Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Marxistas, Intelectuales, PCC

Una ilusión sin porvenir

En Cuba nunca ha existido socialismo. Fidel Castro, por conveniencia política circunstancial, jugó la carta de situar su gobierno dentro del campo del comunismo soviético

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Sorprende el afán de los marxistas cubanos por encontrar asideros en un mundo que sobrevive en medio de las ruinas. Habitan un país con un sistema que no llegó a derrumbarse —como ocurrió con el socialismo en Europa Oriental—, pero que lo único que ha logrado es una salvación fragmentada. Alguien con un convencimiento verdadero en la existencia de un porvenir para el socialismo —no viene al caso referirse a los montones de oportunistas— se enfrenta a la paradoja de vivir en una nación cada vez más alejada de este sistema político. Al tiempo que su vida es regida por un gobierno alabado como símbolo de la resistencia anticapitalista, encuentra que mencionar esa resistencia es uno de los pretextos más socorridos para no emprender las transformaciones imprescindibles para salir de la crisis económica y social en que está inmersa la Isla. Al final, la retórica que impide hablar de reformas y cambios —y se limita a señalar una pálida actualización— es un cubo de agua fría que cae a diario sobre los cubanos. Da la impresión que los planteamientos sobre el futuro, que hacen estos supuestos herederos de Marx, resultan más bien una racionalización para justificar el aferrarse al pasado.

En primer lugar, en Cuba nunca ha existido socialismo. Fidel Castro, por conveniencia política circunstancial, jugó la carta de situar su gobierno dentro del campo del comunismo soviético. Lo demás son diferencias, matices que vale la pena estudiar y semejanzas bastante conocidas. El comunismo ―tal como se conoce y como se puso en práctica en la desaparecida Unión Soviética― es un sistema malsano por naturaleza, como en su momento lo fue la esclavitud. No tiene ni nunca tuvo salvación. El engendro que llevó a la práctica Vladimir I. Lenin fue el de un sistema totalitario cruel e inhumano. Desde hace largas décadas muchos defensores del comunismo han buscado en las características personales lo que no es más que el fundamento de un programa que desprecia al individuo y encadena a toda una sociedad bajo un mando despótico. En lo que se refiere a forma de gobierno, Stalin no fue ni un desvío torpe y sanguinario, ni tampoco el hijo putativo de Lenin. El estalinismo fue el fruto y el logro de la práctica leninista. Por supuesto que existen diferencias tácitas y estratégicas entre el modelo adoptado por el primero, al inicio de la revolución rusa, y la puesta en marcha después por el segundo de una teoría centrada en la URSS y fundamentada en un nacionalismo ajeno a los planteamientos de Lenin, pero en cuanto a la maquinaria del poder, esta comenzó a edificarse tras la toma del Palacio de Invierno. Hay quizá una paranoia y un antisemitismo propios de Stalin que llenan su biografía, pero sólo en algunos aspectos particulares podrían trazarse diferencias. Lo demás es aplicar al estudio de la historia una de las mejores tramas novelescas jamás creadas: Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Considerar al estalinismo como una desviación del comunismo, y no como el resultado a partir de su esencia, es un argumento repetido una y otra vez en las argumentaciones que muchos marxistas cubanos continúan sosteniendo. Tal asidero ―que ya no resulta conflictivo como años atrás― encierra una esperanza: que en un futuro justificaría trasladar igual tesis a la mayor parte del mandato de Fidel Castro o incluso de su hermano. Así, todo se limitaría a definir el momento de desvío dentro del proceso revolucionario cubano y a partir de ahí hablar de un Fidel o un Raúl similares a Stalin, pero al mismo tiempo salvaguardando el ideal leninista.

Cualquier estudioso del marxismo que trate de analizar el proceso revolucionario cubano descubre que se enfrenta a una cronología de vaivenes, donde los conceptos de ortodoxia, revisionismo, fidelidad a los principios del internacionalismo proletario, centralismo democrático, desarrollo económico y otros se mezclan en un ajiaco condimentado según la astucia de Fidel Castro. No se puede negar que en la Isla existiera por años una estructura social y económica —copiada con mayor o menor atención de acuerdo al momento— similar al modelo socialista soviético. Tampoco se puede desconocer la adopción de una ideología marxista-leninista y el establecimiento del Partido Comunista de Cuba (PCC) como órgano rector del país. Todo esto posibilita el análisis y la discusión de lo que podría llamarse el “socialismo cubano”, pero no por ello libra de moverse en un modelo fantasioso.

Cuba sigue siendo una excepción. Se mantiene como ejemplo de lo que no se termina. Su esencia es la indefinición, que ha mantenido a lo largo de la historia: ese llegar último o primero para no estar nunca a tiempo. No es siquiera la negación de la negación. Es una afirmación a medias. No se cae, no se levanta.

Por eso la pregunta de ¿por qué no se cayó el socialismo cubano? puede ser respondida en parte con otra interrogante: ¿qué socialismo? Y luego complementada con otra más correcta: ¿por qué no se cayó el castrismo? La desaparición de un caudillo no es igual a la de un sistema. En Cuba el PCC nunca ha funcionado como una estructura monolítica de poder real, que actua con una verticalidad absoluta, sino era y es más bien un instrumento de poder del gobernante

Son muchas las contradicción en que viven quienes aún defienden una vía socialista para la Cuba del futuro. Quizá la más importante es que la cúpula de gobierno que dice constituir la principal garantía para impedir el establecimiento de un capitalismo, al estilo norteamericano, es a la vez el principal obstáculo a la hora de buscar soluciones de acuerdo a un pensamiento revolucionario.


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