La odisea y el sufrimiento de los balseros venezolanos
Al igual que hicieron antes que ellos miles de cubanos, ahora los venezolanos se arriesgan en travesías peligrosas para escapar de la situación imperante en su país
A pocos kilómetros de donde turistas holandeses se alejan del frío del enero europeo y tuestan sus pieles rosadas en playas de arena blanca y aguas turquesas, hay venezolanos que viven encerrados en una casa sin paredes.
Han realizado una peligrosa travesía en una pequeña embarcación abarrotada. Brindan la imagen, quizá una de las de mayor impacto, de un fenómeno que ha ido en aumento durante los últimos meses: la huida de miles de venezolanos que escapan de la crisis económica.
Venezuela, país que tradicionalmente acogió inmigrantes de Europa y luego de toda Sudamérica que veían en el país petrolero una tierra de oportunidades, sufre ahora un éxodo que preocupa a los países vecinos y a los organismos internacionales, informa la BBC.
Esta diáspora tiene ramificaciones que llegan hasta Canadá y Europa.
Y a pesar de que el flujo aún no es masivo, alarma especialmente el caso de Curazao, en el pasado destino turístico de los venezolanos con sus tarjetas de crédito y ahora, refugio de inmigrantes.
Y más que el número, pequeño comparado con el de otros destinos como Colombia, Chile, España o Panamá, impacta cómo llegan: en barcos de pesca, en balsas.
A principios de enero una de esas embarcaciones naufragó cerca de la costa de Curazao. Se encontraron los cadáveres de seis personas que el viernes 26 de enero fueron repatriados por un avión de la Fuerza Armada venezolana.
“Es deprimente y triste que nos llamen balseros”, dice Ramón, que tiene sus jeans y su camiseta Adidas negra manchados de polvo. Junto a otros dos venezolanos, William y Ángel, trabaja como obrero construyendo una lujosa casa que les sirve ahora de vivienda provisional.
“Nos comparan con Cuba, que es un país pobre, pero Venezuela tiene de todo: petróleo, carbón, oro, bauxita, aluminio”, enumera con la incredulidad que sienten muchos al ver la situación del país.
Como están en situación de ilegales, no puedo mostrar su cara ni dar los nombres completos ni la localización de la casa, aún un esqueleto.
Se sienten bien tratados por su patrón y ganan lo suficiente como para mandar un buen dinero y regalos a sus familias en Venezuela. No les importa mucho que, debido a su condición de indocumentados en Curazao, sólo salgan de esa casa sin paredes a comprar comida una vez cada dos semanas.
De 2016 a 2017 se ha quintuplicado el número de venezolanos aprehendidos en altamar.
Ramón, que tiene ahora 39 años, regresó a La Vela de Coro, un pueblo pesquero en la costa norte de Venezuela, en el estado Falcón.
William y Ángel también son de La Vela, como muchos de los venezolanos que venden sus frutas y verduras en Willemstad, la capital de Curazao, una encantadora Ámsterdam caribeña donde se habla holandés y papiamento, un idioma local mezcla de creole y portugués.
En La Vela, Curazao es la tierra prometida.
Miles de familias de esa zona viven desde hace décadas del comercio legal de alimentos entre ambos países. Muchas menos lo hacen del intercambio ilegal, del contrabando. Y en los últimos meses, cientos de lugareños ven la isla como una salida natural para escapar de la crisis, aunque sea en balsa y arriesgando la vida.
El gobierno de Curazao no dispone de cifras oficiales de cuántos venezolanos ilegales se han asentado. Pero hay un dato revelador que aporta el servicio de Guardacostas. En 2016, 60 venezolanos fueron aprehendidos en altamar. En 2017, esa cifra llegó a 315.
Otros cientos, como Ramón, llegaron a la orilla.
Que lo deportaran de Aruba no impidió que Ramón, de regreso a Venezuela, siguiera pensando sólo en una cosa: irse, volver a Curazao. Como fuera. Incluso en balsa.
“No me alcanzaba la comida”, explica con sencillez y contundencia su deseo de emigrar.
Afirma que en 2004 se graduó de Mecánica Industrial en el Instituto Tecnológico de Coro, cerca de La Vela. Su esposa es administradora en una escuela pública y gana un salario mínimo.
“Cada vez teníamos más problemas para comer bien”.
“En julio de 2016 hice mi primer intento. Pagué a los ‘coyotes’ 200.000 bolívares (unos $200 entonces), pero decidí no subirme porque me enteré de que iban a llevar drogas y armas”, cuenta Ramón, que perdió así su dinero por unos escrúpulos que luego tuvo que dejar de lado.
En la costa norte de Curazao, el mar es hostil y el desembarco, mucho más peligroso.
Por el viaje definitivo pagó 700.000 bolívares. Ahora por ese trayecto piden 12 millones de bolívares. La hiperinflación también llega a la mafia.
El 6 de mayo del año pasado, después de otros dos intentos frustrados, la salida por fin prosperó.
“De La Vela nos llevan en buseta a Puerto Cumarebo. De ahí, en carro nos van llevando a la playa, como una hora de trayecto. Nos quitan los teléfonos y nos revisan los bolsos por su seguridad”, explica el proceder de los “coyotes”.
“Es una balsa como de unos 15 metros de largo. Es para 8, pero íbamos 30 o 35 personas. Salimos a las 4:30 de la tarde y nos metemos al agua para llegar a la barca con los bolsos sobre las cabezas para que no se mojen. El viaje dura unas siete u ocho horas”.
No sólo personas llegan a la isla, lo que preocupa a las autoridades locales.
“Los ‘coyotes’ llevaban un saco con droga y dos pistolas cada uno para venderlas en dólares en Curazao”, cuenta.
“Y luego están los barcos grandes, los tiburones… Es un trauma el que uno vive”, resume Ramón.
El refuerzo de la vigilancia y las detenciones en altamar han obligado últimamente a cambiar rutas. Ahora, algunos peñeros, como los venezolanos llaman a estos barcos, buscan la peligrosa costa norte.
Allí llegó la embarcación que a principios de enero se hundió. Los seis cuerpos se encontraron en Koraal Tabak, una zona agreste, seca, con cactus que desaparecen muchos metros antes de la orilla de piedra desnuda. Allí el mar golpea con violencia, y desde hace siglos afila los cantos de las rocas coralinas.
Koraal Tabak es el tercer terreno privado más grande de la isla. No hay nada. Sólo hostilidad.
Es fácil imaginar que sin salvavidas nadie sobreviva ahí abajo y que los cuerpos a la deriva fueran seccionados. A un lado empuja el agua; al otro, cortan los filos.
Aún hay restos de la balsa pintada de rojo en la que iban los seis inmigrantes que murieron y los 11 que sobrevivieron y que están ahora en algún lugar de Curazao, temerosos de la policía y de la prensa.
Cerca de donde reposan algunos restos personales y muchas botellas de plástico que la corriente trae desde Venezuela, una decena de turistas despreocupados, quizás ignorantes, recorren con sus quads las rocas sobre las que hace unos días yacían cadáveres.
Ramón me cuenta que cada diez o 12 días envía cinco millones de bolívares (unos US$20) a su esposa en Venezuela. Lo hace a través de lo que él y sus otros dos compañeros llaman “los árabes”.
Les dan los florines —la moneda local— y ellos los transfieren desde sus cuentas en Venezuela a las de los familiares en bolívares.
Ramón, William y Ángel, bien avenidos, comparten un cuarto de lo que en unos meses será una lujosa vivienda de una planta. Uno de ellos duerme en un estrecho colchón sobre el suelo áspero. Los otros dos, en sendas camas.
No hay puertas ni ventanas aún, pero el cálido clima de Curazao lo permite. La ropa, desordenada, se mezcla con las herramientas de trabajo.
Tienen ventiladores y dos neveras. Su dieta es básica, nada de lujos. El dinero que no se gasta en comida se ahorra. Es la prioridad.
Desde que llegó, Ramón sólo ve en foto a su hija, ya de 6 años.
Antes de que el 5 de enero el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, decretara el cierre de la frontera con Curazao, le enviaba galletas y Nutella con algún comerciante de La Vela. En Navidad incluso pudo comprarle una tablet. Ahora ya no es posible mandar regalos.
El dinero que no envía ni gasta en comida lo guarda. Al vivir en la obra, ni él ni sus compañeros pagan alquiler. Tiene una casa en Venezuela que espera acondicionar con esos ahorros.
El pasado 27 de enero el buque holandés Van Speijk rescató a nueve náufragos de una embarcación panameña que zozobró en las cercanías de Aruba. Entre los tripulantes se encontraban seis venezolanos.
La embarcación, que al parecer sufrió un incendio que la hizo perder su navegabilidad, había hecho un llamado de socorro poco antes del rescate, según informó el portal noticiascurazao.com.
Poco después de concluir el rescate, el barco accidentado terminó de hundirse por completo. Los náufragos fueron trasladados a la isla de Aruba.
Fue el segundo naufragio vinculado a venezolanos en menos de un mes, luego del ocurrido en las costas de Curazao,
La dura crisis que atraviesa el país ha hecho cada vez más frecuente la salida de personas por vías no regulares, quienes prefieren poner su vida en riesgo que permanecer en una nación donde la falta de alimentos y medicinas marca el día a día de sus habitantes.
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