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Género, Derechos Humanos

El cuento de la igualdad

Durante décadas, las mujeres cubanas, como las del antiguo bloque socialista, tuvieron que enfrentar tres jornadas: la del trabajo asalariado, la de la labor doméstica y la de la actividad política

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Desde el mismo año 1959 se dedicó atención al “problema de la mujer”, pero diluyéndolo en el “tema mayor” de la lucha revolucionaria. Vilma Espín afirmaba sobre el feminismo que, “con enfoques distorsionados de lo que significa la liberación, se usa para confundir a las personas, para dividir a las fuerzas revolucionarias y hasta para distraerlas de los acuciantes problemas económicos que enfrentan en esta época de crisis no sólo las mujeres sino todos los trabajadores…”[1]. Espín fundó la Federación de Mujeres Cubanas en 1960, con el fin de incorporar las mujeres a la producción, a tenor de las necesidades del momento y, con ese acto, eliminó las asociaciones feministas existentes desde décadas anteriores.

Con esa misma lógica de los “enfoques distorsionados” en el marco de una lucha principal, se abolieron, de un plumazo musculoso, las reivindicaciones de los negros, de los homosexuales, de los artesanos, de los religiosos o de cualquier otro grupo social que quisiera subrayar su diferencia esencial. Fueron extinguidas las asociaciones civiles y sociales o se reagruparon bajo la supervisión y control del partido único. Bajo el ojo viril de la dirigencia política —criollo-hispánica, feudal y jesuítica—, todos eran una sola nación, todos eran iguales y, así, procedieron a abordar a su manera “la cuestión de la mujer”: acceso a puestos de trabajo (principalmente en la industria textil u otras maquiladoras), a las manualidades, a la carrera pedagógica y similares; creación de infraestructuras para “auxiliar” a las mujeres en su trabajo doméstico (lavanderías y comedores populares, guarderías) y ratificación de los derechos ciudadanos (en existencia ya, constitucionalmente, desde 1934, cuando se legisló el voto femenino). Las lavanderías, los comedores y las guarderías desaparecieron o languidecieron en esta interminable crisis post-subsidios soviéticos que se llama, cantinflescamente, “período especial de guerra en tiempos de paz”.

El acceso al trabajo se acotaba por el paternalismo patriarcal del liderazgo: en la Resolución 47 (1968) del Ministerio del Trabajo, primer “por cuanto”, se dice que “es política de la Revolución incorporar a la mujer al trabajo, de acuerdo con lo señalado por el Primer Ministro, compañero Fidel Castro, en el sentido de que la mujer se incorpore al trabajo en las tareas más ligeras, fáciles y menos riesgosas, a fin de que la fuerza de trabajo masculina del país pueda orientarse hacia aquellas actividades y ocupaciones más fuertes o peligrosas”. Luego de una declaración así, se lanza el saco al arroyo para que pasen las señoritas…

En 1980, la Resolución 511 derogaba la anterior por la necesidad de “mantener los niveles de empleo”, pero dejaba a las administraciones “la selección de las ocupaciones preferentes para mujeres”.

En la década de los años sesenta, se produjo una absorción de las mujeres campesinas hacia las urbes para trabajos o estudios “de perfil femenino” y de sus hijos para las becas estatales. Esto respondía a otro plan, aunque la misión proselitista se asignó a las activistas de la FMC quienes, a modo de Testigos de Jehová, predicaban de bohío en bohío el advenimiento del “futuro luminoso” con el éxodo de los agricultores a las ciudades. Era bueno despoblar al campo para exterminar de raíz el fuerte sentido campesino de la propiedad y así tomar posesión de casi todas las tierras por parte del Estado. En resumen, era el rodaje de las cercas limítrofes, desde la finca de Birán a todo el territorio nacional.

En esa misma década, se ejecutaron las redadas policiales de los barrios frecuentados por las prostitutas con el fin de “re-educarlas” (con internamientos forzosos) a través de clases de “corte y costura” y otras del mismo tono, siempre en el marco de lo “propio para mujeres”. Con el paso del tiempo y la erosión de valores que acompaña a toda prolongadísima crisis, la prostitución se ha diseminado de tal forma que Castro llegó a consolarse en público con la aseveración insólita de que nuestras putas son las putas más cultas del mundo.

La interrupción de los embarazos se legalizó, lo que impidió la propagación de las muertes en las clínicas clandestinas y se instruyó algo a la población en el sexo seguro. Hubo unos pocos momentos en que se alentó la natalidad —previendo el “futuro luminoso” y la escasez de brazos para las hercúleas tareas por venir— y otros momentos en los que se desalentó, dadas la persistencia de la libreta de racionamiento, la escasez generalizada y la miseria extendida. Por otra parte, los condones chinos eran defectuosos (se hicieron populares como globitos para las fiestas de los CDR) y el método más eficaz para las interrupciones fueron los abortos, nunca aconsejables como vías para el control de la natalidad.

El Código de Familia (Ley 1289, de 1975) declaró la total igualdad de la mujer y, en su artículo 27, afirmó que “los cónyuges están obligados a cuidar de la familia que han creado y a cooperar el uno con el otro en la educación, formación y guía de sus hijos conforme a los principios de la moral socialista”. La familia (papá, mamá y nené) era la “célula elemental” de la sociedad futura y los padres debían educar a sus hijos en la nebulosa que se denominaba “moral socialista”, indefinida aún y siempre etérea. El Código nunca previó que la Isla se pudiera convertir en la Tailandia sexual del Caribe. Su objetivo inmediato, sin embargo, era asegurar a los hombres que no se “afeminarían” si cambiaban pañales o lavaban platos. Bueno, era algo. Pero, en sentido alguno, la ley vulneraba los cimientos de la subordinación de la mujer quien, hasta ahora, continúa padeciendo incontables y variados tipos de violencia: social, doméstica, sexual y política.

Durante décadas, las mujeres cubanas, como las del antiguo bloque socialista, tuvieron que enfrentar tres jornadas: la del trabajo asalariado, la de la labor doméstica y la de la actividad política, ya que tenían que asistir a las citaciones y trabajos programados “desde arriba” para la comunidad y participar en las tareas “políticas y de defensa militar”. Goldsmith señala que Barrett y Markus observaron que “en la mayoría de los países socialistas, tomando en cuenta la doble jornada, la mujer trabaja muchas más horas que en muchos de los países capitalistas”[2].

En la Isla ya no se sabe cuántas jornadas hay por su caos intrínseco. La asalariada está a las puertas del desempleo o del inestable “cuentapropismo”, su jornada doméstica se hace cada vez más ardua por la escasez generalizada y las horas invertidas en la búsqueda, en las “colas”, en la actividad insular permanente que es “resolver”, y su participación política mengua ya hasta su casi extinción. ¿Cuántas milicianas se ven por las calles en los últimos tiempos? ¿Cuántas cederistas y federadas fervorosas? Solo vemos Brigadas de Acción Rápida cuya motivación esencial es difusa y que aparecen para reprimir cualquier disidencia, sin parar mientes en la dignidad de las mujeres a las que golpean con el salvajismo propio de los que perdieron en la lid histórica y sólo conservan el poder a través del miedo.

La mujer nueva que esperaban los patriarcas nunca apareció. Nada nos cae del cielo ni hay utopía que valga. Todo va, como siempre, por nuestra cuenta y riesgo con la esperanza de rescatar los valores de antaño y “desfacer entuertos”.


[1] Espín, Vilma. La mujer en Cuba: familia y sociedad, Imprenta Central de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, La Habana, 1990.

[2] Goldsmith, Mary, “Análisis histórico y contemporáneo del trabajo doméstico” en Estudios sobre lamujer, Tomo II, p.153, INEGI, SPP, México, 1980.


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