Un lugar a salvo de nosotros mismos
La última exposición de Pedro Portal reúne decenas de retratos de cubanos separados por la geografía y la política.
¿Qué es un país? Algo, por definición, espantoso. Mencionar la palabra país me produce ya cierto horror. Un recóndito malestar, un atávico deseo de comenzar a hacer las maletas. Siempre concibo esa cosa que el hombre contemporáneo llama país, muchas veces con mayúsculas, PAÍS, como una cárcel, como un potrero lleno de trampas ocultas, como una selva poblada de monstruos prestos a devorarte, es decir, a usarte o involucrarte en alguna estupidez, violenta, por lo general.
País, o esa otra palabra atroz que se usa para nombrar al dentado animal, Nación, que siempre está gobernado por delincuentes más o menos todopoderosos, más o menos inescrupulosos, más o menos espiritualmente miserables. Siempre impunes. Esa es la idea que tengo del asunto del territorio donde, por desgracia, nacimos; territorio del que hay que salir huyendo en cuanto nos dan una oportunidad.
Eso, huir, salir en estampida, es lo que han hecho los cubanos desde 1959, cuando triunfó la dictadura en la Isla. Nuestra historia, iniciada con los crímenes de nuestros antepasados españoles, es parejamente pavorosa, pero a partir de 1959 ha alcanzado cotas de pavorosidad sin precedentes, hasta para gente como nosotros los cubanos, tan dados a lo pavoroso.
Uno va por el mundo, casi medio siglo después, y ve los rostros. Rostros de perseguidos y de perseguidores, rostros inocentes y rostros culpables; rostros de abusadores de ambos bandos, de oportunistas de ambos bandos, de sumisos de ambos bandos, de pobre gente de ambos bandos, de buena gente de ambos bandos; rostros extremos y rostros banales, rostros dignos y rostros detestables, rostros amados y rostros odiados: todos envilecidos por la nacionalidad.
¿Cómo escapar? No hay forma de escapar.
Los rostros (he visto muchos, he enterrado muchos) tienden a perderse, a esfumarse en el desierto del exilio (la Isla es también un desierto, pero más despiadado), tienden a dispersarse en el corral al que han tenido la suerte de ir a parar y donde aguardan la extinción. Hay que agradecer al nuevo corral, menos terrible hay que apuntar que el corral de nacimiento, que nos acoja, que nos permita vivir más o menos humanamente, más o menos libremente; cosa imposible en el corral originario; pero la dispersión no se detiene por eso, el vagar no se detiene por eso.
Allá vamos...
Ese es el destino de los rostros: dispersarse, perderse.
Sin embargo, en ocasiones, raras ocasiones, el arte detiene el proceso (¿cuándo entenderemos que la única Historia que existe es la del Arte?). Detiene la pérdida y detiene la dispersión. Congela los rostros y de alguna manera los salva. Y no sólo salva los rostros, los instantes, los seres; misteriosamente, salva algo de la Isla que parecía irremediablemente condenado: cierta indefinible decencia. ¿Cómo lo hace? Si pudiéramos explicarlo, ¿qué importancia tendría?
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