresponde a Washington. Va más allá de la decisión personal que se adopte, ya sea no visitar Cuba con un pasaporte cubano —porque ya no se es cubano a los efectos legales en cualquier parte del mundo— o pasar por alto ese “detalle”, porque otros factores pesan más: desde deseos hasta necesidades familiares.

En este sentido, y como ciudadano norteamericano, las obligaciones y derechos son otros. Cuba no debe ser una excepción, porque es un derecho como estadounidense y no un deber por haber nacido en la Isla.

Lo que llama la atención es que este tipo de reclamo no se formule a plenitud. Si realmente se ha iniciado una nueva era, en las relaciones entre Washington y La Habana, y ha caído el último reducto de la guerra fría en el Hemisferio, el futuro tiene que establecerse también por los derechos, no solo de los cubanos. sino también de los que ahora son estadounidenses. Simplemente para tenerlos, ni siquiera para usarlos.


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