Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Neoliberalismo, EEUU, Capitalismo

Neoliberalismo o la revolución por otros medios

“Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América”, dijo en 1950 el secretario de Defensa Charles Wilson, en una frase que remeda a otra de Bernard de Mandeville

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Uno de los problemas con la ideología neoliberal, esa que propugna la reducción al mínimo del Estado y la panacea del mercado, es que carece de una base real en la que fundamentar su teoría. En este sentido, recuerda sospechosamente a la comunista. Esto se debe en parte porque las dos doctrinas comparten una fuente común en los planteamientos del economista inglés Adam Smith. Pero hay más: tras cada neoliberal se esconde o evidencia un revolucionario. Al igual que hicieron los ideólogos marxistas, los neoliberales tienden a suplantar al hombre real por el que vendrá; a sacrificar la sociedad actual, de miseria y políticas de choque económico, en nombre de una sociedad futura. En ambos casos, son ideólogos de cara al futuro: prisioneros de la arcadia del presente. Ello explica, en parte, que a menudo ganen en los procesos electorales y luego pierdan a la hora de poner en práctica sus proyectos.

Si hay una diferencia encomiable entre un neoliberal y un comunista, es que mientras el segundo esconde su resentimiento en un sueño de igualdad —que ya se vino abajo universalmente—, el primero es víctima o partidario de una visión ingenua.

Es tanto una ingenuidad económica como sicológica. Desde el punto de vista económico, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX se basó en el principio del mercado libre y de la armonía natural de intereses, en oposición al mercantilismo de las naciones gobernadas por los reyes absolutistas, donde el Estado intervenía soberano.

Frente al estado mercantilista, los liberales propugnaron una economía de mercado libre, basada en la división del trabajo y carente de influencias teleológicas; impulsada por el egoísmo individual, que a su vez se encauzaba hacia el bienestar social. Gracias al intercambio económico, el hombre estaba obligado a servir a los otros, a fin de servirse a sí mismo. Un sistema económico regido por el consumo, donde el consumidor era el nuevo soberano.

Estos enunciados liberales, retomados por los neoliberales, adolecen de un grave error: presuponen un racionalismo económico que en la práctica es imposible de alcanzar o mantener. Su concepto del individuo es típico de la filosofía de la Ilustración: un ser racional, cuya irracionalidad es vista como un defecto y no como parte de su esencia.

Si bien es cierto que en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple ley de la oferta y la demanda, sino también por la propaganda, las técnicas de mercadeo y los monopolios.

Toda esa verborrea barata de que la riqueza crea empleo; que no hay que regular a las fuerzas del mercado y que la prosperidad está a la vuelta de la esquina siempre que se les permita una plena libertad a los individuos para producir y vender, es pura engañifa, lenguaje de pillos.

En la actualidad, la creación de demandas artificiales ha sustituido en gran parte a los intercambios de mercancías que satisfacen necesidades básicas. Si se puede identificar una fuente de ansiedad o inseguridad, esta puede ser explotada a través de la publicidad. Las consideraciones sobre calidad de vida, protección ambiental y desarrollo espiritual quedan fuera de su consideración. Ello sin contar la corrupción política y el espionaje industrial.

“Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América”, dijo en 1950 el secretario de Defensa Charles Wilson, en una frase que remeda a otra de Bernard de Mandeville, quien acuñó los principios liberales en una frase si no gloriosa al menos sagaz: “Vicios privados, beneficios públicos”.

Wilson sabía lo que decía —y a quien se lo decía—, no solo porque los conglomerados y las corporaciones multinacionales dominan ahora la escena económica estadounidense, sino porque la burocracia gubernamental y la corporativa son intercambiables. Esto último también lo sabía: fue presidente de la junta ejecutiva de la General Motors antes que secretario de Defensa.

Si bien es cierto que el leninismo —ese aprovechamiento macabro de un supuesto marxismo— lleva irremisiblemente al Estado totalitario y policial, también es innegable que tanto el liberalismo como su versión actualizada conducen en última instancia al Estado corporativo: esa mala semilla que tiene en su interior la sociedad propugnada por los neoliberales, y que estos olvidan cuando hablan de disminuir el papel del estado paternalista y regulador.


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