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Derrota en Manhattan

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Escribo frente a la pantalla del televisor, después de almuerzo, y contemplando imágenes que le cortan la digestión a cualquiera.

 

Primero interrumpieron la emisión diaria del noticiero para transmitir la información de que un avión comercial se había estrellado contra una de las torres gemelas del World Trade Center en New York a las 8:45 A.M., hora estándar del este. Se supuso un accidente, pero 18 minutos más tarde, a las nueve y tres, pudimos contemplar como un Boeing 767 de United Airlines, desviado de su vuelo Boston-Los Angeles, y con 92 personas a bordo, se estrellaba contra la segunda torre, tras unos leves giros cuyo propósito era afinar la puntería. A las 9:40 se cancelaron todos los vuelos en Estados Unidos, y se desviaron hacia Canadá los que estaban en el aire. No obstante, a las 9:45 otro avión se estrelló contra el Pentágono a orillas del Potomac, provocando un enorme incendio. A las 10:00, 57 minutos después de sufrir el impacto del segundo avión, la Torre Sur del World Trade Center se desmoronó. Cinco minutos más tarde sería evacuada la Casa Blanca, y en rápida sucesión, los más importantes edificios gubernamentales y torres de negocios en toda la nación. A las 10:10 se derrumba una parte del Pentágono, y cinco minutos después un Boeing de United Airlines se estrellaba en Somerset, al sudeste de Pittsburg. A las 10:29, la segunda torre de NY, tras resistir una hora y cuarenta y cuatro minutos, se derrumba.

 

Mi digestión termina de paralizarse cuando, una tras otra, ambas torres caen en medio de sendas nubes de polvo, extirpadas del perfil de New York. ¿Cuántos pasajeros de inocentes vuelos comerciales, cuántos oficinistas, ejecutivos, bomberos, transeúntes, ascensoristas, plomeros o turistas, yacen bajo los escombros, o han sido literalmente pulverizados por las explosiones? Más de doscientas personas viajaban en los aviones. Miles han sido sepultados bajo los escombros. Entre ellos algunos supervivientes que se están comunicando a través de sus teléfonos móviles.

 

Cincuenta mil personas trabajan en las torres, 150.000 visitan su mirador cada día, que a la hora de los impactos, por suerte, no había abierto sus puertas.

 

A las 11:18 American Airline reconoció el desvío de dos vuelos con un total de 150 pasajeros a bordo. Cuarenta minutos más tarde, United Airlines reporta que en sus dos aviones desviados había 110 pasajeros.

 

El Frente Democrático para la Liberación de Palestina negó toda implicación, tras una una supuesta llamada en que se hacían responsables. Hammás también se apresuró a declinar cualquier relación con los sucesos, y el propio Arafat condenó duramente los atentados. Desde todas partes del mundo llegan la solidaridad con los norteamericanos y el repudio a las acciones terroristas.

 

¿Quién ha cometido los atentados? ¿Por qué? Ambas preguntas tienen ahora mismo múltiples respuestas.

 

Estados Unidos, como toda gran potencia a lo largo de la historia, suscita odios. Merecidos o no. Bien sea en respuesta a una política exterior prepotente y que no pocas veces supedita el resto del mundo a los intereses norteamericanos. Bien sea porque resulta cómodo delegar en los Estados Unidos la culpabilidad de las propias desgracias, catalizando esas dosis de rencor y de envidia que suscita el éxito ajeno. No es raro entonces que la Yihad Islámica se refiera a los atentados como un resultado directo de la política norteamericana en “la zona más caliente del mundo”, es decir, el Medio Oriente. O que niños y jóvenes palestinos bailen de alegría en los campos de refugiados al ver la desolación adueñándose de las calles del mejor aliado de Israel.

 

¿Quién tiene capacidad para organizar y perpetrar un terrorismo de esta magnitud? ¿Extremistas palestinos? Quizás, aunque no parece lo más probable, en la medida que esto puede inclinar decididamente a favor de Israel la balanza occidental en el conflicto. ¿Iraq? Podría ser, pero no queda clara su viabilidad. ¿Terroristas norteamericanos de alguna secta antigubernamental? Difícilmente cuenten con el nivel de organización y el espíritu de autoinmolación que implican estos ataques. ¿Integristas islámicos que consideran a Estados Unidos el Imperio del mal? Es más probable, aunque los talibanes nieguen toda participación, y el propio Osama Bin Laden, su mentor saudí, asegura en un diario pakistaní ser ajeno a estos sucesos.

 

De cualquier modo, quien sea ha decretado el inicio del fin de la causa que dice defender. El repudio universal que suscita una matanza de esta magnitud, hará que cualquier represalia norteamericana contra los culpables cuente con el silencio, cuando no el aplauso del resto del mundo. Y confiemos que Norteamérica investigue antes con cuidado y medite su respuesta, para evitar la multiplicación de la injusticia.

 

Quien ha perpetrado este atentado masivo ha concedido a Bush el voto decisivo para aprobar el escudo antimisiles (aunque sea inoperante para detener ataques como éste) y, de hecho, la incursión norteamericana en tierras de reales o supuestos enemigos revestirá un carácter “preventivo” y “defensivo”. Claro que si el propósito de los terroristas es precisamente convocar una reacción a gran escala de Norteamérica que provoque la polarización y el florecimiento del odio, posiblemente ha conseguido su objetivo.

 

No hay causa o ideología que justifique el terrorismo, sea el coche cargado de Titadine que hace saltar por los aires a un humilde concejal del País Vasco, una bomba al paso de niñas irlandesas que acuden a la escuela, suicidas palestinos, asesinatos selectivos judíos o esta masacre en Manhattan. Todos tienen la misma capacidad de abolir la justicia de la causa en cuyo nombre se perpetran. Todos son igualmente repudiables, y difieren apenas cuantitativamente. No hay víctimas de primera y segunda categoría. Las víctimas del odio como sistema, en cualquier lugar del mundo, mutilan la condición humana de todos nosotros. En ese sentido no puede existir un terrorismo repudiable y otro admisible, un terrorismo de nuestro bando y otro del bando contrario. Si la humanidad no apuesta ahora, decididamente, por la erradicación de todo terrorismo, y si no apuesta por la abolición de las grandes diferencias estructurales del planeta, por la erradicación de los focos de miseria y desesperación que son la crisálida de fundamentalismos atroces de todo signo, puede que mañana sea demasiado tarde, y la civilización pierda la partida.

 

La intercomunicación, la globalidad, el intercambio, son hoy condiciones sine qua non del planeta donde vivimos. Es imposible ya cerrar puertas y decretar esclusas, compartimentos estancos de prosperidad. No se trata de abatir simplemente el terrorismo, sino de abolir sus excusas, la desesperanza que alimenta esa base social donde prospera.

 

Ya no podremos resucitar a las víctimas que yacen bajo los escombros del World Trade Center, pero sí podemos evitar que un niño, en cualquier lugar del mundo, salte de alegría ante la muerte de otros niños.

 

Creo en el derecho de reivindicación, y creo que ese derecho termina donde comienza la integridad y la vida del prójimo. Lamento los miles de muertos en Manhattan, y lamento por igual los saltos de alegría de esos niños palestinos mientras observan en directo la muerte de norteamericanos que ni siquiera conocen. La alegría de esos niños que hacen el signo de la victoria. Lamento que ignoren que todo acto de terror, toda muerte inocente, es una derrota de los palestinos y de los israelíes, de los norteamericanos y de los árabes, una derrota de su propia infancia, condenada a los juegos macabros del odio, una derrota de todos los hombres.

 

“Derrota en Nueva York”; en: Cubaencuentro, Madrid, 12 de septiembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2001/09/12/3805.html.