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Diario habanero. Jueves 23 de julio, 2009

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Penúltimo día en La Habana. Cuenta regresiva.

Nury quiere pasar la mañana con su padre y su abuela, mientras Daniel y yo nos escapamos hacia la librería de Línea y 12, que no conocemos. Me la han recomendado. Y, en la medida de lo posible, no defrauda las expectativas.

Entre otros, compro la nueva edición de Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier; Cuestiones de agua y tierra, de Jesús David Curbelo; los Documentos familiares de José Martí, compilados por Luis García Pascual; el libro Africanos en América, de Luz María Martínez Montiel, las Obras escogidas, de Pablo Lafargue, que incluyen “El derecho a la pereza” y la Prosa, de Emilio Balagas, compilada por Cira Romero. Daniel escoge una edición de Nadja, de André Breton; los Relatos, de Lu Sin; las Obras, de Descartes, y un libro sobre los nuevos movimientos religiosos en el Gran Caribe.

A la salida de la librería, subimos por 12 hasta 23. Le propongo a Daniel entrar al cementerio de Colón, que bien merece una visita. Lo conozco bastante bien y puedo recomendarle los relieves de las entrada, la tumba de Jeannette Rvder, donde está tallada la imagen de su perra Rinti; la de Amelia Goire de la Hoz, "La Milagrosa"; la tumba del dominó y la de Capablanca; al sepulcro de Taita José, espíritu reincidente en eso de las reencarnaciones; o el conjunto escultórico dedicado a los bomberos muertos en acto de servicio en 1890. Agustín Querol representó fielmente a los mártires, salvo uno, del que no existían fotos, y al que el escultor colocó su propio rostro.

Pero Daniel se niega en redondo. Que no. Que él no quiere hablar de, pensar en, visitar algo relacionado con la muerte.

—Daniel —le digo— estás en el momento justo de interesarte por la muerte. A los 19 años, la muerte no existe. A los 55, empiezas a dejar de interesarte por la teoría. El período de práctica está más cerca. Y puede extenderse por toda la eternidad. A menos que… No, mejor que sea la eternidad. La otra posibilidad es reencarnar en perro callejero, en la pulga del perro o en cobaya de laboratorio.

(No insisto. Aunque, además de enseñarle el cementerio, me habría gustado visitar la tumba de mi madre).

Doblo por 23 y pasamos por el cine 23 y 12. Aunque allí vi películas memorables, siempre me trae un mal recuerdo.

A fines de los 60 y principios de los 70, Fidel Castro solía visitar cada vez que se le antojaba, a cualquier hora del día o de la noche, la Escuela Vocacional de Vento, donde yo estudiaba. Como se sabe, él renueva cada cierto tiempo sus obsesiones. Mientras, pone al país en función de las vacas, del café caturra, de los diez millones, de la batalla energética/de ideas/por el sexto grado, o del internacionalismo armado. Por entonces, una de sus obsesiones era mi escuela. Iba a jugar al básquet y los muchachos ya habían recibido instrucciones: le permitirían ganar, pero simulando un gran esfuerzo. Escenificar una derrota convincente. O se ponía a conversar con los estudiantes. Conversar en una sola dirección. Él hablaba y nosotros escuchábamos.

En una de sus visitas buenas se le antojó almorzar en el comedor. Cuando le sirvieron la macarela habitual con arroz militar (en pelotones), jugueteó un rato con el tenedor como haciéndole la autopsia al bicharraco, y dejó la bandeja intacta. Dos días más tarde, apareció una rastra del Ministerio de la Pesca y pasé los últimos ocho meses de bachillerato comiendo ruedas de emperador. Desde entonces detesto los imperios.

Otra de sus visitas fue a las nueve de la noche. Me habían concedido un pase especial para visitar a mi madre, que estaba enferma, y cuando cruzaba en plena noche el puentecito sobre el río Almendares, vi tres jeeps que se acercaban a toda velocidad. No había que ser una lumbrera para adivinar de quién se trataba. Ya eran conocidas las historias de hombres nerviosos que hicieron algún gesto mínimamente sospechoso y fueron acribillados por los escoltas. La oficina del Comandante costeaba el entierro en féretro categoría buró político, enviaba varias coronas e incluía al finado en la fe de erratas del glorioso libro de la Revolución. De modo que me quedé como la mujer de Lot, pero sin volver la cabeza.

La peor de sus visitas fue cuando nos habló de un disco recién publicado: los toques de corneta del ejército mambí. Y que deberíamos signar nuestra vida de campamento con ellos. Instalaron no menos de 20 bocinas tipo trompeta rodeando el edificio de los albergues, y desde entonces cada mañana, a las seis en punto, nos despertaba el “Ti ti ti tíííííííííí”. “Levántense, muchachos, que la puerca va a parir”. Nos levantábamos tan encabronados que, de ordenarnos en ayunas una carga al machete, habríamos sido letales.

Su segunda peor visita fue cuando acababa de ver la versión cinematográfica rusa de La guerra y la paz. Una película que, según él, todos deberíamos ver, porque en ella estaba la clave de por qué los rusos construyeron el primer socialismo del planeta. El siguiente sábado, nos encerraron a todos los alumnos y profesores de la escuela en este mismo cine de 23 y 12, desde las diez de la mañana hasta las 8 de la noche, y nos soplaron de pegueta, con un receso de 20 minutos para comernos una cajita de congrí con carne ripiada, las cinco partes de la película. Una tras otra. Es el mayor empacho de Tolstoi que he cogido en mi vida. Por suerte, ya a esas alturas mi amor por los narradores rusos del XIX era incondicional. Ni el Cineasta en Jefe pudo derogarlo. No sé si fue por las veces que me dormí en el cine o por la sobredosis, pero nunca descubrí la clave de por qué los rusos construyeron el primer socialismo del planeta. Y ya ni los rusos lo saben.

Paso lo más rápido posible frente al cine de aciaga memoria y me voy cocinando al vapor desde ahí hasta 56 con el aire que entra por las ventanillas. Aunque Madrid suele ser asolado por un calor seco, tobera de avión, y temperaturas que aquí ocasionarían muerte por licuefacción, esta sensación de estarte derritiendo en vida (de las tres quintas partes de agua que tiene el cuerpo debe quedarte una) sólo la he sentido en Luanda, en Mérida, Yucatán, y en un verano monstruoso de Roma, ciudad abandonada por la mano de Dios, porque el Señor se va de veraneo a Castel Gandolfo. Un cubano que conocí en el norte de Europa aseguraba que él no era un exiliado político, ni un emigrante económico. “Yo soy un exiliado climático”, me dijo. Y lo comprendo.

Hoy es un día de recapitulación. ¿Se me olvida algo? ¿A alguien no he llamado? Echo mano a la libreta y hago algunas llamadas pendientes. Mientras, Daniel se marcha a comprar pan. Regresa con dos barras de un pan levísimo, casi volátil. Debe ser el pan que comen los ángeles untándole queso crema Filadelfia. De tanto aire que han logrado inyectar a la masa, no se recomienda comerlo, sino respirarlo. Después de dejar el pan en la cocina, se deja caer a mi lado en el sofá.
—Casi me mata una donación.
—¿Qué?
—Que casi me atropella una donación.
—¿Cómo que una donación?
—Sí. Uno de esos autobuses americanos amarillos que andan por ahí.
—Quizás los fabriquen en Estados Unidos, pero los dona Canadá. De todos modos, te hubiera dolido igual.
—Sí. Crucé la calle casi sin mirar…
—Casi no. Sin mirar, porque se ven a un kilómetro.
—Bueno, sin mirar. Pero tienen buenos frenos.
—Un Yutong te hubiera matado.
—Posiblemente. Tiene cojones que en el país del bloqueo me venga a aplastar una donación.

—Déjate de filosofar y mira bien cuando cruces la calle.

No será la última cena, pero hoy hemos concertado a toda la familia para almorzar en El Palenque. Primero tengo que ir a La Habana Vieja a buscar a mi hermana & family. Los dejo en el restaurante y voy hasta 56 a recoger al resto. Cuando vamos pasando frente al Coney Island (por cierto, nunca he sabido cómo se llama ahora) nos sorprende un aguacero monumental como los que es difícil ver en otras latitudes. Es cuando San Pedro rasga las nubes y las vacía de golpe. No son gotas, sino chorros. Al llegar al restaurante, el parqueo situado frente al comedor está lleno y debo buscar un hueco en el segundo parqueo, al fondo, Tras caminar cincuenta metros bajo la lluvia, llego a la mesa como recién salido de una piscina. Y, de contra, me siento justo bajo un ventilador de techo. Catarro seguro que exportaré mañana a Europa. La Gripe C, cubana. Pero el almuerzo valió la pena. Además, seguí al pie de la letra los consejos de mi abuela. No me duché acabado de almorzar, sino antes.

Hoy Armando Hart Dávalos, devenido columnista, publica en la prensa una de sus reflexiones, o flexiones intelectuales, para no inducir a error. (Del mismo modo que se “intervino” toda propiedad privada, durante estos años hay palabras que han sido intervenidas: “el comandante”, la “batalla de ideas”, las “reflexiones”; aunque existan muchos comandantes con sus batallas, numerosas reflexiones y algunas ideas). Según Hart (y según ensayistas, bodegueros y barmen), Félix Varela nos enseñó a pensar; Luz y Caballero, a conocer; Martí, a actuar, y Fidel Castro, a vencer. Aunque ahí me entra una duda, porque “Venceremos” siempre se conjuga en futuro. Nunca se dice “Patria o muerte. Ya vencimos”. Y si nos enseñó a vencer y ésta es la victoria, ¿cómo será la derrota? Aunque quizás Armando Hart quiso decir que “nos enseñó cómo él vencía”. Así sí. Medio siglo en el trono y sin oposición, condensando en sí mismo la mayoría absoluta, es más de lo que se han atrevido a soñar las inmensa mayoría de los emperadores.

Añade Hart que poner en antagonismo el arte y la cultura con la política “le hace daño al socialismo”. (Lo cual no quiere decir que, obligatoriamente, le haga daño a los cubanos). Y, olvidando olímpicamente la historia del último medio siglo durante el cual la política le ha dicho al arte: “Patria o Muerte”, el exministro de Cultura nos revela que “Ésta es la dolorosa experiencia de la historia socialista tras la muerte de Lenin”. Es curioso lo atrasadas que llegan las noticias de Rusia. Lenin murió en 1924 y hasta 1990, 66 años más tarde, la Cuba oficial nunca habló de los errores del estalinismo (de los crímenes, todavía), del acoso y sometimiento a la cultura, llamada a ser un arma de la revolución, el martillo del obrero, la hoz de la koljosiana. El arte confinado a la sección “Herramientas de mano”, pasillo 16 a la derecha.

Hart concluye su flexión con unas palabras más perdidas que las del Diario de Martí y que darían pie a un buen ensayo: “Distanciar la filosofía de la educación y la política no nos permitirá jamás arribar al pensamiento filosófico” y debemos “hacerlo sin ismos excluyentes [¿socialismo? ¿comunismo? ¿fidelismo?] con el método filosófico de la mejor tradición espiritual cubana, es decir, el electivo [al fin, elecciones], que tiene como guía la justicia, principal categoría de la cultura”. Chúpense esa, filósofos. A ver si escriben justos ensayos, novelas cabales, rectos poemas y probos cuentos. O no entrarán en la próxima edición del Diccionario de la Literatura Cubana.

Después de almuerzo, el ambiente ha refrescado y tras devolver a las respectivas familias a sus lugares de origen, nos queda tiempo para echar un último paseo por el barrio. Como en el cuento de los tres cerditos, hay casas que el lobo evaporaría de un soplido. El hecho de que estén en pie es un milagro de la estática. Las que se mantienen en buen estado y evidencian el poder adquisitivo de sus inquilinos están más protegidas que Fort Knox. Jardín separado de la calle por cerca peerles o por reja de hierro que termina en puntas de lanza. Todas las puertas y ventanas están enrejadas, para dejarlas abiertas y que se filtre la brisita a través de los barrotes. (Los herreros ya tienen una norma ISO: “Ancho mínimo de caco modelo Período Especial”). Hay rejas que desconfían incluso del cielo; no les basta imponer una frontera vertical. Soldada en su extremo superior hay otra reja, esta vez horizontal, que concluye en el alero. Esas rejas-estuche impermeabilizan la vivienda ante cualquier filtración. Las casas se convierten en jaulas. Como si la ciudad fuera un zoológico de animales disciplinados que se encierran ellos solitos sin necesidad de guardianes o domadores. En realidad, intentan construir jaulas de Faraday que anulen el efecto de los campos electromagnéticos externos. Pero es imposible conseguir un espacio idílico de carga neutra en un país tan magnetizado. Somos imanes transeúntes. Nos atraemos y nos repelemos con intensidades equivalentes.

En la práctica, la intromisión de visitantes no deseados ya ha sido resuelta por algún genio carcelario de la Física Aplicada. Aprovechando las ausencias y las noches (esas ausencias presenciales), el visitante imprevisto empapa una sábana y la tuerce hasta formar un cable grueso y muy resistente, abraza con la cuerda-sábana dos barrotes y, empleando un palo de escoba, aplica un torniquete a los barrotes, que se doblan hasta casi unirse. Hace lo mismo con los barrotes contiguos y ya tiene el espacio suficiente para que El Flaco se deslice hacia el interior y abra la puerta al resto de los convidados. Ya decía Freud que la sábana es una fuerza poderosísima. Puede vencer al hierro.

Durante los años más duros del Período Especial (cuyo regreso se vaticina), la epidemia de robos de tendederas obligaba a montar guardia mientras se secaba la ropa. Un descuido, y desaparecían el Levis’s de estreno, los calzoncillos sin elástico y las medias con agujeros. De paso, se llevaban los palitos de tendedera. Y la crónica rojas, que en Cuba se difunde, como algunas enfermedades, por transmisión oral, mediante un sistema inter-municipal de juglares, daba cuenta de los más espeluznantes robos con violencia: cabillazos, palizas, puñaladas, machetazos. El botín: una bicicleta china, una cadenita o unas zapatillas. Daniel Defoe nos cuenta que en su isla desierta, el mango oxidado de una espada era un tesoro para Robinson Crusoe.

Ahora no hemos notado un nivel equivalente de violencia. Tampoco nos hemos sumergido en las cloacas: ni un tour por Revillagigedo hasta Tallapiedra a las cuatro de la mañana; ni un paseo por El Canal a las cuatro de la tarde. Nos bastó recorrer al tacto el Paseo del Prado a las doce y media, o regresar pasada la una de la mañana desde Mantilla hasta Zulueta y Refugio. En las esquinas donde los baches eran más profundos y había que reducir la velocidad, grupos de hombres salían como apariciones de las tinieblas y se encimaban al carro pidiendo botella o enarbolando racimos de billetes. Esa noche cerramos puertas y ventanillas, pero ya se sabe que “El Cerro tiene la llave”.

Por otro lado, dada la población penal de la Isla, se supone que estén presos todos los delincuentes. Probados y presuntos, que para eso existe el delito de “Peligrosidad”, un arresto profiláctico. Carlos J. Finlay descubrió el agente transmisor de la fiebre amarilla. El Código Penal cubano han descubierto la vacuna contra el delito nonato. Jueces “precogs” que, al mejor estilo de Minority Report, condenan las (presuntas) malas intenciones con dos, tres, cuatro años de cárcel.

Dada la cantidad de policías por metro cuadrado, cada ciudadano podría tener su propio guardaespaldas, su Fiana de la Guarda. Pero la unidad latinoamericana ya es un hecho. Como en México, hay gente que prefiere evitar a los policías aun a riesgo de tropezar con los ladrones.

Aunque mi percepción es todo lo imprecisa que puede ser la mirada de un visitante, creo que, en general, no se respira miedo, sino hastío. La gente mira hacia el futuro como quien mira al cielo. A ver si llueve. A ver si nos llueve algo desde las nubes del poder. De momento, en el mejor de los casos, sólo cae agua.