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La Historia: ese personaje

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“La historia de Nuestra América pesa mucho sobre el presente del hombre latinoamericano, mucho más que el pasado europeo sobre el hombre europeo”[1].

 

Alejo Carpentier

 

Afirmación polémica que inoculará en algunos ciertos recelos sobre la naturaleza apacible de estas reflexiones, y posiblemente tengan razón.

 

Tres milenios de memoria histórica equivalen a tres milenios de memoria cultural. Difícil sería menospreciar su peso sobre el hombre europeo, la gravedad que confiere a su cultura, bien distante de la levedad —casi diríamos el júbilo— de la nueva narrativa americana.

 

Pero, por otro lado, dado el proceso de plena cocción en que se haya nuestra historia, hay una dosis nada despreciable de razón en la frase de Carpentier. Si para el hombre europeo la historia que desayuna en los periódicos es, en buena medida, como el paisaje que discurre por las ventanillas del tren sin alterar sustancialmente su marcha, para el hombre americano la historia del ayer inmediato —léase los resultados de hoy—, o la que se fragua cada día, y cuyos resultados recaerán sobre él a más tardar mañana, condicionan no sólo sus circunstancias culturales, sino su modus vivendi y, en ocasiones, su propia supervivencia.

 

De ahí que la historia sea, para el hombre americano, más que una larga sucesión de fechas y nombres y batallas, un transeúnte apresurado con el que tropieza cada día en ciudades que crecen con la voracidad de incendios.

 

Pero esa omnipresencia de la historia no se traduce de inmediato en materia culturalmente digerida; quizás porque la cultura, como la anaconda, requiere para sus digestiones un lapso de sosiego hurtado al tráfago perentorio de la selva.

 

Naciones las nuestras que no resistieron, durante su adolescencia, la tentación de “parecerse a sus mayores”, de ahí que

 

“...por razones muy diversas, nuestros grandes narradores del pasado —que de hecho los tuvimos— no llegaron a percibir, y seguramente a sentir, la realidad de nuestro continente en su exacta significación y en su justo significado. Mas no se trataría propiamente de una incapacidad intrínseca, sino más bien de una actitud histórica y, por histórica, ideológica. No podemos perder de vista, por una parte, nuestra condición de mestizos, y por otra nuestro origen colonial. Lo primero supone una novedad esencial, para comprender la cual no siempre se está dispuesto ni se posee la sensibilidad indispensable. En cuanto a lo segundo, significa un peso demasiado grande sobre la conciencia intelectual de los pueblos y los hombres de América, tanto, que ha sido necesario mucho tiempo, y que en el mismo ocurriesen muchas cosas, para empezar a deslastrarnos de ese enorme fardo.(...) Pero es evidente que en la visión e interpretación de esa realidad se colaron —porque tenían que colarse— ingredientes deformantes y mistificadores que dieron, inevitablemente, una imagen, o bien imperfecta, o bien incompleta, de nuestra esencia continental.(...) Y en una operación lamentable, pero hoy fácilmente comprensible, muchos de nuestros escritores y artistas cayeron, sin darse cuenta, en la trampa de un sui generis neocolonialismo. Y así surgieron un arte y una literatura que pretendían expresar nuestras esencias americanas, pero con una óptica europea, y lo que es más triste, con el definido propósito de mostrar al extranjero lo que se juzgaba más atractivo de nuestro mundo: su faz pintoresca, y por ello mismo inevitablemente superficial”[2].

 

A esta visión prestada de nuestra historia, que, salvo excepciones, no pasó de figurante en la literatura americana previa al siglo XX, sucede una voluntad cada vez más consciente de concederle un papel protagónico en la narrativa continental, que “ha ido enfrentándose a la realidad en los distintos modos y en los distintos sistemas de expresión formal correspondientes también a los distintos tiempos, y ha tratado de ofrecer imágenes coherentes de ella”.[3] El camino, por supuesto, no ha sido rectilíneo. Ha habido intentos fallidos, cauces ciegos, búsquedas de la autenticidad que se sumieron, casi sin darse cuenta, en un localismo ajeno a la universalidad —automática, nunca premeditada— que signa desde siempre las obras que han devenido patrimonio de todos los hombres. Pero los ingredientes de una cultura mestiza no se mezclan de la noche a la mañana por voluntad o decreto. Si “...los problemas centrales que se planteó la novela naturalista (...) fue una problemática moral, más que social”[4], como acertadamente afirma Ángel Rama, ya desde Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931) y El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, la historia deviene definitivamente personaje de nuestras literaturas en obras que alcanzan la tesitura de Yo el Supremo (Roa Bastos), la trilogía de Miguel Ángel Asturias, La guerra del fin del mundo (Vargas Llosa), El siglo de las luces (Carpentier) y sobre todo Terra Nostra (Carlos Fuentes), por sólo citar algunos casos. Línea que lejos de extinguirse con el auge de una narrativa de lo cotidiano y los afanes experimentales, continúa en las obras de Abel Posse, Denzil Romero, Lisandro Otero, Francisco Herrera Luque y cuando menos una docena más de narradores americanos.

 

Se ha insistido en considerar la historia como argumento, como materia prima de la cual se nutren los personajes; pero en una buena parte de la narrativa latinoamericana eso es sólo parcialmente cierto, cuando no diametralmente falso. En una novela como El siglo de las luces no son Esteban o Sofía o Víctor Hughes los personajes protagónicos. Ellos tan sólo cumplen un papel, declaman los parlamentos que les dicta desde la concha el personaje principal: la historia. ¿Quién es, sino la historia, esta vez en toda su pluralidad de mitos y tradiciones y herencias culturales cruzadas, el personaje protagónico de Terra Nostra?

 

Por tanto, “la novela que utiliza el acontecimiento histórico como tema, y que parte de una previa investigación de los hechos que han de novelizarse, en persecución de un rigor histórico que sirva de fundamento al texto novelesco...”[5], es rebasada al alcanzar la historia papeles protagónicos, aún cuando lo disimule en personajes que no son sino sus artilugios.

 

De modo que si coincidimos —y por lo general coincidimos— con Tibaudet en el sentido de que el argumento no tiene valor artístico, “sino como medio de llegar a la composición del carácter de los personajes”[6], al devenir la historia personaje dentro de la narrativa latinoamericana, demuele cualquier suspicacia.

 

Hemos evadido conscientemente el término “novela histórica” por tratarse de un rótulo bajo el que comúnmente se presenta aquella que emplea el pasado como materia narrativa. Si bien esto se cumple en una buena parte de la producción que erige a la historia como personaje, hay también otra historia, o protohistoria: la que opera desde el suceder cotidiano.

 

“Aristóteles nos dice que la historia nos presenta lo que ha pasado, la literatura, lo que puede pasar, lo que es general y probable, en los aspectos esenciales que el tiempo no puede alterar. Ante la literatura nos hallamos, pues, ante la eternidad de lo probable”[7].

 

Pero al incluir en el concepto de la historia esa protohistoria que actúa en el presente, resulta ella también “la eternidad de lo probable”. Porque

 

“La materia de la creación novelesca ha de corresponder necesariamente a la diversidad de los sucesos actuales, con sus frecuentes y desconcertantes acciones, o ha de entregarse a extraer del pasado, según la fórmula de Tairot, 'aquellos elementos que para el espectador actual no han perdido su capacidad de estímulo directo, o los que han perdido su capacidad emocional para hacernos actuar por vía de contraste'. La diversidad de los temas al fin y al cabo se unifican en el método, en virtud de esa unidad primordial forma‑contenido que constituye un todo irrenunciable”[8].

 

“Lo que nos importa, y lo que siempre ha importado a la novelística latinoamericana, es este grande, avasallador descubrimiento de lo real en circunstancias determinadas.[9]“, es decir, “...recibir el mensaje de los movimientos humanos, comprobar su presencia, definir, describir su actividad colectiva. (...) en esto (...) se encuentra en nuestra época el papel del escritor.[10]“, aunque Carpentier va más allá cuando afirma:

 

“Creo que el papel del novelista en este momento, del novelista latinoamericano, está en traducir esas mutaciones, esas transformaciones y esas revoluciones. Una nueva temática multitudinaria, colectiva, espectáculos de lucha y contingencia, de movimientos de masa, de confrontaciones entre grupos humanos, se ofrece al novelista contemporáneo. Creo que la actual novela latinoamericana tiende hacia lo épico. Y la futura novela latinoamericana habrá de ser épica por fuerza”[11].

 

lo que, de hecho, se ha cumplido, pero tan sólo en una parte de la narrativa continental. Otras tendencias discurren por cauces paralelos, enriqueciéndola.

 

Si

 

“La novela —dice Ortega y Gasset— con mucha justicia, es el género literario que mayor cantidad de elementos ajenos al arte puede contener'; es decir, el más capacitado para asimilar e interpretar las peripecias de un instante dado en la evolución humana”[12].

 

cabría coincidir con Carpentier cuando asegura: “Por lo demás, nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica”[13]. O, al decir, de John Updike: “Mi narrativa de ficción sobre la vida diaria de gente normal contiene más historia que los libros de historia...”[14]. Claro que también “En mi opinión, la realidad no debe ser más que un trampolín”[15], porque “...el arte es siempre discriminación y selección, en tanto que la vida es toda ella inclusión y confusión”[16].

 

¿Cómo opera este proceso dentro de la narrativa cubana contemporánea?

 

Ante todo, un vistazo nos muestra a la última colonia española en tierras americanas, que alcanzó su independencia casi un siglo después que las restantes. Treinta años de la guerra más sangrienta que se entablara en América por la libertad, culminaron en lo que se ha insistido en denominar la guerra hispano‑cubano‑norteamericana, sentando con la Enmienda Platt las bases para un proceso de neocolonización inédito aún en América y que en el plano económico ya venía instaurándose en Cuba desde medio siglo atrás. Durante la primera mitad del XX fueron creciendo la norteamericanización de la sociedad cubana —admitida con júbilo por una burguesía subsidiaria— y un sentimiento antiimperialista de raigambre popular. Caldo de cultivo idóneo para el triunfo, en 1959, de una revolución de marcado acento nacionalista que pondría en práctica, dos años más tarde, un sistema socio‑económico diametralmente distinto al de las restantes naciones americanas.

 

De hecho, un siglo de altísima intensidad histórica cuyo reflejo en la literatura no tiene lugar de inmediato en el cuento o la novela, que tras algunos intentos más o menos felices, pero no definitorios, a fines del XIX, cursa por un naturalismo ya en desuso en Europa a inicios del XX. Si fuéramos a indagar en los orígenes de nuestra narrativa, hallaríamos en autores como Miró Argenter, Manuel de la Cruz y en especial en ese nombre mayor de las letras americanas que fue José Martí, una literatura de campaña de altos quilates, deudora de la cual es la literatura testimonial fraguada en la Cuba de los 60, pero no sólo ella, como veremos más adelante. A la literatura de campaña se suma la labor como cronista de José Martí, que va componiendo con su periodismo un enorme fresco de la época. Hacedor él mismo de la historia, sagaz observador de su circunstancia, prosista y poeta cuya muerte lloró Darío, no es raro que los artículos que componen Nuestra América puedan leerse por momentos con la asiduidad de una novela. Y qué decir de su diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, sin dudas la pieza narrativa más alta de la literatura cubana del XIX y una de las mayores de América.

 

No es hasta 1933, con la publicación de Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novas Calvo, su cuentística de los años 40 y, cerrando este despegue magnífico, El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier; que la historia entra a la narrativa cubana por la puerta ancha.

 

Hombres sin mujer, de Montenegro y La trampa, de Serpa, se componen del hoy protagonista, que aparece también, aquí y allá, en la cuentística de Hernández Catá, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier —la noveleta El acoso (1956) y Guerra del tiempo (1958) son los más altos ejemplos. Aunque en cuentos como El camino de Santiago, en El reino de este mundo y en Pedro Blanco, el negrero, de Novas Calvo, aparece la historia como rescate, como parte de un proceso mayor de recuperación de la memoria histórica de la raza, adulterada por siglos de colonialismo y mimetismo (que es el peor de los colonialismos). Proceso mayor al que concurre una ensayística no sólo de altos valores reflexivos, sino también composicionales. Don Fernando Ortiz, Lezama Lima, Ramiro Guerra, Jorge Mañach, Moreno Fraginals, etc., van componiendo el paisaje de las ideas, del que se nutrirá la narrativa y viceversa, por un proceso de vasos comunicantes.

 

Con el advenimiento de la Revolución, confluyen y coexisten en una narrativa que se vuelca ante todo hacia las formas veloces del cuento, tanto ese rescate de la memoria histórica, como la protohistoria en su devenir cotidiano. No es casual que Carpentier apuntara:

 

“Obsérvese que en la literatura cubana contemporánea, en lo que se refiere a la novelística, al cuento, al relato, hay como una necesidad de pintar el mundo de antes, a la par que el mundo del después. 1959 es crucial...”[17].

 

E. Wilson y Ángel Rama ya han subrayado el vacío literario que se produce inmediatamente después de todo cambio socio‑político radical. Hacer la historia es en esos casos una ocupación excluyente, que sólo paulatinamente va cediendo paso a la escritura, comenzando por la crónica, el menos reflexivo pero el más cercano a la narrativa de los géneros periodísticos. Piezas que lindan con el cuento y el relato comienzan a ser publicadas por autores cuya narrativa ya ha sido sancionada por los lectores (Onelio Jorge Cardoso), o por escritores emergentes (Eduardo Heras León, Norberto Fuentes, entre otros) que más tarde escribirán, con las manos recién sacadas del fuego, la narrativa cubana más apegada a la historia en pleno devenir.

 

Caminos semejantes, determinados por una fuerte transfusión de realidad, cursa la literatura testimonial que, a partir de El Cimarrón, de Miguel Barnet, entra a escena con sólidas credenciales.

 

Una novelística anémica salvo excepciones se centra en el ayer inmediato (materia histórica ya digerida) y no logra despegar, aunque ciertos momentos la justifiquen. Otra, hecha desde la perspectiva del hoy mismo, ofrece dispares resultados, en ocasiones inolvidables, como algunos pasajes de Memorias del subdesarrollo (Edmundo Desnoes), caso raro de novela superada con creces por la película homónima de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los mejores, sino el mejor largometraje cubano. Hasta tal punto que una segunda edición de la novela fue modificada en la dirección de los resultados artísticos del filme.

 

Es curioso subrayar que en pleno hacer la historia en detrimento de la literatura, dos obras que se venían fraguando desde mucho antes son editadas. No dos obras, sino las dos mayores obras de la narrativa cubana de todos los tiempos: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y Paradiso (1966), de José Lezama Lima.

 

Pero no es hasta fines de la primera década revolucionaria que la narrativa se repone de la perspectiva abierta por el asombro y literalmente estalla en cuatro libros que son claves para comprender su ulterior evolución: Los años duros, de Jesús Díaz, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes más La guerra tuvo seis nombres y Los pasos en la hierba de Eduardo Heras León, todos ellos colecciones de cuentos. Literatura de la violencia, donde la guerra, y por tanto la historia, es el personaje protagónico. Conflictos de alto dramatismo, formas rítmicas veloces y lenguaje de sobreentendidos que implica una complicidad, una comunidad de vivencias entre el lector y el escritor, es una cuentística más babeliana que hemingweyana, cruda, incisiva, y que evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Una literatura que tendrá sus continuadores directos durante los 80: Montañas, de Miguel Mejides, da inicio a lo que podría llamarse “la literatura de la otra guerra”, con los sucesos de Angola y en menor medida de Etiopía y Nicaragua, como catalizadores y protagonistas de los conflictos. Aunque esta segunda literatura de la violencia conjuga una búsqueda de los resortes morales y éticos del hombre, que será la tónica de la narrativa más reciente.

 

Como epílogo, La última mujer y el próximo combate, novela de Manuel Cofiño, inicia en los 70, lo que Ambrosio Fornet llamaría “el quinquenio gris” de la literatura cubana.

 

Durante la segunda mitad de los 70 irrumpe en nuestra novelística José Soler Puig, que va componiendo, mediante libros como El pan dormido, una crónica tenaz de Santiago de Cuba, que entra con él como ciudad en la literatura. De Santiago es también —hijo de gato caza ratones— Rafael Soler. Sus libros Noche de fósforos y Campamento de artillería inauguran la nueva épica, literatura del cambio donde el suceder cotidiano, las transformaciones no (explícitamente) violentas de la sociedad, confluyen con las búsquedas ético‑morales de los personajes.

 

Al mismo tiempo, se produce una nutrida —aunque no con frecuencia feliz— novelística que indaga en los resortes del pasado, e ilumina zonas no exploradas por la literatura.

 

Los 80 equivalen a un segundo aire dentro de la narrativa cubana contemporánea. Literatura rica en matices, diversa desde el punto de vista formal, enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

 

En esta narrativa de los 80, la historia, o la protohistoria, asume un lugar clave desde la perspectiva de lo cotidiano. Libros como Donjuanes de Reinaldo Montero, Se permuta esta casa, de Guillermo Vidal, Un tema para el griego de Jorge Luis Hernández, o Cuestión de principios de Eduardo Heras, por sólo citar algunos ejemplos, develan los resortes de la historia que será, en una zona de riesgo, dado de que “Lo que representamos no es la realidad misma, sino fragmentos y parcelas de realidad reflejadas por nuestro narrar”[18]. Riesgos de los que no siempre se salva, dado que

 

“...el novelista corre el riesgo de convertir su obra en una mera acumulación sociológica, preocupado solamente por su significado ideológico con desmedro de su valor estético. La confusión puede ocurrir cuando se olvida que el arte acciona por el mecanismo sicológico del sentimiento, proceso en el cual suele ser cualidad adventicia el entendimiento. Por aquella posibilidad de incluir elementos ajenos al arte que Ortega hacía referencia, los peligros son siempre mayores para la novela que para ningún otro género literario. Por eso han de ser mayores los resguardos del novelista”[19].

 

Aunque el riesgo mayor, el de una literatura fugazmente inmediata y que será, por lo mismo, fugaz en la memoria de los lectores, ha sido sagazmente evadido por un puñado de autores, dado que la indagación se produce en los resortes ético‑morales que mueven la circunstancia histórica, no en el anecdotario del día. Su inmanencia reside en ese abordaje, más allá de cualquier consideración temática. Pero no sobran las precauciones, ni prestar oído a las advertencias que ya nos hacía Carpentier:

 

“...¿Qué lenguaje es ese? El de la historia que se produce en torno a él, que se construye en torno a él, que se crea alrededor de sí, que se afirma en derredor suyo. No se trata, evidentemente, de tomar la prensa de todos los días y sacar de ella una conclusión literaria, sino que se trata de ver, de percibir lo que, en su propio medio, le concierne a uno directamente, y de mantener la cabeza suficientemente fría como para poder escoger entre los diferentes compromisos que nos solicitan.

 

‘Los peligros son grandes, lo sé. Hay malos compromisos. (...) Uno puede equivocarse y hasta muy seriamente. Dejar en ello el fruto de toda una vida intelectual”[20].

 

Y precaverse no significa cejar ni dedicarse a una literatura menos “comprometida”, menos arriesgada —sobre todo ante la perspectiva de una materia narrativa no sancionada por el dictamen del tiempo—, equivale a asumir, como un buen buzo o un paracaidista, los riesgos del oficio, porque

 

“Apropiarse del mundo es apropiarse de la realidad, pero es, más que nada, descubrirla. El novelista es un aventurero, un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos. Y encontrarla es lo mismo que explicarla, ambas funciones corren paralelas, y ellas a su vez deben entroncar con las raíces subjetivas. Se busca lo que se ha de encontrar”[21].

 

y los que miran desde la platea a quienes ejercemos el oficio de las palabras, jamás podrán adivinar lo que para nosotros es riesgo de cada día: una página desnuda es una zona en blanco, una cartografía inédita. Los ríos espumosos aparecen de repente, al doblar un recodo; los puentes se levantan sobre la marcha; los cruzas y se esfuman. No hay señalización ni caminos, ni coordenadas, ni señales. No hay a quien preguntar en esa tierra de nadie que es la literatura. Todo puede ocurrir.

 

“La historia: ese personaje”; en: El Caimán Barbudo, año 27, Ed. 274, julio-septiembre, 1993, pp. 27‑29.

 

“La historia: ese personaje”; en: Revista El centavo, Morelia, México. v. XVI, enero, 1993, pp. 6‑10.


 

[1]Chao, Ramón. Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 43

 

[2]Márquez Rodríguez, Alexis: La Luna de Fausto y la nueva novela histórica latinoamericana, en: Casa de las Américas No. 144 La Habana, mayo‑junio, 1983. p. 172‑173

 

[3]Rama, Angel. Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas Número Extraordinario: Diez años de la revista Casa de las Américas (1960‑1970) La Habana, julio de 1970 p. 34

 

[4]Idem. p. 35

 

[5]Márquez Rodríguez, Alexis. Op. Cit. p. 174

 

[6]Henríquez Ureña, Camila. Esencia y forma del arte novelístico, en: Esencia y forma del arte novelístico Ministerio de Cultura. La Habana, 1980 p. 25

 

[7]Henríquez Ureña, Camila. Invitación a la lectura Ed. Pueblo y Educación. La Habana, 1975. p. 15

 

[8]Agosti, Héctor P. Los problemas de la novela, en: Defensa del realismo. Ed. Lautaro. Buenos Aires, 1963. p. 90‑91

 

[9]Rama, Angel. Op. Cit. p. 34

 

[10]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 178‑179

 

[11]Carpentier, Alejo. Un camino de medio siglo, en: Razón de ser. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985 p. 36

 

[12]Agosti, Héctor P. Op. Cit. p. 86‑87

 

[13]Carpentier, Alejo. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 160

 

[14]Updike, John. En: Conversaciones con los escritores The Paris Review, 1974. p. 346

 

[15]Flaubert, Gustave. Carta a Iván Turgueniev, en: Miriam Allot: Los novelistas y la novela Ed. Seix Barral. Barcelona, 1965 p. 234

 

[16]James, Henry. En: Idem. p. 402

 

[17]Chao, Ramón. Op. Cit. p. 30

 

[18]Conrad Kurz, Paul; Metamorfosis de la novela, en: Esencia y forma del arte novelístico. Ministerio de Cultura. La Habana, 1980. p. 62‑63

 

[19]Agosti, Héctor P.; Op. Cit., p. 89

 

[20]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 177

 

[21]Rama, Ángel; Op. Cit., p. 31