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Las trampas del azar

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La palabra "juego" equivale a una maldición para muchas familias españolas. Las estadísticas, forzosamente incompletas dado que la mayoría de los ludópatas no se consideran tales, son, aun así, pavorosas. Familias destruidas, honestos trabajadores que un día decidieron echarle un pulso al destino y a la teoría de las probabilidades invirtiendo en ello lo que tenían y lo que no tenían; honrados que metieron mano a lo ajeno con la convicción de devolverlo "mañana", que sería el día de su fortuna súbita; padres amantísimos que han llegado a jugarse la merienda de sus hijos. Todo ello explica que las asociaciones contra la ludopatía aborrezcan hasta el parchís, e incluso consideren indiscriminadamente los ciberjuegos infantiles un prólogo a la ludopatía crónica. Y no niego que pueda ser así en muchos casos, pero habría que observar la otra cara del juego, actividad que no es privativa del ser humano.

 

Cualquier zoólogo, y hasta los dueños de perros y gatos, confirmarán que los animales juegan. Esencialmente los animales superiores, dado que el juego requiere una alta dosis de inteligencia. Y ya se sabe que en la naturaleza nada es gratuito. El juego es un sistema de aprendizaje. Jugando aprenden a cazar los leones. Jugando aprenden los niños las normas de convivencia, las primeras letras, sus nociones iniciales de geometría y álgebra. Los ejercicios de física, química y matemática que resolvemos en la escuela no son más que juegos didácticos; e incluso muchos pedagogos contemporáneos tienden a subrayar el carácter lúdico del aprendizaje, en contra de la noción memorística y pesada que primó en el pasado. Aprender es un juego de la inteligencia, no una extenuante albañilería de la memoria. E incluso más allá de su aspecto ontológico, de los códigos mediante los cuales pretende interpretar el mundo, ¿qué es el arte sino un juego de la sensibilidad y la belleza? Si hurgamos en nuestras actividades cotidianas, hallaremos indicios lúdicos en muchas, sobre todo en aquellas que nos proporcionan placer, de modo que descalificar en bloque el juego por nocivo resulta tan contraproducente como negar en bloque la civilización a partir, exclusivamente, de sus efectos ecológicos.

 

El problema no radica en el juego en sí, sino en sus fines. El niño que se enfrasca ante la máquina, que intenta sortear el laberinto sin que se lo coman los bicharracos cibernéticos, adquiere habilidades manuales, reflejos, sentido del espacio y del tiempo, además de adiestrarse en el uso del ordenador, su futura herramienta de trabajo. Malo cuando no puede prencindir de la pantallita. Como es malo el monocultivo, aunque no por ello sea nocivo el aceite de oliva. Y peor en el caso del adulto que invierte en su presunta buena suerte lo que no ha sido capaz de invertir en su actividad profesional y personal. Si sus relaciones humanas son una especie de yugo social, si su trabajo es un penoso y mero ganarse el pan carente de placeres y alegrías intrínsecas, es casi lógico que le tienten las emociones del juego, carente como está de otras emociones.

 

Por eso son raros los ludópatas entre quienes se han entregado a su profesión o sus afectos. Quizás algún día cada hombre pueda encontrar el espacio profesional y personal para el cual está diseñado, sin que la necesidad o las convenciones ejerzan un papel dictatorial, quizás un día las estadísticas de Naciones Unidas computen los índices de felicidad y no sólo la renta per cápita o el PNB. Quizás un día vivir sea para cada uno el juego por excelencia, no un simple huir de la miseria o dar caza a la riqueza. Hasta entonces, no desactivaremos por completo las trampas del azar.

 

“Las trampas del azar”; en: Diario de Jaén. Jaén, España, 20 de enero, 1997, p. 16.