Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Reflexiones, Fidel Castro

Monólogos de barbería

Las “reflexiones” de Fidel Castro: ¿parte del tedio nacional u otra forma de distracción de los graves problemas que afronta Cuba?

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Las “reflexiones” de Fidel Castro constituyen un volumen desigual de escritos, que en sus orígenes dio la impresión que podrían llegar a constituir un cuerpo complejo y desigual, con el que iban a tener que lidiar expertos en la situación cubana, biógrafos y analistas del pensamiento y la acción del ex gobernante. Tras cinco años de aparecer con una frecuencia aleatoria en la prensa cubana —la primera fue publicada el 28 de marzo de 2007 en el sitio web Cubadebate—, poco puede sacarse en claro de estos textos, salvo verlos como un amasijo de pensamientos mal hilvanados, que mejor reflejan las limitaciones intelectuales de su creador que indican cualquier rumbo en Cuba o sugieren tendencias mundiales. Cabe, sin embargo, preguntarse si no es ese su objetivo: tratar de entretener a todos mientras se obvian los asuntos importantes.

Surgidas con el objetivo aparente de testimoniar que el líder convaleciente estaba vivo, su autoría ha sido puesta en duda en más de una ocasión y han servido desde objeto de burla hasta motivo de adulación.

Encierran más de una dificultad, a la hora de una discusión sobre su contenido, y no facilita esta labor que resulten muy tentadoras a la hora de la descalificación fácil: adolecen de graves problemas de redacción, carecen de síntesis, abusan de las citas y mezclan comentarios banales con cursilerías. La mayoría de las ocasiones es fuerte la tentación de considerarlas el entretenimiento de un anciano o pura palabrería.

En los dos primeros años, los periodistas buscaron en ellas indicios sobre la salud de quien las escribe, para terminar siempre frustrados. Castro ha prescindido hablar sobre él en casi todas, lo que no impide que las “reflexiones” hablen de él, expresen por caminos casi siempre torcidos sus inquietudes e ideas. A partir de este supuesto, en ocasiones han sido analizadas como la única muestra disponible para tratar de conocer sus intentos de influir sobre el rumbo del país.

En este sentido, al igual que en los anteriores, en la práctica han resultado poco útiles para el análisis y la interpretación. Tampoco en la mayoría de los casos han cumplido una función de “divulgar secretos”. Más allá de un dato aquí o allá, una referencia entre párrafos de ese fatigado “copy and paste” de cables, libros y artículos que le restan valor a sus reflexiones, hay poco o casi nada de material original, sabiduría e interpretación ágil y profunda. En ellos nada trasciende el tipo de conocimiento científico que puede obtenerse de la lectura de la revista Selecciones, la información que le llega a través de la recopilación de cables de prensa que diariamente le hacen sus asistentes, las traducciones de libros y o capítulos de libros puestos a su disposición por los traductores. Hubo una época que todo ese saber —sobre todo el político— llegaba apenas a un grupo reducido en Cuba, y Fidel deslumbraba en sus discursos con una retahíla de cables, que leía durante horas, en un alarde informativo injusto y desigual. Pero esos tiempos ya desparecieron. Ya no basta ser un lector habitual de periódicos y cables de prensa. Internet ha abierto un mundo de información que el ex gobernante, por ignorancia o falta de destreza, parece ignorar.

Hay, sin embargo, aspectos propios de la personalidad de Fidel Castro que aparecen una y otra vez en sus escritos. Su obsesión continúa siendo Estados Unidos, la forma de lidiar con un enemigo al que durante décadas le ha sacado ventaja en la confrontación. Aunque ahora —que su final está más o menos cerca, si uno no repite demasiado la broma macabra de su inmortalidad— considera que toda confrontación está a punto de degenerar en castástrofe. Lo interesante es que este cataclismo no solo puede ser político, sino también natural. Si no nos mata una guerra nuclear, un tsunami arrasa con nosotros. La cuestión es morirse con Castro vivo o irse con él para el otro mundo, para cualquier mundo posible. Lo que rechaza a diario es la posibilidad de que él se vaya y otros se queden. Hugo Chávez como compensación en la vejez.

Fidel Castro se está deconstruyendo a sí mismo. Esto genera curiosidad por asistir hasta el final de ese proceso, en que una figura legendaria se ha visto obligada a despojarse del mito de su persona, y a dejarlo solo al amparo de carteles por toda La Habana, libros de memoria que se repiten y declaraciones empalagosas de funcionarios; un eterno guerrillero se ha tornado una figura familiar, indefensa y torpe; un político hábil se pierde en frases casi incoherentes. Pero cuidado, nada de lo que hace esta figura que por tantos años provocó recelos, esperanzas y odios es espontáneo o gratuito. Ni siquiera ahora, cuando asistimos a su ocaso.

Castro se ha retirado y hemos sido cómplices de esa salida de escena —que por mucho tiempo nos negamos a admitir— y todavía a veces creemos que esta forzosa desaparición puede aún prolongarse por algún tiempo o interrumpirse en algún momento. Pero desde hace unos años Fidel Castro tomó una decisión al respecto. Entre el poder y la vida decidió por la última. Es cierto que por un instante puede dar la impresión que todavía se aferra a resistir al precio de sacrificarlo todo o casi todo. Pero si una y otra vez más vuelve a sus orígenes en memorias y entrevistas, es porque ya solo le queda el papel como escenario político. Y el papel casi nunca ayuda, salvo a los que creen en un futuro.

Ese Alejandro, que persiguió con un nombre repetido en documentos e hijos, no es más que eso: un nombre, apenas un ideal, pero jamás un modelo. Mucho menos un estilo de vida. Morir joven nunca entró en sus planes. Abandonar el poder tampoco. Pero ha sabido adaptarse a cualquier circunstancia. Si el precio es muy alto, no hay que pagarlo. Y él no lo ha pagado nunca. Alejandro El Magno está bien para los libros de historia, pero hace rato que ese destino quedó atrás y todo sacrificio tiene un límite. Aunque no lo parezca, su capacidad en ese sentido es muy limitada. La vida, pese a las vejaciones de la enfermedad, la humillación de la edad y los desengaños del cuerpo vale aún la pena. Solo es necesario acomodarse a las circunstancias, adaptarse a los tiempos, salvar lo que aún puede ser salvado.

Lo que vale la pena salvar se resume en aspectos muy concretos. En primer lugar, la continuidad de un proceso. No por una fe absurda en su futuro, sino por una utilidad práctica. Existen otros lugares para los pocos años o meses que aún espera le quedan por delante, pero ninguno como la Isla.

Si contribuir a esa continuidad fue su tarea principal durante décadas, y demostrar que está vivo y está ahí continúa siendo un factor fundamental en la realidad cubana, su presencia se apaga cada vez más en todos los aspectos de la vida cotidiana de los cubanos, pero aún desempeña un papel en el difícil equilibrio de poder que rigen las esferas de mando en la Isla.

Lo segundo es un proceso de símbolos, de imágenes que se han explotado hasta la saciedad durante decenas y decenas de años. Por un tiempo se preparó a la población, para que aceptara ese nuevo papel del que aún la prensa llama líder revolucionario: de guerrillero a viejo sabio, de estadista a consejero, de lo invulnerable a lo frágil. Se debe reconocer que el régimen de La Habana lo logró: sin sobresaltos, pero sin despertar ilusiones. Sin dar pie a la posibilidad de una derrota.

No es un destino estoico, una salida heroica o una inmolación. Para símbolo de la entrega al ideal revolucionario cumple su función el Ché. Poco importa si son sus restos o no los que se encuentran enterrados en Santa Clara. Basta con el hecho de que la Isla atesora su imagen. Lo demás es secundario.

Por eso Fidel Castro escribe “reflexiones” y publica memorias. No importa lo que escribe o lo que habla. Lo único que vale es que está ahí. Lo que escribe puede ser interpretado como un conjunto de significados dispersos o simplemente una muestra de torpes banalidades. Pocos quedan que argumentan que los textos encierran una pluralidad de ideas. Casi ya ni vale la pena repetir —como en este artículo— que las llamadas “reflexiones” se limitan a una interminable regresión de repeticiones destinadas a no decir nada. Detenerse en su falta de cualidades intrínsecas es una trampa, porque están destinados precisamente a la inestabilidad, lo fortuito, a la falta de una presencia evidente y a desviar la atención de lo fundamental: perder el tiempo diciendo que el ex gobernante cubano desvaría, que su mente pasa de un tema a otro obviando las leyes elementales de la coherencia y que se entretiene en aspectos que guardan poca o ninguna relación con lo que ocurre en Cuba no es más que seguir al pie de la letra los propósitos que obedecen a su creación. Con esa prepotencia ahora senil, Castro intenta entretener aburriendo.


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