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Libertad vigilada

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Los detectores de metales y los scanners en los aeropuertos, que hoy nos resultan habituales, despertaron en su día la repulsa de quienes los interpretaron como atentados contra su intimidad, es decir, contra su libertad. Ante el crecimiento de la violencia callejera en el País Vasco, se debatió la colocación de cámaras que monitorearan las calles. De inmediato hubo protestas en nombre del derecho a la intimidad. Podrían citarse muchos ejemplos de cómo prevalece la libertad individual sobre cualquier intento de control: países donde la huella dactilar no consta en el carné de identidad, o donde ese documento no existe. El rechazo ante cualquier intento de controlar los contenidos de Internet. La estricta inviolabilidad de las comunicaciones. Etcétera.

 

Pero en breve tendremos que habituarnos a scanners más sofisticados, policías armados en los aviones, un control más riguroso de los movimientos de las personas, y (sepámoslo o no) se practicará un rastreo minucioso de las comunicaciones. Nuestro margen de intimidad y libertad se verá reducido. El argumento será nuestra seguridad. Y tendrán que implementarse los mecanismos para que ese argumento no se convierta en coartada.

 

La libertad de prensa, otra de las intocables, también ha sido puesta en entredicho tras los sucesos de New York y Washington. Pacto o censura, lo cierto es que las cadenas de televisión se abstuvieron de mostrar mutilaciones y cadáveres. Sea cual sea la razón, es de agradecer que no añadieran más horror visual a la tragedia. La presa cubana, por supuesto, anotó de inmediato el “atentado contra la libertad informativa”. Viniendo de la prensa insular, que ha patrocinado el derecho al silencio, no se sabe si es cinismo o sentido del humor.

 

De cualquier modo, una batalla global contra ese enemigo clandestino que es el terrorismo tendrá que verificarse en muchos campos subterráneos. Y nuestro derecho a estar informados, quedará condicionado por el éxito de las acciones.

 

El periodista Randy Alonso Falcón, una de las voces más oficiales de la prensa oficial cubana, acaba de publicar un artículo titulado “Lo que vendrá”, donde acusa a la administración norteamericana de aprovechar la seguridad como argumento para autorizar las escuchas telefónicas indiscriminadas, ejercer el espionaje en Internet, otorgar más dinero a sus agencias de inteligencia para vigilar mejor a los ciudadanos, y reforzar la presencia de cámaras y satélites que atisben cada rincón del mundo. Flagrantes violaciones de lo que él llama la “sacrosanta libertad”.

 

A Cuba, por supuesto, no se la puede acusar de atentar contra esas libertades. Si la correspondencia es violable, las conversaciones telefónicas pueden ser intervenidas sin impedimentos, no existe el derecho a acceder a los contenidos de Internet y husmear el correo electrónico es práctica habitual, ¿qué necesidad hay de vulnerar un derecho que no existe? Cuba no posee una red de cámaras monitoreando sus calles, ni satélites espías. Pero antes que cualquiera de esos artilugios se pusieran en circulación, ya había establecido una espesa red de CDR espías, el expediente que te acompaña del salón de parto al cementerio, los estrictos controles al desplazamiento de los ciudadanos, y otros muchos mecanismos que sustituyen, con resultados equivalentes o mejores, a la costosa tecnología. De modo que en el país “siempre hay un ojo que te ve”, y no es precisamente el de Dios.

 

La dicotomía libertad/seguridad será objeto, sin dudas, de múltiples debates en un futuro próximo. Puede que existan medios para garantizar la segunda sin lesionar seriamente la primera. Puede que debamos convivir con ciertos recortes de nuestras libertades si aspiramos a que el terrorismo que las usa precisamente para exterminarlas sea erradicado. Como en su día la libertad sexual tuvo que resignarse a convivir con las precauciones imprescindibles para protegerse del SIDA.

 

El terrorismo no germina bien en libertad. Nace a partir del pensamiento cautivo y de una concepción totalitaria que excluye al otro de todo discurso alternativo y, de ser posible, del cerebro que lo factura. Eso que el diccionario define como “dominación por el terror” o “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” tradicionalmente ha sido patrimonio de sociedades donde la libertad ha sufrido drásticos recortes. O de grupos excluidos de dar solución democrática a sus aspiraciones. O de quienes, incapaces de alcanzar un consenso que avale sus pretensiones, han decidido ganar la mayoría absoluta por falta de quórum en el bando contrario.

 

Pero ese mismo terror, que desprecia la libertad ajena empezando por el derecho a la vida, necesita la libertad para alcanzar sus fines. Necesita libertad de movimiento y de comunicación; necesita el derecho a la intimidad donde fragua sus planes (y de una legislación que lo proteja); necesita incluso la libertad de adquirir sin mayores obstáculos los medios para perpetrar sus actos. El terrorista, a pesar de despreciar al “otro”, se mueve mejor en medio de la otredad: sociedades multiculturales y abiertas donde sus rasgos, su acento, su soledad, se difuminen en el mejor escondite: la multitud. La libertad, que es la “facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”, garantiza por definición su potestad de obrar de la forma que entienda y, claro está, de ser responsable de sus actos.

 

Y hacer al terrorista responsable de sus actos, requerirá vidas, recursos, esfuerzos, concertación entre naciones, eliminación de “santuarios” donde por razones políticas o legales el terrorista encuentra cobijo seguro. Y requerirá, posiblemente, que cada uno de nosotros done a esa lucha una partícula de nuestra libertad, si queremos conservar el más importante de los derechos: estar vivos.

 

“Libertad vigilada”; en: Cubaencuentro, Madrid, 24 de septiembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/opinion/2001/09/24/3951.html.