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Decidirse por la vida

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A una infinita distancia de los claxon y las noticias, en el sitio más apacible del universo, Daniel ha ido creciendo semana tras semana. Cumplida la número cuarenta y dos, esperábamos por él, pero una duda razonable lo retenía allí, útero adentro. Quizás porque intuía que después de transitar ese paso decisivo que es nacer, jamás encontrará otro lugar tan cálido, tan acogedor, tan íntimo como el vientre de Nury. Pero ya se habían cumplido los plazos que la naturaleza dicta y los médicos decidieron ayudarlo a decidirse por la vida.

 

Había ocurrido mucho antes, cuando Daniel no era más que un sueño, un proyecto amasado con dosis exactas de cariño y sobresalto, y al fin tuvo lugar durante algunos segundos de respiraciones entrecortadas, cuando alrededor de un hombre y una mujer giró por un instante el universo y el viejo Ptolomeo tuvo la razón sin darse cuenta. En aquel instante las ambiciones, esperanzas, tristezas, alegrías y nostalgias que componen a un hombre fueron resumidas en un punto tan desvalido que cualquier brisa de mayo lo podría barrer. Un punto que Nury guareció durante meses de las inclemencias, haciendo discurrir por él su sangre y sus almuerzos, dotándolo de una sabiduría a la que ahora, cuando empiezan las contracciones a adueñarse de su refugio, deberá echar mano.

 

Como un tsunami que devastara el apacible océano del útero, va acercándose la primera contracción. Viene desde el fondo, recorre las paredes elásticas, despereza los músculos que empujan a Daniel hacia la luz, como si no lo quisieran más en este sitio, como si lo estremecieran en esta primera mañana de su vida diciéndole “Despierta. Vas a llegar tarde a la escuela”. La oleada brutal de la contracción alcanza la vagina y una bocanada de líquido amniótico se escurre hacia la sábana. El rostro de Nury se contrae, primero estupefacto ante un dolor inédito, después haciendo toda la fuerza de que es capaz, los nudillos blanquecinos por el esfuerzo, las manos aferradas al borde de la cama. “Respira. Respira hondo”. “Puja. Puja ahora”.Y ella, después de tantos meses guareciéndolo del mundo, puja ahora con toda su alma hacia la luz.

 

La contracción se amansa y los pómulos, los labios, el entrecejo, la mirada, el rostro de Nury vuelven a su lugar en espera de la próxima contracción, que no se hará esperar, con creciente furia, como si la naturaleza se exacerbara contra el empecinamiento de Daniel, que insiste en asirse a su penumbra y su silencio, a la tranquilidad de su reducto húmedo.

 

Los médicos miden el tiempo, que se acorta lenta pero inexorablemente entre una contracción y otra. Nury las reta, las provoca haciendo cuclillas, para acostarse ya casi sin fuerzas cuando la siente venir, como si una bestia poderosa intentara abrirse paso desde el fondo de sí misma.

 

Diez, veinte, cien. Ya ha perdido la cuenta. “Respira hondo. Más hondo. Puja ahora. Duro. Ya está al venir. Descansa. Prepárate, que viene. Ahora. Así. Muy bien. Te estás portando muy bien”. Y yo con mi escasa ayuda, que es sostenerla cuando parece que el útero va a estallar, secarle el sudor y proporcionarle algunas palabras (pobrecitas en este momento las palabras). Y mi cámara tomando nota de estos instantes que, de todos modos, jamás engrosarán los anales del olvido. Hasta que ella: “Deja la cámara y agárrame, que viene, viene ahora”.

 

Diez, veinte, cien. Ya ha perdido la cuenta. Parece que discurrirán años de contracciones y espasmos en espera de que Daniel decida por fin abrirse paso, cuando el médico le ordena subir a la silla y me muestra la cabeza del casi recienvenido: una elipse surcada de venillas y el cerebro latiendo bajo la piel de la fontanela. “Ya está listo. Vamos al salón”.

 

Demasiado listo después de tanta espera. Nury apenas puede contenerse. Arrecia la última contracción. Entramos a la carrera. Daniel se ha decidido en serio y pugna por abrirse paso. En un último esfuerzo Nury asciende a la mesa. La larga aguja deja escurrir la anestesia en ciertos puntos neurálgicos. Una tijera se adentra vagina abajo, en dirección a la nalga derecha y amplía de un tajo —que me duele más a mí que a ella— el conducto de salida, para que el niño no desgarre la piel. Un chorro de sangre y la última contracción son los preludios de Daniel, que emerge ahora, mientras las manos de los médicos ayudan al cuerpo breve y tembloroso, el rostro contraído por el susto —no es para menos—, y un golpe de tijera secciona el cordón umbilical, como si cortaran el cable que une al cosmonauta con la nave matriz, abandonándolo de este modo a ese espacio cósmico que es la vida. No hace falta la primera nalgada. Tras un esfuerzo cinco veces superior al que le costará cualquier otra inhalación de su vida, Daniel respira por primera vez, llenando de un golpe miles de alvéolos pulmonares. Y llora. Un sonido largo, quien sabe si de alivio o de miedo.

 

“Varón”, dicen los médicos. Y tratan de pesarlo, pero Daniel se revuelve sobre la fría superficie y llora más alto. Todavía untuoso de sangre, líquido amniótico y vérmix, lo depositan sobre el pecho de Nury. Un corazón contra el otro, separados por dos láminas de piel. Y el niño hace súbito silencio, cesan sus temblores y espasmos, los músculos se amansan y Daniel se duerme con un gesto que bien podría ser una sonrisa sobre el pecho de la más reciente madre del planeta, como quien acaba de salvarse de un naufragio y, tras cruzar las furias de la mar, accede a una playa tibia y seca.

 

No sabe que al despertar ya tendrá nombre.

 

“Decidirse por la vida”; en: Somos Jóvenes, n.º 131, La Habana, abril, 1991.