Actualizado: 17/05/2024 1:04
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Fotografía

Pedro Portal

La última exposición de este fotógrafo reúne decenas de retratos de cubanos separados por la geografía y la política.

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Un lugar a salvo de nosotros mismos

Por Juan Abreu

¿Qué es un país? Algo, por definición, espantoso. Mencionar la palabra país me produce ya cierto horror. Un recóndito malestar, un atávico deseo de comenzar a hacer las maletas. Siempre concibo esa cosa que el hombre contemporáneo llama país, muchas veces con mayúsculas, PAÍS, como una cárcel, como un potrero lleno de trampas ocultas, como una selva poblada de monstruos prestos a devorarte, es decir, a usarte o involucrarte en alguna estupidez, violenta, por lo general.

País, o esa otra palabra atroz que se usa para nombrar al dentado animal, Nación, que siempre está gobernado por delincuentes más o menos todopoderosos, más o menos inescrupulosos, más o menos espiritualmente miserables. Siempre impunes. Esa es la idea que tengo del asunto del territorio donde, por desgracia, nacimos; territorio del que hay que salir huyendo en cuanto nos dan una oportunidad.

Eso, huir, salir en estampida, es lo que han hecho los cubanos desde 1959, cuando triunfó la dictadura en la Isla. Nuestra historia, iniciada con los crímenes de nuestros antepasados españoles, es parejamente pavorosa, pero a partir de 1959 ha alcanzado cotas de pavorosidad sin precedentes, hasta para gente como nosotros los cubanos, tan dados a lo pavoroso.

Uno va por el mundo, casi medio siglo después, y ve los rostros. Rostros de perseguidos y de perseguidores, rostros inocentes y rostros culpables; rostros de abusadores de ambos bandos, de oportunistas de ambos bandos, de sumisos de ambos bandos, de pobre gente de ambos bandos, de buena gente de ambos bandos; rostros extremos y rostros banales, rostros dignos y rostros detestables, rostros amados y rostros odiados: todos envilecidos por la nacionalidad.

¿Cómo escapar? No hay forma de escapar.

Los rostros (he visto muchos, he enterrado muchos) tienden a perderse, a esfumarse en el desierto del exilio (la Isla es también un desierto, pero más despiadado), tienden a dispersarse en el corral al que han tenido la suerte de ir a parar y donde aguardan la extinción. Hay que agradecer al nuevo corral, menos terrible hay que apuntar que el corral de nacimiento, que nos acoja, que nos permita vivir más o menos humanamente, más o menos libremente; cosa imposible en el corral originario; pero la dispersión no se detiene por eso, el vagar no se detiene por eso.

Allá vamos...

Ese es el destino de los rostros: dispersarse, perderse.

Sin embargo, en ocasiones, raras ocasiones, el arte detiene el proceso (¿cuándo entenderemos que la única Historia que existe es la del Arte?). Detiene la pérdida y detiene la dispersión. Congela los rostros y de alguna manera los salva. Y no sólo salva los rostros, los instantes, los seres; misteriosamente, salva algo de la Isla que parecía irremediablemente condenado: cierta indefinible decencia. ¿Cómo lo hace? Si pudiéramos explicarlo, ¿qué importancia tendría?

Un milagro.

Es lo que pienso al contemplar las imágenes, los seres rescatados en las fotografías de Pedro Portal que conforman el proyecto Rostros de la isla dispersa, en el que trabaja desde hace alrededor de diez años y que consta de decenas de retratos de cubanos separados por la geografía y por la política. Personajes de la cultura, de las artes, de la política, personajes anónimos. Cubanos provenientes de todos los ámbitos de la nacionalidad. Ojalá pronto se convierta en una gran exposición y en un gran libro, como merece.

Todo un milagro, murmuro. La dispersión ha hecho un alto en estas fotos. Ahí están las víctimas (ya se sabe que todos somos víctimas, pero no todos somos culpables) de alguna forma hermanadas, convertidas en el rostro genérico de la dispersión de la Isla que no puede ser otro que el rostro auténtico de la Isla.

Extremos al parecer incompatibles, armonizados, juntos en un orden que existe más allá de lo pavoroso de nuestra naturaleza, de la naturaleza pavorosa de la Isla.

Eso hacen estas fotos, nos devuelven un orden imposible.

Asombroso, me digo.

Veo a un escritor acosado allá, veo a un escritor sumiso acá, veo a un tipejo, veo a un héroe, veo a un preso político, veo una bailarina, veo a un poeta mendigo, veo a un genio, veo a un escritorzuelo, veo a un funcionario, veo a un esbirro, veo a una mujer anónima. Y todos somos lo mismo. Todos dispersión. Ha hecho bien el artista en juntarnos. Somos el mismo rostro. Un rostro espeluznante sin duda, a pesar (o tal vez debido) a la poderosa belleza de las imágenes.

Somos eso, me digo, y el deber de un artista es por encima de todo mostrar lo que la gente no quiere ver. Excelente, Pedro Portal ha cumplido con su deber de artista. En estos tiempos de complacencia generalizada, de cobardía, de vilezas sin cuento, en estos tiempos sucios, es un logro extraordinario.

Algo que se dispersa, que desaparece, con lo que ya no podía contarse y que ha sido detenido, recuperado gracias al arte y transferido a un lugar donde el odio, la justicia o el crimen, el amor o el dolor no llegan. Un lugar más allá de nosotros mismos. ¿Qué más puede pedirse? ¿No es esa a fin de cuentas la misión del artista, detener lo que se esfuma, lo que parte, convertirlo en algo que esté a salvo del tiempo y de nosotros mismos?


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