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Actualizado: 06/05/2024 0:13

CON OJOS DE LECTOR

El hombre que vio un ángel (I)

De no haber fallecido prematuramente, este mes hubiese cumplido 75 años el realizador ruso Andréi Tarkovski, uno de los máximos iconos del cine de autor.

Si se hiciera una encuesta entre los escritores, artistas y cinéfilos cubanos acerca de cuál es el realizador ruso que más admiran, estoy seguro de que la respuesta sería casi unánime: Andréi Tarkovski (1932-1986). En un país que ha producido cineastas grandes (Serguéi Eisenstein) y talentosos (Grigori Kozintsev, Alexander Dovshenko, Nikita Mijalkov, Larisa Shepitko, Andréi Mijalkov Konchalovski, Gleb Panfílov), el creador de Stalker descuella como un artista profundamente original y como uno de los máximos iconos del cine de autor. De no haber fallecido prematuramente, a causa de un cáncer en el pulmón, este mes habría cumplido 75 años, una efeméride que constituye un buen pretexto para volver sobre su obra y su figura.

Cuentan que cuando aún era estudiante del Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK, son sus siglas en ruso), Tarkovski declaró en una fiesta: "¡Denme una cámara y algo de película y sorprenderé al mundo!". Seguramente, quienes estaban presentes lo tomaron como una fanfarronada, como una muestra de vanidad y pedantería. Pero Tarkovski sólo necesitó unos pocos años para demostrar que no era así. En 1962 debutó profesionalmente como director con La infancia de Iván, que fue presentada en la Casa del Cine de Moscú por Mijaíl Romm, quien había sido su maestro en el Instituto. En aquella velada, el creador de Nueve días de un año pronunció unas palabras que resultaron no menos proféticas que las del propio Tarkovski: "Ahora verán ustedes algo extraordinario, no visto hasta ahora en nuestras pantallas. Créanme, es de un realizador muy talentoso. Recuerden su nombre: Tarkovski. Lo oirán ustedes más de una vez". No hubo que aguardar mucho para que el vaticinio se cumpliese: pocos meses después Tarkovski se convertía en noticia, cuando La infancia de Iván era galardonada en el Festival Internacional de Venecia con el León de Oro, que recibió ex aequo con Crónica familiar, de Valerio Zurlini.

Antes de la película por la cual se le empezó a conocer, Tarkovski había realizado tres filmes en el VGIK. Dos de ellos son cortos, Los asesinos (1956), adaptación del cuento homónimo de Ernest Hemingway, y No habrá tarde libre (1959), ambos codirigidos con Alexander Gordon. El primero, en el que además interpreta uno de los personajes, puede verse hoy día, pues está incluido en el disco 1 del DVD doble The Killers. Criterion Colllection (2003), que reúne algunas versiones cinematográficas de ese famoso texto. De mayor interés resulta La apisonadora y el violín (1960), un mediometraje de 46 minutos que fue su trabajo de diploma. El guión lo escribió junto con Andréi Mijalkov-Konchalovski, quien después interpretó el papel del soldado con gafas en La infancia de Iván y que volverá a colaborar con Tarkovski en la escritura de los guiones de sus dos primeros largometrajes.

La apisonadora y el violín narra la amistad entre Serguéi, un obrero de la construcción, y Sacha, un niño de doce años cuya sensibilidad y talento musical lo mantienen apartado del resto de los chicos. Es de notar que Tarkovski no paga tributo a los temas usuales en el cine ruso de esos años, ni tampoco a los alegatos políticos a los cuales obligaba el discurso oficial. En aquel filme además ya están presentes elementos como el agua y la lluvia, que se convertirán en recurrentes en su cine, así como las imágenes de fuerte carga onírica y el gusto por los planos secuencias largos y pausados. En el ámbito estudiantil en el que fue concebido y creado, La apisonadora y el violín tuvo cierta resonancia: en el VGIK recibió ese año el Premio de Licenciatura y también obtuvo el máximo galardón en el New York Student Film Competition.

De los siete largometrajes que conforman la cinematografía de Tarkovski, La infancia de Iván es el más asequible. Es también el único en el cual se acercó a un período histórico muy familiar para el pueblo ruso y por eso, muy frecuentado por los escritores y cineastas: la Gran Guerra Patria. En ello tiene que ver el hecho de que fue un proyecto del cual los estudios Mosfilm le propusieron hacerse cargo, y que había comenzado a rodar otro director. Tarkovski aceptó, pero puso como condición que se cambiara el título, que se le permitiese reescribir el nuevo guión y que se rodara con un nuevo equipo. Fue así como lo que pudo haber sido un filme bélico más, cristalizó en la que Jean Paul Sartre calificó como "una de las películas más bellas que he visto durante el curso de estos últimos años".

Una película más compleja de lo que aparenta

A pesar de ser accesible para cualquier espectador, La infancia de Iván es una película más compleja de lo que aparenta. Está hecha con un admirable sentido estético, con una notable intuición pictórica y con secuencias largas y primeros planos de gran expresividad. Incorpora además recursos expresionistas (encuadres inclinados, sombras que se proyectan, rostros desfigurados) y reduce los diálogos a lo puramente esencial desde el punto de vista del desarrollo de la historia. Al plano realista, Tarkovski incorpora otro que pertenece a los sueños, alucinaciones e imaginaciones del protagonista, y que representa su manera de escapar a la pesadilla de la guerra (Vladimir Bogomolov, autor del relato en que se basa el filme, objetó que se incorporaran tales escenas). Esa combinación de planos llevó a Andréi Vosnesenki a acuñar el término "surrealismo socialista" (erróneamente se atribuye a Sartre, quien en realidad se limitó a citar al poeta ruso).

Esas evocaciones del pasado de Iván están dadas también mediante retrospecciones auditivas, que contribuyen a enfatizar el carácter irreal de las metáforas visuales. Un ejemplo de ello es la escena con que se inicia el filme, en la cual se ve a Iván correr alegremente por la playa. En las secuencias oníricas es muy importante la aportación del fotógrafo Vadim Yusov, compañero de estudios de Tarkovski, y quien colaborará también en sus dos siguientes proyectos. Tarkovski admiraba mucho a Alexander Dovzhenko ("cultiva sus filmes como jardines", expresó sobre él), y aprovecha para hacerle un homenaje en La infancia de Iván. Se trata de la escena en que se ve un carro cargado de manzana bajo la lluvia y a dos niños que ríen, una secuencia casi surrealista en la cual Tarkovski cita una similar que aparece en Tierra, la obra maestra de Dovzhenko.

Tarkovski tiene el acierto de crear un filme antibelicista que no cae en la propaganda. A diferencia de filmes como La epopeya de los años de fuego o Liberación, concebidos como grandes frescos épicos, opta por una obra poética y personal, en la que, siguiendo la línea iniciada por Cuando vuelan las cigüeñas, de Mijaíl Kalatozov, y La balada del soldado, de Grigori Chujrai, muestra personajes y no arquetipos. Asimismo lejos de exaltar el heroísmo, como era usual en las películas dedicadas a la Guerra Patria, narra una historia que deja una profunda impresión de tristeza y amargura, así como una visión desoladora de los conflictos bélicos. Iván no es un héroe, sino "la más inocente y conmovedora víctima de la guerra". Como él mismo dijo, en La infancia de Iván trató de analizar la condición de una persona que es afectada por la guerra. Debido a ésta, la personalidad de Iván se desintegra y su desarrollo normal se trunca. Iván está muerto en vida, pues en él ya no queda inocencia. Le fue arrancada de cuajo cuando los nazis asesinaron a su familia.

A partir de ese momento, adquiere la dureza de un adulto prematura y el objetivo de su existencia pasa a ser la venganza. El título de la película posee, pues, un matiz irónico: ¿a qué infancia alude? ¿A la que vive realmente o a la de sus sueños, aquella de la cual fue abruptamente despojado? Lo más trágico es que su vida nunca más será la misma, y una vez que finalice esa guerra que él no comprende, no podrá vivir en la paz. Por eso su muerte es para Sartre casi un happy end, desde el momento en que no iba a ser capaz de sobrevivir. Aunque no se halla entre las obras mayores de Tarkovski, treinta y cinco años después de realizada La infancia de Iván mantiene sus valores como un conmovedor, incisivo y sobrio manifiesto contra la inhumanidad de la guerra.

La repercusión que La infancia de Iván tuvo en el extranjero no contribuyó a que se estrenara en la Unión Soviética en las mejores condiciones. De hecho, recibió la categoría 2, que significaba la proyección en un número limitado de pequeñas salas (a excepción de Solaris, todas las películas que Tarkovski rodó en su país recibieron esa categoría). Tuvo algo que ver en ello el hecho de que cuando vio el filme, Nikita Jrushov comentó que durante la Guerra Patria nunca emplearon niños para cumplir misiones como las que realiza Iván en las filas enemigas.

Mas fuera de eso, Tarkovski pudo continuar trabajando sin mayores dificultades. En los años siguientes participó en la escritura del guión de El primer maestro y actuó en Tengo veinte años, aunque esas colaboraciones, al igual que otras posteriores, no siempre figuran en los créditos. Asimismo adaptó y dirigió para la radio un cuento de Faulkner, el mismo que Howard Hawks había llevado a la pantalla en 1933. Y sobre todo, pudo rodar un proyecto que había presentado antes de asumir la dirección de La infancia de Iván. De ahí surgió una de sus obras más celebradas, pero fue también el inicio de sus avatares con la censura que se ejercía desde Goskino, el Comité Estatal del Cine.

Un estreno bloqueado durante tres años

En agosto de 1966, Tarkovski había finalizado su película, originalmente llamada La pasión según Andréi, y sólo le quedaba esperar que el permiso para su estreno fuese firmado. Fue entonces cuando comenzó el calvario del filme. Inicialmente, se le objetó su excesiva duración (205 minutos) y también la violencia de algunas escenas. Tarkovski accedió a cortar 15 minutos, pero pese a ello el estreno seguía sin ser autorizado. Por otro lado, los organizadores de los festivales de Venecia y Cannes se interesaron por que la película representara oficialmente a la cinematografía soviética, pero en 1966 Goskino se excusó diciendo que no estaba terminada y al año siguiente argumentó que tenía "dificultades técnicas".

Gracias a la mediación del Partido Comunista Francés, Goskino aceptó que se proyectase en 1969 en Cannes. Puso, no obstante, algunas condiciones: que participara fuera de concurso, que se pusiera en una sesión lo más tarde posible y cuando ya se hubieran concedido los galardones. La película se presentó, bajo el título de Andréi Rubliov, el último día del festival a las 4 de la madrugada, lo cual no impidió que recibiese el Premio de la Crítica Internacional, que se rindió ante aquella obra magistral. Unas semanas después la película tuvo un único pase en el Festival Internacional de Cine de Moscú. Entre los funcionarios que asistieron ese día estuvo Leonid Brezhnev, quien para manifestar su desagrado abandonó la sala a mitad de la proyección.

No fue hasta diciembre de 1971 cuando Andréi Rubliov se estrenó por fin en la Unión Soviética, en una versión de 185 minutos. En París se exhibió en 1970, pero fue a partir de 1973 cuando se empezó a proyectar comercialmente en el extranjero. En una crítica publicada en el diario Komsomolskaia Pravda, G. Ognev señalaba que aunque los realizadores del filme poseen abundante talento, hacen un retrato engañoso del pintor, pues carece de solidez histórica. Incurría en el error de analizar la película como una biografía al uso, algo por lo demás imposible de hacer sobre un artista sobre cuya enigmática vida se conocen pocos datos. Tarkovski parte de la figura de Rubliov, con quien comparte la profundidad espiritual, para meditar sobre las relaciones del artista y el poder, de la fe y la creación. Fue precisamente ese aspecto el que realmente irritó a los comisarios de Goskino, quienes durante tres años bloquearon la salida del filme.

Es cierto que la película está animada por un sentimiento religioso que contravenía los códigos ideológicos instituidos en la Unión Soviética. Tarkovski habla sobre los valores espirituales en un mundo en descomposición y hace resaltar el eterno misticismo del temperamento eslavo, un sentimiento que medio siglo de revolución socialista no había logrado arrancar del corazón del pueblo ruso. Pero lo que de veras se desprende de ese cuadro alegórico de la Rusia medieval es una reflexión sobre los vínculos del artista con el medio que lo rodea, que trasciende ese marco histórico. A través de Andréi Rubliov, Tarkovski exalta la libertad del creador, quien debe asumir lo que le dicta su voz interior y cuyo honor radica en estar dispuesto a sufrir por defender sus ideas. Al mostrar a un Rubliov que se niega a ejecutar el encargo de pintar el Juicio Final de acuerdo a las normas "oficiales", y no con el carácter festivo con el cual él quiere interpretarlo, Tarkovski está proponiendo una reflexión que entonces era muy actual. No resultaba muy difícil extrapolar a la Unión Soviética de esos años el noble ejemplo del pintor, quien ante la incomprensión de los monjes del monasterio adoptó el silencio.

Como todas las grandes obras, Andréi Rubliov convierte en inútiles todos los elogios que se puedan escribir. Nada es capaz de transmitir la indescriptible impresión que se experimenta cuando se ve por primera vez. A la densidad de su contenido intelectual, se suma la impresionante belleza del filme, realizado en una magnífica y contrastada fotografía en blanco y negro. Tarkovski lo estructura en ocho cuadros, a los cuales añade un epílogo en colores en el que se muestran detalles de varios iconos del pintor. Entre todos esos cuadros, sobresale el último, titulado La campana, el menos abstracto de todos, y que en sí mismo constituye una pequeña obra maestra.

De la violencia de episodios como el de la destrucción y saqueo del pueblo de Vladimir por el ejército tártaro, Andréi Rubliov pasa a la serenidad de la fiesta de los pueblerinos, todo un poema sensual y pagano. Las escenas intimistas del monasterio contrastan con aquellas en las que Tarkovski recrea un suntuoso fresco de un país que trata de salir del caos. El más descarnado realismo y el tono épico coexisten así con la pura poesía, en un filme que, por su aliento, nos devuelve a la etapa del gran cine ruso.

Andréi Rubliov marcó el inicio de la madurez del cine de Andréi Tarkovski. Un cine personal, pausado, reflexivo, preocupado por los temas esenciales, que exige ser visto con calma e incluso más de una vez, pero que es arte que marca y deja huella.

© cubaencuentro

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